CORREO ELECTRONICO

miércoles, 4 de septiembre de 2013

"Huracán"




“Huracán”
María Rabassa, muy temprano, empieza a empacar las cosas que les serán perentorias para pasar más o menos normal el cautiverio obligado que le ha impuesto el huracán. No le cuesta diferenciar entre lo importante y necesario porque esta aventura la vive varias veces al año, desde que tiene uso de razón. Serán solo unos días, tantos como lo decida el ciclón con sus vientos impetuosos y su propia velocidad.

Desde el balcón, con vista a la calle Línea, mira como trota el mar con su espuma blanca belicosa y visceral, tratando de invadir el espacio que una vez le perteneció, pero que el hombre en su afán por vencer la naturaleza le arrebató a fuerza de pico, pala y cemento. El malecón habanero, que desde ayer ha dejado de ver el paso de los autos, se pierde entre tanto mar, desorientado y triste se deja tragar sin resistir.

La lluvia entra sin permiso por las rendijas de las ventanas maltratadas por el tiempo y otros tantos ciclones. Afuera se escucha como crujen las rejas y verjas de la entrada de esta mole milenaria que ante tanto desafío se quiere desmayar. El edificio en general está en muy malas condiciones, se derrumbará de un momento a otro a vista y paciencia del Comité. Pero María que para nada se siente víctima de las circunstancias, sigue insistiendo en dejar sus muebles y cajones cubiertos, ordenados porque según ella todo en esta vida tiene solución.

Dando vueltas sin parar, desconecta todos los artefactos eléctricos que no son muchos pero importantes, fruto de su trabajo voluntario en los campos de caña, allá por su tierra natal. Camagüey si sabe de sus tribulaciones durante los ciclones, que no son pocos. Con las primeras lluvias después de Mayo desaparecía su tranquilidad y también su esposo Manuel. El ciclón siempre lo atrapaba en la casa de cualquiera de sus amantes menos en la suya y no se le veía aparecer hasta que bajaba el nivel de las aguas, el puente se tornaba transitable y el río tomaba definitivamente su curso habitual.

-Yo pensé que te habías ahogado con el temporal- le decía María a su marido cuando lo veía llegar seco y sonriente, disimulando su culpabilidad.
-Tú siempre con tus sarcasmos- refunfuñaba él displicente- En cambio yo estuve todo el tiempo pensando en ti.
-Pues sigue pensando en mí mientras vuelvo, porque ahora tengo muchos de quien ocuparme.

Ella con los pantalones arremangados, con botas proletarias o descalza sin prestarle atención, seguía con sus propias actividades, registrando todo el barrio en busca de algún necesitado. María desde el primer día había estado acarreando sacos de cementos y de arena para contener el torrente de agua que venía desde el río desbordado por el intenso caudal. Se le veía activa por aquí y por allá empujando inmensas carretillas, más grandes que su bondad. El día entero andaba recogiendo escombros, saneando el barrio, repartiendo alimentos, queroseno, ordenando las colas, controlando la situación y de noche volvía a su hogar con un candil en las manos y la pala a cuestas traspirando felicidad.

Ahora la cosa es distinta, el paso del tiempo le ha restado dinamismo y agilidad. Ya no está para hacer trincheras, ni cortar caña de azúcar de sol a sol. La época de entrega absoluta e irrevocable ha quedado atrás. Más de cincuenta años en movilizaciones, reuniones, en guardias cederistas, en asambleas populares, en mítines de repudio reposan sobre su espalda septuagenaria. Mujeres más jóvenes tendrán que encargarse, con su misma pasión, de las múltiples tareas que demanda la eterna revolución.

La casa vuelve a rugir como barco antiguo que pretende varar. Las bisagras se quejan. La humedad sacude las paredes. Desde el techo cae una llovizna fina de arena y cal. Las vigas de hierro empiezan a quedar al descubierto. El árbol del patio se queda allí anclado, ladeado, mirando como el agua lo va cubriendo y enlodando como queriéndolo ahogar. Se estremecen sus viejas y fuertes raíces bajo el aguacero truhán.

Toda la belleza es robada por el ciclón. María no se desanima porque sabe que quizás en tres días más volverá a aparecer el sol y luego de noche un manto de estrellas la cubrirá y que para entonces ya la pena se la habrá llevado el agua rumbo al océano, a otro lugar, porque de vuelta habrá que ocuparse de muchas cosas, de restaurar, de prosperar. Afuera se siente el ruido de los camiones que empiezan a llegar raudamente para dar curso a la evacuación. En un dos por tres se llenan de gente, animales y bártulos. La algarabía y el desconcierto son mayúsculos, pero no para María que lo tiene todo fríamente calculado.

María Rabassa, dispuesta para partir, se aferra a sus jabas, se cubre con un chubasquero rojo y verde, echa llave a su puerta y sale murmurando sin mirar atrás:

¡Mantente firme casita, te quiero intacta después del vendaval!

Fin