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viernes, 18 de enero de 2019

"Andar La Habana"







"Andar La Habana"




Habana, Princesita del Mar.

Aprovechando que Antonio anda de viaje, me fui con unas amigas mexicanas a andar por La Habana, a recorrer esos callejones que tanto llaman la atención a cuanto ser pone los pies en esta bendita tierra. Con dólares, es menos difícil llegar hasta el casco histórico capitalino, pero igual cuesta y pierdes tiempo en el trayecto. Salimos apenas desayunamos, porque conociendo cómo se comporta el tiempo en nuestro país, preferíamos regresar temprano, antes que se largara a llover. Para no hacerles gastar tanta plata, conseguí que un tipo nos llevara en su Impala del 53 por unos pocos dólares. Tenía el dato de antes. No era un chofer común y corriente. Se trataba de un médico veterinario que ejerce ahora de taxista improvisado e ilegal, sólo para satisfacer las necesidades de su hogar, padre de familia con dos chamacos y dos viejos que vestir y alimentar.

Mis amigas estaban fascinadas por el desenvolvimiento de los cubanos. Esa sensación de armonía y felicidad que se disfruta a cada paso y en cada contacto, a pesar de tantas dificultades. Este tipo no era excepción. Habló todo el camino y más que chofer, parecía guía de turismo, erudito y verborreico, lleno de epítetos y refranes callejeros, respetuoso y cándido, diáfano y elocuente. Se llamaba Alberto, pero en su jerga habanera sonaba como Apbectico. “Yo no estoy en na, lo mío es resolver y echar palante” -advirtió.

Por el camino, mencionó muchas cifras y no eran guayabas, porque las he oído en boca de mi hermano que también sabe mucho. Que tantos kilómetros cuadrados, que tanta densidad de población, que tanto por ciento de negros o tantos de blancos, que los judíos, que los chinos, que los mulatos. A decir verdad, me pareció que se quedó corto con la cifra de negros, porque tú miras alrededor y ves puros niches y mientras más avanzas hacia La Habana, menos blancos te encuentras, pero eso es solo un pequeño detalle.

Describió el malecón como solo un artista suele hacerlo y lamentó el estado en que estaban las fachadas de las viviendas que han quedado varadas en el tiempo, mirando lánguidas y tristes el inmenso mar Atlántico. Pero no culpó al gobierno, sino al embargo económico y al imperialismo yanqui. Hasta allí me duró el encanto, y aunque igual me simpatizaba, empecé a verlo todo con un matiz diferente. Sin darme cuenta dejé de escucharlo, me ensimismé en mis pensamientos y propias conclusiones y en la actitud de tanta jinetera haciendo dedo a la entrada del túnel, como quien va rumbo a las Playas del Este. Ellas también estaban resolviendo. Cuando volví a escucharlo, ya estábamos parqueando en la fortaleza La Fuerza y como desde allí hay que seguir a pie, pagué y nos dispusimos a bajar.

No paró de encantar. Fue tan simpático, que nos ofreció ir a recogernos a la hora que decidiéramos. “Si se gastan las fulas, no se preocupen igual las devuelvo sanas y salvas a la casa. No todo en esta vida puede ser por dinero”. Entonces acordamos una hora prudente para el regreso y nos despedimos.

Subimos a la explanada de La Fuerza. Delante de nosotras las fortalezas impetuosas, las primeras construidas en la isla, las mismas que nos transportan al pasado y nos hacen viajar por los vericuetos de la historia. Les prometí a las muchachas que si se quedaban más tiempo en La Habana, podríamos llevarlas al otro lado de la bahía, recorrer el Morro para presenciar la ceremonia del cañonazo de las nueve. Me acordé de ti, porque nosotras todos los sábados nos sentábamos frente al televisor para ver el programa musical que empezaba justo con el cañonazo. Miles de kilómetros nos separaban entonces de la capital, pero en las pantallas de todos los hogares a lo largo de toda la isla se dejaba escuchar el famoso cañonazo. Gracias a Dios, hasta la fecha, se mantiene la tradición y escaseará todo, menos municiones, porque quien tú sabes, ya lo dijo: -“Estamos armados hasta los dientes”.

Por diez dólares un muchacho nos ofreció guiarnos, porque no es lo mismo recorrer La Habana buscando algo de comer o un par de zapatos, que andar de turista. ¡No, que va!. Nuestra ciudad tiene un encanto especial y eso no hay quien lo discuta. Nos entregamos a él con la tranquilidad propia del que se sabe en buenas manos. Buen mozo, bien vestido, correcto y con aire de intelectual. El joven hablaba tanto o más que el chofer y aunque ambos eran profesionales, este nos fascinó con su aire de sabiondo y desplante comunicacional.

Nos mostró el templete, nos habló de pintura y literatura, remontándonos a finales del siglo dieciocho, cuando comenzaba a darse un vuelco en la atmósfera cultural del país, la aparición de los pintores criollos y el desenvolvimiento de los primeros intelectuales cubanos. En la Plaza de Armas, frente al monumento a Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria, alardeó de patriotismo y conocimientos de historia. Ahora me vienen a la mente los preparativos de antaño, aquellos donde nos emperifollábamos ambas para el acto del día de la Patria. Todos los diez de octubre hacíamos el desfile vestidas de Bayamesas con el asta de la bandera de Céspedes apoyada en la cadera, entonando la canción:

Lleva en su alma la Bayamesa
Tristes recuerdos de tradiciones
Cuando contempla sus verdes llanos
lágrimas vierte por sus pasiones.

Años tras años, hicimos la misma rutina hasta aquella vez que mi madre me obligó a pasarle la falda a otra niña que no sé por qué razón no tenía su vestimenta, pero que debía desfilar en primera plana. Es que era la hija de un tipo importante del Partido. Mi madre siempre con su espíritu de solidaridad y su afán de compartir todo, me dejó en enaguas. Total, según ella, igual eran vistosas y nadie iba a notarlo. Para mí fue vergonzoso hasta el punto que juré no ser más abanderada y desde entonces, me vestí de esclava. Las cosas de la infancia. ¿Recuerdas?

Bueno, retomando el tema, bordeamos la plaza comentando la historia de cada verja, de cada ladrillo. Luego nos mostró desde fuera el Palacio del Conde de Santovenia y nos hizo recorrer los dos pisos del palacio de los Capitanes Generales. Salimos de allí agotadas, pero tan contentas que terminamos convidándole a tomar un trago en uno de los tantos bares de la calle Obispo. ¿Agradecimiento o pretexto?. Mientras yo disfrutaba del refrescante Cuba Libre, mis amigas se deleitaban con la arquitectura mudéjar del entorno, curioseando cada fachada y sus detalles. Al final de la calle, una parada oficial frente al Hotel Ambos Mundos donde el ilustre Hemingway viviera con su tercera esposa.

Seguimos hasta la catedral, plaza e iglesia atiborradas de turistas y vendedores, que te ofrecen PPG, la pastilla que levanta lo que tú sabes, que si quieres llevar ron de verdad, que si te interesan los habanos, que si no te puedes ir de la isla sin comprar coral negro. Y agotadas terminamos tomándonos un mojito en La Bodeguita del Medio. Ya te había hablado en una ocasión de ese bar, el lugar predilecto de Hemingway. Llegamos a buena hora. Había espacio suficiente y un aroma exquisito a condimentos y carne asada. Nos apetecía solo tomar. Pedimos los tragos y nos sentamos a conversar con Miguel Alejandro, sí chica, fíjate que hasta nombre de teleserie tenía el guía. Más relajado y sin la premura de tener que cumplir con un programa turístico, nos comentó que era guía de profesión y que cuando tenía tiempo libre, ejercía por si solo para juntar unos pesos. A fin de cuentas, se entretenía con lo que hacía, disfrutaba su trabajo y a la vez conocía gente de todos los confines. Inteligente el muchacho. ¿ No crees?. Además, no dudo que le saldrían sus enamoradas de vez en vez, porque sabía articular lo cómico con lo ingenioso sin dejar de ser un conversador interesante y refrescante. A pesar de todos los problemas que abordó, no se notó sombrío ni pesimista. Por el contrario, se podía ver en él un hombre de perspectiva.

Entre conversación y tragos se nos fueron las horas volando y cuando empezaron a juntarse las primeras nubes de la tarde anunciando lluvia, nos encaminamos hacia el lugar donde habíamos quedado con Alberto en encontrarnos. Si no estaba él, tomaríamos un taxi, porque en guagua, olvídate. Cada vez hay menos y las pocas que van quedando, cuando pasan van tan atestadas, que es imposible subirse. Han sido popularmente bautizadas como “la película para mayores”, porque en ellas se da de todo, sexo, robo, violencia y malas palabras. Yo no iba a destruir el encanto de la tarde. ¡Yo, siempre digna!

No fue necesario replantearse el regreso, porque allí estaba Albertico recostado al capó de su Impala. Fumaba un tabaco enorme, al tiempo que alardeaba con su pulóver llamativo, con letras fosforescentes “Señores imperialistas, no les tenemos absolutamente ningún miedo”. Se alegró al vernos, eufórico como quien ve a un amigo cercano. Nos abrazó y besó. “Pongan sus tarecos en el maletero- refiriéndose a las bolsas con suvenires que las muchachas habían comprado- así irán más cómodas”.

“El carro lo limpié ahorita mismo, especialmente para ustedes. En el asiento encontrarán unos libros que quiero que tomen como regalo, para que siempre recuerden a la Habana Vieja y a nosotros chicas, los cubanos”

Eran tres libros, dos de comunismo científico y un tercero de turismo que, aunque estaba editado en inglés, tenía unas fotos maravillosas, todos bien cuidados y forrados con un papel trasparente. El camino de regreso fue lento y tempestuoso. El aguacero que nos acompañó durante el trayecto, sirvió de tema de conversación.

Ahora que te escribo, aprovechando que las mexicanas se fueron de pachanga, miro los libros y me pregunto cuál será el verdadero propósito al obsequiar estos tomos tan densos y complicados. ¿Obró sin mala intención, compartiendo lo que quiere y con lo que se siente comprometido; o quiso deshacerse de algo que le estorba, porque no calza para nada con su proceder diario?.

Así estamos hoy, orando una cosa y practicando otra. Moviéndonos hacia el lado más fácil, pero con discursos opuestos, tratando de vender una imagen que se ajuste al entorno revolucionario y a las medidas del gobierno. Todos quieren resolver y resuelven a su modo, criticando al del lado, creyéndose dueños de la verdad y el decoro.

Lo que quedó claro es que, cada una de las personas con que nos topamos, tenía sus dones, mente aguda, facilidad verbal, talentosos para utilizar el lenguaje, sofisticación social y refinamiento, facilidad para comunicar, conversar y construir puentes entre gentes e ideas. ¡Sencillamente maravillosos!


¡Somos!


FIN