jueves, 1 de octubre de 2015
“Le zumba la berenjena”
“Le
zumba la berenjena”
A Karelia tú
sabes que de repente se le cruzan los cables y se pone de madre,
pero nunca pierde la cordura total. Le basta un par de canciones
para desarmarla y ponerla mansa y tierna. Te cuento que entró a la
casa agilitada, cualquiera diría que andaba ese día con el moño
virado, que desde que salió del edificio como a la una y pico todo
le había salido mal. Aprovechando un respiro en el trabajo y que
Alejandro estaba hasta tarde en la escuela se fue a Cojimar en busca
de unas vianditas porque por esos lugares de repente aparecen cositas
buenas y baratas. Ya tú sabes, cambalache y mercado negro nacional,
porque con la tarjeta definitivamente no se vive en este país.
Estuvo como tres horas “resolviendo”. Durante su recorrido creyó
ser protagonista de una esas películas del sábado que vemos cuando
hay luz. Se veía a si misma atravesando dos bosques y un cementerio
que nunca existieron sino que eran resultado de su amarga aventura
ceñida a su ingenua imaginación.¡Acá no he de volver ni muerta!
Después de andar entre edificios miserables e iguales, de evadir
unos cuantos cerros de escombros y tupidos matorrales que algunas vez
fueron jardines o parques, terminó arrastrando dos javucos en
Alamar. Y a pesar que tuvo suerte, porque hasta unas mazorcas de maíz encontró, el verdadero show comenzó al regreso. De vuelta
estuvo una hora al resistero del sol en la parada de guaguas, a la
salida de Alamar. Recién vino a entender porque a ese reparto lo
llaman “La Siberia”, obvio: por lo feo, por lo destartalado, y
por lo lejos que está de todo. Con esas calles trazadas en extraños ángulos cualquiera se puede perder. Es como si el mundo se acabara
allí en ese barrio simple y popular. ¿Tú no has leído ese libro
ruso que circula a escondidas “Doctor Zhivago”? Bueno, pues el
panorama desolador es el mismo pero sin nieve. Es como una Siberia
tropical, diría yo, donde la gente no se revela ante el sistema ni
los problemas propios de él, sino que se limita a sufrirlos. La
cotidianidad de esta otra Siberia es como una lucha sin cuartel, un
tren varado en el pasado sin estación ni destino, un barrio lleno de
negros delincuentes, descripción redundante para algunos, pero
cotidiana en esta sociedad donde se supone se erradicó para siempre
el racismo.
Pero chica,
como aquí hasta las paredes tienen oído y capaz que me metan presa
por hablar mierda, mejor sigamos con la historia.
Después de
tanta espera llegó aquel traste viejo echando humo y sacudiendo
ruido. A ella la subieron a empujones y cuando se creyó a salvo y
feliz ( lo de feliz es para darle color al cuento, tú me entiendes,
¿verdad?) la guagua empezó a corcovear. Nada, que a un kilómetro y en medio el guagüero se encabronó y dijo que hasta allí llegaba el
viaje “caballero, esta guagua se rompió” y se formó un arroz
con mango de esos que se arman cuando reparten la papa, llega el
pescado a la bodega o se acaba el pan. ¡Ni juicio hay! - se dijo a
si misma parafraseando a su vecino Pedro, que ese si no coge lucha
con nada y cuando se pone mala la cosa se toma un trago y se
entusiasma el solo entonando cualquier antiguo bolero para borrar el
sinsabor del presente que es efímero.
Bueno, pues
te contaba que karelia quedó varada entre Cojímar y Alamar. Estaba
en casa de las quimbambas y caminando no llegaría nunca al Vedado.
El tumulto de gente que desembarcó como ganado de feria, se regó a
lo largo de toda la carretera cual campo de batalla y ella que estaba
a punto de fallecer por la debilidad, la humedad y el calor se
detuvo sobre la mansa yerba que brotaba sin control a esperar un
milagro. A esa hora el estómago, reclamando como corresponde, le
pedía aunque fuese una croqueta con cebollita picada y harto perejil, miró la java como queriendo escarbarla con el pensamiento pero lo que llevaba necesitaba al menos una buena cocción. ¡Qué
terrible!
Por lo menos
había tenido la precaución de llenar una botellita plástica con
agua, que por el calor ya sabía a té tibio sin azúcar. Antes que
la sed se hiciese presente se percató que debía buscar refugio a la
sombra. Divisó a lo lejos un cartel y corrió hacía allá. Se
cobijó bajo la única pancarta que había en el camino. Ni te
imaginas cómo agradeció aquel letrero gigante “Socialismo o
Muerte” que por lo menos le brindaba un poco de confort a esa hora
de la tarde cuando el astro solar incisivo raja las piedras.
Como no se
veía un puñetero camello y aquella avenida parecía más potrero
sin novillos que carretera central se vio obligada a coger una
botella. Bueno lo de botella es un decir porque igual tuvo que pagar
por el viaje. El almendrón le cobró en moneda convertible, como si
ella con aquella java de viandas tuviera pinta de extranjera o de
jinetera. Imagínate, ella que gana no más de catorce dólares al
mes, tener que pagar con divisas. ¡Asesino!. Bueno, la desgracia
tiene cara de hereje. Desenvolvió aquellos billeticos que olían a
gloria y se entregó a lo que Dios le había puesto en el camino. Le
pidió al chofer que la acercara hasta el parquecito de lo chinos o
que la cruzara hasta La Habana eso era ya suficiente, lo importante
era salir de esa pesadilla. Le tocó sentarse al lado de un gallego
en camiseta y chancletas y cara de polilla, que andaba con una peste
a grajo almacenado como de cinco días. Parece que venía de la
playa Santa María por la mezcla de perfume, hedor y bronceador.
“_¿Pero mijito, ustedes en España no conocen el desodorante?
Legisla gallego, que acá con estos calores y esta maldita humedad se
te fríen hasta los huevos”. Bueno, a decir verdad ella no dijo nada
de esto que te cuento, pero sí que lo pensó.
En aquel
carro fabricado en la década del cincuenta para que pasearan cuatro
personas cómodamente, iban siete, cotorreando cada uno su tema,
discutían de actualidad, nada de política que siempre se evita,
sino de la cotidianidad, de lo bien que le va a alguien con la dieta,
de lo importante que es hacer ejercicios, del calor que está
haciendo en estos días. Cada uno se guarda su verdadero drama, ese
del día a día y se enrolla en chistes y conversaciones banales que
sirven para vomitar las dificultades disfrazadas con humor y alegría.
El gallego en un arranque de sensiblería decía que le encantaba la
libertad que se respiraba en Cuba, que los cubanos vivían con poco y
que no necesitaban más en verdad, que un día de estos vendía su
apartamento en Madrid y se radicaba definitivamente en esa isla
encantada. Karelia lo miró de reojo y volteando la cara hacia la
ventanilla contra el viento exclamó: ¡Comemierda! Si algún día lo
llega a hacer, yo quisiera ver cuánto le durará el encantamiento.
¡Qué código!
Por suerte
el galleguito dejó su trova barata y se bajó a la salida del túnel.
Ella cree que andaba detrás del fondillo de alguna mulata con grandes guanabanas de esas que se entretienen
en el malecón matando las horas hasta que aparece un bendito
extranjero. Porque era evidente que ese andaba buscando jeba, trajín, folclor. Nada amiga, intercambio cultural entre nuestros pueblos.
Fíjate que
a pesar del día tan ajetreado, esto de andar por acá y por allá
resolviendo una maldita malanga, Karelia mantenía su grácil figura y
su aspecto virginal. Nada, que andaba con el lindo subido, y las
greñas paradas no le quedaba mal. Y eso que vestía sencillo
y por collar llevaba esa cinta azul con las llaves del almacén que
ella administra. Esas llaves no las pierde de vista porque si se
descuida los compañeros la desvalijan de lo poquito y nada que hay
para satisfacer las necesidades del establecimiento. Imagínate trabajar para alimentar a dirigentes y tener que ir a Siberia a
buscar qué comer. Mientras no sea recompensada por su entrega en lo
laboral, tendrá que seguir resolviendo a su manera.
Lo que te estaba contando es, que cuando se bajó del carro el gallego, se subió una
negra gordísima que al parecer no tenía idea de lo que era el
período especial. Toda aquella humanidad se la tiró encima a
karelia. La apretujó contra el chofer sin posibilidades de reclamar.
¡Caballero, qué es esto!
El chofer
que al parecer era candela y venía como ajumao, aprovechando la
cercanía con ella le metió tremenda muela durante todo el recorrido, o lo que quedaba de viaje, que a esa hora ya no era tanto.
Ella no soporta los curdas pero en este largo bregar le ha tocado
compartir con varios. ¡Qué tipo más tártaro! Le empezó a decir que
él tenía dos jimaguas, si, dos vejigos esperando por una madre,
pues su esposa, que dicho sea de paso fue la mujer de su vida desde
que él le voló el cartucho, había muerto en un accidente, dejando
a los chamacos huérfanos. Karelia se preguntaba: “qué culpa
tengo yo que la mujer haya cantado el manisero. Si la mujer se metió en la cajita de dulce de guayaba, que se busque otra, pero conmigo,
nananina jabón candado. ¡Los fósforos!
Qué tipo
mas guayabero. Insistía que tenía mucho dinero, que gracias a los
viajecitos con las jinetreas y los encargos de los gallegos que
venían a Cuba solo a templar ganaba más que cuando era
administrador de una paladar en Cojimar. Ella no se iba a tragar
ninguna de sus guayabas pues harto vieja estaba para andar creyendo
sandeces. Andaría en la fuacata pero digna hasta el final. Además
en su casa, destartalada, apuntalada y todo, la esperaba su mulatón
y el chiquitico. Así que se empujó la cháchara hasta llegar a
linea y malecón. Y el muy descarado hasta un beso de despedida le
tiró cuando ella del cacharro se bajó. Karelia se apeó con un
portazo que estremeció no solo el carro entero sino hasta los muros que nunca
pensamos puedan oír. Se mordió la lengua para no decir un par de malas palabras, porque ganas no le faltaban, y echó a andar.
Tranquila
karelia- pensaba- para superar situaciones incómodas sé tú misma y
recuperarás la cordura. El resto del trecho lo hizo arrastrando la java de malanga y mazorcas como queriendo borrar el pasado aunque sin
alentador presente.¡Cuántas desventuras!
Karelia era un corazón
acompasado y lento que trasmitía con su andar la alicaída fuerza de la tarde que envejecía en todo El Vedado.
Te contaba
que cuando entró a la casa con cara de profunda desazón lo primero
que hizo fue tirar las javas. Las mazorcas de maíz que asomaban se mostraban despeinadas e irritantes. karelia alcanzó a
sacarse los zapatos plásticos que le tenían las patas hirviendo y
se fue directo al baño. Aprovechando que había conseguido jabón de
olor se tiró un beneficio con agua calientica que el marido le había
preparado en el fogón, porque a pesar del calor, necesitaba agua
tibia para sacarse de encima tanta suciedad y rencor.
Cuando salió de la ducha en bata de casa, con las greñas envuelta en una toalla
blanca impoluta, se dirigió al balcón. Tomó la precaución de no
apoyarse al puntal que sostiene la maltrecha viga del techo. Se paró
frente a mi con aire desafiante. Mirando la puesta de sol, exclamó:
“Le zumba la berenjena caballero”. Y ahí recién me largó este
cuento que pude escuchar entero antes de que nos pillara el apagón.
FIN
La Habana- Santiago de Chile 2015
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