CORREO ELECTRONICO

miércoles, 2 de diciembre de 2009

“La vergüenza”




“La vergüenza”

Era un enero muy especial. Lo recuerdo perfectamente porque la cuadra estaba engalanada con fotos y recortes de los líderes de la Revolución y en la escuela nos habíamos estado preparando para celebrar el natalicio de nuestro Apóstol José Martí durante mucho tiempo. Yo me había aprendido de memoria unos cuantos versos sencillos y aunque ya empezaban a escasear los útiles escolares, mi mamá había conseguido, con un cuadro del partido, cartulina y lápices de colores para que yo pintase un mural alegórico a la fecha.


Esa mañana amanecí con fuertes dolores de estómago y descomposición, pero mi madre a pesar de mis súplicas y de la furia de mi padre, me mandó al colegio porque yo no podía faltar a la conmemoración de una efeméride tan importante. Para calmar la ira de mi padre le escribió una nota a la maestra con la siguiente frase: “El niño tiene diarreas, déjelo ir al servicio si él lo solicita”.

La primera hora de clases pasó sin novedad pero a medida que fue avanzando la mañana empecé a sentir retorcijones en el estómago, como si tuviese un barco dentro de la barriga que se paseaba de vez en vez de un lado para el otro, de derecha a izquierda y viceversa. A media mañana un escalofrío invadió mi cuerpo, dejé de escuchar, me paré inmediatamente y fui donde la maestra con el papel extendido. No le gustó para nada mi intervención y aunque alcanzó a leerlo porque no eran muchas las palabras, se desentendió de la solicitud apuntando con su índice mi pupitre y argumentando: “¡Espere al recreo!”

Me devolví inmediatamente al puesto con los pasos cortos tratando de juntar las piernas y contraer los músculos de las nalgas para hacer con mi propio cuerpo una barrera de contención. Me senté con la esperanza latente que el retorcijón era sólo señal de mejoramiento, quizás solo una reacción a los medicamentos y cocimientos que había ingerido durante el desayuno. Pero estaba muy lejos de la realidad, otro golpe, esta vez más fuerte, me hizo saber que estaba tratando de salir a chorros algo que se revolvía dentro de mí.

Volví a pararme con las fuerzas con las que ya no contaba y los pies acalambrados por la tensión. La profesora no me dejó avanzar y con tono enérgico grito: “¡Vuelve a tu puesto y te aguantas!”

La orden fue clara, me senté y solo alcancé a mirar a mi compañero de la otra fila, al más cercano, implorando auxilio con la mirada. El sólo movió los hombros como queriendo decir “¿qué puedo hacer?”. Empecé a sudar, ya no escuchaba lo que la maestra comentaba de Martí, y tampoco distinguía las manecillas del reloj que colgaba al frente. La vista estaba nublada. Tenía la piel de gallina y el escalofrío me invadió completamente. Cuando decidí que lo mejor era echarme a correr al baño sin el consentimiento de la maestra, ya era tarde. Se me nubló todo, dejé de percibir los colores y sentí como un líquido caliente corría por mis nalgas y luego por las piernas, buscando la salida única, las patas del pantalón. Junté los zapatos para impedir que la mierda avanzara. La explosión venía acompañada de fetidez y mucho líquido inundando parte de mi pupitre. Atraída por el olor desagradable y las caritas del resto que apuntaban hacia mi, se acercó la maestra con recelo. Yo con los dedos temblorosos pero limpios le tendí el papel y le dije:
-¡Me cagué!
-¡Muchacho de mierda!. ¿No pudiste aguantarte?
Yo dejé de mirarla, con una mudez absoluta me resigne a esperar lo peor, pararme.

La sala se mantenía en silencio y sólo el ajetreo y cuchicheo de la maestra con el conserje y la directora desviaban la atención. Al rato llegaron mis padres. Mientras mi mamá se ocupaba de mí, adivinando cómo tomarme para no desparramar más mierda, mi padre se batía con la maestra en un cerrado diálogo nada amistoso. Mi mamá logró alzarme con mucho esmero y me cubrió con una toalla para llevarme en brazos hasta el auto.

Mi padre seguía increpando a la maestra; que cómo pudo hacerle caso omiso al papel, que por qué no los llamó antes, que si nunca había padecido de dolores estomacales, que si aquí, que si allá, que qué Patria ni qué dignidad. Mi padre con su vozarrón había llamado la atención de las demás aulas y ya muchos se reunían a lo largo del pasillo tratando de adivinar a través de las ventanas lo que ocurría adentro.

Salimos del aula y lo último que alcancé escuchar fue:
-Y ahora, ¿qué hacemos? -preguntó la maestra.
Mi padre a gritos respondió iracundo:
-Tiene dos opciones, o la limpia, o se la come con fricasé.


FIN


sábado, 7 de noviembre de 2009

“En el milagro espiritual de un vuelo”




“En el milagro espiritual de un vuelo”

Ella, desde su balcón, mira cómo la gente allá abajo se atropella para subirse al camello que seguirá con su reguero de humo rumbo al malecón. En sus manos sostiene una carta sin destinatario ni sello postal, escrita por alguien que conoce a su esposo, quien permanece oculto en las trincheras centroamericanas, en las quebradas inhóspitas, apuntando con su rifle al mañana luminoso, que ella cree nunca tendrá. Antes fue Angola, después Nicaragua; ahora lo ahoga la jungla de El Salvador. Entre él y ella está este mar habanero, calmo y tempestivo y las miles de notas románticas que le recuerdan.

“Aunque tú me has dejado en el abandono
Aunque ya has muerto todas mis ilusiones
En vez de maldecirte con justo encono
En mis sueños te colmo de bendiciones”.

Desde hace dos años siguen llegando algunas cartas y folletines y diarios insípidos que ella lee y relee como testigo de algo que no existe, esperando termine el fondo en que se encuentra para tenerle de vuelta.


Cada Mañana sale a caminar con su niña quien le habla y le habla, pero ella no está ahí, sino debajo de cualquier flamboyán, uno de esos que supo de sus diálogos, ensimismamientos y caricias con el hombre que ya no está.


Una compañera de trabajo le dice que deje de mantenerse entre el sueño y la poesía, que ponga los pies definitivamente sobre la tierra y que mire el mañana con otros ojos. A lo mejor, que le dé a su corazón otro toque, porque esta espera se torna eterna. Pero, ¿cómo abandonarle, sabiendo que está en paupérrimas condiciones, escondiéndose de la metralla enemiga o enfrentándose a las balas día a día?

Intenta hacer cambios. Trata de seguir su vida, inventándose actividades y tareas. Participa en las tediosas reuniones del Comité, cosa ésta, que antes no hacía ni muerta, porque cada vez que le avisaban que habría reunión cederista, ofrecía a su jefa quedarse en el trabajo haciendo horas extras, para llegar a casa cuando ya se hubiera acabado el ajetreo comunista. Ahora en cambio colabora con la maestra de su hija en la limpieza semanal de la escuela, y en el trabajo del huerto escolar, cosechando rabanitos, verdolagas y berros. En el barrio le han dicho que se me ve más participativa. Con la niña recolectan periódicos, tubos de pasta de dientes, botellas de vidrios y las llevan al centro de acopio una vez al mes. Ha estado marcando en cada cola que encuentra, por la simple necesidad de conversar, con el de adelante o el de atrás, que da lo mismo. “Crea, viaja, muévete”- se dice a sí misma. Con esta forma de actuar, pasa de su rutina estrictamente personal, a la rutina país. Algo parecido, pero no igual. La actividad social se torna refugio importante. Cada mañana esconde las ojeras, producto de la mala noche, para no parecer mujer fatal. Ella no puedo echarles encima a los demás sus propias penas. Ya ellos tienen suficientes. Que crean que está renovada y que es entretenida, aunque solo ella sepa cuán frágil está por dentro. Pero, ¿cuánto durarán sus fuerzas?, ¿En qué podrá escudarse mañana?. ¿Se abrirán nuevos espacios?. A veces mira al limón del patio, lo observa en silencio, y sin mediar palabras, cree, que él interpreta sus pensamientos.

Espera ansiosa noticias. Espera ansiosa señales o detalles que le hablen de su esposo. Está apostando por la vida. Tiene que ser paciente y esperar su regreso, alumbrando más vida, más amor. Sintoniza la radio. Mientras limpia con el dedo el polvo que sobre el aparato descansa, escucha atenta y lánguida este bolero.


“Abandonada a mi dolor un día,
Cuando la sombra me envolvió en su velo,
Me dijo el corazón que él vendría,
En el milagro espiritual de un vuelo”.





FIN

jueves, 29 de octubre de 2009

"Mi tío Elio"



"Mi tío Elio"

Las extensas sabanas camagüeyanas fueron testigos de nuestras andanzas, durante largas jornadas, tras la huella de algún pariente, cercano o no, pues para mi madre lo importante eran los fluídos lazos y no los apellidos. María Rabassa abundante en energía positiva, era capaz de llevar adelante trabajos importantes, afrontaba desafíos con valor, entregaba todo lo que tenía sin pedir nada a cambio y esa actitud de corazón abierto era correspondida con gestos que la colmaban de mucha satisfacción. Mi tío Elio quien para ese entonces estaba también envuelto en la euforia revolucionaria se complacía de vez en vez con su presencia. Múltiples eran los desafíos para lograr triplicar los resultados en los cañaverales a los que estaba sometido Elio, además la ciudad lo agobiaba con tantas luces, semáforos y desorden callejero, por tanto era María Rabassa quien salía a su encuentro.

Así partimos temprano con grandes jabas de comida preparadas la noche anterior. No podía faltar la olla de arroz con frijoles negros, el racimo de plátano y el botellón de agua de San José y algunas cositas que aún aparecían en los mercados de la ciudad y que para la gente del campo era una novedad. Los viajes siempre fueron verdaderas tribulaciones porque en la terminal habitualmente había más personas que medios de transporte. Mi madre se las ingeniaba con su mágico encanto para embarcarse sin boleto porque nuestro viaje era perentorio, porque corría peligro la vida de algún pariente o por la premura de dar curso a alguna tarea de la revolución. Luego continuábamos en lo que apareciera, de un medio de transporte en otro, según se desarrollaran las circunstancias.

En esta ocasión la primera parte del trayecto se ciñó a lo cotidiano. El último tramo lo hicimos en tren y aunque este no pasaba frente a la casa de mi tío, igual nos adelantaba buen trecho. La cañera, como le llamaban, solucionaba el problema de transporte de las familias del campo. Recostado a la baranda, el retranquero, repleto de tiempo porque este tren demoraría horas en llegar a su destino, conversaba orgulloso de conocer cada ramal, cada surco y guardarraya. A mi madre no le paraba la lengua. Yo seguía sentado en el peldaño del vagón viendo como pasaban apresuradas las traviesas que amarraban los rieles del ferrocarril. Cruzamos dos o tres ríos trasparentes, pequeños pero con corriente rápida. Por allá, a la orilla de un riachuelo estaban unos jóvenes bañándose en cueros, mostrando sin pudor sus nalgas blancas y sus voluptuosidades. El campo se parecía mucho más al paraíso.

El tren nos dejó en el entronque. Desde allí hasta la casa de mi tío había solo diez kilómetros. No había llovido, por tanto no había peligro de que los riachuelos que aún estaban por delante hubiesen crecido. El calor era sofocante y había que tratar de ir por la orilla del cañaveral para que nos llegara un poco de brisa. Atrás iba quedando el vómito de humo que salía por la chimenea del central.

-¡Arriba muchachos que falta poco!

De pronto a los lejos, detrás nuestro, vimos un jinete que cada vez se acercaba más. Cuando estuvo junto a nosotros, nos enteramos que se trataba de un guajiro de la zona. No parecía ser viejo pero tenía la frente marchita por el sol. Me fijé en las callosidades de sus manos sujetando el machete que portaba colgando de su cinturón. Nos saludó cordialmente. Advirtió que no iba en esa dirección pero no podía permitir que mi madre siguiera la marcha por esos surcos con las jabas tan cargadas, cuando aún falataban cinco o siete kilómetros. Conocía a mi tío Elio desde siempre, porque cuando la familia fue desmembrándose para acomodarse en la ciudad o en el puerto de Santa Cruz a Elio no hubo quien lo moviera de su terruño.

Desde la guardarraya se veía un descampado limitado por una alambrada donde pastaba el ganado. Casi en el centro estaba agachada junto a las patas traseras de una vaca a una señora muy negra y muy anciana. Por sus movimientos supimos que estaba ordeñando. Estaba rodeada de cubos metálicos y dos o tres terneros que le acompañaban. Cuando nos divisó, se incorporó alzando una jarra en señal de invitación. Mi madre respondió cortésmente.
-Gracias. Queremos llegar pronto.
-Es Francisca, la haitiana. Dicen que tiene tantos años como estos campos. Aquí llegaron sus padres como esclavos y los padres de sus padres también.

Francisca estaba ordeñando no solo para ella sino para sus compatriotas, los que en el batey se habían quedado postrados frente a su barraca pensando en el olvido eterno, en sus parientes que nunca escribieron. Todos habían olvidado el color del mar, ese que los trajo a Cuba, en calidad de esclavos a unos e inmigrantes a otros.
-Pobre gente tan sola.
-La felicidad la manifiestan de otra forma. Ya verá las fiestas que arman y lo rico que preparan el chivo. Ahora gozan de pensión y además el Partido se encarga de ellos. Basta que alguno se enferme para que venga al batey la ambulancia. Eso nunca se vio antes. Usted ha de recordar.
-¡No sabré yo de penurias y calamidades!.

Entre tanta caña empezaba a divisarse un monte con otro verde y árboles frondosos y palmares. Se notaban algunas casas, las que miraban frente a la línea de ferrocarril y tras ellas las barracas de los haitianos que eran más altas y pintadas con colores oscuros. Venía alguien a galope. Era Elio con su gallarda figura, su machete a la cintura, que salió a nuestro encuentro. Se movía con ritmo acompasado al vaivén que le brindaba su caballo. Me gustaba abrazarlo fuertemente sin importarme que oliera a sudor de bestias y hojas de tabaco mojado.

Habíamos llegado. Estábamos casi al centro de la provincia, desde donde el mar se entendía quedaba demasiado lejos como para que los que por allá vivían pudieran conocerlo. La casa de mi tío era la primera si la veíamos desde el camino que habíamos transitado y la última si se le miraba desde el otro extremo. Era de madera con piso de tierra endurecido por el andar de la gente y el pasar de los años. Tenía un amplio portal hacia el cual se abrían la puerta y las ventanas de la sala y el dormitorio principal. Entre los horcones gruesos colgaba una linda hamaca tejida por los lugareños. Ese era el sitio preferido por mi tío para después del almuerzo echar una rica siesta antes de partir al central.

En el umbral de la casa junto a la enredadera de Bouganvillia, esperaba su mujer María Antonia, rodeada de muchos chiquillos. Extraña y un poco torpe, pero cariñosa y amable. Del fogón salía un rico olor a maíz y yuca cocida. María Antonia sacudió sus manos cubiertas de fina harina en su pulcro delantal y nos acogió derrochando nerviosamente saludos y emociones. Regañaba a sus hijos porque según ella, no había logrado hacerles entender algunas buenas costumbres: “-Que no se caga en el frente de la casa, que para eso al otro lado del rancho hay un retrete", y agrega por si alguien no alcanzó a entender-“apestoso, pero al menos está la mierda recogida.”

Los niños no sabían de muñequitos ni dibujos animados, porque aún no había llegado la electricidad y faltaría mucho para que los televisores se convirtieran en artefacto popular. Los pájaros de día y las estrellas de noche eran el panorama eterno y perfecto según ellos. El batey era desordenado con unas cuantas casas y una escuelita rural a medio armar. Los enfermos se atendían en sus lechos y se sanaban con medicina verde, mucho cocimiento y las manos sabias de los haitianos que curaban cualquier tipo de enfermedad. Los habitantes de este pueblito solo salían de acá cuando iban al otro mundo. A los muertos se les llevaba a enterrar a Vertientes, un pueblo con plaza, iglesia y cementerio. Era la ocasión que aprovechaban algunos para pasear y salir de los surcos de caña y del olor de los caballos cerreros. Aunque los viejos preferían quedarse. Decían que allí había mucho espacio y libertad para andar perdiendo el tiempo en calles y pueblos cuadrados donde todos andaban apurados.

Como no había mucho que hacer pensé que era el momento para pedirle a mi tío que me llevara a conocer a mis primos negros, pues vivían no lejos de allí, en el batey colindante, algo así como ocho kilómetros. Yo sabía que en la familia había cierto recelo. “cosas de matemáticas”- decían- “Que Elio estaba en Rusia cuando la haitiana quedó embarazada, que las mujeres sabemos de cuentas.” Mami, por otro lado, decía que aunque bien negritos eran, tenían facciones finas y un dejo de familia indiscutible. Pero mi tío dijo estar tan ocupado con las asambleas del partido que no podría complacernos.

Llevaban tres días reunidos tratando de convencer a un guajiro porfiado para que cambiara el nombre a sus bueyes. El muy degenerado los había bautizado "Comandante" y "Mentiroso" y eso no estaba nada bien. Y el viejo no podía cambiarle los nombres porque no lo reconocerían después sus animales. Y eso también era cierto. Así que el asunto se había complicado. El pobre tío Elio estaba entre la espada y la pared, tratando de entender y dar excusas.

Mientras se fumaba un tabaco le comentaba a mi madre:
-Tú debes conocer a ese guajiro porque es más viejo que Matusalén. Tiene su terruño al lado del nuestro, desde aquí se escuchan sus voces de mando cuando los bueyes están arando: "Comandante mentiroso a la derecha, Comandante Mentiroso a la izquierda, Comandante mentiroso pa´tras" En eso se pasa el maldito día y ya ha enfurecido a dos o tres compañeros, por eso el revuelo de la reunión y tanto alboroto.

Pero ese incidente no nos atañía a nosotros. En todo el batey se respiraba tranquilidad, libertad absoluta. Nuestra visita había roto la paz, ya se notaba la algarabía, pues empezaban a llegar guajiros de todos los lados para saludar a mi madre. Alguien trajo consigo una guitarra y dio inicio al guateque. Su esencia era el contenido siempre improvisado con habilidad, jugando con versos inventados en el momento que describían personas, hechos cotidianos y acontecimientos más o menos importantes. El tío Elio solicitó le cantaran “La Yuca de Casimiro” y un guajiro sin hacerse rogar la entonó.

Continuaban las canciones y los chistes. Elio prefirió darse una vuelta por la barraca de los haitianos, sabiendo que su presencia les alimentaba el día. Los haitianos curiosamente dejaron de expresarse entre ellos en su lengua patua y comenzaron a entablar abierta conversación en el español que tanto les costaba pero que no les molestaba. De vuelta a la casa se tendió en el portal para sofocar el calor. Quería respirar la tranquilidad de la tarde.

Con la noche también llegó la música. Primero un toque de tambor, muy quedo que poco a poco fue subiendo de volumen. El ritmo abrasador sonaba africano y los cantos eran una mezcla en francés e inglés. Fuimos hasta la barraca a presenciar el espectáculo. No había nadie sentado. Los cuerpos que de día parecían estar cansados, disfrutaban del baile a plenitud, los más viejos se agolpaban alrededor del chivo asado. Se repartía ron de caña para los adultos y guarapo para los chicos.

María Antonia también había colaborado trayendo una panetela cubierta de chocolate. Nunca entendí qué estaban celebrando pero vi a mi madre y a mi tío Elio susurrar con los ojos cerrados agradeciendo a la Comisión Vencedora Africana por nuestra protección. De ese modo todos se acercaban a su Dios, recibían el perdón de sus pecados y se contactaban con los que ya se habían ido. En resumen, recibían la fuerza del espíritu santo, fuerzas para afrontar las dificultades. El privilegio de comunicarse con los muertos lo compartían con los blancos y el ritual era fraternidad y amor. Sus ritos respondían simplemente a alguna extraña inspiración ancestral donde solo el que participaba era capaz de entender lo que estaba pasando. Quedamos sobrecogidos e impresionados y nos fuimos a dormir tranquilos pero llenos de dudas.

Al día siguiente cuando el sol aún no salía nos despertó el cuchicheo de adultos y el tintinear de jarritos metálicos que venía desde la cocina. Había un aroma a café criollo y casabe tostado a la orilla del carbón vegetal. Mi tío ya estaba en pie. Se había levantado gracias al olfato característico de los campesinos, pues allí no había reloj despertador. Los gallos cantaban y el caballo cansado de seguir atado debajo de la mata de mango a relinches vivos reclamaba por su montura. Desde la cama escuché a mi tío gritar a su mujer al partir:
“Mata una gallina, pon frijoles negros a ablandar y pídeles a los haitianos que le traigan a los niños marañones y mamoncillos maduros”.

Me incorporé en la cama y fui a la ventana para verlo cabalgar. Marchaba con una gracia irrepetible en su caballo. Partió erguido y orgulloso a inspeccionar los campos de caña. Yo lo seguí con la vista hasta que desapareció entre la línea del ferrocarril y el cañaveral.

Vi pasar la cañera, ese tren interminable que transportaba la caña desde el centro de acopio hasta el central azucarero, vagones y vagones repletos de caña que desde la ventana parecían pura paja. El maquinista iba saludando a su paso y averiguando si alguien quería viajar para aminorar la marcha sin llegar a parar. Alguien trotó a caballo más rápido que el tren y le alcanzó un papel. Correspondencia para la ciudad. El día se nos hacía agua entre tantas novedades, juegos y carreras, entre el ir y venir al corral para alimentar a los puercos. Las pausas se hacían solo para almorzar o merendar.

De Rusia, me hubiera gustado escuchar más a través de mi tío Elio. Solo un abrigo de piel de oso que entones olía a orine de gato, con pequeñas manchas, que no era café sino mierda de gallinas, y una cámara fotográfica, daban fe de su larga estadía en Moscú. Nadie creería que ese inocente jinete habría viajado tan lejos y supo de fríos intensos y escuchó y habló lenguas raras. Su viaje había quedado en la maleta del olvido, no hubo más recuerdos, ni angustias ni histerias. Descubrió que había un mundo distinto sin carencias, donde todos eran iguales. Pero, ¿acaso alcanzó a llevar a la práctica lo vivido?. Arbitraria su vida, me pareció.

El guajiro que aquí anda a caballo, estuvo en el Kremlin, visitó el Mausoleo de Lenin, jugó con la nieve que se esparcía por la Plaza Roja y permaneció tanto como el frío le permitió frente a la tumba de Stalin, “Este si era un tipo encojonado”- afirmaba. Nos contó que había andado con una rusa. “Esa si son mujeres lindas, pero con una peste del carajo. Ya entiendo por qué hay tantos desodorantes y colonias finas en las tiendas- y agregaba después de una pausa- porque nadie las compra”. “ Y no se imaginan el tren rápido por debajo de la tierra con más de veinte vagones. Se mueven a la velocidad de un cohete. Yo ya ni me acuerdo de las letras vueltas al revés, porque todo se escribe distinto, ni de los ascensores, ni del gusto del Vodka y el Champagne ruso. Pero todo fue bonito.” Todo duró para él lo mismo que un verano ruso, brillante pero demasiado corto como para hacerlo eterno. Fue una historia enterrada, como una tormenta que no deja huella.

A la luz de una lámpara China, fruto de los primeros pasos de colaboración con los asiáticos, mi madre y mi tío Elio compartían las maravillas que estaba haciendo la Revolución. Elio relataba feliz que las metas se estaban cumpliendo, los campos se habían ido poco a poco llenando de alzadoras, tractores y maquinaria inimaginable traídos desde la lejana Rusia. Ese año habría mayor productividad, se auguraba una zafra exitosa. Por su parte María Rabassa comentaba sobre los logros en la ciudad para incorporar a las mujeres al nuevo sistema. Aparecían los primeros círculos infantiles para las madres trabajadoras facilitando así triplicar su jornada: Jornada doméstica, jornada laboral y jornada comunitaria. Sin llegar a abandonar los menesteres del hogar y las obligaciones para con su marido e hijos, las mujeres cargaban con nuevas responsabilidades.

-Yo, por ejemplo, trabajo en una embotelladora de Ron cerca de la casa – acentuaba mi madre- sin percibir salario alguno, que conste. Colaboro en los planteles educacionales, soy trabajadora social y participo activamente en desenvolvimiento de los Comité de Defensa de la Revolución, voy cada domingo al trabajo voluntario y marcho con las mujeres de la federación.

Expresar sus opiniones con talento se convirtió en su mayor virtud. La capacidad de trasmitir ideas a través de la palabra era el sello de su éxito. Era una época intensa y vertiginosa muy prometedora para la mujer, pero para María Antonia ese camino aún era intransitable. Al menos eso pensaba Elio. Su labor era la casa donde aún había mucho quehacer. Para ocuparse y servir a la revolución bastaba con él, que para eso era hombre instruido, fornido y responsable.

María Rabasa entendió que el ambiente empezaba a ponerse monótono, que no haría cambiar a su hermano de parecer, que en la ciudad la esperaban arduas tareas, y en el Comité una agenda apretada por resolver. Ella, que gustaba de la variedad, decidía empacar. No teníamos claro como sería el regreso pero eso no era impedimento alguno para emprender la partida.

-“Elio, ya aparecerá algún alma buena que se apiade de nosotros. La caridad es lo que sobra por estos lugares".

Lo mismo opinaba el tío Elio, quien sin intentar retenerla quedaba aletargado entre el humo de su tabaco, las confusas reflexiones acerca del verdadero rol de la mujer y su eterna revolución.

Fin

sábado, 19 de septiembre de 2009

"Deletreando"




Deletreando


¿Te has dado cuenta que hay sustantivos que a la primera se vuelven impronunciables, aunque dichos por terceros arrullen la mente con sonidos melosos y acompasados? Ese es el caso de la palabra “Antofagasta”. La primera vez que la escuché no pude repetirla al instante y me costó unos nueve meses, lo mismo que un parto, para citarla con autonomía y propiedad.


Recién llegado a Chile, llamó a casa un pariente preguntando por mi esposa. Como ella no se encontraba, aprovechó para saludarme y darme la bienvenida esperanzada en que pronto nos conoceríamos en persona, pues de mí tenía solo la vaga imagen de unas fotos en blanco y negro que por ahí había visto. Hablaba tan rápido que no alcanzaba a entender todo aunque el hilo conductor fueran las buenas vibras derrochadas a través de un timbre melodioso y un tono encantador. La conversación, si es que así se podía llamar a aquel monólogo que apenas pude manejar, fue coronada con la siguiente frase, “Dile a tu mujer que la llamó la prima antofagastina”.


En ese instante traté de memorizar pues no tenía bolígrafo a mano, colgué el auricular y repetí en voz alta; Antofagastina, Antofagastina, Antofagastina, Antofagastina. Cómo me iba a ganar una palabra, si yo que siempre me he creído poseedor de una mente aguda con mucha facilidad verbal, talentoso para el lenguaje. Estaba equivocado. Cuando alcancé un papel ya había empezado a confundir la palabra que fue paulatinamente declinando en: Antipafonina, paranisofina, anrafasonina, farasomida, a algo como sorofina, tofaga, gafita y así sucesivamente hasta que perdí el hilo real. Fue tal el enredo que no tuve fuerzas para buscar más allá de la consciencia racional y el conocimiento. “Parece que es un nombre de algún personaje extraído de las obras de Gabriel García Márquez, o podría ser griego?”-me cuestioné yo mismo.


Cuando llegó mi mujer ya no había dudas que del nombre inicial no quedaba absolutamente nada, simplemente no pude dar el recado integro y tuvo ella que esperar pacientemente quince días hasta que la prima llamó nuevamente. Ahí me quedó entonces claro que antofagastina era el gentilicio de un pueblo nortino y no el nombre de la pariente. ¡Vaya nombrecito!- me dije, pero luego reflexionando acoté: Acaso no hay otros peores como Ixtaccihuatl, un volcán mexicano, o Dniepropetrovsk, una ciudad ucraniana.


Recuerdo cuando la primera semana de clases, recién ingresado a la universidad, me dieron como tarea aprender la palabra “Arbeitsunfähigkeitsbescheinigung”, que en castellano significa “certificado médico”. Eso mismo me van a tener que dar si se me parte la lengua durante el ejercicio- pensé ese viernes en la noche mientras ejercitaba a la luz de la lámpara de keroseno. Pudo más mi tesón que el apagón, pero al final el sueño venció definitivamente a la rutina y caí rendido.

El sábado, al levantarme, tenía en la lengua la huella del esfuerzo, una llaga potente y vigorosa como el mismo idioma, pero no había razón alguna para amilanarse. Aproveché la típica cola de tres horas para adquirir los ochentas gramos de pan, agrios como el mismo suceso, y me llevé la palabrita conmigo. En esa larga espera logré aprender tres cuartas partes de la palabra.


Pasé lo que quedaba del día a orillas de la costa murmurando como si me estuviera comunicando con los Orishas, tal como lo hacía la negra Antonia que bajaba todas las tardes a rezar y recoger agua de mar en un par de botellas para sus trabajos espirituales y de paso entregaba a Ochún ofrendas que porfiadamente se devolvían flotando con las olas.


El domingo tuve que cumplir los deberes de vecino asistiendo al velorio de Guillermina, una vieja haitiana que según decían estaba muerta desde mucho antes, pero que aguantó hasta septiembre para evitarnos el agobio de los meses de calor intenso. En la funeraria de Buena Vista me entretuve largas horas repitiendo la palabra que llevaba en un chivito escrito en la palma de mi mano. El local estaba repleto porque además de las buenas intenciones del vecindario, el olor aromático del café serrano atraía a muchos curiosos y sedientos. Al lado del féretro, mientras la mayoría disfrutaba los sorbitos de café, y se abanicaban para aplacar el sofocante calor y de paso espantar las moscas que revoloteaban tratando de adivinar de dónde venía el hedor, yo murmuraba muy quedo, Arbeitsunfähigkeitsbescheinigung, Arbeitsunfähigkeitsbescheinigung, Arbeitsunfähigkeitsbescheinigung.


Los cercanos a la difunta llegaron a creer que yo rezaba un Padre nuestro en alemán por lo monótono del discurso, la cadencia y la repetición. El señor, que se había convertido en viudo el día anterior, me agradeció el gesto con unos golpecitos en la rodilla; “A esta no hay quien la reviva ni en otro idioma”


El lunes ya tenía memorizada e interiorizada la palabra. Nunca llegó a ser la favorita pero cuando hube de emplearla, lo hice con desplante y reconocida fluidez. Lo mismo pasó con esta sobre la cual os cuento, “Antofagasta”.


Para no sentirme perseguido por la ignorancia puse a prueba a cuanto cubano recién llegado de la isla me encontraba.
A una azafata que invité a almorzar le lancé a boca de jarro:-¿Pasaste por Antofagasta?
-Ay muchacho, precioso el lugarcito. Pura salsa y rumba, el ambiente se veía desde afuera de lo más chévere!


Yo, esbozando una sonrisa de triunfo, pensé: “Bingo, no entendió nada”.


Hace poco, a otro cubano, un galeno escapado de la isla maravillosa, mientras alardeaba de conocer medio mundo, le espeté: Deberías darte una vuelta por Antofagasta. El amigo dándose ínfulas de buen conocedor dejó a un lado el mojito y dijo con aire taciturno: fíjate chico, que no me atraen los zoológicos, pero cuando logre reclamar a mis hijos, no te quepa duda que los llevaré.


No insistí, pero ya tenía la respuesta. A los cubanos se nos enreda no sólo la lengua, también el cerebro antes semejantes sustantivos.


Con el tiempo, la palabra se fue entregando por sí sola, ya no suena tan rara ni tan endemoniada, total, nombres difíciles también deben haber en Cuba. Hoy digo con soltura: Tengo una prima antofagastina. ¿Pero podrá ella, con la misma fluidez decir que tiene un primo camagüeyano?


Fin


sábado, 1 de agosto de 2009

"Esperando en Santiago"

"Esperando en Santiago"

El cerro Santa Lucía es testigo de cuánto la quise. Cuando regresé a Santiago ya estaba casada, no con el ideal de hombre que ella se había planteado, pero no estaba mal. Yo seguí subiendo al cerro recordando y esperando su separación. Allí me enteré que tuvo su primer hijo y luego el segundo. Un día la vi caminando por Miraflores sosteniendo su pesada barriga producto del tercer embarazo. No me cupo la menor duda que era feliz. Me sentí derrotado. Maldije el tiempo que perdí. Con las manos sudorosas sosteniéndome el estomago bajé cabizbajo el cerro por última vez.

Fin


Comentario: Con este cuento corto participé en el concurso Metro 2006 "Santiago en 100 palabras"

viernes, 17 de julio de 2009

“El sueño que se esfumó con el mar”

"El sueño que se esfumó con el mar”

“Quién se iba a imaginar que después de tantos años”.... Así se propagaba raudo por el aire húmedo del Caribe este bolero cadencioso, a través de los altos parlantes que flanqueaban el área de la piscina y la cancha de tenis. Delma sonríe porque de repente alguna similitud con su propia vida ha encontrado en esta letra. Se ajusta el pareo azul con vetas verdosas que la hace parecerse al mar apacible que tiene detrás. Ella con Manuel pasan por el bar para pedir unos tragos. Unos canadienses beben en silencio y despacio mientras que, con sus miradas fijas en las gaviotas que revoletean alrededor, arman sus propios crucigramas. Lo mismo hacen otros tantos que en minúsculos trajes de baño, si así se puede llamar a sus sencillos y apretados taparrabos, están a medio despertar. ¿Tomarán para renovarse u olvidar?. Singular combinación de actividades, efectos calmantes y a la vez energizantes componen el lugar. No importa que sea tan temprano, o que apenas hayan desayunado; en un “todo incluido” hay que aprovechar la oportunidad. Se empieza con una Piña Colada para no desentonar, y luego viene el Daiquiri, el Mojito y el infaltable e infatigable Cuba Libre. Manuel lleno de gestos conversa con el barman en encendido diálogo sobre voluntad hidráulica, mesas redondas, batallas de ideas, y de otros temas que Delma apenas logra descifrar. Los cubanos, con altos decibeles, conversan de esto y de lo otro y del Más Allá, porque temas no les faltan y cuando se agotan, sencillamente se ponen a cantar. A Manuel, de vuelta en su paraíso terrenal, no le ha costado en lo absoluto hacerse de amigos con los que charla tratando de filtrar las verdaderas intenciones tras los diálogos furtivos llenos de aparente confianza y optimismo.

La mañana está avanzando. Delma se acomoda apacible, en una de las tantas hamacas rojas, bajo las sombrillas con vista al mar. De repente los boleros son sustituidos por una bullanguera afinada de maracas y bongó. Manuel se acerca con los traguitos y un movimiento ligero de pies ansiosos por bailar. En la tarima empieza un show mañanero para despabilar a los trasnochados que aún no encuentran su rumbo en este ir y venir de turistas atontados. En el estrado hay tantas sonrisas amables y espontáneas como negritos sandungueros atiborran el lugar. Los tambores irremediablemente repican mejor mientras más los castiga el sol. Contemplando una barca que llega a la orilla de la playa y luego se aleja, Delma se entusiasma en bucear. Es un sueño de antaño que quiere realizar. Esta vez no podrá resistirse a la tentación, quiere experimentar el silencio rotundo bajo el mar, escudriñar la barrera coralina de la que tanto ha escuchado en estos cuatro días que llevan en la paradisíaca isla. Manuel la alienta para que se inscriba en los paseos que ofrece el hotel. Coincidentemente se acercan tres jóvenes que forman parte del team de entrenamiento y animación. Diligentes, locuaces y coquetos como cualquier cubano, concretan para el día siguiente la primera clase práctica a bordo del catamarán. Delma delira de emoción y ya se ve cursando el océano, conversando, allá abajo, con la colorida y exótica fauna marina.

En la noche, después de cenar, vuelven a coincidir con los muchachos y sus respectivas parejas, unas rubias oxigenadas de carnes apretadas que ansiosas hablan sin parar. ¡Bendita novedad!. Se siguen sumando jóvenes que en lugar de bailar prefieren conversar, pero a diferencia de otros encuentros, se notan alterados como si las cosas para ellos comenzaran a suceder rápidamente, a un ritmo al que no están acostumbrados en este recinto de paz y armonía. La tensión emocional es muy fuerte. Agobiados o maltratados por el trajín del día se retiran temprano a descansar. Lo mismo hacen Delma y Manuel porque habrá que madrugar.

Al día siguiente, amanece para Delma mucho más temprano. Se prepara como para un ritual. Ansiosa arma su bolsa, donde lleva bloqueador, traje de baño, lentes de sol y la cámara fotográfica digital que recién está aprendiendo a usar. Independientemente de que Manuel no la acompañará en la aventura, bajan juntos a desayunar. Curiosamente desde la terraza se divisa un grupo de policías que rastrean el lugar, las camareras se mueven en silencio sin chistar. Se respira un aire enrarecido. Lo mismo ocurre en el restaurante donde la ausencia de gran parte del personal es notable. A través de los vidrios ven pasar a otros guardias que van camino a las dependencias que ocupan los trabajadores. Delma y Manuel se miran y tratan de comunicarse sin que medien palabras. “No cabe duda que algo extraño ha ocurrido acá ”- piensa Delma, pero lo que no sabe aún es que sus amigos cubanos, con los que compartió anoche, estuvieron navegando desde entrada la madrugada en “su catamarán” rumbo a otro lejano lugar y que su sueño se ha esfumado con el mar.


FIN

domingo, 14 de junio de 2009

“Baúl con memoria”


“Baúl con memoria”


Mi entrañable baúl, con magnetismo y expreso enamoramiento, rescata y refresca la memoria, acercándome a los afectos del pasado, entendiendo definitivamente las confusiones y desazones del ayer, dando paso al presente agradecido y concreto. Hoy, me ofrece una carta que nunca llegué a terminar ni enviar porque alguna otra cosa pasó a ser entonces más importante. De estas y otras historias se enteraba mi esposa por correo o a través de sus intempestivas llamadas que podían pillarme en cualquier parte de la isla, porque a pesar de las dificultades propias de ese sistema que torna las cosas simples en complejas, ella se mantenía constante y no cejaba hasta lograr su objetivo, hablarme.

Dice así:

Otro día más. Recuerdo haberme quedado dormido anoche mientras escuchaba a lo lejos a una locutora de televisión anunciando el cumplimiento y sobre cumplimiento de los planes de recolección de frutas y verduras. La incertidumbre no se disipó con tantas buenas cifras, porque igual seguí pensando hasta después de cerrar completamente los ojos si al día siguiente tendríamos corriente eléctrica.

Cuando sonó el despertador a las seis, con el suceso de lo imprevisto, gocé de alegría y alboroté la casa entera dando órdenes: “Despierten que hay luz, pongan el calentador, aprovechen y dejen el arroz de la tarde cocido”.

Hoy he podido afeitarme con la máquina eléctrica que me regaló mi madre el día de mi cumpleaños, artículo que llegó a ella, también como regalo, fruto del esfuerzo desplegado en tantos campos de cañas durante sus innumerables y eternos trabajos voluntarios. Me pude bañar con agua caliente sin necesidad de hervir el agua. Me ahorré el ejercicio de tener que verterla en el cubito oxidado y entretenerme sacando de vez en vez con una latica de carne rusa el agua que ha de correr por mi cuerpo, buscando el cañito y por allí de tubería en tubería sigue su cauce hasta desembocar allá abajo en la playa. Eso somos, agua corriendo por un tubo que busca la salida al mar anchuroso.

Mientras me duchaba, mi madre pudo planchar la camisa y alisar los pliegues del pantalón. Todas y cada una de estas operaciones las hicimos con mucha parsimonia como queriendo disfrutar el momento, sin importar que al cabrón que sube y baja la palanca, que permite el suministro de energía, se le ocurra dejarnos nuevamente a oscuras.
Se escuchaban las voces de muchos vecinos que en lugar de los otrora cantos de gallos pregonaban el bienestar pasajero “ Hay luz”. El alboroto había alcanzado a toda la fauna del vecindario y la rodeaba con un aura de beneplácito y candor.

Me senté a desayunar una taza de infusión de naranja y unos trocitos de pan que mi madre había cortado con exactitud espantosa en beneficio de la buena planificación. Al frente del plato que contenía los ochenta gramos de pan que recibimos ayer por tarjeta descansaban tres dulceras con almíbares de esos que sólo María Rabassa sabe cocer; uno de canela, otro de clavo de olor y el tercero de limón. Un verdadero lujo para estos tiempos de escasez y restricciones.

Antes de que aparecieran los primeros rayos de sol, planchado y almidonado como a mi madre le gusta verme, salí a la calle. “Hoy será un día diferente”- me dijo el presidente del Comité de Defensa de la Revolución al pasar por su lado. Había sacado la chapeadora eléctrica y se disponía con aire de triunfo a dejar pelado el césped. Me molestó el exceso de optimismo reinante. En las esquinas miserables de este barrio se reunían los sonidos de cientos de radios que desembocaban en un gran y único ruido. A nadie le interesaba escuchar una emisora específica, estaban haciendo valer un derecho, el de poder escuchar cualquier cosa. Escuchar y escuchar en este mundo obligado al silencio.

Josefa, desde un balcón, en bata de casa, si es así se le puede llamar al batilongo lleno de huecos y remiendos que llevaba puesto, gritaba: - “Coño, caballeros, esto si es grande. Ahora que hay luz, no tengo ni un puñetero bombillo bueno en toda la casa para regocijarme”. En el barrio todos le perdonan sus chifladuras justificándola por tratarse de una excéntrica. ¿Excentricidades será lo mismo que necesidades?

Me topé con Javier, el guía que conociste en el hotel y del cual te he hablado en varias ocasiones porque hemos sido compañeros de trabajo desde que ingresé a la compañía de turismo. Con él aprendí el oficio de guiar y el arte de encantar al cliente, posteriormente coincidimos en Leningrado durante una larga temporada.

Javier está feliz con la bicicleta que le otorgaron en el trabajo. Tan feliz que no le cabe un alpiste en el culo -palabras de mi madre. Acaba de regresar de Moscú después de haber cumplido exitosamente la labor, que ha desempeñado durante cuatro años consecutivos. A penas llegó, en lugar de un auto le entregaron una bicicleta china pero él no se amilana. Se ve que han cambiado los tiempos. Dice que es mejor así porque no tiene que pensar en gastar plata en gasolina, le sirve para bajar de peso porque ha llegado con varios kilos de más y se quita de encima la preocupación de conseguir un garaje para guardar el carro en caso que lo tuviese. Este artefacto definitivamente es más práctico.

La bicicleta que originalmente está pensada para una persona, se ha convertido en la carroza familiar de Javier. Con mucho ingenio fabricó un asiento delante para la hija, la mujer va acomodada en un mullido cojín sobre la parrilla, sujeta a su cintura. Y en una mochila porta bebé lleva al segundo hijo que es bien pequeñito. Se les ve de un lado para otro acarreando javas y cosas. Mientras más engorda ella, más enflaquece él, quien sigue siendo símbolo estoico de optimismo y simpleza.

A pesar de las dificultades para desarrollar sus proyectos logra sacarlos de alguna manera adelante. Su energía está hoy día centrada en los asuntos laborales, lo mismo hacía en la Unión soviética donde destacó por su entrega incondicional y su buen servicio. Cierta situación desagradable lo involucró con un miembro importante de la embajada de Moscú, quien estuvo a punto de destruir su carrera, pero él pudo más y apareció al cabo del tiempo en Leningrado y Kiev respectivamente a pesar de la amenazas. “Toda decisión siempre produce movimientos” -me decía. Comenzó una etapa de profunda transformación aunque me contaba que llevaba consigo ciertos lazos emocionales del pasado con los que no había podido cortar de raíz. En Leningrado se exigía mucho física y mentalmente y según mi punto de vista gastaba mucho tiempo preocupándose en asuntos que no tenían mayor importancia. Pero Javier para mi fue siempre un ejemplo, persona sana, confiable, optimista, que expresaba con sinceridad sus sentimientos. Todo lo que se propone, lo logra cumplir con ese marcado optimismo que hoy también derrocha a mi encuentro. Quiso detenerse a conversar pero yo con un ademán no los detuve, para evitar que perdieran el equilibrio y el entusiasmo mañanero.

Más adelante, ya estaba sentado frente a su portal el profesor de marxismo leninismo quien debido a tanta lluvia y trueno político de los últimos tiempos ha perdido su empleo. Se ha conseguido, con mucho esmero y dedicación, una patente en el municipio para vender todos los libros que atesoró a lo largo de su carrera y durante los incontables viajes de superación que realizó a Moscú en sus años mozos. Los libros están empolvados unos, arrugados otros, pero al fin y al cabo, buenos. Alcancé a ver de reojo algunos títulos de Mao Tse Tung, de economía socialista y las otrora famosas revistas Sputnik, una copia oriental de las revistas novedades norteamericanas que mi abuelo Manuel Rodríguez Pérez, conservaba desde el cincuenta. No es que tenga yo tan buena vista, solo que los materiales me son muy familiares. También yo coleccioné los números de la revista Sputnik hasta que el Partido reconoció que ya no eran tan buenos y que su contenido distaba del fervor revolucionario propio de nuestros tiempos. De repente desaparecieron de los estanquillos y coleccionarlas ya no es bien visto.

Llegué a la parada y calculé que, como cada mañana desde hace más de tres años tendría que esperar muchísimo por las guaguas que no están y los camellos que no se ven y cuando lograra encaramarme a uno, mi camisa dejaría de ser blanca, nadie creería que fue planchada con esmero por mi madre, quien aprovechó conscientemente la hora de corriente eléctrica que nos regaló el gobierno.

Después de una buena espera, logré subirme a un camión. Al bajar corroboré con mucha tristeza, que había quedado totalmente ajado con el roce agresivo y tempranero de esta inmensa ciudad siempre llena de luz.

La Habana
1994


Comentario: Cuento editado en Santiago de Chile en el 2009

viernes, 1 de mayo de 2009

"Лебединая верность"






"Лебединая верность"




Над землей летели лебеди
Солнечным днем.
Было им светло и радостно
В небе вдвоем,
И земля казалась ласковой
Им в этот миг.
Вдруг по птицам кто-то выстрелил,
И вырвался крик:
Что с тобой, моя любимая?
Отзовись скорей.
Без любви твоей
Небо все грустней.
Где же ты, моя любимая?
Возвратись скорей,
Красотой своею нежной
Сердце мне согрей.
В небесах искал подругу он,
Звал из гнезда,
Но молчанием ответила
Птице беда.
Улететь в края далекие
Лебедь не смог,
Потеряв подругу верную,
Он стал одинок.
Ты прости меня, любимая,
За чужое зло,Что мое крыло
Счастье не спасло.
Ты прости меня, любимая,
Что весенним днем
В небе голубом, как прежде,
Нам не быть вдвоем.
И была непоправимою
Эта беда,
Что с любимою не встретится
Он никогда.
Лебедь вновь поднялся к облаку,
Песню прервал.
И, сложив бесстрашно крылья,
На землю упал.
Я хочу, чтоб жили лебеди,
И от белых стай,
И от белых стай
Мир добрее стал.
Пусть летят по небу лебеди
Над землей моей,
Над судьбой моей летите
В светлый мир людей

.......

martes, 14 de abril de 2009

“El que quiera celeste, que le cueste”



“El que quiera celeste, que le cueste”


Esto que te voy a contar, ocurrió un año antes de que el partido comunista anunciara la despenalización del dólar. Para aquellos que no vivieron esta época, comentémosles que desde el triunfo revolucionario del 1959 estuvo penalizada la tenencia de divisas extranjeras con multas en pesos cubanos o presidio en dependencia de la cantidad decomisada. Pero esta política era aplicada solo a las masas y no a la nomenclatura política quien desde siempre disfrutó de ciertos privilegios y garantías para comprar en tiendas especiales. Las medidas del periodo especial apretaban pero la desigualdad solo se veía entre los cuadros del partido de alto rango y el proletariado. Cuántas veces compartíamos en la universidad con los hijos de gente importante, que nos sorprendían con perfume que no venían precisamente del campo socialista, llevaban de merienda bocaditos de jamón y queso y vestían pitusas de marcas estadounidenses, sus vacaciones por supuesto eran en Varadero y para los más pudientes en el extranjero, acompañando a papá en alguna supuesta misión importante.
Fue entonces cuando esa picazón de consumista material comenzó a invadirme. Mi idea era noble. Ya no bastaba proveer a mi madre de mantequilla y panecillos frescos conseguidos en los hoteles, quería llenarla de alegría mayor y colmar sus ratos de óseos con algo que ella realmente disfrutara. Me apenaba que no pudiera compartir con los míos aquellos beneficios que yo gozaba como guía durante mis giras y estadías en los hoteles. Había llegado el momento de regalarle a esta mujer extraordinaria un televisor a color de última generación. En casa teníamos un equipo ruso en blanco y negro de la década del setenta, esos que debían prenderse media hora antes para lograr que se calentaran de a poquitico para que la imagen fuera ligeramente nítida. La tele ya no daba para más, muchos habían sido los arreglos infructuosos. Para mi madre era un trofeo de lucha. Nos recordaba que era fruto, igual que el refrigerador ruso y el primer reloj de pulsera que me regaló cuando cumplí dieciocho, de su sacrificio en la zafra azucarera. Por tal motivo no podía tirar por la ventana su pasado. Muchos bonos al deber cumplido tuvo ella que reunir para ser acreedora de aquel aparato ya obsoleto, pero igualmente importante. En él se resumía mucha historia. Durante los largos períodos de corte de luz por falta del preciado combustible que nos llegaba tarde mal y nunca de la Unión Soviética, no quedaba nada más que sentarse delante del triste aparato y escuchar a mi madre contar sus anécdotas agramontinas, sus tribulaciones por los campos camagüeyanos, de campamento en campamento organizando y llevando en alto la consigna comunista. La federación de mujeres cubanas imprimió desde el comienzo un sello particular a las labores de campo y mi madre al igual que muchas tenía que demostrar que estaba liberada de trabas y cadenas y que su aporte era más que necesario. Entiéndase que nunca hizo algo pensando en recompensa alguna, pero si gustaba recalcar que gracias a la revolución tenía estos objetos.
Poco a poco fui lacerando su espíritu de sacrificio y le comenté que ya era tiempo de cambiar de equipo. Yo me encargaría de los pormenores y sólo le pedía que no reprochase mi actitud consumista. Con mi esfuerzo traducido en propinas y comisiones reuniría la suma correspondiente para comprarle un aparato capitalista a todo color y con más vida. Gracias a Dios este fue un período muy bondadoso. Por cada turista que llevábamos a la Maisón, una casa de modas en el elegante barrio de Miramar, recibíamos una buena comisión. Lo mismo ocurría con los paseos que organizábamos en yate en la península de Varadero. Estas dos actividades aunque no del todo legal, eran conocidas por medio mundo, pero como no resultaba peligro alguno sino entrada de más clientes y divisas, se fomentaban en pleno silencio.

Así fue creciendo mi bolsita de dinero ilícito que guardaba con recelo debajo del colchón de mi cama. Entre más plata recolectaba más grande se hacía el susto. Con los cuatrocientos dólares que costaba el televisor bien podrían meterme en la cárcel por largo tiempo. Cuando hube reunido la cantidad necesaria, empezó la segunda fase de la odisea. ¿Cómo hacer posible la compra? Como ciudadano común, no podía comprar en tiendas “INTUR”, especializadas en artículos electrodomésticos para extranjeros y altos funcionarios. Utilizar a algún turista, lo había descartado, pues no era muy lógico que un ruso, que venía a un viaje de placer, adquiriese cosas tan grandes. Ellos solo podían ayudar en aquellas ocasiones en que sin apuntar con el dedo les comentaba en su lengua lo que debían comprarme y siempre eran artículos de aseo o pan de molde y mantequilla, cosas sin importancia como decían las cajeras intuyendo que la mercancía no era para el turista sino para el guía. Pero Dios es grande y me puso en el camino a un pariente que estaba vinculado con el gobierno y que por ser proveedor de las tiendas especiales conocía gran parte del personal de venta de la entonces famosa tienda Cubalse de Quinta y Cuarenta y dos. Conocía sus debilidades así como la intransigencia del administrador quien no vacilaría en entregar a su madre a la justicia si la pillaba con un dólar, apelando a la lealtad al Partido y al gobierno. Yo seguí buscando otras alternativas hasta que una mañana me sorprendió mi pariente con una llamada telefónica de carácter urgente:
-Manolito, tienes que ir inmediatamente a Quinta y Cuarenta y dos, y contactar a la secretaria del administrador. Ella está al tanto de todo y te estará esperando. Recuerda que el tipo es tremendo hijo de puta así que cíñete a lo que ella te diga. Lleva el dinero en un sobre de carta y no exijas factura.
Sólo alcancé a preguntar:
-¿Y si el tipo está allí?
-Olvídate de ese comemierda. El anda para un reunión del Partido que le va a tomar la mañana entera, pero sal ahorita mismo.
No habló más y cortó. Yo le conté a mi madre y le pedí que orara por mí. Salí como un rayo y el trayecto entre mi casa y la tienda, unas treinta cuadras, lo hice a pie, no quería perder tiempo en la parada esperando por una guagua que podría tardar bien un par de horas. Caminaba o trotaba, ya no recuerdo pero si guardo la sensación de susto que entonces me embargaba. Había llegado el momento esperado pero no sabía a ciencias ciertas cómo se iba a dar la situación.
A penas llegué a la tienda me contacté con la señora Elsa quien me estaba esperando. Me atendió muy bien y me hizo saber que aunque aquello la comprometía era un gesto de gratitud para con mi pariente. Nunca supe el por qué. Con mucha naturalidad escogimos el equipo y lo hizo revisar por un técnico. Una vez comprobado el funcionamiento y revisado cada detalle minuciosamente, encargó a un joven dejarlo empacado junto a la caja de pago. Yo le tendí el sobre que ella guardó sin contar, confiada de que era lo justo, y aparte le entregué diez dólares en calidad de propina por su acción. En ese momento entró el administrador malhumorado porque la reunión la habían cancelado y el había tenido que atravesar en su lada media Habana, con lo cara que estaba la gasolina. Se notaba que buscaba en quien descargar su ira.
Elsa me dijo: -Vete inmediatamente y regresa por la caja más tarde. Mi jefe acostumbra a salir a merendar a las doce al hotel Tritón. Ven para esa hora. Dame el nombre de algún amigo extranjero para hacer la factura a su nombre. No se te ocurra sacar la mercancía en taxi de turismo. Respecto al nombre, se me ocurrió entregarle el de una amiga andaluza quien con frecuencia nos enviaba remesas y conocía al dedillo nuestras calamidades.
Salí de allí pensando cómo hacer para conseguir un carro y trasladar el televisor. Por otro lado me preguntaba:-¿esta mujer me querrá joder?, ¿Cómo y ante quién corroboraré que ya le entregué el dinero? A dos cuadras de haber caminado me acordé de un amigo cuyo padre conducía un sidecar y que siempre para la hora del almuerzo estaba en casa. Luis le manejaba a un alto oficial del ejercito quien gustaba disfrutar de las delicias culinarias de una de las tantas queridas que tenía y luego se tomaba el tiempo para recostarse a dormir siestas con esa mulata de carnes firmes. Como la distancia entre la casa de la mulata y la de mi amigo era corta, su padre se balanceaba en el portal esperando la señal del jefe para llevarle de vuelta a la oficina. El tiempo era suficiente como para merendar algo y fumarse un rico habano. Mi amigo se sumó a mi angustia y conversó con su padre, creo que más que conversar algo le obligó atendiendo a nuestra amistad y a los tantos habanos que yo le había regalado. El viejo refunfuñó y me dijo que esa gracia me iba a costar una botella de Vodka y un par de tabacos, uno para él y otro para su jefe para cuando este le preguntara en que había gastado la gasolina. “El condenado siempre se fija en el kilometraje y más de una vez me ha dicho que me paga por descansar tres horas y no para andar por media Habana resolviendo”-me dijo.
Partimos raudo a la tienda. Se suponía que ya el administrador para esa hora estaba deleitándose de un rico almuerzo en la cafetería del Hotel Tritón. Cuando entré al salón de ventas Elsa me interceptó:
- Tu caja ya esta lista, la factura va dentro. Cuídalo como tus ojos, porque si se rompe no hay como devolverlo. Yo le mostré el Sidecar que se divisaba tras la vidriera a unos cincuenta metros. Ella sin que mediaran más palabras le dijo a otro joven:
- Muchacho, acompaña a Manolito hasta el sidecar del coronel y cuida que no se estropeé la mercancía.
Sin más comentarios y con una corta despedida salimos a la calle. Instalado el equipo, nos dirigimos a casa. El nudo en la garganta no me dejaba expresar agradecimiento alguno, solo sabía que desde ese momento debía una botella de vodka y dos habanos. Para remate a llegar a mi cuadra estaba el presidente del Comité de Defensa de la Revolución, sentado como de costumbre en su portal, al tanto de cualquier movimiento que pusiera en peligro la integridad del socialismo y los buenos hábitos de conducta ciudadana. Aunque yo gozaba de buena reputación, cumpliendo con las tareas cederistas y los deberes del buen revolucionario, igual no me sentía muy cómodo con su mirada. Su observación me dejó perplejo:
-¡Vaya que estamos prosperando!.
Mi sonrisa fue tímida y no alcancé a responder. En la tarde le comenté que había recibido un regalo de España, que se trataba de un televisor a color que era una maravilla, y que quería compartir con él la alegría. Me respondió:- No sabes lo que me gustaría ver a Fidel en colores.
- No te va a costar, porque siempre está en la tele. Desde ya estas invitado a pasar por casa cuando gustes.
Esa misma noche, a las veinte horas, estaba en el umbral de la casa. Compartimos unas palabras agradables y a mi madre la colmó con elogios sobre mí. "Mira como quieren a tu hijo y no sólo en el barrio-decía con ingenuidad- hasta los extranjeros valoran su actitud y lo premian por su conducta".
Cuando comenzó el noticiero de televisión apareció la figura del comandante en jefe Fidel:"Tenemos que demostrar al imperialismo que estamos rodeados de hijos inteligentes, llenos de sabiduría popular. Nuestra patria gana mucho con el ingenio de nuestros jóvenes. Yo estoy orgulloso de ellos".
Y entonces se fue la luz.
FIN
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martes, 10 de marzo de 2009

"Cuando el viento cambia el rumbo del velero"


Cuando el viento cambia el rumbo del velero.

Hilda es la menor de seis hermanas. Ella y dos más trabajan en el Combinado Pesquero, la fábrica procesadora de mariscos y el frigorífico junto al espigón del muelle mayor Santacruceño. Las tres están casadas, por tanto llevan sus propias vidas llenas de sueños y tribulaciones, encantos que comparten cada mañana frente a los casilleros mientras cambian sus indumentarias. La armazón de concreto que tienen por puesto de trabajo y las largas jornadas, las une durante gran parte del día. Están todas felices por la suerte que tuvieron al escoger sus maridos; todas menos Hilda, que disfraza su infelicidad, para no dañar a sus hermanas, con historias largas e incomprensibles.

Ahora de noche tumbada en la cama se da cuenta que ya es tarde para contarles, pero sabrán perdonarla. Algo nuevo ocupaba sus pensamientos, algo muy importante rondaba su cabeza y aunque al parecer dormitaba, no había hecho más que revolverse en la almohada sudorosa y húmeda, tejiendo futuro y distancia.
“Esta lloviendo a cántaros y eso que meteorología había prometido calma“-se da vuelta en la cama- “Mejor es guiarse por el olfato de los pescadores, ellos si saben de quietud y diluvios“.
La humedad reinante y los treinta y ocho grados de calor a esta hora de la madrugada obligan a descubrir totalmente los cuerpos en busca de alguna tierna brisa. El mosquitero deja traslucir los destellos de tantos rayos y relámpagos. Esta noche se le viene encima el resumen local y global de su existencia cuyo desenlace involucrará a muchos de los seres queridos. Las imágenes no la dejan pegar los ojos y aunque todo se le enreda hay algo que tiene muy claro. La relación con su marido se ha tornado demasiado compleja, crucial, y por tanto ha dejado de ser definitivamente importante.

Los vecinos de al lado todavía juegan dominó. Hilda sabe que hay electricidad porque escuchan la radio a todo volumen, como si fuesen las doce del día. Aprovecha este instante para desviar la atención y procurar quedarse dormida. ”Mañana será un día difícil y tengo que estar bien lúcida”. La algarabía continua tras la pared justo en la cabecera de su cama; cuando los vecinos dejan de gritar y cesa un poco el entusiasmo se escucha una canción “Creo que no es vida esta que yo vivo”. Hilda aguza el oído y siente un retorcijón de estómago. “Ay Pablito, cómo se te ocurre cantar estas cosas justo ahora. Prefiero contentarme con los sapos y ranas del jardín. Melodía sin letra, eso es lo que necesito“. Las paredes y repisas se le han hecho chicas porque deambulan apretadas las páginas y el recuerdo de aquellos años felices, diez o más, o quien sabe si menos o, ¿a lo mejor nunca llegaron a ser tan buenos?.

Desde hace un tiempo a la fecha se ha dado cuenta que su marido ya no es el mismo que conoció, él no podía seguirle los pasos. Víctor Manuel, sumido en los asuntos de la oficina allá en el Astillero descuidó de su joven mujer. Los veinte años que siempre tuvo de más ahora se hacían notar con demasiado evidencia y pasó a ser, en lugar de marido, un tierno abuelo, cálido, intelectual, discreto. Se sucedieron crisis que sólo ellos conocieron, sin contarles a los demás para evitar que otros intervinieran, para eludir cualquier cuestionamiento.

Hilda con todo el entusiasmo revolucionario, con tantas ideas nuevas en la cabeza y tanto embrollo feminista no dudo en actuar en su favor cuando el corazón dejó de sentir, porque ella seguía siendo joven, romántica, conquistadora, seductora por excelencia. En las noches se despertaba con colores en la cabeza pero sin motivos en el cuerpo. Al lado yacía otra persona, un ser más gordo, más viejo, más deteriorado, inerte, desnudo, sin atractivo alguno. Nada, absolutamente nada despertaba su apetito sexual. “Se nos murió la vida” se decía para sí misma enjuagando las lágrimas sobre la almohada.

Es obvio que la cuesta no se puede subir con una rueda ponchada, se necesitan ambas ruedas, la delantera y la trasera, ambas en buenas condiciones, de lo contrario no hay marcha. Esto de retener, encantar y aguantar ya no le va a Hilda quien se ha apagado en el intento y cuando la fuerza de Cupido la llame su corazón palpitará de lleno pero por otro, eso lo tiene claro.
Hilda ha escuchado que la infidelidad es una experiencia agotadora. Se describe groseramente como un acto salvaje y desproporcionado pero es un hecho donde participan más que dos, con sus razones, sus culpas y sus sueños. ¿Pero quién fue el tercero en su caso?

Recuerda días atrás cuando conoció a aquel joven camionero en el andén de carga de la fábrica. Primero descubrió su mirada que la manoseaba con deseo a través del espejo retrovisor, luego cuando él se bajó del camión, Hilda entendió que estaba ante la presencia de un macho, de esos que revuelven la sangre y encandilan la vista a distancia. No hubo palabras porque ella enmudeció y hasta se le quemó la palma de la mano cuando olvidó soltar el trozo de hielo que asía con fuerzas de puro nervio.

El joven del camión la despertó y la hizo sentir viva, aunque no le habló en ese instante, la llenó de fantasías. Los bríos de sus ríos internos pedían más que afecto y se desbordaban con esa fuerza propia de una mujer que busca sexo lleno de luna y sol. Dos o tres breves encuentros tras los carros repletos de pescado y hielo la hechizaron.

“Ha llegado la oportunidad de refrescar mi corazón con este tempestivo romance”, no ha dudado en pensar. Ella es una exploradora del mundo y en Felipe, nombre que conocerá posteriormente ha visto una oportunidad magnífica, con él y para él podría extrapolarse, soltar las amarras y lanzarse a toda marcha por una vía nueva.

Sin reflexiones mayores, sin importar el desenlace, sin dedicar mucho espacio a sus retoños porque está pendiente del presente continuo, del instante que la hará feliz, se ha propuesto continuar con esta locura. Se ha cansado de ser la mujer perfecta porque cada contacto le exigía más y más. Ella se ha dado el lujo de permitirse pequeñas manchas porque ya no cree en esa frase aprendida de memoria en los círculos de mujeres “Sólo en el equilibrio está la virtud”. Justo por querer mantener esa equidad se ha adentrado desde hace mucho en la rutina y se salió del triángulo virtuoso tratando de ser siempre la misma mujer consciente y competente. Cayó sin darse cuenta en la mediocridad de la palabra “Rutina sin T” que es la ruina de todo ser, se apagó por tanto la emoción y la motivación que antes le acompañaba. Ya no se cree “la caña de España” versátil, permanentemente condicionada para actuar bien, “que esta vida, coño, es más que planchar, cocinar y fingir“.

Ya se da cuenta que el trabajo de poco le sirve, ha aterrizado y ha encontrado el norte nuevamente. Fueron breves sus diálogos con este joven, luego varios roces y algunos paréntesis más encendidos. Confía plenamente en las ofertas tentadoras del camionero, que no ha prometido más que amor, no ha buscado consejos ni en amigos ni en las hermanas porque la podrían malinterpretar y sepultar. Sabe que esta relación traerá un enfrentamiento obligatorio con sus parientes cercanos, un grado de resistencia a tolerar lo inadecuado según sus patrones de vida y las huellas que siguen estos lugareños, por eso prefiere bajar el ritmo eufórico y callar hasta que la distancia y el tiempo fortalezcan sus necesidades y decisiones. Hilda ha innovando eventos inesperados y transformadores porque evidentemente según su punto de vista y las circunstancias no se puede ser libre sin huir. Siente que ha recuperado el control sobre su vida. Antes mintió como pudo, para salvarse y triunfar, ahora rehará su vida a su antojo.

Porque ese hombre se ha convertido en el macho que despierta su fervor femenino, joven y galopante, y se le ha olvidado la dignidad. Esa palabra que comparten otros porque ella entiende por dignidad ser feliz y vivir a plenitud su cuerpo y sus placeres, disfrutar su ser con carne fresca y dura, ardiente y soberana.
Entre uno y otro pensamiento ha escampado y la aurora se aproxima. Se levanta ligera de la cama sin mirar al lado para que la realidad no le devuelva el espanto. Toma una ducha ligera, deja dispuesta la mesa para el desayuno y sale como de costumbre rumbo al Combinado.

A las siete y pico, cuando la sirena empieza a sonar, Hilda llega a la fábrica con su inusual desplante. Lleva blusa estampada con colores fuertes como ella misma, pantalón ajustado a la cintura y ceñido a los glúteos para enmarcar sus contornos bien definidos. Las zapatillas que luego cambiará por botas proletarias la hacen andar más ligera. Va sensualmente maquillada para espantar de su rostro el suplicio de la madrugada y el desvelo. Con la hoja de albahaca que se ha colocado en el lado superior de la oreja izquierda se siente más protegida, la Comisión Vencedora Africana está de su lado, de lo contrario mucho tiempo atrás, la hubiese desviado del tema en el que hoy se encuentra involucrada. En toda ella predomina el verde, ropa, zapatos, adornos y no por casualidad sino porque con él se asía a la esperanza.
Las hermanas mientras visten sus atuendos de mortales obreras intercambian palabras. Hoy la han notado más despierta y comunicativa y más tarde aunque están a casi cincuenta metros de distancia divididas por una larga estera que se desplaza lentamente al igual que la vida de este pueblo, se le ha oído reír y cantar toda la mañana. De repente ensimismadas en el ruido de las máquinas dejaron de escuchar su risa y chistes pero sin intuir que sería para siempre.
El ejército de mujeres que trabajaba en el combinado no sospechaba remotamente de sus ideas preconcebidas durante esa larga noche mientras el agua azotaba al pueblo y la tormenta amenazaba con hundir algunos veleros.

El encanto del pueblo se rompió de repente al notar su ausencia. El aire se fue enviciando con el transcurso de las horas, no hubo tiempo para merendar ni para darse un chapuzón en la playa en esta tarde calurosa de Mayo. Todo Santa Cruz se ha volcado a las calles, no sólo las mujeres, que son muchas, también los pescadores que por única vez han dejado tiradas sus redes y amarras para lanzarse a la búsqueda.

Han ido a la Capitanía en busca de ayuda pero el único carro patrulla está de recorrido por otras zonas. El único lugar que ha quedado excluido de propuesta ha sido la pequeña iglesia de madera, aquella que fue escenario de tantas bodas, bautizos y velorios hasta que la revolución, tolerante al principio pero implacable después, con los nuevos vientos de comunismo científico y ateísmo estatal hizo espantar al cura del lugar junto con sus feligreses. Alguien igual se ha acercado atravesando la maleza y desafiando a los “comecandela”, quienes desde que el Comandante advirtió que la religión es el opio de los pueblos no se han atrevido a cruzar la cerca de madera. Un anciano ha mirado por las ranuras desvencijadas pero no ha visto más que polvo, bancos vacíos y al final, coronando el altar, un Cristo sombrío y solitario. Se persigna sin que los de allá atrás lo noten y grita con todo su aliento “No hay nadie”.
La tropa continúa en la misma dirección, compacta con el marido de Hilda a la cabeza, pero con rumbo indeciso hasta que alguien propone “A la escuela, vayamos a la escuela” No es necesario hacer el trayecto porque ya alguien que se ha adelantado, viene de vuelta con la noticia.
“Que se ha llevado a las niñas hace como una hora“
“Entonces busquemos en la casa”
Todos se dan vuelta y corriendo por la playa van en dirección a la casa. Víctor Manuel apenas se arrastra y los de adelante que no están dispuestos a esperar por el viejo, tiran de un golpe la puerta abajo. Se suman sus hermanas quienes intentan descubrir algún desorden. Todo está en su lugar, con la disposición metódica de las cosas como es su costumbre, “a lo mejor la respuesta este en el clóset”. El vacío absoluto del mueble entrega la señal definitiva. Se ha marchado.
El marido no necesita constatar y como no tiene fuerza para mirar de frente a los hombres se deja caer en el sillón del portal con la vista fija en el mar, tratando de descubrir, para olvidar, por qué el viento le cambia el rumbo a los veleros allá en lontananza.

Y mientras allá en la playa los otros comentan y sacan sus propias conclusiones, Hilda cruza el puente, el mismo que tantas otras veces ha dejado incomunicado a tantas familias de este pueblo en tiempos de ciclones y temporales.

A pesar de la lluvia de anoche el agua fluye quizás un poco más rápido pero igual transparente, sin sobrepasar el límite normal. El torrente sin mucho ruido va camino a la desembocadura para derramar su libertad en las aguas saladas del litoral.
A Hilda el puente coronado con tantos hierros de antaño cubiertos por la herrumbre propia del deterioro y la falta de mantenimiento municipal, le parece más grande y alto y no hará el menor esfuerzo por mirar hacia atrás. Sabe que si lo hace no sólo distinguirá a lo lejos el tanque rojo que provee de agua al pueblo, verá también toda su vida fragmentada y eso es justo lo que no quiere. De aquí en adelante comienza una nueva vida. Felipe sintoniza la radio y la voz cálida de Pablito se deja escuchar “dime que ya eres libre como el viento.........” Hilda Trata de tararear las pocas estrofas que conoce. Se levanta su espíritu. Con una mano ciñe fuerte el brazo de su nuevo hombre, con la otra acaricia a sus dos hijas que no entienden mucho, aparentemente pero al igual que ella empiezan a disfrutar esta aventura. Santa Marta, Camagüey y otras ciudades se le vienen encima y mientras más avanza más lejano se torna su pasado hasta hace poco presente. Se desdibuja así Santa Cruz, su historia y sus hechos.

Nació su primer varón y al año siguiente el segundo y luego el tercero y no quiso más porque ya eran cinco los hijos. Le tocó experimentar grandes cambios pero al fin y a cabo había ganado la batalla, demostró que no se tiene el camino marcado, en un instante de la recta se puede hacer un alto y si conviene se debe tomar el atajo. Víctor Manuel murió al año después de su partida, de amor, de desazón, de silencio, de soledad imperdonable, pero ella siguió inmutable, firme y más bella que antes.

FIN

Comentario: Mi tía Hilda, con setenta años ya, fue la que más disfrutó este cuento cuando lo leyò debajo de una mata de mango allá en su tierra querida.

domingo, 1 de febrero de 2009

"Amigas"










"Amigas"


Antonia, acabo de telefonear a Teresita, a Estrella y a Cuquita, para que vengan a ver las fotos que enviaste desde Granada. De teresita te he hablado antes porque es medio andaluza para sus cosas, como sacada de algún callejón del Albaicín. Bueno, eso no te lo puedo explicar por esta vía porque faltarían adjetivos, todos positivos y rimbombantes, pero te resumo que tiene una férrea voluntad para mantener sus objetivos claros y precisos. Mantiene sus ilusiones románticas porque generalmente se ha dejado llevar por fantasías y termina lamentándose más tarde en esta misma salita, en este mismo sofá. Al igual que yo tiene su hija en Miami, ese cordón que no podrá cortar aunque Quien tú sabes decrete “El olvido obligado y eterno”. Ahora quiere dejar atrás el tiempo de seguir autosacrificándose por los demás para dedicarse más a ella misma y compartir con nosotras, sus amigas.

Estrella es otra compañera de trabajo muy articulada, lista a menudo, cómica e ingeniosa siempre. Hemos hecho buenas migas. Gracias a sus visitas salgo de la monotonía. Es una conversadora interesante y refrescante. “Pero muchacha, no te amarres a lo desechable”- me dice. Tiene un sentido del humor tan especial y un concepto de perspectiva tan particular que le impide tomarse la vida en serio. Entonces trato de seguirla. Lo más importante, es que escucha sin remilgos mis lamentaciones sobre mi precaria relación con mi novio, que al parecer ya tiene fin. ¿Acaso estoy encontrando en mí misma esa libertad interior que tanto he deseado y de la que tantas veces hemos conversado?. Una vez leí que los que se arriesgan a partir de nuevo, a estas alturas de la vida, estamos guiadas por las altas exigencias y las ganas de lograr el punto exacto donde coincidan tranquilidad y armonía. "No quiero escarbar mucho el pasado”- le digo a Estrella- “para evitar reencontrarme con mis propias rupturas”. Pero estoy consciente que es necesario revisarlo, aunque sea tenuemente, para con su análisis poder salir de este presente que se torna tedioso e irresistible. Quiero jugármela por un futuro pleno. Ella me ayuda en eso. La amistad con Estrella es más vieja que El Morro de La Habana y sus construcciones aledañas, además juntas visitábamos al mismo galeno, hasta que se fue en una precaria lancha del país y cada una tuvo que conformarse con el médico de la familia que nos tocó por cuadra.

Cuquita, y no es que se llame así, es solo su apodo por el que todos la llaman, apelando a su distinguida y llameante figura: un talle minúsculo y más carne en el maletero que negocio de fiambre capitalista, es simpatiquísima, reparte amor y energía positiva sin compromisos ni miramientos. Leal, amistosa, invariable, serena, quieta y lúdica a la vez. Pachanguera cuando la ocasión lo amerita, pero ecuánime siempre. Me contaba hace un par de días que después de un período de gran exigencia en todos los sentidos, cosa esta que me consta, por fin encuentra paz y armonía porque todo está tomando el lugar que le corresponde aunque las cosas no sucedan tan rápidamente como ella quisiera, que también está agotada de enamoramientos fugaces y de vez en vez los afectos le son más importante que esas relaciones lánguidas, quejumbrosas y aburridas. Fíjate que la noto últimamente bien conectada con sus sentimientos más profundos y está siendo cada vez más capaz de expresarlos sin temor. Eso es un gran avance. Cuquita también al igual que yo tiene sus etapas de confusión que la lleva a ver el árbol y no el bosque que la rodea. Pero conversamos, se desahoga y vuelve por si sola a recuperar su centro. Cuquita está ahora en una etapa de cambio, un nuevo trabajo, más trajín para lograr llegar a tiempo a su oficina en el bienaventurado reparto de Miramar, nuevas caras, nuevos jefes, también más actividad social. Se siente reconocida y apreciada por su capacidad y hasta puede que se dé en algún tiempito más, un incremento salarial.¡Eso alegra a cualquiera!

Como ves, una, bien hispana, otra judía y la tercera de raíces africanas, mezcla de congo y carabalí. Cada una con su visión del mundo bien particular, pero asertivas. Llenas de energía y satisfacciones. Las cuatro compramos en la misma farmacia, logrando adquirir, con mucho esfuerzo, íntimas, conocidas por ti como "Toallitas higiénicas". Juntas marcamos las mismas colas, para la guagua, para el pan, para el helado en Coppelia, para la merienda, para conseguir esto y lo otro. Nos pasamos el dato de lo que hay por allá o lo que venden por aquí. Sin condición, conservando nuestra unión, enfrentamos este período especial, y el otro que se avecinará, porque estas contingencias se expanden por nuestro territorio como verdaderos ciclones tropicales. Termina una calamidad y se nos viene encima otra. Somos mezcla de lo racional con destellos hormonales y del corazón, fieles, cooperadoras, un núcleo indisoluble que desafía la permanente adversidad, sin competencia ni tendencias a imponer la voluntad u opinión de una sobre la otra.


Les agradezco mucho a todas mis amigas, distintas y tan parecidas, por su tiempo, y a ti que desde la distancia también llenas este espacio con tus letras, tu ternura y permanente confidencialidad.
ASC, en este mundo nada es para siempre, excepto el placer de recordar a las buenas amigas.
Fin

Enero 2009

lunes, 5 de enero de 2009

"Aquellos vagones verdes"







"Aquellos vagones verdes"




Parte de la familia, no todos, sólo los más cercanos, se han reunido en la estación de ferrocarril. Los vagones están ya repletos de reclutas, todo es verde olivo, vegetación, soldados, vagones. Un cartel inmenso con letras rojas choca con tanto verdor "Hasta la Victoria Siempre”. Son las palabras del comandante Guevara, frase que acompañará a este pueblo durante largos años. La ciudad de Camagüey ha amanecido con un rostro diferente y hasta el clima ha cambiado. Sopla un viento cálido que roza la cara y se suma a esa llovizna fina pero persistente en esta mañana de verano.


Javiera sostiene el llanto, por sus niños, para que no sientan todo lo terrible que se encierra en esta despedida. Los tres chicos corren felices de un lado para otro y gritan a chillidos cada vez que la locomotora se pronuncia con su timbre ronco y acompasado.

­-¡Cuídate mucho! - le dice a su marido- por ti y por nosotros.
-Dame la certeza de que me esperarás.
-No hables boberías- contesta Javiera, queriendo restarle importancia a la situación. Trata de sonreír, pero en su rostro se alcanza a dibujar sólo una mueca.
El tren comienza su marcha, tan lento como el mismo suceso. Va en dirección a La Habana, dejando a los camagüeyanos tan desolados como sus propias sabanas. Guillermo alcanza a subir al estribo del vagón que empieza a moverse. Hace malabares para sostener su mochila y la mano de Javiera. Unos pasos más y el fin del andén los obliga a soltarse. El ruido de la máquina enmudece sus palabras pero no los suspiros y las lágrimas que brotan, y se quedan mirando hasta que la distancia desdobla la imagen y definitivamente dejan de verse.
La guerra ha dejado a muchas mujeres solas, pero Javiera sólo piensa por ella, por su poesía trunca, por todos los deseos que no ha podido atar y teme se olviden con el tiempo y la gloria.

Javiera y Guillermo estaban a punto de empezar una nueva vida; habían comprado un terreno con la idea de construir una casita y ya contaban con muchos de los materiales de construcción necesarios para poner manos a la obra, cuando los acontecimientos de la época les cambió el rumbo. Corría el año 78 y Angola se debatía en una guerra marcada por la incertidumbre y el genocidio. El MPLA liderado por Agostinho Neto era respaldado por la unión Soviética y por Fidel Castro quien desde el 76 había comenzado a enviar pequeños grupos para apoyarlos en su lucha contra las guerrillas de la Unita. Ahora la situación se tornaba más difícil y se requería de más soldados. De todas las provincias partieron destacamentos. Camagüey no se quedó atrás y en un abrir y cerrar de ojos armó su contingente para esta misión internacionalista.
Guillermo hubo de partir al frente respondiendo al llamado del Partido Comunista, dejando a su esposa e hijos con el corazón en un hilo, pues sabían demorarían años en volver a verle. La premura de la acción le dio sólo el tiempo mínimo para preparar el morral con los enseres propios de los que van a la guerra y le robó el espacio importante para poder conversar con su esposa acerca del futuro y de cómo llevar a cabo la empresa de construcción.

- Son tantos los que amo, que no alcanzaré a despedirme de ellos, pero cuéntales que los llevo en el corazón.

- Pero ¿por qué tú y justo ahora que tenemos por delante el asunto de la casita?

- Tú sabes que esta tarea es muy importante. Es hora de demostrar que los cubanos tenemos cojones.- Una mezcla de coraje y tozudez superaban su voluntad. No continuó ella expresando lo que pensaba para no herirlo, pues él derrochaba entusiasmo y tenacidad. Por otra parte la madre de Guillermo lo sacudía a preguntas:

- ¿Ahora te dio por defender a los negros?

- Mamá, ya lo dijo Fidel, que aquí el que no tiene de negro tiene de carabalí. Todos tenemos sangre africana y allá están nuestros hermanos.

- ¡Ay hijo! no entiendo tu arrebato. Si es por ayudar a los negros, bien pudieras irte a Santiago que hay bastante y con las mismas necesidades.

- Mamá, usted no entiende. Primero hay que ganar la guerra y luego llevaremos salud y educación gratuita a ese pueblo africano. Por más que su madre reclamó, no encontró razón a tanto alboroto y entusiasmo. Sabía que su hijo Guillermo no actuaba presionado, sino siguiendo sus instintos, pero, ¿acaso se había detenido a pensar en todos los pormenores de una guerra?.

Así se fueron muchos a esta guerra ajena, unos empujados por la franca corriente, movidos por el entusiasmo general y motivados por las eternas consignas del momento repetidas en todas las páginas del Granma y los altoparlantes de la ciudad, otros, locos por salir de Cuba sin saber adonde iban, mintiéndose a sí mismos de que regresarían sanos y salvos. Y se fueron así como si nada, acortándose las vidas y perdiéndose entre la nada y la metralla. Guillermo fue siempre una persona de objetivos definidos, estaba demasiado imbuido en el asunto sin miedos ni dudas, confiado en que regresaría portando la medalla de la victoria por el deber cumplido. Debía marcharse a implantar un orden social, económico y político sin precedentes en Africa, construir el socialismo en tierras lejanas. Estaba convencido de eso y nada lo detendría. Dejó a la familia en un pedazo de casa si así se podía denominar a aquellas cuatro paredes que cumplían todas las funciones dentro de un hogar, una cocina a mal traer y por baño sanitario un retrete al que se llegaba salvando la maleza y el fango en época de lluvias.

A ese panorama se enfrentaría Javiera con muchas ganas teniendo a su marido como pilar espiritual. Ella con una inteligencia poco común, era capaz de descubrir oportunidades donde otros no veían más que obstáculos, su intuición y su capacidad para concentrar sus energías en una sola dirección la ayudaron a plantearse la meta: trabajar para la Revolución y vivir para levantar su casa. Empezó a tomar conciencia de la magnitud de su libertad y de su poder de creatividad. Se estremecía al darse cuenta de capacidad que tenía para cumplir con todas las obligaciones en el trabajo y en el hogar. Sabía que esta era una prueba difícil que habría de enfrentar confiada que cada situación por dura que parezca cumple una función en nuestra vida y es una oportunidad para crecer y sacar esas fuerzas que duermen en nuestro interior. Siempre mantuvo esa agilidad de espíritu que muchos envidiaban y que ante iguales circunstancias ya se hubiesen rendido.

Javiera se las ingenió sola para llevar adelante la tarea de construcción, poco a poco fue levantando la casa, una pieza tras otra entregando esmero y dedicación al colocar junto a los albañiles cada ladrillo. Su gentileza y el gusto por el progreso práctico había encantado al resto de la familia. Quería sorprender a su marido con un lindo jardín y se hizo conseguir a un buen jardinero que le ayudase a podar las plantas, hacer del yerbazal un césped y lograr que las matas frutales fueran no solo ornamentales. Consiguió abono y tierra fértil para sacarles a tiempo el fruto. Plantaron helechos, buganvilla y mantos de todos los colores para darle alegría al terreno. Ensayó diferentes alternativas, jugó con los materiales que disponía, agregaba y modificaba cada espacio hasta que logró sustituir la empalada de troncos viejos que servía de reja por una verja de hierro al estilo colonial, dándole un toque especial a la entrada de la casa. Demostró que no sólo los artistas son creadores. Dio rienda suelta a la sensibilidad, disfrutando cada acción que realizaba y eso era tan notorio que nadie dudaba que estaba en conversación permanente con su marido.

Los albañiles la seducían con propuestas muy diferentes pero ella no perdía de vista sus objetivos confiando que su proyecto estaba bien encaminado. Se ocupó de los animales del corral, alimentándolos con la dulce ilusión de agasajar al marido al regreso y vivirían tanto cuanto se demorara él en regresar. Entretenida en los quehaceres entonaba su guajira preferida:

“Por eso canto a las flores y a la mañana que inspira,
le canto a Cuba querida, la tierra de mis amores ”.

Javiera discutía con los plomeros, dirigía a los ebanistas y carpinteros quienes medían y sacaban cuentas para hacer de trozos de madera roídos por la carcoma, muebles nuevos y trabajaba codo a codo con el electricista para llevar corriente eléctrica a toda la casa con pocos cables y mucho ingenio. Lentamente, pero con prestancia, fueron apareciendo otras piezas, cada vez los niños fueron gozando de más espacio y aquella primera pieza se transformó al cabo de dos años en uno de los tantos ambientes de una linda casa. No importó la escasez por la que atravesaba el país. Gracias a su carácter y extroversión era buena para descubrir nuevos ambientes y amistades en los lugares más insólitos y trabar amistad en beneficio del trueque y la colaboración mutua. “Quien tiene un amigo, tiene un Central” – se decía a sí misma y comentaba con el resto –“hay que resolver, si te quedas sentado esperando que el Comité de Defensa de la Revolución te envíe los materiales, simplemente te jodes.”

Javiera siempre tuvo noticias de Guillermo. Llegaban cartas no tan seguido como ella hubiese querido, pero a través de los soldados que eran dados de baja se enteraba de la situación con bastante regularidad. Algunas misivas eran alentadoras otras con deje de nostalgia y temor por la vida sabiendo que la muerte estaba presente en cada momento. “Dormimos armados por si las moscas, pero si nos bombardean cagamos. De nada me va a servir la práctica” “A veces no entiendo que hago aquí entre tanto negro, nosotros luchando y ellos se rajan al primer disparo. Ni que esta fuera la guerra nuestra”. Pero estas expresiones eran las menos, generalmente hacía gala de buen humor coronando sus textos con frases esperanzadoras que para el destinatario no dejaban de ser estimulantes, aunque muchas veces daba la impresión que estaba leyendo un titular de diario lleno de consignas y no escuchando al Guillermo auténtico y jocoso. “Llegó una brigada artística, han recorrido todo el país llevando la cultura cubana a sus soldados y también a los camaradas angolanos; ya te puedes imaginar: guateque, humor y trova. Como ves, la revolución no nos ha dejado de lado.” “Los invasores están retrocediendo, la guerra está por terminar, yo creo, según nos comenta el político del grupo, que un año más y la ganamos, y eso significa vuelta a casa” “¿Te acuerdas de la carta de despedida que escribió el Che a Fidel?, léela y entenderás muchas cosas, no en vano es este sacrificio.”

Por su parte, ella siguiendo el mismo tono, le contaba de los logros de la Revolución en el campo de la educación y la salud. “Fidel acaba de inaugurar otra escuela en el campo. Están construyendo cerca de casa otro policlínico, esto se está poniendo bueno “ Nunca le describió a Guillermo los avances de su casita, prefería reservarlos como sorpresa. Y al cabo de los años, cuando Guillermo regresó enjuto y maltrecho de la guerra, tenía hogar terminado y unos hijos que ya no eran niños sino jóvenes, que habían crecido aceleradamente al calor del trabajo y el cuidado materno.

El Comité organizó una gran fiesta para recibir y galardonar a un héroe. Se reunió gran cantidad de gente, hasta desconocidos se acercaron para verle y tocarlo por la suerte que tuvo al regresar con vida. Sólo la familia de la esquina no se sumó al jolgorio, no se sabe si por decoro pues aún guardaban luto por la muerte en combate de dos de sus tres hijos o para manifestar abiertamente su descontento contra el gobierno. La bandera roja que le habían entregado un mes atrás a Ofelia no le servía para mitigar su dolor y ella seguía balanceándose y repitiendo “no me canso de esperarte”. “Mi vida vale menos que tu ausencia”. ¿Se referiría al hijo que estaba aún con vida en Etiopía o al caido en Angola? Cada cual con sus esperanzas, frustraciones y alegría.

La familia de Javiera y Guillermo estaba eufórica. Los más allegados quisieron agasajarle, aportaron con lo que tenían para la fiesta que tendría lugar en la casa nueva. Mucha cerveza y una cena de lujo, entrada y salida de gente durante parte del día y toda la noche. Allí estuvieron hasta el amanecer escuchando de bombardeos, sangre y muertos. Pero estas historias no empañaban el regocijo de Guillermo, porque estaba sano y salvo al lado de los suyos. No hubo tiempo para contarle que meses atrás se había desatado en toda la isla una verdadera caza de brujas. El partido presionaba a los combatientes cuyas esposas les habían sido infieles durante su ausencia. Muchos se vieron obligados a abandonar a sus mujeres independientemente de que ya hubiesen sido perdonadas por ellos mismos tras el reencuentro. En muchos casos había triunfado el amor sobre el odio pero el partido no podía tolerar tal flaqueza. ”Los héroes no pueden manchar su imagen, no se está hablando de la familia sino de la conducta comunista, que bajo ningún concepto puede estar en tela de juicio” - expresó por ahí algún comunista. Guillermo no escapó a este hecho. La felicidad les duró poco. Los sueños tejidos por ambos se vinieron abajo con la misma fuerza de una descarga de proyectil. No le dieron tiempo a calentar su cama nueva, el reposo se rompió abruptamente cuando le llamaron del Partido para informarle que Javiera estaba en la lista de las esposas infieles. Cierto que no había evidencia de que hubiera metido hombre alguno en la casa pero igual había faltado a la moral socialista andando por ahí de farras.


- O te divorcias, o entregas inmediatamente el carné del Partido. Si eres capaz de portar los cuernos que te pegó tu mujer, no tiene por qué el partido soportar tal ignominia. Y olvídate de tus honores en Angola, todo tu sacrificio queda minimizado.

Nadie se cuestionaba si el combatiente en sus ratos de ocios había tenido relaciones con alguna compañera de batallón o simplemente, dando rienda suelta a su instinto animal se había revolcado con una negra de por allá. Se sabe que durante los trece años que duró la guerra no pocos fueron los retoños que quedaron en esa hermana tierra. Solo que por tratarse generalmente de apareamientos de personas de igual color era muy difícil atestiguar que eran productos cubanos.

La familia se cubrió de una sombra de dudas y faltó luz para entregarle claridad a esta pareja joven en el camino que se tornaba cada vez más oscuro. Según Javiera, su éxito radicaría en contactarse con su conocimiento intuitivo, evitar actuar de forma apasionada aunque el momento fuese turbulento, la paciencia era un punto esencial para relacionar los hechos y restituir el espacio limpio de influencias que bien podrían ser negativas con un dejo de maldad. Guillermo sentía necesidad de consuelo y de desahogo de sus emociones, quería volver donde su madre y caer en su regazo para que ella le dijera que aquello no era verdad, que era producto de maquinaciones y malos entendidos. Aquello que alguna vez leyó “No te desesperes si sufres pérdidas o quiebres” en este momento no le servía de mucho.

- Quédate donde estás, con los tuyos que te quieren- fue la respuesta de su madre - ésta es la oportunidad de afirmar tus principios y a la vez de demostrar que eres un hombre de verdad.

Guillermo tenía miedo de caer en esta guerra diferente. Si los del partido sabían algo podría ser cierto pero no tendría el valor suficiente para averiguar los detalles. No le faltaba amor y estaba dispuesto a perdonar pero como podría faltar al Partido. Se sentía perturbado, no expresaba lo que realmente le estaba molestando pues él mismo no sabía a ciencia cierta si la relación con el núcleo del Partido era más importante que la relación con su esposa. Y así sucesivamente, se fue encerrando en su mundo privado de dudas y desilusiones. Por otra parte, Javiera se sentía lastimada por los hechos y por la forma en que había reaccionado su marido dando credibilidad a los comentarios y decisiones de los cuadros del Partido. Pedía apoyo en tono exigente, luchando por sus derechos y su familia. A pesar de su exterior alegre y tono dicharachero seguía siendo muy sensible.


Precisamente ese era el tema de conversación que lideraban la mamá de Guillermo y Javiera entre otras mujeres:

- Yo que pensaba que su regreso nos iba a llenar de dicha.
- Por lo menos regresó con vida y no te pasó como a otras que se lo entregaron en un ataúd.
-Tú te refieres a los primeros, porque ahora ya ni los traen; bien dice el chiste ese que el cementerio más grande de Cuba está en Angola”
- ¡Ave María Purísima, calla esa boca mujer que te van a meter presa un día de éstos!
- Bueno que demuestren lo contrario. Mira, las madres y mujeres de lo caídos en combate no tienen dónde llevarles flores a sus muertos y eso sí es terrible.
- Bueno, no es el caso, y además Guillermo está aquí.
- Tú sabes cuántas penas he pasado sola, con los muchachos, llevando esta casa y acomodándola para que cuando él llegara la pudiéramos disfrutar como una verdadera familia. Y ahora salen con la historia de que le pegué los tarros.
- Lo que tú tienes que hacer chica, es conversar con él y decirle la verdad sin pelos en la lengua – decía la madre de Guillermo- quería hacerle entender que uno es responsable de ser asertivo y debe tener la capacidad de expresar lo que siente en forma clara, directa y respetuosa - Con la verdad llegará el alivio- agregaba.
- Pero ¿cuál verdad?. Nunca me acosté con nadie aunque ganas no me faltaron. Ya eso lo hemos conversado pero hay alguien atrás de esto que nos quiere cagar la vida.
- Habla con el Partido directamente.
- Mira, estoy a punto de ir al Buró y cantarles las cuarenta a esos maricones. Oye, yo soy Fidelista y apoyo el sistema por el valor de sus ideas sin mirar dónde mete el rabo el Comandante. Jamás le he estado contando las mujeres a Fidel.
- ¡Que no son pocas!
- ¡Y de todos los colores!
- Con hijos regados por todas partes;
-Entonces de qué moral estamos hablando. Todavía pregonan: “¡Lealtad a la pareja!”, país machista de mierda.
-Mira chica, el machismo está sembrado en lo más profundo de la cultura cubana, un cáncer difícil de extirpar que perdurará por muchos años.
-¿Y qué dicen sus compañeros?- preguntó una amiga.
-Eso es lo que le afecta, sus compañeros del Buró político. Le duele que piensen mal de él. La mayoría dejó negras preñadas y ahora andan viendo fantasmas en las mujeres que acá quedaron solas. Esto es una represión agazapada.
-Javiera, el Partido tendrá su razón. No todas actuaron bien.
-Pues mira, yo hablo por todas. Que cada matrimonio resuelva su problema en la medida de sus posibilidades y dentro de la pareja. ¿Por qué tiene que meterse el Partido en los culos ajenos? Lo único que yo quiero es que nos dejen en paz.

Cuánta verdad había en aquellas palabras. Quién mejor para perdonar y liberar de culpa que el propio marido. Era el momento de amparar, acoger y disculpar al otro miembro de la pareja si es que éste realmente había cometido un error y había procedido de manera incorrecta durante la larga ausencia de su esposo. En estos casos no hay cabida a la participación de terceros que no entienden los enredos del corazón.

La conversación duró hasta que llegó Guillermo cabizbajo y deshecho, se retiró a su pieza sin el menor entusiasmo al ver reunidos a los seres que más quería. Fue perdiendo conciencia de la existencia del resto de su familia, incluso de aquellos que le apoyaban. Se volvió cada vez más distante, olvidadizo. No importa que se le viera parado allí en el portal, su mente vagaba por alguna otra parte, si le hablaban sólo reaccionaba al segundo llamado de atención. Parece que ya había perdonado pero para el Partido la solución al conflicto era otra “Divorcio”. No estaba satisfecho con el veredicto; podría pedir explicaciones pero sería caer en detalles y en el más absoluto ridículo. ¿Y si le hablaban no sólo de otro sino de otros? ¿Escarbar más? ¿Tocar la llaga para sufrir o buscarla para sanar de una vez por todas, enfrentando el dolor con la firme idea de combatir el mal? No, demasiado ensimismamiento y distracción a sus propios deseos lo fueron desviando del camino correcto.

La paz nunca llegó, por lo menos para Javiera, quien no logró apartar sus sufrimientos. Guillermo quedó atrapado en la amargura, la culpa el dolor y el resentimiento; defraudado completamente, su cabeza se llenó de demasiados tormentos, imágenes de la guerra, bombardeos hambruna, miseria y deshonor. No pudo él combatir la angustia mental y emocional tensando los músculos y tratando de invertir toda su energía en buscar salida a este encierro, se trenzó con su mujer en largas discusiones políticas siendo del mismo y único partido. El callejón se les fue cerrando aceleradamente. Todo el coraje que siempre tuvo, parece que lo derrochó en suelo angolano, pues cuando más le hizo falta, no lo tuvo.

Al cabo de seis meses Guillermo se colgó de la única viga de madera que quedaba en pié del otrora rancho y dejó a su mujer con la imagen desgarradora de aquel hombre digno y grande con sus labios lívidos y las uñas negras mirando al futuro. Javiera maldijo el tiempo que se esfumó con esa guerra de mierda y a aquellos vagones verdes que le robaron definitivamente a su marido.


FIN