jueves, 21 de mayo de 2015
"Mujer enamorada junto a la batea cantando"
"Mujer
enamorada junto a la batea cantando"
La vida es
una obra de teatro que no permite ensayos
por eso,
canta, ríe, baila, llora
y vive
intensamente cada momento de tu vida
antes que el
telón baje
y la obra
termine sin aplausos.
Charles Chaplin
Elizabeth,
Ay Elizabeth!, Quien la ve tan alegre con esa estentórea carcajada y
esa actitud aparentemente atarantada no imagina los pesares que
carga. Aquí está, alrededor de la batea, trasvacijando ropas
blancas y de color, hirviendo sábanas que volverán a su tono
original mientras interpreta melodías al azar, mirando hacia la
falda de la verde cordillera del Escambray desde donde bien temprano
un sol radiante y casi enceguecedor se alza iracundo perseguido por
escuálidas nubecillas.
Solo ayer
en Sancti Spiritus, a esta mima hora, Elizabeth era otra. Estaba
sentada con las piernas finamente entrecruzadas frente a su consola
de trabajo; en el puesto de mando de Radio Cuba donde labora casi
veinte años ya. Compuesta, educada, uniformada, maquillada y
peinada, revisando con un espejito chico sus arrugas y sus entrañas
porque ella cuando busca en lo exterior, automáticamente revisa
también la máquina del tiempo y se escarba hacia adentro a la
espera de respuestas que quizás no hallará. De repente miraba y si
era necesario controlaba y ajustaba los monitores. Al mismo tiempo se
palpaba el cuerpo y constataba que estaba más flácido por allí,
menos esbelto por acá, con algunas partes que persiguiendo la
consabida gravedad se desmoronan y caen irreversiblemente. Así es la
vida, y no hay talco, ni polvo, ni colonia que haga retroceder los
años y su inevitable deterioro. Cuando lleva más de cuatro horas de
trabajo acude a una rápida recomposición facial, que no por breve
deja de ser meticulosa. El resultado de todas formas es demasiado
fugaz por tanto no logra reparar el daño real que es más bien
estructural. Elizabeth pasaba sus manos por sus largas pantorillas de
deportista que no heredó precisamente de su madre Hilda Rabassa,
quien es bien canillúa, sino de genética más ancestral, quizás de
la linea paterna, piernas que luego fortaleció a golpe de
entrenamiento cuando jugaba tenis de campo allá por la década del
setenta. Pero eso fue hace mucho, después del ciclón Flora y antes
de que saliera para siempre de Santa Cruz con su progenitora y su
hermana menor Luisita en la cabina de un camión sin rumbo aparente.
Hoy está
en el campo, ni tan lejos ni tan cerca del mundo de ladrillo y cal,
alejada del ruido de la ciudad spirituana que cada vez es menos
apacible y mucho más caótica. Frente a la batea remueve el pasado
sumergida en espuma, entre baldes llenos de agua de pozo, despidiendo
el aroma del jabón de olor. Ahora que cuenta con electricidad
sintoniza la radio rusa multibandas modelo VEF 206 que a pesar de su
diseño estéticamente ya obsoleto aún trasmite con nitidez. Un
bolero cualquiera la hace volver al pasado.
Recuerda
cuando llegó a Sancti Spiritus, a la ciudad que algunos llamaban
pueblo, pero que sin importar el tamaño le pareció grata y
acogedora. Y no hubo marcha atrás. Sancti Spíritus, con su plaza y
sus calles trazadas a cordel, con varias iglesias cerradas al culto
y algunos edificios administrativos que aprendió a amar, se
convirtió en su nido hasta el día de hoy. En esa época, cada noche
después de cenar salía a la Plaza Serafín Sánchez a refrescarse.
Bueno, primero tenía que dejar bien fregados los platos y pulcras
las ollas donde su madre cocía los típicos chícharos y frijoles
negros que salvaban el día. Cuando el orden reinaba, se echaba unas
goticas de Moscú Rojo, poquitas por supuesto, para ahorrarlo, porque
el frasquito era pequeño y le había costado muchísimo conseguirlo
a pesar de que lo vendían exclusivamente por cupón. “Mira que con
esta escasez, nunca se sabe”- se auto aconsejaba.
Perfumadita
y entalcada dejaba atrás San Vidal 113 y se encaminaba al centro,
donde convergen la Avenida de Los Mártires y la calle Máximo Gómez,
arterias escoltadas por esos ilustres edificios donde predominan las
manifestaciones eclécticas de varios niveles constructivos. Allí
sucedía todo, pasaban cabizbajos los pocos creyentes que iban
quedando en el pueblo cuando asistían tarde, mal y nunca a misa en
la olvidada iglesia, desfilaban lindas quinceañeras en sus carros
descapotados, matrimonios engalanados y cortejos fúnebres en su
último paseo rumbo al cementerio, marchaban las aguerridas
milicianas vestidas de verde olivo, se observaban las caravanas
militares de los internacionalistas antes de partir a cumplir misión
a alguna tierra lejana, se condecoraba a los combatientes que con
suerte volvían con vida de Angola. La plaza era indiscutiblemente el
centro de la vida de la ciudad. Elizabeth daba dos, tres, y hasta
cuatro vueltas y muchas más por la plaza siempre en una misma
dirección porque así podía ver a las demás personas que hacían
lo mismo como autómatas pero en dirección contraria. Luego se daba
vuelta y volvía a hacer el mismo recorrido, la misma cantidad de
veces en dirección opuesta a las manecillas del reloj. Eso era toda
una tradición noche tras noche mientras no lloviera. Si se aburría
del caminito se detenía en una esquina, frente al cine, con su
acostumbrada cola, siempre y cuando no hubiese apagón, o se
entretenía desde el parque viendo la fila del merendero municipal
con más moscas que productos pero con su encanto particular. Ahí
generalmente se juntaban los muchachos bacanes que ya habían ligado
en la noche y mientras esperaban que avanzara la porfiada eterna fila
se repellaban morbosamente a las pocos cándidas muchachitas del
pueblo.
Elizabeth
restriega un par de blumers, vacía un balde con agua caliente
enjabonada y espanta al perro Mirringuita que husmea sin cesar.
Vuelve a rodearse de recuerdos que pasan lentos rozándola, pero
entiende que no son más que eso, recuerdos, algunos inmensos e
intensos otros solo chispas que se diluyen como agua entre los dedos
sin aportar color a la vida.
En esa
época, cuando derrochaba hormonas de plena juventud, no le faltaron
pretendientes y de los buenos, de esos que ya a las dieciocho años
eran miembros de la Juventud Comunista. Uno de ellos la quiso
arrastrar dos cuadras más allá de la plaza a un portal oscuro con
la promesa de mostrarle el carnecito rojo. “Comemierda”, le dijo
ella soltándole la mano de un tirón. Mira que venir a engatusarla
con tonteritas partidistas. Ella que desde chica se caracterizó por
ser deslenguada, lo ubicó con un racimo de malas palabras, de esas
que aquí serían irreproducibles, y lo dejó plantado con sus
insanas intenciones, sumergido lánguido en su mutismo y espejismo
ideológico.
Si no
estaba en la plaza andaba de fiestas. No hubo parranda que se
perdiera. Luego anduvo un tiempo con un pepillo ondático, de esos
que se veían solo en las películas italianas o españolas. Usaba
unos pitusas apretados que ya hubiesen querido muchos llevar y tenía
una camisa de poliester que ceñía los pectorales, de esas que
llamaban manhattan que aunque no era exclusividad, él la lucía
mejor. Lo de manhattan era solo nombre porque ella intuye que con el
tema del bloqueo esas prendas venían todas de China. Pero el
muchacho, que tenía en la cabeza menos tornillos que un cántaro de
cerámica, con el tiempo la desencantó. Aunque ella le puso empeño
a la relación y pidió consejo a una negrita de San Vidal, nada, no
resultó.
Para los
quince años se mandó a hacer un juego de pantalón y chaqueta a
cuadros, último grito de la moda, pantalones acampanados abajo, bien
ceñidos arriba que ella le impregnó dulzura y sabor con su
acompasado movimiento. Con ese atuendo quién podía ignorarla. Le
acompañó un largo período un tal Cachi, que en realidad se llamaba
Carlos Varela, también buen mozo, pero tan bueno para el trago que
terminó con el tiempo cirrociando su delicado y trasnochado hígado.
En su
caso el amor aparecía de repente como un temblor o terremoto pero
cuando se calmaba esa sensación y tenía que decidir y verificar si
las raíces estaban fortalecidas y entrelazadas lo suficientemente
como para que nada ni nadie las desatara, se topaba con la cruda
realidad. Eso no era para ella. Durante un largo período tuvo un
novio que andaba más sucio que parche de curitas en el dedo de un
enajenado mecánico. Esa relación, que dilató solo para darle en la
cabeza a su madre porque a esta no le gustaba, feneció con el
tiempo.
Luego su
madre se mudó al campo a cosechar su terreno antes de que el periodo
especial la atrapara en la desabastecida ciudad y Elizabeth quedó
sola, libre e independiente enmarcada entre el apagón, las colas y
el variopinto solar.
Para
Elizabeth el amor ha tenido su precio, aprendió con el tiempo que
Amor no es solo un alborotamiento de las hormonas, ni una locura
temporal, al menos así lo ve ahora. A veces el amor surge como
caudal de agua de una cascada que se precipita al vacío y luego
sigue su rumbo con otro ritmo por el trazado camino a la
desembocadura del mar y allí cuando cree haber alcanzado su destino
se enreda con otras olas y se pierde entre el ir y venir de estas. En
su sabia filosofía “agua que no has de beber déjala correr”
De
relación en relación, de encuentros fortuitos que se tradujeron en
compromisos formales, al final del largo trecho se quedó sola, sola
en la cola del pan, sola resolviendo, sola chancleteando Sancti
Spíritus tras unas habichuelas o al menos un par de remolachas, sola
en las largas noches de apagón mirando las quietas aspas del
ventilador ruso, sola por las estrechas calles del centro remozado
revolcando su ansiedad, acumulando los chismes del barrio que no son
pocos, como quien recoge la mierda de caballo con una pala pero sin
hacerse cargo de ella. Se le ve disfrutando las pequeñas cosas, su
casita, la piedra que la acoge cada tarde frente a su hogar, donde se
sienta a fumar y cavilar. En esa misma piedra , en uno de sus ratos
de ocio leyó que todos tienen en la vida un secreto inconfesable, un
arrepentimiento irreversible, un sueño inalcanzable, y un amor
inolvidable, entonces ¿por qué el destino debía ser distinto con
ella?
Cuando se
aburre de la ciudad parte a la finca de su madre. Si, porque de vez
en vez deja atrás Sancti Spiritus, se encaramada en lo que aparezca,
generalmente en la guagua municipal o en una guarandinga destartalada
que lleva a los guajiros que laboran en una granja lechera cercana a
la casa de su mamá. En invierno o en verano arranca con su morral,
cruzando arroyos, andando guardarrayas, atravesando pueblitos como
Macaguabo rumbo al campo a refugiarse bajo el alero de la paz. Un
trecho en guagua otro a pié y cuando la soledad empieza a oprimirla
cual ballesta aparecen las vacas mansas y solícitas a su encuentro.
En el
campo desde que llega la suavidad del pasto le arropa sus pies,
Pompilio, Tito Mirringuita y princesa la rodean con alborozo.
Princesa, la perra preferida de su madre, la olfatea moviendo la
cola vigorosamente. En el campo encuentra tranquilidad, la comida
favorita, su traguito con yerbabuena, da rienda suelta a su meneo
tropical. Es el campo definitivamente quien la hace aterrizar y donde
observa la vida con más conciencia para disfrutarla, valorar todo,
sin premura. Y una que otra vez cuando se ha sentido perdida se ha
echado a llorar pero, ¿quién niega que el acto de llorar no sea
tránsito hacia el recogimiento y la reflexión?.
Se
entretiene tarareando canciones, pensando que algún día llegará un
hombre pleno que como reza un bolero “con un beso quemará sus
labios y la hará gozar”. El amor no es quedarse sin aliento, ni
sentir cosquillas en la barriga, ni excitación. El amor es deseo
multiplicado. Cuando es auténtico es mucho más que estar enamorado
y es lo que prevalece cuando el tiempo, el agua, el viento y el
fuego han consumido el enamoramiento. De repente desde la manigua
aparecerá un guajiro, semental o no, pero tierno y cariñoso que la
hará soñar. O sencillamente será una eterna independiente que en
el futuro podrá disfrutar la escuálida jubilación lejos de las
agobiantes y tediosas oficinas.
Elizabeth
vuelve a sonreír porque ese es su sello, lo que la hace sentirse
bien. El amor está presente como compañía silenciosa. No se puede
cerrar las puertas al amor, a la armonía. En su caso el amor está
en sus expulsiones, su risa sincera, sus manías, su mirada
apasionada como si el sol saliera de su mirada, sus salidas lúdicas,
estrepitosas, su fantasía sincera.
El otro
día en pleno campo cuando iba de la casa de su madre a la chusmita
donde vive una amiga, detrás del río, se detuvo a observar como
junto a la fresca yerba se erguía un anciano tronco de no más de
metro y medio aparentemente seco, y de él brotaban firmes y verdes
nuevas ramas alimentadas tal vez por la sabiduría de la naturaleza.
“Así es la vida, -pensó Elizabeth “quizás por fuera nos
marchitamos sobre todo aquellas que no contamos con los recursos para
fortalecer la retaguardia o para levantar un poco por aquí”
tocándose los senos. “Nosotras florecemos por dentro y
reaparecemos en otras facetas y con nuevos matices”. Tiene razón
Elizabteh. Es cierto, ya lo decía el Principito “Lo esencial es
invisible a lo ojos…..”
Cuelga
unas prendas en el cordel con maestría sosteniendo entre los dientes
un par de palillos de tender. Un tímido manto de florecillas blancas
silvestres que deben ser amargas porque el ganado no las engulle, le
cubren el paso. Y mientras avanza entre la tendedera y la batea cree
dejar esos destellos del pasado atrás y se ve acercándose más
lúcida al sol. Lo que está en su memoria son solo marcas.
¿Cómo
terminará Elizabeth? Ni los más sabios pueden saber todos los
finales, ella mientras tanto aprovechará las bondades de la ciudad y
del campo. Acá se le ve atareada con los trajines propios del
lugar, dándole de beber leche a Sandokan un ternero joven y jovial,
alimentando a los puercos, acarreando heno para el ganado, ordeñando
a Mariposa, la vaca más vieja y tierna del lugar, espantando a las
palomas que asaltan revoltosas el maizal.
Hoy a
Elizabeth se le ve radiante, con un pañuelo rojo atado a su
cabellera, remojando sus prendas en la añosa batea, ese recipiente
grande de madera, de forma circular sin asas desde donde cuelgan
hilos de espuma blanca. Así está ahora, mirando de vez en vez la
verde falda de la extensa cordillera. Allí estará cada domingo
moviendo las caderas y canturreando alguna melodía pegajosa, en
lugar de las canciones disparatadas del momento. Retrocede al ayer
a esa década prodigiosa donde se acaramelaba el alma con las
canciones de Los Mustang, Los Brincos, Los Bravos, Los Jabaloyas “es
verdad que una vida la empieza una frase de amor”
Remueve
su cintura azucarada como vertiginosa batidora, movida por el ritmo
que brota espontáneamente de sus entrañas de cincuentona. Elizabeth
tararea mientras estruja el último cuello de sus blancas blusas.
“Hoy ya
se, que el amor es la fuerza que mueve la tierra,
que en la
luz de tus ojos mi vida se encierra,
que tan solo
a tu lado yo encuentro la paz”
Así de
feliz está Elizabeth. Quién diría que dos días atrás se había
levantado peleando, con el mismo enfado y galillo de su progenitora y
su abuela Rafaela que cuando les daba por pelear había que dejarles
el espacio para que las palabras circularan sin tropiezos. Ya no
recuerda la causa de la amargura, quizás reclamaba contra el
sistema, contra la jodedera del día a día por la falta de luz,
tratando con cada acción de procurarse un digno bienestar. Sonríe
cuando recuerda que el otro día no más su primo desde el extranjero
le había enviado una foto bien nítida donde aparece todo la finca
San Pedro, los sembrados, el contorno del río con su porfiado andar
serpenteante y hasta las palmeras, obvio sin movimiento, que parecen
haberse acicalado para la toma. La foto había sido bajada de una
plataforma llamada google earth, o algo parecido. Tan claro exponía
el panorama que se juró no ir más a bañarse en cueros al río
porque corría el riesgo de que el satélite justo en ese momento la
fotografiara y saliera ella al mundo desnuda entre esos cerros,
mostrando su aún abundante humanidad, un trasero blanco en contraste
con tanto verde tropical. Elizabeth se echa a reír.
Se evade
del ayer traspirando adrenalina, aspirando aire puro y tranquilidad,
cerrándole el paso al dolor. Aunque la veamos aferrada a la batea en
realidad está coqueteando con la vida, porque al día siguiente
cuando salga nuevamente el sol, con pareja o sin pareja, para ella
todo ha de ser aún mejor.
Fin.
Santiago 05/2015
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