CORREO ELECTRONICO

martes, 20 de diciembre de 2011

"Camagüey intervenido"



"Camagüey intervenido"

Eran las nueve y pico. Todavía se esparcía por el aire el aroma a café mañanero, que se escabullía, sin permiso aparente, por las rendijas y cerraduras de las casonas camagüeyanas. El taller de mecánica ya estaba en su apogeo, no por la cantidad de pedidos, que no eran tantos, sino por la dinámica de la perfección a la que Manuel tenía sometida su rutina y la del resto de sus empleados. Contaba las herramientas con la vista, hacía un balance rápido de las ventas del día anterior, cuestionaba la demora en la reparación de algún carro, supervisaba la pulcritud en la atención y de paso mantenía un diálogo abierto y directo mezclando órdenes con chistes y comentarios obscenos. Así hubiese transcurrido el día entero, si no hubiese llegado intempestivamente, la comitiva que venía a nacionalizar su taller.

Manuel se quedó perplejo, por la actitud invasiva y déspota de la mujer que tenía enfrente, quien irrumpía estrepitosamente el espacio, hasta entonces, propiedad exclusiva de los hombres. La mujer, vestida de uniforme verde olivo, que cargaba su locuacidad con epítetos insurgentes: “Viva la revolución”, “Viva el proletariado”, se sacó la boina, también verde olivo y soltó su rubia cabellera en tono desafiante, -Vengo a confiscar el taller.
Todos se miraron perplejos.
- A entregar al pueblo lo que es del pueblo – recalcó, por si aún quedaban dudas.

- Este taller es mío. Y antes fue de mi padre y del padre de mi padre - respondió Manuel.

- Eso fue en otros tiempos. La Revolución exige sacrificios y este es uno de ellos.



Ella sacó de la mochila guerrillera unos documentos, retiró de su hombro la metralleta, no porque le pesara sino para poder ordenar el papeleo y siguió trasmitiendo en una jerga que se le hizo a Manuel latera, repugnante e ininteligible.


En resumen, bastaron sólo quince minutos para que Manuel pasara de dueño del taller a jefe de local, cargo este que además podría ser transitorio porque el Partido Regional, dando uso a sus facultades, bien podría designar a algún combatiente que lo administrara mejor. Manuel tragó en seco y cercado por la falta de alternativas y cegado por las circunstancias firmó.

En la noche, cuando Manuel llegó a su casa a cenar, su mujer ya había cambiado la tenida revolucionaria que llevaba en la mañana por un vestido multicolor. Manuel mantenía la esperanza de que apareciera algún gesto de arrepentimiento por parte de la mujer, que siempre había amado, pero que lamentablemente había empezado a perder. Ella, por el contrario, mientras fregaba algunos tiestos y ordenaba otros, tarareaba exprofeso una canción que se había hecho muy popular en ese entonces compuesta por Carlos Puebla. Rezaba algo así: “Al que asome la cabeza duro con él, Fidel, duro con él"


Manuel apartó el plato de frijoles negros sin tocar, masculló algunas palabras que solo él supo entender. El silencio interior lo bloqueó, dejó de escuchar, dejó de mirar. Ella seguía de espaldas, aparentemente triunfadora, provocativa, glacial. No se hablaron entonces y no se hablaron más.

FIN

martes, 8 de noviembre de 2011

"El sueño"











“El sueño”




“A los muertos hay que velarlos y enterrarlos”-decía siempre mi abuela mamá Nena- “para evitar que ellos y nosotros caigamos en la trampa de su eterna disparatada presencia”. Cuando empeoró tu salud yo estaba trabajando fuera del país, y cuando llegó el desenlace no hubo posibilidad alguna de desplazarme a cumplir los ritos del sepelio. Demasiados kilómetros entre Kiev y Camagüey nos separaban. Por eso me costó entender a mi regreso a Cuba, seis meses después, que ya no estabas. Durante muchos años soporté esa carga, hasta que tuve el sueño que hoy quiero compartir no contigo, porque lo conoces, sino con el resto.

…….Salí al patio de la casona en busca de aire porque dentro la humedad me estaba consumiendo. Las lluvias de Mayo que generalmente aplacan el calor demoraban en caer. Los tinajones estaban casi secos. Al lado de una tinaja junto a la tapia llena de musgos, líquenes y helechos tú estabas disfrutando plácidamente uno de esos legendarios puros que embriagaban el entorno. Yo me quedé perplejo, preguntándome cómo estabas allí si ya habías muerto. Esbozaste una sonrisa sincera, y me dijiste “Decidí presentarme ante ti en este estado para poder demostrarte que estoy bien, de lo contrario no lo entenderías”- y continuaste como adivinando mis pensamientos- “Claro que no morí tan sano como ahora me aparezco pero ¿de qué otra forma puedo trasmitir la felicidad que hoy siento?; esto debes tomarlo como un puente entre mi estado actual y tu mente consciente. Y no trates de buscar explicaciones donde no las hay, solo disfruta sin hablar este momento.”

Me abrazaste con fervor. Percibí tu musculatura. Entendí tus nobles sentimientos. Recordé que cuando estabas enfermo te apoyabas a mi hombro abarcando su totalidad con tu mano gigante de largos dedos. Tenías la mitad de tu peso producto del desgaste propio de la enfermedad y te habías encorvado un poco. Tus piernas flectadas, porque las rodillas ya no podían sostener tanto armatroste, trataban de mantenerte en pie. A pesar de todo seguías siendo más alto que yo. Y me contabas tus chistes que aunque viejos, relatados de otra forma, con más aliños y adornos parecían siempre frescos.

Esa misma dicha brotaba en el sueño. Desperté con una sonrisa abrazado a los buenos recuerdos. El dolor que al irte nos diste ha disminuido con el tiempo y tu recuerdo me llega hoy plácido y reconfortante.

Cada noche bendigo tu presencia que se asoma a veces con tu aroma a tabaco. Rezo el padre nuestro y agradezco a La Comisión Vencedora Africana, a La Virgen del Camino y todos mis muertos, que cada vez son más, por la luz que me entregan para bregar en el difícil camino de los vivos; “¡porque a esos sí, – como decía mi abuela mamá Nena con énfasis- a esos sí que hay que tenerles miedo!”.




FIN

martes, 18 de octubre de 2011

“¿Necesita usted un busto de José Martí?”












“¿Necesita usted un busto de José Martí?”"Вам нужен бюстик Хосе Марти ? "


El intenso, inmutable e irrespetuoso invierno que cubre a Obolón con un velo intermitente de impecable novia blanca no impide que Serguey, el protagonista de esta historia, deje de admirar cuánto ha cambiado para bien en estas últimas décadas esta legendaria barriada kievita: nuevas avenidas, rascacielos y edificios multicolores engalanan la masa de concreto que se inclina con hidalguía ante el caudaloso río Dniéper.

En Obolón la nieve cae lenta pero copiosa rellenando el alfeizar de las ventanas de todos los edificios que circundan la plaza central, cerrando el paso a los pocos transeúntes que, a esta hora, desde o hacia la estación del metro, raudos evaden los blancos bancos de fierro para llegar cuanto antes a casa.

Frente a ese mismo helado panorama, en un cómodo y templado apartamento Serguey, como de costumbre a esta hora, en que la noche es joven aún pero la tarde se hace vieja, repasa las noticias del día. Paralelamente sorbe buchitos de té, mientras detiene la mirada en la leyenda que está grabada en su samovar; “чай кипит-уходить не велит” Su genuina abstracción se ve interrumpida por el sonido del teléfono. El insistente ring-ring lo hace reaccionar. Serguey deja el diario sobre el sofá, deposita la taza cerca del aparato en ebullición, se calza sus desgastadas pantuflas y se acerca a tomar el auricular. Del otro lado una voz lejana pero conocida le dice: “¿Necesita usted todavía un busto de José Martí?”.

A Serguey el corazón le da un vuelco, no puede disimular la sorpresa y los recuerdos que le trae esta frase se agolpan como municiones de sólida metralleta. Lanza una estentórea carcajada y llena de risa grácil y espontánea el amplio apartamento kievita, mientras su esposa Tania deja a un lado el borsch que prepara, y sorprendida se asoma para verificar a qué se debe tanto entusiasmo y revuelo en la sala contigua.

-¿Vasiliy, eres tú?, no puedo creerlo. ¿De dónde me llamas?
-¡De casa, hombre!, estoy en Bielorrusia.
-¿Estás en el país vecino?
-Si. ¡Qué curioso, amigo!. Hablamos el mismo idioma y somos fruto de la misma Madre Patria y sin movernos de nuestras respectivas ciudades ahora somos extranjeros.
-Cuánto tiempo sin escucharte ni saber nada de ti.
-Bueno, escarbando unos cajones encontramos tu número y quise probar suerte……Y aquí me tienes….


Pero ya Serguey no escucha, se deshace en silencio invadido por una pasión llena de son, su mente se evade, vuela a la velocidad de la luz a otras latitudes, a unos nueve mil quinientos kilómetros de distancia, a una isla verde y llana que en este preciso momento seguramente disfruta de un clima benévolo, balanceada por las aguas caliente del hermoso Caribe.

“Vasiliy, Cuba, Martí”- murmura quedo Serguey.

Serguey y Vasiliy se conocieron en Cuba a principios de la década de los ochentas, cuando La Habana desbordaba de soviéticos que iban y venían en Ladas y Moskovich transitando las céntricas calles de la ciudad y su mar de callejones. Se les veía como racimos multicolores entre la escuela rusa de la Avenida 31 y la embajada que inicialmente estaba en El Vedado y luego se trasladó a la mole más imponente y desagradable construida por ellos mismos en el bienaventurado barrio de Miramar.

Serguey y Vasiliy llegaron a Cuba en calidad de asesores soviéticos con sus respectivas esposas, mujeres lindas y llenas de gracia como lo eran la mayoría. Vasiliy tenía para esa época dos varones y Serguey gozaba de la compañía de dos preciosas niñas Olga y Katia. Juntos asumieron las responsabilidades de labrarse camino en el lejano país, ninguno sabía si sus esfuerzos serían exitosos, si ganarían mayor reconocimiento e influencia en su trabajo, pero coincidían en que Cuba les entregaría frescura y dinamismo a sus jóvenes vidas y que la austeridad a que serían sometidos les ayudaría a canalizar energía de algún modo y en ningún caso les provocaría cambios sustanciales de actitud. Se las ingeniaron desde el principio para ayudarse y acompañarse mutuamente, para complementarse como familias que venían de allende el océano.

Para fin de año del ochenta y tanto Serguey decidió invitar a Vasiliy con Lilia y sus hijos a una cena en su casa. Seguramente primero coincidirían en la Casa Central de las FAR. Como era costumbre los rusos festejaban la noche vieja según la hora de Moscú que correspondía a las cuatro de la tarde en La Habana. Ese día no fue distinto. Cuando Serguey entró al engalanado salón con vista al mar azul que contrastaba con tanto uniforme verde ya las fuentes de frutas estaban casi vacías. Sus compatriotas y algunos militares cubanos de alto rango esperaban el Champagne, ansiosos estaban reunidos alrededor de un radio portátil de hondas ultracortas que sintonizaba la emisora “Mayak”. Faltaban segundos para escuchar las campanadas del carillón del Kremlin que desde Moscú viajaban a la velocidad de la luz. El Bom-bom les hizo aflorar las emociones. Brindaron primero, se tomaron otras copas y se enredaron en vítores y añejados chistes. Serguey dejó su último trago a medio terminar y se metió a las aguas tibias y cristalinas para aplacar el calor y dejar navegar la nostalgia entre las lánguidas olas. Al fondo unos veleros iban rumbo hacia no se sabe adónde dejando una infinita espesa estela de espuma blanca.


Serguey de allí se fue a Cubalse, el Diplomercado de Quinta y 42 donde se abastecían los extranjeros, los únicos que podían comprar con dólares en aquel entonces, y luego derecho a su departamento con vista al río Almendares, donde el verdor le trasmitía tranquilidad y el suave viento que soplaba a través de unas cuantas palmeras en ese diciembre desplazaba el nauseabundo olor del río a otro rumbo distante. Aunque su olfato reconocía siempre el olor repelente y contaminante que vomitaban las guaguas destartaladas que iban venían por la avenida cuarenta y uno, ese día todo le parecía distinto.


Mientras tanto Tania convertía en maravilla todo lo que tocaba, corría un mueble para acá, agregaba hielo a la jarra de limonada, arreglaba aquí, engalanaba allá, ponía esmero en los búcaros con regalos de su jardín, quería sorprender a Lilia, la esposa de Vasiliy, con quien compartía la serenidad y felicidad que necesitan las mujeres que se encuentran sumergidas en otra vida, en otra ciudad, en un tiempo nuevo lleno de poesía, color y calor.

Antes que la noche cubriera la ciudad, Serguey estaba centrado en su entrada embaldosada con canteros a ambos lados donde crecían sobre tierra rojiza y compacta plantas olorosas de hojas anchas y flores de intenso rojo vespertino. Pensaba en sus padres que estaban muy lejos, y en si mismo, en lo que había logrado como persona, en sus conquistas basadas en el esfuerzo, la trasparencia, intachable conducta y buenas costumbres.

Allí lo encontró Vasiliy, justo en el antejardín, curioseando a un gusano multicolor que trepaba sin permiso aparente por una hoja de malanga. Vasiliy llegaba tomando a Lilia del talle, donde emerge sublime el deseo y la pasión carnal. Ella era reservadamente devota y fiel a sus seres queridos, le atraía el lado interno y místico de la vida y al igual que Tania canalizaba su sensibilidad a través de la música que usaba para lograr equilibrio y armonía emocional. Ambas compartían libremente lo que tenían y contaban entre si con el apoyo y generosidad de la otra.

Eran las siete y pico. El calor ya había amainado. Aunque la lluvia de la tarde había dejado las calles limpias pero calientes, la humedad a esta hora era más soportable.

Primero compartieron la cena a la luz de las velas que podían cumplir función especial en caso de que se les viniera encima el acostumbrado apagón. Pero esa noche La Habana brilló como nunca. Más tarde decidieron dejar a los cuatro niños viendo unos dibujos animados soviéticos “El tío Stiopa” y unos cortos polacos “Lolek y Bolek”. Para poder centrarse en las charlas y necesidades propias de los adultos sin molestar a los chicos, pasaron al departamento de al lado, que ocupaba uno de los altos jefes de la embajada soviética quien en su ausencia durante un corto viaje de negocios a Moscú había dejado las llaves a Serguey para que lo cuidase.

Ambos matrimonios disfrutaron del espléndido confort del vecino tomando y cantando viejas canciones rusas, ucranianas y bielorrusas. Entre una cosa y otra repasaban con la vista y comentarios paralelos los objetos que descansaban en la repisa de ubicación asimétrica: unos sellos de correo, recortes de diarios rusos con frases subrayadas que guardaban relación con el cumplimiento de los planes quinquenales propuestos por el PCUS. Se moría de aburrimiento una botella de ron cubano sin descorchar, “demasiado dulce para el paladar del alto funcionario”. Más arriba una chapka que parecía más un trofeo de guerra que algo realmente útil en estas latitudes le hacía compañía a un reloj despertador marca poljot y a unas cucharitas rusas policromadas. Se veían algunos portarretratos con fotos de familiares rusos y un cuadro un poco más grande con la foto de Yuri Gagarin. A un costado muy bien ordenados había un sin fin de libros de Marx y Engels y una colección completa de los libros escritos por Lenin en castellano, algunas novelas muy bien cuidadas y bellamente empastadas de Gogol, Dostoievski, Lermantov, Chejov, Maxim Gorki. En una de las paredes colgaba un cuadro al óleo bellamente enmarcado con leyenda en letras rojas “чорноморці - віктор григорович” Український живопис, fechado en 1947, cuadro que ovacionó Serguey por tratarse de una obra de un coterráneo suyo.

Sobre la mesa de centro descansaba un libro color rojo furioso “La historia me absolverá” de Fidel Castro, un busto de José Martí y a su lado una réplica en miniatura del Cañón Zar y la Campana zarina, dos muestras de la magnitud del poder zarista y los antagonismos de la vida; la campana más grande del mundo que nunca dobló y que está resquebrajada a causa de un incendio y su compañero el cañón robusto e imponente, que tampoco disparó jamás.

Al lado del busto de Martí, yacían dos películas “Москва слезам не верит” y “Женщина, которая поëт”

En la pared adosados o colgando de clavos enmohecidos se lucían placas, pergaminos e insignias que daban fe de los logros de su jefe y medallas conmemorativas de sus ancestros.

Ya avanzada la media noche, Vasiliy planteó que a aquella celebración le faltaba sabor caribeño, que había que bailar salsa cubana aunque fuese a la usanza rusa. Se armó el ajetreo y el espacio se hizo cada vez más chico. No lo hacían tan mal, y las mujeres por su parte trataban de emular a las mulatas sandungueras de La Habana Vieja con excéntricos movimientos de cadera. Entre tanta pirueta Vasiliy en un amago de buen bailarín, alzó una pierna sobre la mesa de centro y pasó a llevar el busto de José Martí. Lanzó la figurilla a dos metros cual famoso beisbolero. El busto que salió a toda velocidad, se detuvo solo porque la pared de enfrente le impedía continuar vuelo. Quedó hecho pedazos, un ojo de Marti por acá, la mitad del tupido bigote por allá, sin nariz, sin cuello, sin base ni logo. Prácticamente molido como estaba era imposible recomponerlo. La fiesta terminó con lamentaciones y recogimiento. El espanto envolvió a Serguey quien debería dar cuenta a su vecino primero de la invasión sin autorización de su espacio y luego de la rotura de tan insigne busto. Podía haberse roto cualquier otra cosa pero nunca la esfinge del héroe nacional de Cuba. Eso era imperdonable.

Serguey con un nudo en la garganta terminó su última copa de Vodka. Le supo tan amarga que no pudo disfrutar a plenitud la compañía. Así se puso fin a la celebración.

Esa noche Serguey no pudo conciliar el sueño. Desnudo sobre la cama para aplacar el calor que no atinaba a dilucidar si era producto del clima habanero o su temperatura corporal, muestra de desasosiego, se abrazaba a la almohada buscando solución perentoria a este drama que recién comenzaba. Adivinaba el rostro de su jefe, alcanzaba a verle los ojos, saliendo fuera de sus órbitas, iracundos, estrangulándolo con sus enormes pupilas dilatadas. Con la misma capacidad de amenaza que infundía a sus otros subalternos, su jefe una vez se enterase de lo sucedido lo apuntaría con su dedo inquisidor, brutal y belicoso. “¿Dónde está José Martí?”

Serguey estaba convencido que su jefe no se privaría de decirle todo lo que se merecía sin piedad y él se veía en el centro de la sala implorando perdón, hundiéndose en el fango, mientras ambos mirarían el espacio vacío donde alguna vez estuvo el preciado busto de José Martí.

Al día siguiente muy temprano Tania salió para ver si lograba encontrar algún busto de Martí en los desvencijados kiosquitos alrededor de la Necrópolis de Cristóbal Colón. Los negocios estaban abiertos pero ya desde entonces se había hecho imposible conseguir flores, mucho menos un busto de Martí. En uno de los negocios le explicaron que alguna vez tuvieron unos bustos bien feos que ellos cambiaban por Matrioskas a los rusos del sector, pero ahora solo se encargaban de los arreglos florales que estaban destinados a responder en forma planificada las necesidades de los difuntos; tres coronas por deudo. Además ahora vendían coronas u ofrendas florarles a los grupos de turistas, que visitaban la tumba de soldado soviético, un monumento medio escondido en las afuera de la ciudad; pero de bustos, nada.

Serguey vivió una semana angustiante, su energía podía medirse en cucharaditas de té. Cuando el alto funcionario y su esposa volvieron de Moscú, Tania se juntó con su vecina para devolverle las copias de las llaves y contarle el infortunio. Por su parte con la suspicacia y la inteligencia que le cabe a las mujeres, se encargó de disfrazar el evento como accidente fortuito. “Te hice el aseo para que encontrases la casa limpia y ordenada a tu regreso de Moscú”.

La esposa del alto funcionario creyó la historia pero también se llenó de pena pues conociendo cuan intransigente era su esposo temía que éste desatara la rabia y la irá contra ella. Descontrolado, podía generar una violencia demencial.

El eco de la pena que envolvía a Serguey llegó donde sus amigos quienes prometieron conseguir cuanto antes un busto parecido. Los asesores militares soviéticos del Estado Mayor, unas cincuenta personas, buscaban bustos sino igual, al menos similares a lo largo de la angosta isla.

También acudió donde unos amigos cubanos. Las relaciones demasiado estrechas con los cubanos estaban restringidas, y aunque él sabía que algunos de sus amigos eran comunistas solo por conveniencia, les profesaba simpatía y cariño. Ya había entendido que muchos cubanos pertenecían a las filas del Partido como la única forma de integrarse a la pujante sociedad, de poder ascender y de gozar de cierta reputación que traería consigo tranquilidad y quizás un poco de bienestar, este último garantizado según el rango. Dos de ellos tenían bustos de Vladimir Ilich Lenin pero no de José Martí.

Mientras los asesores militares soviéticos viajaban por las provincias, se esmeraban en conseguir el trofeo, preguntaban allí, consultaban allá, pero sin resultados. Uno de ellos una vez estuvo a punto de comprar un busto similar en el mercado negro pero luego de examinarlo entendió, siguiendo las características que le había proporcionado Serguey, que éste tenía otra forma y color, un Martí entradito en carne y bastante más moreno. “No, ese definitivamente no servía”. Encontraron allá por Pinar del Río entre valle y cordillera la fábrica que producía bustos pero no habían de ese tamaño, ni de ese material; y tenía que ser igualito al que se había roto y yacía ahora hecho añicos dentro de una bolsa plástica en algún vertedero de basura capitalino.

Los años de búsqueda del busto de José Martí se convirtieron en una continua tortura de remordimientos y vergüenza, no cabe duda. Se hizo muy común recibir llamadas o consultas donde el eje central era: “¿Necesita un busto de José Martí?”

Una tarde sentado en su misma terraza hojeaba un libro de filosofía y le llamaron la atención unas sabias palabras marcadas en negrita “¡La vida no es tan sencilla como parece... es mucho más sencilla aún!!!”

Lo sencillo de esta historia era ver como funcionaban los lazos de amistad, como se respetaban y querían entre si sus amigos, como ellos solícitos se embarcaron en la aventura por conseguir un busto de Martí. Al fin y al cabo todos coincidieron en que no se había dañado la imagen del prócer cubano, era solo un insignificante busto de yeso.
Un año entero duró la búsqueda, infructuosa por cierto. Al parecer el jefe no le echó de menos al busto y poco a poco todos se olvidaron del incidente.

Con la llegada de la Perestroika, y su política de Glasnost, la caída del Muro de Berlín y el desmembramiento de la Unión Soviética, la misión militar se desarticuló, y cada uno se fue despidiendo de La Habana y sus tribulaciones. Dejaron de ser soviéticos para pasar a ser lo que siempre quisieron, el ruso, ruso; el armenio, armenio; el ucraniano, ucraniano.

Trascurrieron los años y la nueva realidad los fue moldeando con otros matices, pero la frase “Necesita un busto de José Martí” perduró en el tiempo como lema, una frase clave de la amistad que unió a estos jóvenes, una frase tan discreta corta y tonta a primera vista que contenía y contiene un mundo de pasión, amor, aventuras y juventud, que marcó indiscutiblemente de alguna forma los mejores años de sus vidas.

De vuelta a la realidad, Serguey se tiende nuevamente en su cómodo sillón. Siente que lo envuelve un aire nuevo. Esboza una sonrisa franca y relajada muestra de placer. Afuera la nieve arrecia y el sonido que produce al golpear sobre su ventana se mezcla con el burbujeo del samovar. A lo lejos una canción rusa va acunando su día que ya llega a su fin.

“проходят дни
пролетают года
высыхают океаны
а ты один
в твoей душе и глазах
эти слёзы
эти раны…….”


FIN

Comentarios: Agradezco a Serguey que me facilitó el argumento desde Kiev y a las musas que me acompañaron pacientemente mientras conjugaba la realidad y la ficción.



Santiago de Chile 2011

miércoles, 7 de septiembre de 2011

"Rojo Tinajón"










"Rojo Tinajón"



Camagüey es una ciudad que duerme,
es una trampa del recuerdo,
Es un juego de pasión,
que veo ahora de otro color.

Hace dos días que estoy en Camagüey. Dos días hablando y recibiendo en casa de mi abuelo a vecinos y amistades que, tratando de colmarme de atenciones, me agolpan con miles de preguntas y hasta con sus propios eternos relatos. Aprovecho la siesta obligada para tenderme en la hamaca, rodeada de plátanos y del viejo flamboyán que sabe de tantas historias. Aquí reinan los colores verde y rojo que prefiere mi madre, no por estilo, sino por convicción política. Rojos también son los grandes tinajones que se aletargan en cada rincón.

Apenas me ha alcanzado el tiempo para sacudirme de encima los dolores que provocan tantas horas de viaje, y aunque he dormido un poco, igual sigo sin recuperar el sueño. Son muchos los compromisos y demasiadas tertulias; he hecho un paro, solo para visitar a mi amigo Roberto, porque cuando se enteró que yo viajaba, me llamó para advertirme que si no pasaba por su casa se iba a armar la candela. Acepté su invitación para no ser descortés, porque sé cuánto empeño ha puesto en recibirme. Ayer, en la tarde, caminando por estas calles que tan bien conozco, pero que ahora observo desde otra perspectiva, pude respirar el aire camagüeyano con mayor tranquilidad y saborear la brisa de tanta sabana extensa.

A medida que avanzaba por las estrechas calles de la ciudad, iba recordando olores y lo hacía lentamente para que la humedad no me atropellara definitivamente antes que llegara a mi destino. No habían vehículos circulando, unas cuantas bicicletas que en zigzag trataban de evadir los innumerables y repetidos huecos llenos de agua pestilente que adornan la otrora céntrica calle República. En la acera descansaban muchas personas aletargadas por el calor, propio de esta hora. Me entretuve dando algunas vueltas por esas callecitas que antaño recorríamos vestidas de uniforme.

Estaba tratando de descubrir la casa de Roberto. Intuía que debería estar pintada y remozada gracias a su posición y recursos. Las pocas luminarias que estaban en pie, no me acompañaban y casi paso de largo si no es por el número que se me encimó como queriéndome decir “aquí vive Roberto”.
-“ No toques el timbre” –ya me había advertido- “no funciona desde el triunfo”. “Pégame un grito que yo voy a estar al tanto”.
Procedí como habíamos acordado y apenas llamé, apareció Roberto en un balcón que colgaba peligrosamente sobre la entrada del edificio.
“Voy bajando!”, me respondió con mucho entusiasmo, y se perdió nuevamente entre las ramas de unas verdes arecas.
Mientras esperaba, me dediqué a contemplar esa mole de cuatro pisos con decorados propios del arte mudéjar. La fachada estaba derruida y maltratada por tantos aguaceros y temporales. Deduzco que hace más de veinte años que no se remozaba, pero el edificio en sí sigue siendo una joya de la arquitectura colonial cubana, con marcado acento morisco. Una verdadera pena que esté tan abandonada, como una vieja salitrera.
Tras un fuerte abrazo, me convidó a subir inmediatamente. “Aquí apenas nos vemos”- y agregó -“Ten cuidado con los peldaños, se están casi cayendo, y no te sujetes del pasamanos que está en peores condiciones.”
La lúgubre escalera llegaba al segundo piso, y debería continuar según mis cálculos, pero la oscuridad permitía sólo adivinar.

Un pequeño saloncito hacía de recibidor y límite entre tanta oscuridad detrás y la claridad que me esperaba dentro.
“No quiero dejar al descubierto mis secretos”- respondió, sin que yo preguntara, como si adivinara mi pensamiento.

“Realmente aquí, a pesar del alba, la luz entra por todas partes sin tapujos, a diferencia de la oscuridad absoluta que se da en la caja de la escalera".
Tu Roberto de antaño se mantiene como siempre, distinguido, perfumado, alto, esbelto sin barriga, a diferencia del resto de nuestros amigos camagüeyanos. “Los años no pasan por ti”, le digo y no es halago. De repente me viene a la mente aquella imagen, de hace muchos años, cuando en la piscina del club ferroviario, descubrí tras un leve tejido de algodón, sus mórbidas voluptuosidades. Entonces le decían "el burro".

Me ofrece asiento y parte a la cocina por un refresco.

Ahora te voy a relatar todo como si fuese presente, tal como lo vivieron mis ojos:

En la sala principal hay pocos adornos. Un sillón grande blanco que perteneció a sus bisabuelos y viajó en tren desde el oriente de la isla al finalizar la guerra de independencia. Cuatro exquisitos balances coronan cada esquina. Al lado del sillón, sobre el suelo, la radio que compró en su último viaje al extranjero, hace de esto ya seis meses. Está intacta porque olvidó comprar el adaptador. Claro, el enchufe es diferente. Una vez más se enfrenta el mundo oriental al occidental. Y él no quiere cortar los cables así no más. Trabajo le costó reunir los dólares, se privó de alimentarse bien y se las ingenió para evadir el impuesto aduanero. “Tarea pendiente para el próximo viaje”, me dice con tono risueño.

Lo importante, según deduzco por el interés que demuestra al mostrarme cada detalle. Es que pudo concretar sus sueños decorando y amueblando su casa a su antojo, con colores propios del Caribe. No tiene nada regalado ni heredado de sus padres o abuelos más que su casa y el sillón. El resto es fruto del sacrificio, el intercambio, y el trueque común y corriente. Me contó que siempre la casa está llena de amigos, “no será esta la única ocasión en que nos reunamos para recibir, acoger o despedir a alguien”.

“Los fines de semana mejor ni te cuento- relataba- Como estoy tan céntrico y el transporte se ha puesto tan malo, es esta la parada oficial de los que vienen o van de un a lado a otro de la ciudad. Tampoco falta comida para invitar, si hasta me traen latas de carne para improvisar una sabrosa cena. No siempre puedo contar con todo, para eso pongo el techo sin goteras y este acogedor lugar. ¿No crees tú?”
Miro a mi alrededor para constatar lo que me cuenta. Cada viaje significa adquirir algún objeto que sirva para decorar sus ambientes. Aquí están los discos de Nana Mouskori que se trajo de Chile, en uno de sus innumerables viajes de negocios, pantalla que utiliza el partido regional para reencontrarse con los socialistas moderados del cono sur.

Me muestra el armario recién barnizado. Muchos zapatos, tantos como para ir a parar a la cárcel. Zapatos para muchos años, porque el pie a esta edad ya no le crecerá más. Parece una colección, digo mal, parecen obras de arte, porque no escatima en buenos ejemplares. “Los mejores se compran en España”.

En el comedor, una mesa moderna, cubierta por un grueso vidrio que deja ver la baldosa del piso. Como centro de mesa, un adorno que no alcanzo a descifrar si se trata de un frutero o un cenicero por su forma ovalada con terminaciones complicadas. De todas maneras sirve como portavela, porque con esto de la escasez, las pocas frutas que se consiguen se comen en el día. En los muros cuelgan cuadros modernos, acuarelas de artistas cubanos contemporáneos, de esas que se venden en la feria artesanal de La Catedral por unos pocos dólares, aunque creo que estas son genuinas obras camagüeyanas. Además, hay dos esculturas de madera. Son caras exóticas de negras africanas. No erré en mi apreciación. Me comenta que todo esto lo compra a los artesanos locales que exponen sus trabajos en la plaza vieja que está frente al otrora hospital colonial.

Hay velas por todas partes y no es que Roberto “le meta a lo afro”, son solo para alumbrarse durante los largos apagones. Como quiera que el techo es tan alto, las velas no alcanzan a iluminar totalmente el interior de estas piezas.

Aquí no hay un estilo definido, porque todo se fusiona, se mezcla lo asiático con lo europeo, lo caribeño con lo suramericano, lo de ayer con lo de hoy, abriendo paso a un ambiente lúdico y colorido que se agradece y disfruta. En un mueble antiguo, pero elegante, guarda celosamente en frascos sus especias favoritas: tomillo, pimienta, albahaca, romero, ají de color, cilantro, eneldo. Son la base de sus encantos culinarios. Con las latas de carne rusa o “span” chino que trae del extranjero, prepara platos nuevos, inventos improvisados y aliñados a la manera cubana, predominando el comino, el laurel y el orégano. Los platos, sin llegar a ser sofisticados, se ven atractivos, todos coronados por finas ramitas de cilantro y trocitos pequeños de pimentón rojo.

Voy al cuarto de baño. La tina ya no se ocupa. La escasez de agua apenas da para tirarse unos cuantos cubos encima. El sector de repisas, que en una época sirvió para guardar cosméticos y medicamentos, está completamente vacío. Pero no se lamenta. Cuando le duele algo, se aguanta. A veces, por aburrimiento más que por necesidad, va donde el médico de la familia. Hay muchos libros: José Martí, Carpentier, Gabriel García Márquez, Dostoyevski, Tolstoi y Chejov y revistas de decoración que se ha traído de España- supongo yo.

No llevábamos quince minutos hablando, cuando empezaron a aparecer sus amigos. Todos en bicicleta, el último grito de la moda. No venían en bicicletas cualquiera, como esas chinas que han atiborrado las calles. Estas son sofisticadas, fruto del bussines y del mercado negro. Acá al igual que en el resto del país, se practica a todo nivel el doble estándar. El lenguaje de las paredes internas, en contraste con el deterioro de la fachada exterior y el evidente derrumbe de los balcones, representa el testimonio locuaz de esta realidad cubana. “Yo defiendo lo que está afuera, pero quiero que me dejen disfrutar lo que tengo adentro.”

Se conversa de lo que a cada uno se le ocurra con la extroversión propia del cubano y la libertad de expresión que se ahoga fuera de este recinto: de béisbol, de sexo, de política, de árboles genealógicos, de cine. Si alguien tiene duda de su integridad revolucionaria, acude a la letra de una canción de Silvio que dice algo como:
“No necesariamente el que tiene mucho, es egoísta,
No el que nada tiene, es dueño de la virtud “

Fue un velada estupenda. Así está Roberto hoy día. Agradece las vueltas del destino, porque no te imagino a ti de comunista, ni haciendo de secretaria de un inmaculado burgués. Nunca le hablé de ti, ni de tu bienestar en Miami. Pasé esa página.

Nada que aprender. Camagüey es una alucinación.



FIN







domingo, 28 de agosto de 2011

"Pasión oculta"




"Pasión oculta"




Juan José ha despertado distinto esta clara mañana de verano tropical, y aunque no sabe por qué, intuye que puede ser un buen día. Se acerca a la ventana abierta de par en par poseído por el poder de las flores, regalo de su propio huerto. Se detiene en el acento místico de las macetas terracotas que iluminan su jardín, el mismo que se extiende hasta la playa. A lo lejos ve una luz prometedora, imperceptible para el resto que no sabe soñar. Se calza sus chinelas y sale al portal. Se tiende en el taburete sostenido en dos patas que recuesta como de costumbre a la pared. Por desayuno, se hace servir una taza de café fuerte. Sorbe despacio tibios buchitos. De repente y después de no se sabe cuántos años, se empezaron a escuchar las campanas de la iglesia con un repique muy especial. Sin terminarse el café y dejando el diario sin hojear, su cómoda silla y la espléndida sombra del añoso flamboyant, Juan José toma su bastón y sale a la plaza a curiosear.

El apacible lugar se ha ido nutriendo de una bulla mañanera que desentona sobremanera. Juan José sabe que las cosas últimamente han ido cambiando pero no da crédito a tanta mutación. Impávido ve que la iglesia ha sido abierta nuevamente y además se entera que la van a restaurar. Junto a unos cuantos albañiles y carpinteros ha llegado un diácono muy joven y un curita de la capital. Mira al joven sacerdote que entusiasmado habla de pintar la cerca de allí, despojar la maleza de allá, sacar la churre que por décadas ha cubierto al Cristo del altar. Juan José se evade al pasado, escudriñando su sabio interno, su memoria ancestral y permanente.


Recordó el día que cerró la iglesia, supuestamente, para siempre. Despidieron al cura y colgaron junto al candado un enorme cartel “Para la Revolución-todo, contra la Revolución- nada”. De ahí en adelante las cosas comenzaron a suceder rápidamente como vertiginoso tren descarrilado que trató de doblegar la férrea voluntad de los creyentes. Desapareció San Lázaro de su habitual fresco rincón y se marchitó toda la flora que circundaba el lugar, los árboles dejaron de poblarse de multicolores y abundantes flores, las verdes hojas y los grandes pétalos perdieron su atractiva combinación espiritual. Se acabaron las liturgias y los cánticos y los responsos. Y se asoma a su mente la fila de Carmelitas con sus maletas subiendo al tren que las vio marchar. En su casa no lo dejaron despedirse de ellas, no estaban los tiempos para tales ceremonias. Para entonces ya las tías habían sustituido al cuadro de Jesucristo por el del Che. Y le prohibieron rezar al menos en público. Posteriormente, como él insistía en su religiosidad, lo enviaron al ejército para que madurara y se hiciera hombre. Estuvo en varias misiones internacionalistas donde trataron de redimirlo sin resultados aparentes.

Juan José, con el paso del tiempo, para no desentonar y obligado por las circunstancias cambió sus gratos encuentros de misa y la reuniones de la escuela dominical de antaño, por las asambleas del Comité. Se casó sin ceremonia religiosa, tuvo sus hijos sin bautizar. Entró en una etapa de confusión centrándose lamentablemente en el árbol dañado y no en el bosque que lo rodeaba y se escondió, al igual que muchos, como pudo, bajo una falsa roja pañoleta para evitar los arrestos arbitrarios o ser víctima del régimen, cada vez más tozudo e intolerante, que coartaba las libertades personales y espirituales. Pero la raíz no la pudieron cortar ni envenenar.

El alboroto del pueblo lo trae al presente. De vuelta a esta grata realidad, logra recuperar su centro. Se regocija y piensa “bien aventurados los que supieron esperar”. Se limpia de necedades y envuelto en pensamientos de vibración positiva, con una diáfana sonrisa regresa a su casa junto al mar. De algún cajón de su mesa de noche extrae su deteriorado crucifijo que durante años guardó a escondidas entre las hojas maltratadas de una desvencijada Biblia. Esa noche la pasión no lo dejó soñar.

Y al día siguiente, desde su ventanal, escuchó a unos pioneros con pañoletas rojas y azules entonar: “Y si vas a El Cobre, quiero que me traigas, una virgencita, de la Caridad".

De nuevo las campanas lo hacen inhalar profundamente. Apenas las escuchó vibrar, salió a caminar. Mientras otros todavía confundidos, buscan temperaturas más agradables debajo de algún portal, Juan José con inusitado alborozo va rumbo a su antigua y entrañable iglesia, destruida por fuera por ahora, fortalecida por dentro para siempre. Con guayabera blanca impecable y bastón firme de andar, volvió, después de cincuenta años a misa de domingo.

FIN

martes, 12 de julio de 2011

"Подмосковные вечера"

Подмосковные вечера

Не слышны в саду даже шорохи,
Все здесь замнрло до утра.
Еслиб знали вы, как мне дороги
Подмосковные вечера.

Речка движется и не движется,
Вся из лунного серебра.
Песня слышится и не слышится
В эти тихие вечера.

Что ж ты, милая, смотришь искоса,
Низко голову наклоня?
Трудно высказать и не высказать
Все, что на сердце у меня.

А рассвет уже все заметнее...
Так, пожалуйста, будь добра,
Не забудь и ты эти летние
Подмосковные вечера!


jueves, 16 de junio de 2011

“Tierna Observación"






“Tierna Observación"




Soy de donde los sentimientos andan indisolublemente enredados. “El país donde la historia toca fin”-dice mi padre mientras se deleita lanzando al aire volutas de humo proveniente de un enorme puro marca Partagás. El aroma irrespetuosamente invade el espacio donde mi abuela en silencio zurce pacientemente nuestras raídas camisetas.

El gato que se ha hecho viejo frente al mismo panorama se estira perezosamente y abandona la conversación, se pierde entre los helechos verdes y húmedos de esta calurosa casona.
-Yo creo que con éste las cosas van a estar mejor- dice mi abuela quien repite que desde un tiempo a la fecha están soplando aires diferentes en nuestra larga y angosta isla.

Mi padre, su yerno, quien generalmente ve todo con matices diferentes, cree que la opinión de mi abuela responde a un debilitamiento de sus facultades mentales, a un deterioro propio de una anciana que se acerca a los noventa años. Dice él que seguimos varados, que llevamos más de medio siglo de calmo enfrentamiento, donde la voz cantante la lleva el rígido Estado cual fortaleza inexpugnable, que la iglesia a la que asistimos tarde mal y nunca, no porque no queramos ir a misa sino porque no conviene que nos vean por allí tanto, lamentablemente no tiene diario ni canal de televisión donde expresarse libremente.

-Tiempo al tiempo- reitera mi abuela mientras trata pausadamente de enhebrar una aguja.

Mi padre no ve aires renovados sino enrarecidos, turbios, discordantes. Yo sigo los conflictos internos de mi familia, tratado de adivinar por qué mi padre no quería venir de vacaciones con mi abuela, su suegra. Se inventó mil excusas pero le faltó corazón para negarse totalmente. Creo que es porque ella siempre le lleva la contraria o a lo mejor es porque acá también mi abuela se levanta muy temprano, anteponiéndose a la salida del sol, queriendo sumar a los demás a su entusiasmo, escarbando ollas en la cocina, secando platos, quitando el sarro a las añosas ollas, revolviendo la calma con su aletargado cacareo matinal. Ni en vacaciones nos libramos de la cola del pan, del averigua por allí si hay algo, o resuelve por allá. Aquí en Santa Clara, donde acostumbramos vacacionar también hay eternos apagones, no hay leña nunca en el hogar y el agua llega día por medio, por tanto la palabra escasez no nos abandona nunca. Pero mi abuela no ceja hasta procurarme el vaso de leche cotidiano. Después que volvemos a casa, cansados de rastrear el pueblo, mi abuela nos obliga a almorzar a los doce meridianos y a cenar a las siete, antes que oscurezca. Mi padre por su parte quiere disfrutar sus propios horarios que no tienen que ver en nada con la rutina de su oficina, acariciar la vida donde las horas fluirán por si solas sin atropellos, sin pautas ni comas. Y yo a medio camino entre lo que quiere mi padre y lo que desea mi abuela, entre lo que opina acaloradamente mi padre y lo que discierne mi abuela. Trato de adivinar qué se esconde tras frases como “llevamos tanto soportándolo”, “Esto no da para más”, “Cuántos errores y cuántos problemas” no sé si se refieren al sistema del que tanto murmuran o hablan entre si del uno y del otro respectivamente.

Mi abuela hace a un lado el zurcido y me toma en su regazo. Me acuna al vaivén de sus tiernos brazos y gordas piernas. Cuántos cuentos, cuántos misterios por descubrir, cuántas historias importantes del ayer. Mi padre me habla de las cosas de la vida, del futuro que ojala podamos disfrutar antes que él envejezca, de otros horizontes con colores prístinos.

Me detengo mirando al cielo un instante y me pregunto qué quieren en el fondo mi padre y mi abuela. No entiendo nada. Coinciden en que estamos en una ciudad perdida, atrapados en una inmensa red, pero nunca se ponen totalmente de acuerdo.

Tengo que crecer aún para comprender muchas cosas, mientras, seguiré con certeza buscando en cada rincón el calor de mi abuela para tropezar con sus abrazos, escarbar su sabiduría, y las historias que me llenan de escalofríos, y me amarraré al cariño de mi padre, a sus sabias palabras, a su pasión. Como siempre me empinaré ante la mirada de ambos, tierna, pura, grande y llena de esperanzas.

FIN

viernes, 6 de mayo de 2011

“El único camino”





"El único camino”

 
“No me quiero morir sin trasmitirte todos mis cuentos”- decía mi abuela Manuela Cedeño, sentándome sobre sus piernas. Cada domingo antes de partir de vuelta al campamento me hacía oír los relatos de antaño escuchados de boca de sus abuelos y que estos a su vez aprendieron de los abuelos de sus abuelos que venían de siglos anteriores; historias de esclavos, de negros cimarrones, de mulatos libres, de piratas y ladrones, de vivos y de muertos que se paseaban por los mares del caribe como Pedro por su casa.

De mi abuela escuché por vez primera la historia de “José en calzoncillos”. Se supone que fue el antiguo dueño de la casa de Rosario donde vivíamos. José, después de muerto y por largo tiempo no se dio cuenta que debía abandonar definitivamente este mundo, quedó el pobrecito atrapado en el limbo, ese espacio que media entre la muerte y la otra vida, la del Más Allá. “En ese estado muchos se estancan- afirmaba mi abuela- por temor a explorar ese mundo infinito que todos indiscutiblemente tendremos por delante. Se adhieren a este, al que ya conocen, con una fuerza brutal para que no lo saquen ni con rezos ni con vasitos de agua”. Mi abuela hablaba tan bonito y con un tono tan convincente que no dejaba dudas pendientes.

El limbo, según mi apreciación, debería estar entre el frondoso y antiguo flamboyán y la mata de mangos del fondo de la casa, porque allí se entretenía José en calzoncillos molestando con sus travesuras. El escondió las llaves del escaparate mayor de mi abuela y por su culpa ella reaccionó violentamente enfrentando a la criada, la última que nos quedaba. Manuela Cedeño la zarandeaba por los pelos mientras le gritaba- “Ladrona, devuélveme las llaves”. Sin parar, arremetía una y otra vez “Cabrona, dónde carajo las metiste”. Todos quedamos atónitos, primero por el exabrupto de la abuela y segundo por su lenguaje poco comedido. El manojo de llaves nunca apareció y tuvieron que llamar a un cerrajero para estrangular la cerradura. La criada anduvo cabizbaja por largo tiempo, con un mutismo superior a sus fuerzas. La única vez que habló, fue para decirme: -“¿ Para qué iba yo a querer el armario entero cerrado?”.

Estas y otras historias me mantuvieron atento y aunque a veces un poco incrédulo, no voy a negar que las encontraba igualmente auténticas y bastante atractivas. Y todo mi escepticismo, si es que hubo, sucumbió aquella vez que tuve que viajar solo desde Camagüey hasta el internado, donde cursaba el sexto grado. Mi papá estaba tan comprometido con su trabajo y con las mujeres que complicaban su existencia que nunca halló tiempo para acompañarme, en cambio mi madre estuvo siempre presente excepto esa tarde. Imaginé que ella se moría de pena por no poder hacer el viaje conmigo, pero como yo conocía tan bien su modo de operar y sus múltiples responsabilidades, también entendí en ese momento que alguna tarea de mayor envergadura relacionada con el Comité de Defensa de la Revolución o de la Federación de Mujeres Cubanas le impedía salir de la ciudad.

Antes que partiera la guagua que llegaba solo hasta Cuatro Caminos, un entronque situado a cinco kilómetros del campamento, me llenó de recomendaciones y otro tanto de libras repartidas entre mi maleta carmelita y la jaba de comida. Todo calculado por su propia fuerza adiestrada a cargar bultos de un lado para otro. Cuando el ómnibus comenzó a moverse se centró en mi mirada de asombro y estupor. Corrió unos metros al lado de la guaguita dándome las últimas instrucciones:
-No te aflijas que el viaje es corto.
Desde la ventanilla yo la veía como apuraba el paso que ya convertía en carrera para seguir a mi lado. La guagua dobló en dirección a la avenida y lo último que alcancé a escuchar antes de perderla de vista fue:
-No te olvides de compartir la comida con tus compañeros.

En Cuatro Caminos, al bajarme, me invadió un escalofrío descomunal. Recuerdo como si fuese hoy mismo que ya había oscurecido, que la noche se me vino encima apenas había doblado la primera curva. Para atrás no podía volver porque intuía que en la parada maltrecha de ese lugar no debería haber alma alguna. Así que no tenía más remedio que seguir el rumbo con mis bártulos a cuestas. La noche estaba tan cerrada que apenas se divisaba el camino. Agucé el oído para distinguir el borde de la cañada que llevaba velozmente mucha agua de regadío, la misma que refrescaba los campos de cultivo. Tanto era el susto que no me atreví a mirar hacia atrás. Sentía claramente mis pasos y el peso de los bultos. A la derecha llevaba la maleta carmelita, que bien podía ser roja o verde, por tratarse de los colores que hacían plenamente feliz a mi madre, pero el color obedecía a las estrictas normas del campamento. Con la mano izquierda sostenía con igual esfuerzo una jaba de saco con las porciones alimenticias para la semana. Una lata de leche condensada, un pomito con azúcar prieta para hacer limonada, un par de botellitas de Materva y Piñita y unas maltinas, un frasco de mermelada casera que preparaba mi abuela; unas veces de guayaba o de tomate maduro, y las menos, de toronja agria. Y no podía faltar la lata de galletas “María Caracoles” que mi padre resolvía con el administrador de una pastelería agramontina, en pago por el arreglo que hacía a los carros de esa empresa. Gracias a su ingenio y a las piezas que guardaba celosamente desde el triunfo revolucionario y que venían del otro régimen, echaba a andar todo lo que algunos talleres estatales desahuciaban por falta de recursos y sobre todo por culpa del maldito bloqueo económico, del que tanto hablaba mi madre.

Tan ensimismado iba con mis propios pensamientos que no sentí los pasos de aquel que se me acercaba. Pudieron también ser acallados por el ruido impetuoso del torrente de agua que corría velozmente por la cañada. De repente una voz apacible me ofreció ayuda “Pásame la maleta que yo voy rumbo al campamento”. El hecho que hubiera mencionado mi destino con aparente seguridad me hizo confiar. Respondí solo con un gesto amable, acentuando con la cabeza y cediendo de inmediato la maleta. Acto seguido me conminó a que entregara la jaba. Dos segundos más tarde ya estaba liberado totalmente del enorme peso y caminando mucho más ligero que antes.

Tengo varios recuerdos de andanzas por caminos intrincados con mi madre donde siempre aparecía alguien a ayudarnos, a caballo, en tractor, a pie. Mi madre que era muy conversadora empezaba a ubicar a toda la parentela, y entre anécdotas, comentarios y sus propias historias hacía el viaje mucho más agradable. Yo en cambio, en esta ocasión, me mantuve en silencio, buscando respuestas a tanta oscuridad. El guajiro también hizo lo mismo y solo habló cuarenta minutos más tarde para pronunciar “¡Ya estamos en el campamento!”.

Me apresuré a girar las grandes manillas confeccionadas con viejas herraduras de caballo que servían de tranca a la verja de entrada. Desde el portón se divisaba un farol chino que colgaba de una viga, iluminado parte del patio central donde estaba el asta de la bandera. Desde allí se observaba otro farol que venía a nuestro encuentro, portado por uno de los maestros Makarenko. Cuando hube de abrir definitivamente el portón, y giré para tomar la maleta y la jaba me di cuenta que había quedado completamente solo y no había alcanzado a agradecer al señor por su gesto y noble acción.

El maestro tomó ambos bultos y murmuró:
_¿Cómo pudiste acarrear tanto peso?
_Me acompañó un guajiro que vive hacía allá- le dije indicando el camino, o lo que se distinguía de él entre tanta oscuridad.

El maestro sonrió incrédulo- Manolito, este camino, termina allí, justo a la orilla del mar. Entre este campamento y los manglares que preceden a la costa no ha habido, ni habrá nunca alma alguna. Fíjate que la vida comienza hacia el otro lado, a cinco kilómetros, allá donde se juntan los cuatros caminos, que dan nombre a todo este monte.

Yo miré a ambos lados. Traté de entender las explicaciones del maestro. Calculé, observando hacia un lado del camino, me fijé en el otro extremo. “A lo mejor el señor se devolvió. Pero él dijo que venía en esta dirección. ¡Qué raro!.” Comenté para mis adentros.

Al día siguiente, con la mente más clara, traté de describirle al mismo maestro, la persona que me había acompañado. El maestro hermoseaba el busto de Martí sin prestarme mucha atención. Ante mi insistencia se volteó para aclararme de un golpe que, según mis descripciones, ese guajiro pertenecía desde hacía mucho tiempo al mundo de los muertos.


Y terminó su charla con una escueta frase que siempre he de recordar: “Si quieres agradecerle, espera llegar al Más Allá”.



Fin

Comentarios: Francina Ramos Belmar, desde Santiago de Chile, comentó:

Hoy me he sentado a leer " El único camino". Es muy interesante empezar a conocerte a través de esta forma tan maravillosa que tenemos los seres humanos que es la Narración, en la cual, hay algunos más dotados que otros para poder expresarlo por escrito y tu sí que sabes transmitir sensaciones y emociones, haciendo que uno se transporte al lugar y momento en que están pasando las cosas en tu cuento. En ambas narraciones hiciste que se me "pararan los pelos " en buen chileno de lo acontecido. Me regresé a los días que estuve en La Habana y recorrí carreteras de noche y vaya que ahí lo oscuro es lo oscuro, que da paso, a percibir otras dimensiones y en " El único camino " sentí haber estado nuevamente en esos senderos de campo cubano donde se siente el croac de las ranas como las más deliciosas melodías que la naturaleza nos puede entregar unido a la extraña sensación que te produce palpar la noche en su total oscuridad, es el instante mágico en que conectas con las "realidades inexplicables"...

miércoles, 6 de abril de 2011

“Mi abuela y su solar”


“Mi abuela y su solar”



A mí me encanta ir al solar de mi abuela aunque mi padre diga que es un lugar bastante “inhóspito”. Estas y otras palabras, que aún estoy por aprender pero por repetidas se me hacen familiares sin llegar a conocer la profundidad de su significado, las pondré entre comillas. Lo de inhóspito yo creo que se relaciona con otra de sus metáforas “el lunar dentro del sistema”, que a lo mejor tiene que ver con un vestido negro con óvalos blancos que ocupa de vez en vez mi querida abuela; bueno eso es solo los fines de semana, cuando no anda de verde con su uniforme de miliciana.


A mí me gusta quedarme a dormir con ella en esa cama tibiecita de dos plazas, cubierta por un enorme mosquitero blanco impecable, que repele a los bichitos que deambulan entre la lamparita de la mesa de noche cuando hay luz, o alrededor del candil durante los eternos apagones. Pero eso solo puedo hacerlo los sábados y tengo que ir bañado y arreglado porque en su casita no hay baño propio. Todos los vecinos del solar comparten el mismo baño. Y papi me repite lo del famoso lunar y mi extraña afición por compartir lugares “lúgubres”. Pero la verdad que ese solar es bastante pulcro a diferencia de otros que he visitado con mi madre en sus campañas por rescatar a las masas de la pobreza. Yo sé que la limpieza y el orden son resultados del esfuerzo de mi abuela porque la he visto cambiar su atuendo combatiente junto a su metralleta checa por una escoba y un cepillo metálico de limpieza.


La casita del solar es bien chica, pero mi abuela no necesita más, al menos eso dice ella. Una salita-comedor y una pieza dormitorio con el fogón a leña detrás, son suficiente para mantener un grato olor a hogar. En un rinconcito, tras una cortina, está San Lázaro, rodeado de trocitos de frutas frescas, sofocado por el calor permanente y confiado de que por mí, nadie en el vecindario sabrá, que mi abuela lo mantiene iluminado con velitas amarillas y albahaca rociada con agua de manantial.


-Pero abuela, tú me dijiste que la religión es el opio de los pueblos.
-Es y será, pero para las nuevas generaciones. Yo estoy vieja y tengo derecho a regalarme pequeñas “cuotas de misterio”.


Qué lindo explica ella las cosas y eso que apenas sabe leer y escribir, por eso yo le prometí convertirme en escritor para llevar al papel todo el caudal de información que ella sabe verter. Aunque en realidad últimamente me ha empezado a dar miedo porque mi papá tiene una amiga que escribe, y creo que lo hace muy bien porque se ha ganado varios premios en el extranjero, pero por alguna razón no la dejan salir del país porque se ha convertido en un “peligro para la sociedad”. Y yo realmente no quiero ser peligro de nadie ni de nada, sino escribir lo que veo y siento sin ataduras ni restricciones (frase copiada a mi papá).


Mientras tanto escucho a mi abuela que tiene miles de historias de la Sierra, de los Barbudos, de los guerrilleros, de los gusanos y de los balseros. Yo la visito por sus cuentos, porque la cuido y porque la quiero. Y no importa la frecuencia porque dice mi papá que a su edad hay que estar atentos. Y es cierto.


El otro día mi abuela estuvo muy enferma. Se intoxicó con el cake que el Comité reparte cada año por el Día de las Madres. Como no comía dulces desde los festejos del año pasado, se sentó con una cucharita de plata, que guarda de “los viejos tiempos”, frente a la torta y no cejó hasta empalagarse. Resultado, un ataque de vómito y un mar de diarreas. Papi la regaño muchísimo y tirando la mitad que quedaba al basurero le dijo que cómo se le ocurría comer cake añejo. Y acto seguido para remediar la “situación embarazosa”, le prometió traerle un dulce de verdad, de esos que hacen en los hoteles para turistas extranjeros.


Yo se que papi no miente y va a cumplir aunque le cueste gastar sus últimos ahorritos, como aquella vez que le llevó una lata de “espárragos” que un chileno amigo suyo le convidó. Mi abuela se puso tan contenta que se disparó, literalmente hablando, la lata entera y comentó:


-¡Desde el triunfo no comía espárragos!
-¡Menos mal que triunfamos! - refutó en tono sarcástico mi padre.


Y ella se enojó como yo nunca había visto. Se puso tan brava que empezó a hablar de logros y ventajas de vivir en esta sociedad nueva y que él era un malagradecido y coronó el estruendo de su discurso con una frase que siempre le espeta:


-¡Tú no paras chico, de hablar mierda del sistema!


Y yo me quedé perplejo porque por primera vez mi padre no había mencionado ni al Gobierno, ni al Partido, ni a la Revolución.


Esa noche mi papá recogió los bártulos y a pesar de mis súplicas, no me dejó quedarme con mi abuela. A duras penas nos sentamos a cenar pero envueltos en un aura de silencio y una rara y enlutada paz.


Antes de marcharnos del solar, me dio gusto ver como mi padre abrazando a mi abuela le decía:


-No importa mamá cuales sean nuestras “diferencias ideológicas”. Yo siempre te querré igual.


Y a mi abuela se le aguaron los ojos y yo, como quien no quiere las cosas, me volteé para no verles a ambos llorar.




FIN

viernes, 25 de marzo de 2011

"Al acecho"


“Al acecho”

Juanito Buenaventura intenta tomarse una ducha para sacarse la rabia de encima. Se recuesta sobre la pared estucada de su baño colonial y busca en el pasado los retazos que marcaron su genuina masculinidad. Hoy ha vuelto a comprobar lo que siempre supuso, que tras el aparente comportamiento varonil de su profesor de educación física, se escondían evidentes conductas homosexuales.

El profesor los entrenaba en atletismo y a la vez los acompañaba en el campamento durante las largas y agotadoras temporadas de “Escuela al campo”, ese engendro comunista que con el tiempo fracasó porque según el propio gobierno los alumnos gastaban más de lo que producían.

Todas las mañanas, apenas sonaba la campana que anunciaba el “de pie”, el carismático profesor llevado por su irrefrenable impulso comenzaba sus trucos homosexuales. Iba de litera en litera, con la parsimonia propia de quien disfruta el momento, sacudiendo por el pene a los más remolones y los zarandeaba con evidente manoseo morboso: “-A despertar”. Juanito para evitar malos entendidos y no porque fuese pudoroso sino porque se sentía acosado, a pesar del agobiante calor dormía siempre en calzoncillos.

En pleno campo de caña, luego de la jornada laboral, el profesor inventaba juegos muy varoniles – al menos eso decía él- y al perdedor los obligaba a desvestirse y andar totalmente en cueros unos cinco u ocho kilómetros hasta el campamento. Por alguna razón siempre eran los más dotados los señuelos. Juanito Buenaventura fue una de las víctimas. Con las presas al aire y con el azadón al hombro como única e inverosímil prenda, lo hizo marchar acompasadamente guardarraya arriba hasta llegar al albergue. A mitad de camino le ofreció que se calzara las botas proletarias y hasta le ayudo a anudar los interminables y enmarañados cordones. Con más centímetros de pene que edad tenía entonces, Juanito continúo el camino. No le molestaba que se pudieran burlar de él, pero si le incomodaba ser observado. Los sudores propios del cansancio y la humedad, aromas corporales que él desprendía, los percibía el profesor como la chispa que le encendía la libido.

El juego continuaba en el albergue. A la hora del baño, mientras el resto del plantel académico hastiados de tanto lodo, polvo e improductividad, a esa hora de la tarde se dedicaba a sacar las cuentas de los resultados del día, que eran desastrosos, el profesor se encargaba de cuidar las duchas. La altura era suficiente como para satisfacer su voraz erotismo. Extraordinaria tarea. Subido en el muro desde donde partía la tubería con hartos chorros controlaba la llave maestra para evitar despilfarro de agua. Así se entretenía durante largo rato dirigiendo el ir y venir de varones en cueros. A los más chicos los despachaba rápido y a los mayores los deleitaba con interminables duchas. Decía que merecían más agua porque tenían más pelos. Más de una vez se quedó Juanito Buenaventura enjabonado porque no quería permanecer bajo la mirada escudriñadora del desgraciado profesor. El profesor se deleitaba teniendo al alcance tanto hombre en desarrollo, tanto vasto y bruto material, fuertes y robustos, tanto volumen y tanto bello precoz.

-“Restriéguense bien los cojones, que son las que más sudan” -gritaba en tono perverso a los más grandes cuando estaban bajo su estricta lupa.

Juanito trató de mantenerlo a rayas hasta una vez, en el campo de caña, cuando el desdichado se le acercó por detrás y lo sostuvo fuertemente con sus brazos, según él, para enseñarle lucha libre, “Para hacer de ti, jovencito, un hombre fuerte”. Juanito Buenaventura sintió algo duro restregarse en su espalda y una repugnancia lo invadió por completo. Solo se limitó a empujarlo con el codo y arrancar surco adentro hasta perderse en el yerbazal. En dos oportunidades trató de hacer lo mismo, hasta que lo interpeló “Deja tus mariconerías o de lo contrario se lo diré a la gente del Partido”. Parece que esto lo frenó pues nunca más intentó molestarlo.


Le contó a su madre aquel domingo cuando ella vino a visitarlo. Su mamá inicialmente quedó estupefacta pero luego le pidió que callara por dos razones; primero, si su padre se enteraba vendría derechito a cortarle las partes pudendas con el consabido escándalo, segundo, el profesor era una persona honrada, prestigiosa, miembro además del glorioso Partido Comunista. ¿Quién podría creerle? ¡Hijo, no hay evidencias!

Su silencio fue sepulcral y la incomodidad de topárselo de repente lo invadió todo el tiempo. Su pesadilla quedó atrás solo cuando al inmune profesor lo pillaron con otro alumno en una de sus andanzas durante una práctica de Kárate. Los gemidos de placer que llegaban desde las taquillas lo delataron. Podría haber argumentado que su cuerpo negro estaba sudoroso producto del extenuante ejercicio, pero el hecho de haber estado completamente desnudo y en una posición totalmente impropia, lo complicó. No se hace Kárate sometiendo vergonzosamente al contrincante en cuatro patas y sosteniéndolo con ambas manos, una apoyada en la espalda y la otra en la cadera, montándole a bríos como quien doma a una fiera bestia. El juicio final no se hizo esperar. Lo acompañó la suerte, porque al tratarse de un hecho que involucraba a un joven mayor de dieciocho años, lo eximía de otros cargos, así pudo evitar la cárcel. Expulsado de la escuela ya no le cupo recato alguno dando rienda suelta a sus deseos íntimos.

Juanito Buenaventura lo vio hoy nuevamente, después de muchos años, vagando con cara de degenerado por la plaza colonial. Iba atravesando el verde parque central camagüeyano sin dirección aparente, escudriñando un grupo de escolares que conversaba a los pies del Monumento al Mayor. Ahí estaba el depravado, sonriendo, evidentemente al acecho de algún ingenuo tierno jovencito.


FIN

martes, 8 de febrero de 2011

"Aves migratorias"


"Aves migratorias"


Siempre que voy al aeropuerto a esperar a Antonio, tengo la sensación que algún día te veré bajar también a ti de uno de esos aparatos. Esas naves de hierro que como aves migratorias surcan cielos y juntan continentes. Cuando era chica, quise ser aeromoza, pero el destino me dio otra profesión y ahora tengo que contentarme con verlos desde la terraza cuando voy a esperar a mi marido, o a despedir a algún conocido. Porque los viajes siempre son para bien y hace mucho que quedó atrás la guerra de Angola y Etiopía y la otra guerrita, de la que poco se habló, pero que terminó con mucho estruendo cuando echaron a patadas por el traste a los comunistas de la Isla de Granada.

Antes de la caída del muro de Berlín viajaban muchos vanguardias a los países socialistas. Ahora es distinto, pero de igual forma siguen saliendo los artistas a diferentes partes de Europa y deportistas a cuanto evento se hace por ahí. ¡La suerte de algunos!. Respirar otro aire, ver otros cielos, aunque digan que “No hay otro cielo tan azul como mi cielo” y chocar con otras realidades por un par de semanas. ¡Qué rico es regresar a lo tuyo y poder contar que afuera no todo lo que brilla es oro, pero brilla!. Y de paso, el champú, los jabones, las colonias, regalos para los que te quieren y para los que no te quieren también, porque con pequeños detalles te puedes abrir camino al futuro y evitar que el presidente del Comité te cague la hoja de vida cuando se te presente la oportunidad de salir.

Los más comecandelas, apenas se bajan del avión, revisan el periódico para chequear cómo van las metas del quinquenio: ¿lograremos juntar otros diez millones de toneladas de azúcar?, ¿ Cómo está funcionando la cadena puerto-transporte-economía interna?. Ellos no quieren aceptar que la cadena está oxidada hace mucho tiempo, pero está. La llevamos atada como nuestros antepasados, seguimos anclados sin movimiento a este mar de incertidumbre.

"Que el avión se atrasó sólo porque a unos tipos se les ocurrió traicionar la patria en la escala técnica de Madrid"- comenta Antonio.- "Tan malagradecidos, después que la Revolución los mandó de viaje con todos los gastos pagados". "Y ahí empezó el jaleo- me cuenta eufórico- Hicieron bajar a los pasajeros y revisar nuevamente el equipaje. Casi tres horas duró el trajín". Y yo dejo hablando solo a Antonio y me imagino que mientras esperaban la señal de abordaje las mujeres se pusieron a ver las vidrieras y soñar, mientras que los hombres fueron directo al estante de pornografía. Qué olfato tiene los hombres, pura intuición masculina. En algo tienen que pasar el tiempo, total las revistas generalmente están en inglés y no hablan de política, pura templadera sana, sin malicia ni desarrollo intelectual. Retomo el relato de Antonio quien cuenta que de vuelta al avión, no faltaron los comentarios que también él comparte : “estos cabrones se quedaron para andar en cochinadas. De nada les servirán los títulos. Ya los verán trabajando en un restaurante de mala categoría porque ni para acceder a un Hotel les va a alcanzar”. Antonio asevera: “Los voy a ver de vuelta pidiendo perdón y agradeciendo a la revolución”. Yo sonrío tímidamente.

Lo curioso es que no regresa nadie. ¿Será que no les alcanza la plata para el pasaje?. Eso no se lo he preguntado porque temo echar a perder su genuino entusiasmo.

Es cierto que otros quieren regresar, empujados por las ganas irresistibles de visitar a sus parientes. La necesidad del reencuentro es más fuerte que el odio que sienten hacía el régimen que los desechó en su momento. Cuando salieron prometieron nunca más volver, y ahí los ves, implorando que cambien las condiciones, para poder echarle nuevamente una mirada a su terruño. Las circunstancias en algunas ocasiones impiden concretar esos sueños.

Te voy a relatar algo que viví muy cerca, y que de alguna manera sirve para graficar lo que te comento.

Hace un año, Reinaldo, un amigo nuestro, anunció que venía de Puerto Rico por unos días. La madre de él y la mía participan juntas, codo a codo, en las actividades del Comité y se les ve a menudo de a dos en cada cola que aparece. Pero la amistad se remonta mucho más atrás. Eso fue allá por el ochenta y pico. En esa época él llegó al barrio donde vive mi madre. Primero trabajó en la casita del médico, luego por sus incontables méritos terminó siendo director del policlínico municipal.

En un control de rutina me contó que era camagüeyano. Bastó ese pequeño, gran detalle, para que desde entonces surgiera una estrecha amistad entre ambas familias. Enojado con el sistema, como lo estuvieron tus padres en su momento, y aprovechando un viaje de trabajo a Puerto Rico se quedó por allá. Yo siempre supe sus intenciones, marcadas por su típica frase:” Tengo que dejar atrás esta sociedad disfuncional y perversa”. Ahora, después de dos años, volvía en calidad de turista.

Su mamá y la mía, me involucraron en la bienvenida que consistía, nada menos, que en acarrearlas al aeropuerto con la ayuda de Antonio. Te imaginarás lo que me costó convencerlo, pues él definitivamente no comulga con los “apátridas”. Tuve que hacerle recordar que gracias a Reinaldo, tuvimos siempre en casa los medicamentos que no se podían encontrar en las farmacias. Además, estábamos haciendo un favor a su madre, que hasta el día de hoy había demostrado con creces ser fiel aliada al régimen.

Ese día madrugamos para no perdernos ningún detalle, desde el arribo del vuelo, hasta que saliera por la puerta principal que nunca se sabe cuál será. Es parte de la administración, no quiero culpar al gobierno, cambiar las puertas de desembarco a última hora, para que los que están esperando se entretengan corriendo de un lugar a otro. De esa forma se torna más emocionante la espera.

En Boyeros hacía un frío del carajo pa`lante, por suerte yo andaba con mi termito de café recién colado, ese que me acompaña a todas partes, en todas mis tribulaciones. Antonio nos llevó, pero no nos podía esperar, pues según él, y es cierto, no convenía que vieran su auto con chapa estatal parqueado mucho tiempo en un lugar que está fuera de su hoja de ruta. “Los trámites aduaneros son muy lentos, sobre todo con los gusanos”-me dijo. Convenimos que una vez estuviese Reinaldo fuera, yo lo llamaría para que nos retirara. El vuelo arribó a las diez de la mañana, los pasajeros empezaron a aparecer una hora más tarde, pero de nuestro amigo, nada. Primero pensamos que no había salido de San Juan, pero no teníamos cómo averiguarlo. Luego se me ocurrió preguntar a un guardia de seguridad que desde temprano me había estado pintando salsa. Le convidé café y explique que estábamos angustiadas por la situación e incertidumbre. Me prometió averiguar y una hora más tarde, cuando ya había perdido todas las esperanzas, reapareció. Me llevó a un lado y simulando que éramos viejos conocidos se convidó él mismo otro trago de cafecito. Mientras me coqueteaba, confirmó que el tal Reinaldo sí había llegado, pero estaba retenido por sabe Dios qué. “Mira, en realidad el caso no debe ser tan complicado. A decir verdad, esto es un hecho rutinario, vinculado más bien a los papeles del tipo”- trató de explicarme.

A la madre le dio un soponcio, tuvimos que componerla a sorbitos de café. Nos llenamos de dudas, que fueron disipadas solo a las tres de la tarde cuando nos enteramos, por el mismo tipo de seguridad, que a Reinaldo lo habían despachado de vuelta y que la razón era simple: no estaban dejando entrar a los médicos que abandonaron el país en condiciones ilegales. Bueno, en estricto rigor, él no había dejado el país ilegalmente. Que no volviera en tiempo y forma eso es otro asunto.

Con las alas caídas las tres, una vieja llorando y la otra indignada, regresamos a casa. A través de un amigo logramos comunicación en la noche con San Juan. Confirmamos que ya Reinaldo Zayas Bazán, el otrora famoso médico cabecera, estaba de vuelta en su chalet. Era casi inconcebible, pero tan cierto, como te lo cuento ahora. A él nunca más le quedaron ganas de reintentar el viaje.

Tampoco tú regresaste y eso que te lamentabas bastante al principio. Cuando te bajaba la nostalgia y empezabas a quejarte en tus cartas, yo te decía que te pusieras una mano en el estómago y la otra en la sien, para refrescar los recuerdos. Remedio santo. Pero eso no significaba que pospusieras por más de cuarenta años tu viaje. Regresa para reencontrarte con lo tuyo y charlar y cantar boleros y recorrer ese malecón y volver a ver esas palmeras que a ambas nos hacen soñar.

Y créeme, que aunque felicite hasta hoy día tu decisión de marcharte, en lo más profundo de mi ser, siempre seguiré esperando que vuelvas.



FIN



sábado, 8 de enero de 2011

"Mi última afeitada, con cuchilla Gillette"


"Mi última afeitada, con cuchilla Gillette"


Desde que tengo uso de razón, o desde que empezó el mundo, porque para mi abuelo el mundo empezó cuando yo nací, se le oyó decir a Manuel Rodríguez Pérez, que estaba dispuesto a perderlo todo, pero todo, excepto el placer de afeitarse con cuchilla Gillette.

“Niño, esas si son cuchillas buenas, las que hacen los yanquis, que no tienen nada que ver con las Astras que llegan tarde, mal, y nunca desde Moscú. ¡Ojalá no lleguen nunca más!. Aunque pensándolo bien, es mejor estar rasurado con mala navaja antes que andar por ahí con la cara llena de pelos a la usanza de los barbudos de la Sierra Maestra. Primero muerto que desprestigiado. Por come mierda me pasó esto. No creí en las palabras de Antonio Retamal, el abogado, cuando nos instó a comprar por cajas, todas esas cosas que se importaban del norte. Que mete en el cuarto de desahogo algunas cajas de whisky, que hagan reserva de turrones Alicante y Jijona, que se avecinan tiempos difíciles, que cómprate unas cuantas cajas de Gillette. Tres años nos mantuvo con su cantaleta hasta que se fue a Nueva York.

Lo mismo se comentaba en la barbería donde acudí siempre hasta el día que la cerraron. Si pues niño, la cerraron un domingo en la mañana, justo el día que pretendía echarme una peladita. Cuando doblé la esquina noté algo raro, no estaban los banquitos llenos de viejos fatuos mañaneros que acudían sólo por el simple hecho de echar una ojeada a la prensa. Tampoco estaba la mesa en la acera, que cumplía varias funciones. En ella se jugaba dominó, largas partidas, interminables y ruidosas. Se hacían las apuestas para el juego de la bolita. Se jugaba lotería. Los más duchos se extasiaban con sus fichas de ajedrez. Primero pensé que había enfermado el barbero, propietario y único empleado del local. Luego se me ocurrió que podría haberse ido en forma ilegal a Miami, y a esas horas andaría remando entre las islas del norte y Cayo Hueso. Pero toda duda se disipó cuando llegué hasta el portón y leí el cartel que con grandes letras rojas decía. “Clausurado por difamar contra el pueblo”. ¿Difamar es acaso andar ventilando las cosillas sueltas del vecindario y al mismo tiempo tratar de atar cabos para entender el comportamiento de algunos vecinos?. Que yo sepa, mi barbero siempre estuvo al margen de los acontecimientos políticos, lo suyo era estar pendiente de los fondillos ajenos, observar con detenimiento el culo de una mulata, su movimiento grosero, su bamboleo generoso. Sólo de mirar a distancia el trasero de una mujer sabía si se trataba de alguien del barrio o una foránea. Mira lo que te dé la gana pero cuida de mis orejas- le decía yo muerto de risa cuando lo notaba distraído.

Me había comentado que había presentado los papeles para irse del país porque no quería ver como se arruinaba paulatinamente su negocio. Ya no tenía colonias refrescantes, ni talcos, ni cremas para masajes. El sillón giratorio había perdido una tuerca y con ella su objetivo y comodidad. Las cintas donde afilaba las navajas estaban en mal estado. Los espejos estaban trisados, apenas si se reflejaba uno en ellos. Todo como en lo nuevos tiempos. Siempre fue reservado. Por eso pensé que si fue a parar a prisión se debió a la acción de algún cliente chivatón mal intencionado.

Cuando me vine a dar cuenta que guardar para mañana era necesario, se me vino el ayer encima. Llegó el censo de planificación y con él más tarde la tarjeta de racionamiento. Y aquí me ves tratando de no cortarme con esta porquería de cuchilla rusa. Fíjate que uno a todo se acostumbra. La reforma agraria hizo sus estragos. Tú tenías entonces como tres o cuatro años y yo te llevaba de un lado a otro en el carro detrás de los pocos abogados que iban quedando. Papeles para esto y para lo otro que en definitiva no impidieron que nos dejaran casi en cueros. Tu abuela se vino a dar cuenta del cambio cuando empezó a notar que faltaban alimentos y que las criadas la fueron abandonando una a una, tras incorporarse con marcado entusiasmo al trabajo femenino en las fábricas. Yo incrédulo me decía; Ya regresarán cuando añoren el bienestar. Volverán solitas, como tendrán que volver también algún día las cuchillas Gillette.

Mientras tanto, tu madre se enroló en las milicias revolucionarias. Varias veces cuando me afeitaba en la cochera con la puerta abierta de par en par para aprovechar la luz del día, porque ya los apagones se hacían sentir, la vi marchar en la calle empuñando una AKM de fabricación checa, gritando consignas que sólo ella entendía o creía entender. Se entrenó bien, pues vestida de miliciana con ropa verde olivo y boina ladeada se apareció un día al taller de tu padre y sin mucha introducción le espetó que traía órdenes estrictas de intervenir el negocio. Según ella, la ley era pareja y se empezaba por casa. Nos quedamos sin taller, nos quedamos sin plata. No importa, todavía hay esperanzas- pensaba yo

Tu abuela, por el contrario, se quejaba que ya no tenía con quién conversar. Lo mejorcito del barrio se había largado a Miami y los nuevos propietarios de las casonas abandonadas no cubrían absolutamente sus expectativas. El sector ya no era el de antes, estaba desde entonces oliendo a proletariado. ¡Qué horror! – repetía con frecuencia.

Se echaron a perder los balances y con ellos olvidamos el placer de apagar el calor de julio y agosto con la brisa que corría por el portal. Tu madre y tu padre encontraron su rumbo acomodándose cada uno a su manera a las nuevas circunstancias, en cambio nosotros, nos fuimos añejando, empolvando y marchitando con el pasar del tiempo. Ya ves cómo está esta casa, desvencijada y maltrecha. Oliendo a rosas putrefactas y plantas carcomidas por las bibijaguas. Se secó la enredadera a la sombra de la cual te columpiabas, se rompió el columpio, se oxidó el cachumbambé. A lo mejor el estado de las cosas pudo ser reversible pero no lo intentamos. Irresoluta, tu abuela se echó a morir. Cuando la perdí le prometí que no la seguiría, que no me iría de este mundo sin afeitarme antes con cuchilla Gillette. Vas a tener que esperarme vieja, porque ese gusto no me lo voy a perder.

¡Ay niño!. Quien tú sabes, está tan viejo como yo; a esto no le falta mucho. Recuerda esa frase: No hay mal que dure cien años. Este mal tiene ya demasiadas primaveras, las mismas que tienes tú. Y aquí me tienes, sin poder afeitarme como Dios manda”.

Ahora entiendo la porfía de mi abuelo, por eso, anoche arrodillado frente a su ataúd le susurré:_Tampoco quiero irme de este mundo abuelo, sin afeitarme antes con cuchilla Gillette.

Fin

Comentario: En honor a Manuel Rodríguez Pérez, EPD.