"Tozudo Abanico”
A las seis y pico termina el show. De vuelta a casa se enfrenta a la aguda y triste realidad, a la cara menos amable de su austera cotidianidad. Si bien no tiene que esperar dos horas la guagua porque aún conserva su destartalado carrito moskovich, se ve obligado necesariamente a afrontar la cola para adquirir un especimen llamado pan; insípido, pegajoso, duro e incomible. Choca con la basura que se desborda frente a su portal, tropieza con la chusma que a esa hora se regodea junto a la mesa del dominó, esquiva deliberadamente al presidente del Comité porque no quiere oír sus chácharas sobre el mercado negro, el desvío de recursos estatales o el irresistible tema de la migración.
Apenas entra a su morada, cierra la puerta para evitar que los curiosos husmeen su interior. Se quita de un tirón las incómodas botas rusas. Se desabotona la camisa. Se deshace del grueso cinturón donde cuelga junto a la cartuchera un imponente revólver. Lo coloca sobre la repisa más alta del librero, tras unos enormes libros de marxismo y leninismo, donde nadie por intruso que sea alcanzaría a verlo. Desde allí mismo extrae un gran abanico español, con bordes blancos y dorados y llamativas flores multicolores. Lo abre con maestría, con marcado ademán de amaneramiento. Se recuesta sobre su confortable butaca. En la soledad de su refinado hogar y con la confianza que le entregan sus cuatro paredes empieza a aplacar su calor con histrionismo, cual verdadero actor.
Absorto en sus íntimos pensamientos, mientras se sigue desdoblando, exclama: “¡Qué rico volver a ser yo!”
Fin