Mientras se ducha para sacarse el cansancio de un largo viaje, se le vienen encima los olores a moho, mezclados con aroma a comino y laurel, fragancias que logran empalagarla. Desde afuera se cuelan por las rendijas la música bullanguera y el alboroto propio del barrio que le provocan más nostalgia y confusión. Se agolpan en su lúcida mente los diálogos de los vivos y los muertos. Cubre sus arrugas de mujer sexagenaria con cremas que solo se ven en el país que la acogió hace más de veinte años, allá al otro lado del océano. Se observa a sí misma como cualquier pintor que escudriña la evolución de su insipiente pintura; y se pregunta por qué insiste en volver si ya no pertenece a este lugar. Constata que la dulzura de su gente no ha sido borrada y que se contrapone a las calamidades de la cotidianidad de sus vidas. Estoicamente todos asumen el presente sin importar cómo será el mañana.
Ofelia toma un cigarrillo y sale a la terraza donde todo reverdece y donde más notorio fermenta el verano. Aspira profundo. En sus ojos relumbra un brillo distinto que no se puede confirmar si será producto de la emoción, la alegría o la pena. Presta atención al movimiento y los ruidos de la calle. No quiere mirar hacia atrás para evitar las ventanas destruidas, la adusta decoración de la fachada, pero delante de ella no es distinto el panorama. Se centra entonces más allá, en ese mar multicolor con sus olas misteriosas y benévolas, en sus frescas y altas palmeras, en su permanente amor y desamor por esta tierra que de vez en vez la obliga a regresar.
FIN