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miércoles, 10 de septiembre de 2014

"Santa Cruz del Sur"

"Santa Cruz del Sur"


"Y cuando llegue el momento de mi último viaje,
me quedaran fuerzas para recordar,
su luz, sus olores, sus parajes".



De Santa Cruz del Sur siempre he estado pendiente. Sé que los parientes viajan una vez al año a La Habana a verse con el médico y de paso, llevan a los niños de una y otra generación al famoso Parque Lenin, que cada vez tiene menos juegos de esparcimientos y más hierbas y pastos.

Yo, la última vez que estuve por Santa Cruz, fue cuando convencimos a mi padre, muy enfermo entonces, que viajáramos a ver a la parentela. Ya nos habían dicho en el hospital que la enfermedad de papi no tenía vuelta atrás, que mejor lo mandaban para la casa para que pasara sus últimos días en paz, si paz se puede llamar el estar desahuciado en una cama, comiendo papilla y cagando calzoncillos. Él siempre tuvo presente el bichito del reencuentro con el pasado, así que aprovechando una tarea que el Partido le había encomendado a Antonio, el esposo de Marlene, nos embarcamos todos.

Fue un viaje bastante agradable. Para él lleno de memorias y emociones, porque recordaba con nitidez cada esquina y detalle. Papi, en los años sesenta y pico, dejó de ir a Santa Cruz. Varias razones se dieron entonces. El deterioro económico del país fue hundiendo el balneario, hasta que desapareció todo, arena, muelles, bares, restaurantes. Sus amigos, con los que acostumbraba a viajar, poco a poco se fueron de Cuba. Unos por la vía legal, otros en balsas. Con las nuevas amistades, surgieron otras necesidades y aparecieron al mismo tiempo, otros lugares de esparcimiento. Primero las playitas serenas de Nuevitas, posteriormente renacía Santa Lucía, dejando definitivamente atrás a Santa Cruz.

Qué emoción cruzar el puente de hierro con su ágil corriente rumbo al mar. “Santa Cruz va y viene permanentemente a mí”- dijo papi, cuando sintió el vaivén del auto al atravesar el puente sobre los tablones carcomidos y desgastados por el tiempo.” Aquí pasé los mejores años de mi vida con tu madre y ustedes, que eran chiquiticos” .

Al frente, allá a lo lejos, estaba el famoso tanque rojo de agua que anunciaba que allí debía haber un caserío o un pueblo. Mi papá decía que pudo llegar a ser ciudad según sus cálculos. Comentó que el pueblo se había fundado allá por el año veintiocho del siglo pasado, en el banco de arena que entonces estaba ocupado por ranchos de pescadores. Gracias a la actividad pesquera y la gran fauna marina, de a poquito fue convirtiéndose en unos de los puertos más importantes de la zona. Vertiginosamente, aparecieron muelles, almacenes, aduanas, correos, iglesias, escuelas y oficinas. Paralelamente, empezaron los cálculos para construir el tramo de ferrocarril entre Camagüey y los viales por los que pasa, hasta hoy día, tanto tren cargado de caña rumbo al central Santa Martha. Cuando mi abuelo, Manolo Rodríguez, que era oriental, se trasladó a vivir definitivamente a Camagüey con mi padre y mi tío, que eran dos muchachitos entonces, Santa Cruz ya era muy popular.

Santa Cruz se divide desde siempre en pueblo y playa. El pueblo, con sus casitas de mampostería y algunas edificaciones más suntuosas, de dos pisos, que pertenecieron a la gente de dinero. Hoy no viven los Avallí, ni los Carreras. Desde sus balcones cuelgan letreros como Impromex, Mintrans.

La casa que conocimos de chicos como terminal de ómnibus, ya no existe, pero debo reconocer en honor a la verdad, que construyeron una más amplia y cómoda junto a la línea del ferrocarril a unas cuadras de la también desaparecida estación. Ahora están ambas en una. Según nos comentaban los parientes, el fluido de transporte es el mismo, la guagua de la mañana, la del mediodía y la de la noche. Vimos mucha gente sentada con sus bártulos, como siempre, esperando que aparezca algo.

El pueblo ha crecido bastante, pero igual se recorre en cinco minutos. Luego la carretera que atraviesa el playazo amplio y cristalino hasta topar con la cruz blanca frente al mar, que recuerda el año treinta y dos cuando el ciclón arrasó la ciudad. Como quien llega a una T, la carretera se abre en dos para cubrir toda la playa. Volteamos a la izquierda rumbo a la casa de mi tía Emelina. Mi papá gritaba con un entusiasmo propio de niño: “La iglesia, ¡Ay! que está destruida”. Luego, la capitanía, el parquecito donde estaba el televisor del pueblo bajo llave, el balneario, o lo que quedaba de él, el frigorífico, La Mambisa.

La casa de mi tía Emelina sigue tal cual como la conocí de niño , quizás con algunos huecos de más en sus tablones de madera que dejan entrar la luz natural. En el patio estaba la familia acarreando ollas y calderos con agua caliente para pelar el puerco que yacía muerto sobre el mismo mesón de antaño. Al parecer, acá el período especial se siente menos. Del ranchón colgaban huevas de carey, ristras de ajo y cebolla. Las mujeres escogían los frijoles y el arroz para preparar el congrís, otras pelaban yucas y papas en cantidades nunca vistas en La Habana.

Detrás del ranchón, la casetica del excusado que se ha movido más veces que cumpleaños celebrados. Cada vez que remueven la tierra cavando un hoyo, se encuentran osamentas que datan del treinta y dos. No basta con las historias que cuentan los abuelos. Estos hallazgos son material de apoyo a la memoria , evidenciando la desgracia de aquel ciclón que arrasó con todo. Sin embargo, los lugareños no están atados al pasado, se les ve alegre con esa forma peculiar de transmitir y expresarse. Así sigue este terruño bañado en sal y arenas poco claras.

La casucha embrujada, al lado de la casa de la tía Emelina, que nos servía para crear historias de misterio y terror, ya no está. En su lugar se alza una casa nueva y espaciosa, habitada por uno de nuestros antiguos compañeros de juegos. No me se el nombre, no lo recuerdo. A la vuelta, la caseta sin paredes con techo alto de guano. Sentados en cuclillas estaban los viejos. No creo que los mismos de antes, pero sí la misma estampa y el mismo trabajo. Tejían sus redes y otros enseres de pesca, en total silencio, con la vista fija solo en sus manos.

Por ese sendero antes llegábamos atravesando el manglar hasta el playazo, ahora hay muchas casitas modestas que, poco a poco, han ido conformando el “pueblito mocho”. Allí mi primo, Marden, conocido con el apodo de “El negro” levantó con mucho esfuerzo su casa. Se casó hace tiempo y tiene sus propios vejigos.

Después de almuerzo, fuimos hasta el muelle para ver llegar la lanchita de Manzanillo que religiosamente hace este viaje todos los viernes. Al lado estaba una lancha langostera llamada Guayabal. Rebobiné treinta años atrás y saqué de mi memoria las historias que el tío Pitito nos contaba, dando muestras de su erudición: “que esa zona fue poblada por mano de obra empleada que vino de Haití, Jamaica y de regiones próximas como Trinidad y Manzanillo. También se contaron libaneses, gallegos y chinos. Los inmigrantes trajeron costumbres y tradiciones”. En Guayabal se ubica aún la primera terminal de azúcar a granel construida en el país y también hay establecimientos pesqueros, exportadores de langostas, almejas y pescado. Pero en realidad no se habla de ese pueblo. Guayabal, al parecer, dejó de existir. Ese nombre llegó a nuestras vidas gracias a las andanzas de mi tío Pitito. Así fue por mucho tiempo, hasta que él tuvo que tomar la decisión entre irse a instalar allá por más sueldo o renunciar al trabajo y buscar otro en Santa Cruz, junto a su familia. Se vino de vuelta y hoy está, al lado de mi tía Blanca, disfrutando de la jubilación y criando nietos.

Mis primos, aquellos con los que jugaba en nuestra infancia y adolescencia, son hombres y mujeres hechos y derechos. Juan Andrés es dirigente sindicalista del municipio. Luis, se desempeña como médico. Marilyn con sus botas proletarias corre cada mañana al combinado pesquero donde trabaja, al igual que su madre, tejiendo redes y sueños. Daisy Pineda, también echó raíces cerca de las tias santacruceñas. Casada, con hijos que pronto le darán nietos, se le ve apacible, disfrutando de la estabilidad y tranquilidad que le ofrece este pequeño pueblo.

Santa Cruz se hizo muy presente en este encuentro, breve pero intenso. Bastó un día para recorrer con la memoria el pasado que sigue estando bastante presente. Nos volvimos antes que anocheciera, para evadir los mosquitos, que esos sí se han hecho permanentes.


FIN

Comentario: Homenaje al pueblo de mi infancia.