CORREO ELECTRONICO

martes, 4 de octubre de 2016

Refugio habanero




Refugio habanero

“Nunca es tarde para emprender un nuevo rumbo,
vivir una nueva historia,
o construir un nuevo sueño”.


Este es uno de los tantos viajes tempestivos que hace José Enrique a La Habana. Sus setenta años están bien disimulados tras un recio corte de pelo rubio, lentes de última generación para evitar el sol, short de mezclilla y camisa sin mangas abotonada hasta la mitad del abdomen. Su espléndida apariencia turística solo la estropea la cantidad de bolsos que acarrea desde Miami. “Esto se llama disfrutar verdaderamente el fin de semana!”- dirán los compatriotas que se atropellan a la salida del aeropuerto, pero no saben que en realidad él solo viene a supervisar los avances en la reparación del inmueble que compró en la “ciudad maravilla”, apelativo que no quiere interpretar. Catorce mil dólares le costó la gracia pero ya lleva invertido mucho más que eso en materiales de construcción y útiles para el hogar. Se la pasa todo el tiempo trayendo, inventando, resolviendo. Además tiene que lidiar con el albañil, un negro de su misma edad que trabaja más lento que un apasionado bolero. Lo empleó porque le dieron garantías de que era un hombre honesto, sencillo e incorrupto, de esos pocos que van quedando, que no se lleva ni un clavo para su casa aunque la suya se le esté cayendo a pedazos.

Toda esta historia nació cuando José Enrique se enteró que ya los cubanos podían vender y comprar casas y autos en Cuba. Después de cincuenta años, el gobierno había levantado la prohibición y devolvió a los cubanos de aquí o de allá el derecho secuestrado de vender lo suyo o comprarse una propiedad. Y ahí estuvo José Enrique junto a otros tantos cambiando el rumbo de la historia y cual crisálida reconvirtiéndose, dejando de ser traidor o gusano vende patria para pasar a integrar el grupo de los ilustres inversionistas. Juntó ahorros, vendió algunas acciones y partió no a Camajuaní, allá por Santa Clara de donde es oriundo, sino hacia la mismitica Habana porque entendió que el futuro estaba en la capital. No le bastaba el chisme que se traían los viejos contertulios del restaurante Versailles de Miami donde se teje y se distorsiona la verdad en beneficio de los anhelos de aquellos cubanos que quieren una Cuba libre del totalitarismo castrista. El si se instruyó, asesoró y hasta consiguió contactos en la oficina de inmigración en La Habana. Porque su sueño es más vasto y en cada contacto con la compañera ( palabra que no le gusta mencionar pero a la que poco a poco se irá acostumbrando) va puliendo su plan de mudanza. Como no lo paralizan los temores y derrocha creatividad se las ingenió para hacerse amigo de esa cubana vestida de verde olivo y muchas medallas. En cada viaje no olvida llevarle un paquete de café “del bueno, no de esa mierda que venden en La Habana por tarjeta” palabras textuales. El delicioso café va camuflado dentro de una bolsa con artículos de oficina que él blande cual Mambi ante la batalla y poseído de esa genuina habilidad que tiene para comunicarse grita “Les traje útiles de oficina”. A los empleados la boca se les hace agua, otros ya intuyen que no tendrán que ensalivar más los sellos pues goma de pegar, lápices, goma de borrar entre otros no ha de faltar en esa misericordiosa jaba multicolor. La compañera, criada y formada en el otrora círculo de la KGB, ya sabe cómo actuar en estos casos y entiende que debe apurar su expediente en señal de agradecimiento, aunque no mucho, para no perder las prebendas que una vez al mes le llegan desde Miami.

En el café “La Rambla” uno de los tantos paladares del Vedado, que queda en la céntrica calle L llegando a 17 se juntó con unos primos y el vendedor. Entre bebidas, cócteles y unas hamburguesas de cerdo acompañadas de vianda frita y ensalada de estación, subterfugio para denominar cándidamente una triste lechuga amoratada producto del insufrible calor tropical y la falta de refrigeración, selló el trato y se hizo dueño de una legendaria propiedad que si bien es cierto estaba a mal traer, cuando la vio por primera vez, entendió que después de una buena restauración e introducción de algunos artefactos importantes para su satisfacción, sería el paradero definitivo de su vejez, porque además lo que si tiene claro es que seguirá también residiendo en Miami, gozando de su jubilación y este reducto bien acondicionado será en definitiva su mundo para desatar la pasión.

Estará en en La Habana de adoquines, cerca del Paseo del Prado donde hasta los leones de bronce se mueren de hambre, cerca del Malecón con su reguero de espuma blanca. Respirará La habana de jineteras llenas de luz, mulatas con tacones altos esclavas del amor, y de vendedores de tabaco, de negros bambolleros, de viejitos adorables. Traspirará por los poros esa Habana de niñitos jugando a la pelota y de veteranos vociferando frente al tablero del dominó. Sentirá otra vez suya esa Habana de la cual escapó, la ciudad que bulle con las colas, con la espera tediosa del camello, con el humo que lanzan los incómodos almendrones. José Enrique quiere habitar un vecindario con su bullicio propio, con sus gritos y murmullos, con los olores que llegan de al lado, con el aroma de la canela, del bijól y del comino que desprende un ajiaco recién preparado. Eso es lo que él anhela; Una vida compartida, un cafecito recién colado, una cháchara amena y hasta el trueno y sollozo de un desenfrenado tambor.

Como José Enrique no es ni precario ni vulnerable ha puesto en esta empresa todo su sueño. Ya tiene instalado el aire acondicionado, el calefactor para la ducha y la cocina azulejada. Mandó a poner un buen tanque de fibrocemento para almacenar agua porque ya sabe que el preciado líquido llega cada cuatro días. Esto es pura planificación. Aunque el fétido pero adorable albañil se ha tomado todo el tiempo del mundo en cada detalle, él descubre que su nuevo apartamentico va adquiriendo color y sabor. Como en Cuba no hay ferreterías, José Enrique tiene que ingeniárselas para conseguir las piezas, los tornillos, los clavos, los grifos y todo se vuelve apoteósico, pero él no pierde el entusiasmo. Aunque su ego es a veces desproporcionado no abandona para nada la humildad. Así y todo, gracias a su energía le sobra tiempo para visitar enfermos, asiste a los funerales de su madrina, conversa con amigos de antaño, comadrea con agentes del estado vestidos de civil, le lleva un cafecito a Maria Rabassa, reparte especias al chofer del taxi, al vigilante del Comité, al vendedor de maní.

La mayoría de ellos no entiende que quiera regresar. Ya se lo dijo un compatriota en Miami.

_” Mira chico, cada vez que escucho a un cubano decir que en Cuba estaba mejor, me dan ganas de preguntarle, qué cojones hace entonces fuera de Cuba”. Más calmado asiéndolo por el hombro agrega: Oye José Enrique, mi hermano, es cierto que todos los cubanos guardamos con nostalgias esos momentos lindos de la niñez, adolescencia y juventud pero no por eso vamos a olvidar las vicisitudes y los problemas que tuvimos que enfrentar, que no fueron pocos. Hasta en la guerra hay momentos de felicidad y gratos recuerdos y siempre hay espacios para actos de nobleza y humanidad, la gente se enamora, tiene hijos , disfruta un evento, celebra una victoria, pero no por eso vamos a preferirla. Cuba no es solo sus lindas playas y cadenciosas mulatas, es mucho más que eso, es un país difícil para habitar sobre todo para el que ha tenido y disfrutado un relativo confort. ¿Tú me entiendes, chico?

José Enrique dice tener plena conciencia de ello, es cierto que echará de menos al “Hospice of Miami County”donde ha trabajado por más de treinta años cuidando a ancianos con enfermedades terminales. También extrañará esas carreritas al Joe's Stone Crab Restaurant, pero quiere cambiar el escenario, ya trabajó suficiente y ahora quiere gozar en armonía esta otra vida. Las cartas ya están echadas.

Sabe que le costará muchísimo acostumbrarse, o mejor dicho, volver a lidiar con la precariedad de las comunicaciones y el desabastecimiento que ya es crónico, con la mediocridad del Estado, con la censura a la prensa, pero él se tiene fé y se responde a sí mismo que ya verá cómo resuelve ese tema, total, La Habana es eso “nacer, vivir y morir resolviendo”. El se cansó de la monotonía de ese Miami insípido y lujurioso y prefiere esta opción, aparentemente más sencilla, con apagones, restricciones, con defectos y virtudes. Ya decidió terminar sus días en la tierra donde nació, contentarse con un almuerzo en “La Mimosa” donde los platos son generosos, o un arroz frito en “La Flor de Loto”, acompañado de su historia genuina y de sus seres queridos, recuperado del pasado, disfrutando el presente. Cuba no es el paraíso encantado, es solo un punto geográfico donde se mezclan la realidad y la ficción. En ese contexto su bullado refugio habanero será un verdadero panorama de jolgorio, paz y amor.

Con la jocosidad que le caracteriza se le ve por estos días tejiendo sueños en esa Habana poética, arcaica y cercana. Cuando alguien lo jode mucho con preguntas capciosas, José Enrique ágil, sonriente, tenaz, dando rienda suelta al instinto animal y visceral que lo posee, responde. “-Y que no me falte, chico, en esta Habana de pasión, un buen tronco de cuerpo negro a mi lado. ¡Ya tú sabes!”


Fin

La Habana- Miami- Santiago de Chile 2016



Comentarios del autor: Como se trata de una historia real, compartida en Agosto de este año cuando ambos coincidimos en Cuba, hice participar desde Miami en la corrección del texto al protagonista, quien encantado dio el visto bueno para esta publicación. Gracias José Enrique por tu historia y vital energía.