CORREO ELECTRONICO

domingo, 28 de agosto de 2011

"Pasión oculta"




"Pasión oculta"




Juan José ha despertado distinto esta clara mañana de verano tropical, y aunque no sabe por qué, intuye que puede ser un buen día. Se acerca a la ventana abierta de par en par poseído por el poder de las flores, regalo de su propio huerto. Se detiene en el acento místico de las macetas terracotas que iluminan su jardín, el mismo que se extiende hasta la playa. A lo lejos ve una luz prometedora, imperceptible para el resto que no sabe soñar. Se calza sus chinelas y sale al portal. Se tiende en el taburete sostenido en dos patas que recuesta como de costumbre a la pared. Por desayuno, se hace servir una taza de café fuerte. Sorbe despacio tibios buchitos. De repente y después de no se sabe cuántos años, se empezaron a escuchar las campanas de la iglesia con un repique muy especial. Sin terminarse el café y dejando el diario sin hojear, su cómoda silla y la espléndida sombra del añoso flamboyant, Juan José toma su bastón y sale a la plaza a curiosear.

El apacible lugar se ha ido nutriendo de una bulla mañanera que desentona sobremanera. Juan José sabe que las cosas últimamente han ido cambiando pero no da crédito a tanta mutación. Impávido ve que la iglesia ha sido abierta nuevamente y además se entera que la van a restaurar. Junto a unos cuantos albañiles y carpinteros ha llegado un diácono muy joven y un curita de la capital. Mira al joven sacerdote que entusiasmado habla de pintar la cerca de allí, despojar la maleza de allá, sacar la churre que por décadas ha cubierto al Cristo del altar. Juan José se evade al pasado, escudriñando su sabio interno, su memoria ancestral y permanente.


Recordó el día que cerró la iglesia, supuestamente, para siempre. Despidieron al cura y colgaron junto al candado un enorme cartel “Para la Revolución-todo, contra la Revolución- nada”. De ahí en adelante las cosas comenzaron a suceder rápidamente como vertiginoso tren descarrilado que trató de doblegar la férrea voluntad de los creyentes. Desapareció San Lázaro de su habitual fresco rincón y se marchitó toda la flora que circundaba el lugar, los árboles dejaron de poblarse de multicolores y abundantes flores, las verdes hojas y los grandes pétalos perdieron su atractiva combinación espiritual. Se acabaron las liturgias y los cánticos y los responsos. Y se asoma a su mente la fila de Carmelitas con sus maletas subiendo al tren que las vio marchar. En su casa no lo dejaron despedirse de ellas, no estaban los tiempos para tales ceremonias. Para entonces ya las tías habían sustituido al cuadro de Jesucristo por el del Che. Y le prohibieron rezar al menos en público. Posteriormente, como él insistía en su religiosidad, lo enviaron al ejército para que madurara y se hiciera hombre. Estuvo en varias misiones internacionalistas donde trataron de redimirlo sin resultados aparentes.

Juan José, con el paso del tiempo, para no desentonar y obligado por las circunstancias cambió sus gratos encuentros de misa y la reuniones de la escuela dominical de antaño, por las asambleas del Comité. Se casó sin ceremonia religiosa, tuvo sus hijos sin bautizar. Entró en una etapa de confusión centrándose lamentablemente en el árbol dañado y no en el bosque que lo rodeaba y se escondió, al igual que muchos, como pudo, bajo una falsa roja pañoleta para evitar los arrestos arbitrarios o ser víctima del régimen, cada vez más tozudo e intolerante, que coartaba las libertades personales y espirituales. Pero la raíz no la pudieron cortar ni envenenar.

El alboroto del pueblo lo trae al presente. De vuelta a esta grata realidad, logra recuperar su centro. Se regocija y piensa “bien aventurados los que supieron esperar”. Se limpia de necedades y envuelto en pensamientos de vibración positiva, con una diáfana sonrisa regresa a su casa junto al mar. De algún cajón de su mesa de noche extrae su deteriorado crucifijo que durante años guardó a escondidas entre las hojas maltratadas de una desvencijada Biblia. Esa noche la pasión no lo dejó soñar.

Y al día siguiente, desde su ventanal, escuchó a unos pioneros con pañoletas rojas y azules entonar: “Y si vas a El Cobre, quiero que me traigas, una virgencita, de la Caridad".

De nuevo las campanas lo hacen inhalar profundamente. Apenas las escuchó vibrar, salió a caminar. Mientras otros todavía confundidos, buscan temperaturas más agradables debajo de algún portal, Juan José con inusitado alborozo va rumbo a su antigua y entrañable iglesia, destruida por fuera por ahora, fortalecida por dentro para siempre. Con guayabera blanca impecable y bastón firme de andar, volvió, después de cincuenta años a misa de domingo.

FIN