CORREO ELECTRONICO

miércoles, 30 de julio de 2008

“Ilona y Martynas - Piezas inconclusas de un rompecabezas”
(unvollständige Stücke eines Rätsels)

Me gustaría relatar muchas cosas de Lituania, de su capital Vilnius, de sus pueblos armoniosos del interior, de su gente laboriosa y esforzada. Pero hoy me voy a centrar en Martynas, una personita feliz, quien por la década del ochenta llenó con saltos, preguntas, y mil amores, una relación sin condiciones, espontánea y rica en matices. Él y su mamá fueron muy importantes en mi vida, por eso hablar de ellos, más que contar, es cerrar una herida que estuvo latente durante todos estos largos años. ¡Ay querido Báltico!, ¿Cómo te voy a olvidar?

Las repúblicas del báltico; Estonia, Letonia y Lituania siempre fueron un enigma y dolor de cabezas para los que trataban de descifrar el motivo del rechazo que los ciudadanos de las tres repúblicas, incluyendo a los rusos parlantes que habían nacido en ese territorio, sentían hacia el resto de los soviéticos. Ellos a su vez se sentían discriminados y constantemente se autodenominaban “países colindantes con los soviéticos”, cuando en honor a la verdad formaban parte del estado multinacional. Unos eran pro finlandeses y daneses, otros pro polacos y los menos, pro alemanes, pero rara vez se encontraba a alguien que alabara el modo de vida soviético o agradeciera la intervención rusa durante la segunda guerra mundial.

A diferencia de sus vecinos bálticos, Lituania disfrutó en algún momento de un período continuado de independencia y tras cruentas batallas desde el siglo dieciocho hasta el 1940 gozó de una holgada paz nacional hasta que el país fue anexado a la URSS. Luego, entre 1941 y 1944 la ocupación alemana barrió con la población judía y empobreció la economía del país. Las cosas tampoco mejoraron con el regreso de los soviéticos sino que también se sucedieron múltiples arrestos y deportaciones. A raíz de la Perestroika la mano de Moscú se suavizó y logró que la república, sin intervención del Kremlin, trabajara su propio programa político y económico, situación que propiciaba que ella por si sola caminara por la senda anhelada hacia la total independencia.

En ese ajetreo estaban los lituanos cuando el grupo folklórico de la ciudad de Plunge viajó a Cuba para hacer una serie de representaciones que nunca tuvieron lugar porque el inmenso equipaje con instrumentos musicales y trajes típicos nacionales que debía acompañarlos, se entrampó en los rigurosos trámites aduaneros entre las republicas rusa y lituana. Pero ellos estaban dispuestos a pasarlo bien y esto no impidió que su recorrido, que incluyó además presentaciones espontáneas a capela, fuera un verdadero placer. Yo les acompañé por el país y quedé prendado por la hermosura de las mujeres lituanas. Ilona Baltikauskaite, era una de ellas. Desde que nos vimos en el aeropuerto surgió una necesidad imperiosa de comunicarnos. Suavizó de inmediato su ruso, que dominaba perfectamente, pero que hablaba con marcado acento lituano y aparente desgano, porque sabía que esa lengua era la única forma de comunicación. Con ella aprendí las primeras palabras lituanas como Kava (café) y el Arbata (té) porque se convirtieron en el pretexto inicial y luego permanente para juntarnos a compartir.

Ilona trataba de explicarme una y otra vez que no podía soportar un idioma, refiriéndose al ruso, que intentaba acabar con su lengua materna. Que en su país había más letreros y anuncios en ruso que en lituano, que los trámites necesariamente tenían que hacerse en ruso, que los mejores puesto a todo nivel eran encabezados por rusos, y así sucesivamente un sinnúmero de detalles prácticos que esclarecían mejor la situación, mucho más que cualquier cátedra sobre el comportamiento multinacional de la URSS y los sentimientos nacionalistas.

Nuestra relación no se limitó sólo a los encuentros románticos donde se encendía la libido después de unos tragos en el bar, también en la playa estábamos horas y horas conversando sobre muchos temas, entre ellos la necesidad de mantener la relación.

En mis estadías en Moscú, Ilona viajó en varias oportunidades a verme. Con ella y su pequeño hijo de tres años, Martinukas, recorrimos Moscú de punta a cabo. Visitamos teatros, museos, galerías de arte y el circo central moscovita. Descubrimos el mundo de comida rápida McDonald’s, que recién se instalaba en la capital y que había llegado a ser un verdadero acontecimiento que traía entusiasmado a todo el país. Luego apareció Pizza Hut con igual alboroto e inmensas colas donde la gente por tal de probar la novedad marcaba de un día para otro. Los tórtolos éramos muy felices hasta que una cubana informante de la KGB, mi confidente hasta ese entonces, quiso interferir mis sueños y logró rotundamente darle un vuelco a mis ilusiones y deseos de entonces, tramando un encierro condicionado en la isla, que duró más allá de la caída del muro de Berlín, de la desintegración de la URSS, del desgaste natural que provoca una separación obligada. Perdimos así, la comunicación y el ímpetu de continuar la truncada relación que impuso la distancia y la conspiración.

Tal como conté en el artículo “Lituania en mi corazón”, gracias a mi Blogspot, diecisiete años después recuperamos los lazos, y tanto con Ilona como con Martynas mantenemos hoy una estrecha y fluida comunicación. Ilona, convertida en una célebre coreógrafa del ballet folklórico nacional y Martynas Baltikaukas, un joven ingeniero graduado en la Universidad de Vilnius lleno de sueños y fantasías y por qué no también de recuerdos tales como el cocodrilo que yo le iba a regalar si viajaba algún día a la isla, el color y calor del Caribe, los negritos que corren a destajo por las callecitas de mi país, y lo más importante el amor abierto, espontáneo y eterno que yo siempre les entregué.

Santiago,
Agosto 2008