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domingo, 6 de octubre de 2019

"Jabón de tocador"






"Jabón de tocador"


Stanislav Krauchenko al igual que otros tantos soviéticos mantuvieron con Manuel estrecha amistad por cartas, esporádicas llamadas telefónicas y variadas encomiendas. Logró armar una amplia cadena de relaciones con coterráneos que viajaban con frecuencia a la isla, y aunque eran hartos, en Liena Kononova encontró un nexo especial.
Liena Kononova era una encantadora kievita de origen judío que trabajaba como guía para la agencia estatal Intourist. Con varios idiomas, entre ellos inglés, italiano y español, que manejaba elegantemente, recorría con inusual desplante la plaza Bessarabskaya, se extasiaba frente al monumento de Taras Shevchenko, o caminaba despacio por la arteria urbana central Krischatik, contando a sus clientes las historias de antaño, desde la época de la Rus de Kiev hasta nuestros días. En verano o en invierno, se la veía atravesar el interior del monasterio de la Kievo-Pecherskaya Lavra, o por la calle Kirov entre el hotel Kiev y el Palacio Mariinski, pero lo que nadie sabia realmente era que su mente estaba en ese momento vagando por los rincones de La Habana y las arenas cálidas de Varadero, porque allá, en esa isla lejana, había quedado entusiasmada desde hacía algún tiempo con un guitarrista que la arrullaba todas las noches frente al mar con sus lánguidos y eternos boleros. Qué Guidropark, ni qué Puente de Peatones Parkovi con vista al descomunal y anchuroso Dnieper, si a nueve mil kilómetros estaba Ernesto lustrando su alma caribeña entre espléndidos sones y dóciles boleros.

"Aprende a querer, como te estoy queriendo,
Aprende a morir, como me muero yo por ti,
Aprende a sufrir, lo que hoy yo estoy sufriendo,
por el amor que siento por ti......"

Así postergaba Liena Kononova un tentador viaje a la India o a España por un tour a Cuba. Para mitigar su chispa de mujer ardiente, ávida de emociones fuertes, y reencontrarse con sus íntimos deseos, dejaba sus abedules y atravesaba el Atlántico con aire triunfante. Atrás quedaba la poesía de Lesia Ukrainka, relegada ante el embrujo de las décimas afrocubanas. En una de esas ocasiones, cuando ella registraba los grandes almacenes frente a la Plaza de la Victoria, para acarrear cosillas a la isla, la contactó Stanislav Krauchenko. Conocedores ambos de las vicisitudes por las que atravesaban los cubanos y motivados por las ansias de ayudar, torciendo además la tradición milenaria de regalar matrioschkas rusas, decidieron cosas más útiles como latas de carne, embutidos y colonias. Liena se ofreció a portar la caja de jabón de olor que Stanislav le compró a Manuel. Pesaba sus buenos kilos pero no podía rehusar porque Stanislav era un buen chico al que no se le podía decir que no y Manuel era un isleño muy querido y además necesitado.

Veinticuatro horas después estaba Liena Kononova respirando aroma a mar y salitre dominguero en la terraza de su habitación en el céntrico hotel Habana Libre. Allí, mientras contemplaba el malecón y contaba las horas para reencontrarse con su pareja Ernesto, esperaba ansiosa a Manuel a quien debía pasarle el encargo. Manuel no estaba de servicio pero igual vistió su uniforme de guía de turismo para poder entrar al hotel sin levantar sospechas. Después de los saludos correspondientes, de un sin fin de historias sobre la marcha de la perestroika que llenó media mañana, Liena le entregó a Manuel la encomienda. El regalo era tentador pero el temor de que lo pillaran cargando aquel riesgoso cajón, lo embargaba totalmente.

Cómo sacar aquella caja del hotel sin que la seguridad lo notara. Manuel vaciló por un instante pero al final más pudo la necesidad que la cordura. Para él aquel regalo era un tesoro y si lograba llegar con él a casa sería más que un trofeo. Ya imaginaba la mirada escudriñadora de la ascensorista y luego la de los miembros de seguridad. Liena Kononova ofreció acompañarlo en taxi pero el hecho de que lo vieran salir con una extranjera del hotel tomando un auto que sólo era para turistas le ponía la piel de gallina. A la guía le dijo mitad en broma, mitad en serio, que si al día siguiente no tenía noticias suyas, era que estaba preso. A Liena no le costó entender el mensaje pues venía de un país donde en su momento esos actos podrían ser interpretados como signos de deslealtad para con el partido y el pueblo. ¡Toda una tribulación!

Antes de salir de la habitación, Manuel extrajo dos jabones para en caso necesario y ante consultas indiscretas de las señoritas del ascensor obsequiarlas y comprar con ellos su silencio. Como eran ocho los ascensores y no tenía confianza con todas las muchachas del personal de servicio prefirió dejar ir los dos primeros esperando llegara alguna cara conocida. Gracias a Dios así sucedió.

Se abrió la puerta y una voz conocida llenó el silencio:

-¡Bajando!

Se trataba de la señora Ana, una negra bajita que trabajaba en el hotel desde la década del cincuenta cuando todavía se llamaba Hilton. Era muy amistosa y le encantaba llevar en su ascensor a los rusos porque le regalaban sellos que ella coleccionaba para su nieto. Las pocas frases que había aprendido a decir en ruso se las debía a Manuel y no solo eso, el había cooperado generosamente en gran medida a ampliar su colección de medallas y estampillas.

No hizo más que entrar y aprovechando que el espacio solo lo llenaban los dos le entregó como regalo el par de jabones y parte de su miedo. Hablando muy bajo para evitar que la conversación pudiera ser escuchada, ella le dijo:

-Muchacho no te preocupes, piensa en lo feliz que vas a hacer a tu madre, de todas formas la seguridad está en función de las jineteras y no se va a fijar en lo que lleva un guía uniformado. Si te paran diles que la guía te pidió de favor bajar la caja y acto seguido la llamas a su habitación.

¡Qué astucia!-pensó Manuel. Realmente no se le había ocurrido tal cosa.

Selló con un abrazo el pacto y salió del ascensor con más ánimo, frente en alto, mirando al final del pasillo donde lo esperaba la gran puerta del hotel flanqueada por dos guardias de seguridad. Se le hizo interminable el recorrido de un lado al otro, creía ver en las sonrisas de los clientes una maliciosa intensión y en los rostros de los empleados del hotel una sana envidia. Tal como había pronosticado Ana, los guardias de seguridad estaban pendientes de la tropa de mulatas bien vestida que deambulaba frente al hotel intentando aprovechar el menor descuido para ingresar al lobby. Así logro Manuel pasar la puerta y con las piernas temblorosas tomo rumbo a la parada de ómnibus.

Por suerte la guagua llegó pronto y gracias a su sagacidad y unos cuantos empujones logró meterse por la puerta de atrás.


En casa se tiró en un asiento y solo una hora más tarde, cuando tomaba una exquisita ducha, salía del estupor. Del trayecto en guagua solo recordaba que estaba sin respiración, que durante los cuarenta minutos de viaje llevaba clavado el codo de alguien entre sus costillas, otro descansaba su 43 sobre sus zapatos raidos y de vez en vez alguien le acercaba su hedor de sobaco añejo como señal que a menos de un metro él, Manuel, llevaba el antídoto para su salvación una caja de "jabón de tocador”.


FIN








Entre La Habana y Santiago de Chile 1998