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martes, 2 de febrero de 2016

Matar ajenos





"Matar ajenos"

Yo no te había contado que este hombre que aparece en la foto, era uno de mis mejores amigos y que nos conocimos en Camagüey cuando estábamos recién empezando la secundaria básica en la Gran Tula; que estuvimos juntos en todas las reuniones estudiantiles, actividades políticas, competencias deportivas, en campamentos agrícolas y cuantas tareas demandaba la época, que no eran pocas.

Nosotros dos éramos la suma de diferentes temperamentos, extracto social e ideología a pesar de vivir atados al mismo régimen. Quizás por lo distinto que éramos, quiso el destino juntarnos para que aprendiéramos de nuestras diferencias. Tú sabes que soy géminis y se supone que los geminianos solemos encontrar amigos idóneos entre personas de otros signos y se produce esa corriente magnética de mutua atracción que inicialmente lo envuelve todo, aparentemente voluble, para llegar a una amistad íntima y estrecha posterior.

Gustavo era tímido, extremadamente callado. Más que conversar escuchaba, era muy corto de genio y le costaba pronunciarse. Para mi que siempre me gustó hablar, era él la mitad ideal pues no ponía reparo a mis divagaciones intelectuales. Provenía de una familia humilde, vivía en una casa muy modesta cerca de la linea del tren, en un reparto llamado Saratoga, donde lo poquito que tenía, según sus propios y escuetos comentarios, se lo agradecía a la Revolución. Por eso cuando se empezó a hablar de Angola y la posibilidad de que Cuba entrara en ese distante conflicto Gustavo fue uno de los primeros que se ofreció a ir a combatir y creo que lo hizo de corazón, confiado que su aporte era un deber.

Gustavo no pudo continuar sus estudios superiores. A semanas del examen de reclutamiento fue llamado a filas y antes de que cantara el gallo ya estaba subiendo con un ridículo maletincito marca TAG a un avión de lineas angolanas de igual nombre destino a Luanda. Viaje sin escalas al continente negro. Cumplió los dieciocho años en Angola. Nunca supimos cómo hicieron con sus papeles para enrolarlo en esta guerra siendo menor de edad. Lo cierto es que no tuvo cake ese día y que lo recuerda con precisión porque cuando llegó al campamento en plena manigua angolana lo recibió un sargento que le dijo con muy malos modales que dejara por cualquier lado su pesada mochila, que se tomara un descanso pues sería el último en esa contienda, que a las siete fuera al comedor con la cuchara y el jarrito de aluminio y que esperara que reordenaran el albergue para ver dónde podría instalarse con sus bártulos a dormir. Recuerda clarito cuando le preguntó que de qué ciudad de Cuba era y Gustavo respondió “de Camaguey”. Con tono propio de los militares le dijo que fuera mirando el panorama para que se hiciera idea de adonde había llegado pues aquello no era un hotel de Santa Lucía. Cuando el sargento se marchó se le acercó otro muchacho, tan jovencito como él. Fue el primero, en esa tierra lejana que le estrechó la mano y lo convido a compartir unas galletas con una lata de sardinas. Se sentaron juntos en la litera y charlaron largo rato. Se enteró que el joven era de Cienfuegos, de un pueblito de la costa, que cuando chiquito siempre quiso ser piloto pero no lo dejaron ingresar a los Camilitos porque tenía problemas a la columna y eso era un impedimento importante para ingresar al ejercito, curioso, pues allí estaba con el mismo esqueleto que le otorgó la naturaleza luchando a no se sabía cuántos kilómetros de Cuba. Le contó que el ambiente era tenso, que esa misma tarde iban a lanzar una ofensiva discreta a una aldea donde se suponía había infiltrados. La artillería marcharía a la zona de Kraal a orillas del rio Nhia. Le ofreció que se quedara durmiendo en su litera en caso de que el sargento se olvidara de reasignarle una. "-El evento nos tomará toda la noche", eso es lo último que recuerda haber escuchado.

No hablaron más porque lo llamaron a formar. El cienfueguero le hizo un guiño y acomodándose la boina verde olivo se perdió tras las lonas de camuflaje.

Ocho horas más tarde Gustavo supo que el combate había sido cruento, que la aldea se defendió con todo lo que tenía y que aunque las tropas cubanas lograron su objetivo, borrarla de la faz de la tierra, tuvieron muchas bajas, entre ellas al cienfueguero que no volvió más. Por supuesto que se quedó en su litera mirando la lona de la carpa hasta bien entrado el día, con el pecho apretado, rogando que esa desdichada aventura que debía durar dos años a lo menos, lo devolviera a Cuba con vida. Durante la tarde a Gustavo le tocó reordenar las pocas pertenencias del cienfueguero para que fueran enviadas a sus familiares en la isla. No había fotos ni diario, eso estaba totalmente prohibido. Las luces de silencio caían sobre el Cienfueguero.

Gustavo asumió su compromiso con plena entrega, vivió situaciones al límite que no quiere contar porque a diferencia de lo que le aconsejaron los psicólogos militares cree que hablar de ello es abrir heridas y revolcarse en la mierda de una guerra que no era suya. Su juventud se vistió de sorpresas desagradables, situaciones insólitas y muchas desventuras; tiros, sangre y mutilaciones. Compartió con excelentes personas que tenían experiencia de participación en la guerrilla en Chile y el Congo y conoció a otros ruines de los cuales no quiere acordarse porque eran simple y burdo resumen de las pretensiones napoleónicas del dictador cubano. Este último término, creo no lo ocupó él, aunque estaba implícito.

Lo acabo de ver en La Habana, casado y con hijos que pronto lo harán abuelo. Dice que es feliz, que lo pasado, pasado está y aunque logró sacarse de encima el remordimiento, ha quedado marcado por un permanente tic nervioso que pone impaciente al que le mira. A modo de justificación se ríe, señala su incómodo gesto y dice “la guerra”.

El fue uno de los trescientos mil combatientes internacionalista que desde el 1975 lucharon en Angola cuando empezó la Operación Carlota y luego estuvo entre el grupo de los cincuenta mil colaboradores civiles cubanos durante más de quince años. Regresó con el último grupo en el 91. Heredó ese tic, pero salvó con vida. Muchos quedaron bajo tierra escoltados por una lápida sin nombre, otros están hoy abandonados esperando el futuro luminoso que nunca llegará. 

Las dos veces que nos pudimos juntar, me contó que aún de noche despierta sobresaltado. Las pesadillas lo acribillan. Confunde los lugares donde estuvo. Se multiplican las batallas. Los proyectiles siguen estallando en su campamento. En una cuneta ve cuerpos rígidos decapitados. Se le acercan rostros quemados que le atormentan. Ve gente correr asustada, generalmente negros desnudos, soldados harapientos, con barba de varios días, otros en posición de guardia esperando que un bombazo ponga fin a la espera que a veces se tornaba tediosa.

Pregunta lo que quieras”- me dice. “Sabía que alguien vendría alguna vez a escucharme. Al principio, cuando regresé a Cuba, hablaba sin parar pero nadie me entendía, decían que contaba historias incoherentes sin pies ni cabezas, que todo era resultado de mi maltratado estado nervioso. Yo nunca entendí que hacía tan lejos de mi tierra, ni sabía que defendía. Alguien me dijo que la Seguridad, ya sabes, los órganos de la seguridad del estado que están detrás de cada pared con los oídos atentos, podría encanarme. Entonces callé y no hablé más ni me quejé del sistema, ni de la suerte que me tocó. Pero yo no quería olvidar, pensaba que memorizando sería capaz de mantener vivo lo que nunca se iba a escribir al menos en este país. Me callé y me fui muriendo a la vez que reconstruía mi vida. Mi madre rezaba para que yo sanara. Como si yo estuviese loco. Allí me enteré que ella creía en Dios. Nunca antes se había persignado. Como muchas otras madres había desterrado al Sagrado Corazón que heredamos de los abuelos católicos. Y mi madre rezaba a escondidas y se santiguaba. Te imaginas? Estaba tan confundida como yo”.

Gustavo pidió que no le preguntara si todo eso había sido en vano, era como revolver el barro. Se acostumbró al dolor. Ya no sabe dónde están las medallas. Ya se cagó en la madre de algunos generales. Botó el libro rojo “la historia me absolverá”, mejor dicho, lo cambió por la Biblia que después de cincuenta y cuatro años empieza a leer. Ya no colecciona casetes de Silvio, ni vibra con sus canciones, regresó a un tramo de su adolescencia cuando solo le interesaba Eros Ramazotti. Cuando falta papel higiénico salé a conseguir el escurridizo diario Granma, que en definitiva solo sirve para ese estratégico acto de limpiarse el trasero. El que quería ser otro, sentirse orgulloso de su tierra, que quería servir a su patria, lleno de mil ilusiones terminó desencantado, involucrado en una guerra inútil donde el único objetivo era matar ajenos.

Hoy envuelto en la cotidianidad se deja simplemente arrastrar, sin perder el suelo opina lo que se “debe” opinar y habla lo que los demás quieren escuchar. Algún día, cuando la mordaza caiga para siempre, se sabrá toda la verdad sobre la guerra de Angola, será algo más que tiros cruzados entre reclutas y reservistas cubanos y sudafricanos demonizados por el conflicto.

Angola sigue intacta en la memoria de ese ecuánime hombre que sentado en un banco habanero con un tic nervioso y el corazón lleno de cicatrices mira con embeleso un rojo flamboyan.




Fin