CORREO ELECTRONICO

domingo, 1 de agosto de 2010

"Tozudo Abanico”














"Tozudo Abanico”





Su vida no es más que una simple y a la vez compleja dualidad. Pasa el día inmerso en su aparente cómoda oficina de la calle cuarenta y dos, navegando entre obsoletos panfletos y versiones oficiales, acuñando inútiles papeles y visando trámites de gente que se va del país. Desde una de las ventanas divisa la espléndida Quinta Avenida y desde otro ángulo se deleita con los tonos verdes y azules del océano. El bienaventurado barrio de Miramar se le antoja como una vista espectacular extraída de esos álbumes de Miami que un íntimo amigo guarda escondido con recelo en un desván. Aunque el aire acondicionado, viejo equipo soviético, funciona mal y casi nunca, las dimensiones de la casona, otrora morada de algún acaudalado terrateniente, mantienen la estancia fresca aplacando la humedad. Por alta que este la temperatura afuera, el uniforme verde olivo no lo hace traspirar. A pesar de su carácter apacible, de vez en vez regaña a sus subalternos haciéndoles recordar que él es el que manda, alza la voz como ningún otro, deja salir un grito estentóreo y golpea con puñetazo fuerte el buró, signo de energía y gobernabilidad. Porque él no está dispuesto a aceptar blandenguerías, ni disidencias, ni dobles discursos, y mucho menos mariconerías a su alrededor.

A las seis y pico termina el show. De vuelta a casa se enfrenta a la aguda y triste realidad, a la cara menos amable de su austera cotidianidad. Si bien no tiene que esperar dos horas la guagua porque aún conserva su destartalado carrito moskovich, se ve obligado necesariamente a afrontar la cola para adquirir un especimen llamado pan; insípido, pegajoso, duro e incomible. Choca con la basura que se desborda frente a su portal, tropieza con la chusma que a esa hora se regodea junto a la mesa del dominó, esquiva deliberadamente al presidente del Comité porque no quiere oír sus chácharas sobre el mercado negro, el desvío de recursos estatales o el irresistible tema de la migración.

Apenas entra a su morada, cierra la puerta para evitar que los curiosos husmeen su interior. Se quita de un tirón las incómodas botas rusas. Se desabotona la camisa. Se deshace del grueso cinturón donde cuelga junto a la cartuchera un imponente revólver. Lo coloca sobre la repisa más alta del librero, tras unos enormes libros de marxismo y leninismo, donde nadie por intruso que sea alcanzaría a verlo. Desde allí mismo extrae un gran abanico español, con bordes blancos y dorados y llamativas flores multicolores. Lo abre con maestría, con marcado ademán de amaneramiento. Se recuesta sobre su confortable butaca. En la soledad de su refinado hogar y con la confianza que le entregan sus cuatro paredes empieza a aplacar su calor con histrionismo, cual verdadero actor.

Absorto en sus íntimos pensamientos, mientras se sigue desdoblando, exclama: “¡Qué rico volver a ser yo!”

Fin