CORREO ELECTRONICO

domingo, 14 de junio de 2009

“Baúl con memoria”


“Baúl con memoria”


Mi entrañable baúl, con magnetismo y expreso enamoramiento, rescata y refresca la memoria, acercándome a los afectos del pasado, entendiendo definitivamente las confusiones y desazones del ayer, dando paso al presente agradecido y concreto. Hoy, me ofrece una carta que nunca llegué a terminar ni enviar porque alguna otra cosa pasó a ser entonces más importante. De estas y otras historias se enteraba mi esposa por correo o a través de sus intempestivas llamadas que podían pillarme en cualquier parte de la isla, porque a pesar de las dificultades propias de ese sistema que torna las cosas simples en complejas, ella se mantenía constante y no cejaba hasta lograr su objetivo, hablarme.

Dice así:

Otro día más. Recuerdo haberme quedado dormido anoche mientras escuchaba a lo lejos a una locutora de televisión anunciando el cumplimiento y sobre cumplimiento de los planes de recolección de frutas y verduras. La incertidumbre no se disipó con tantas buenas cifras, porque igual seguí pensando hasta después de cerrar completamente los ojos si al día siguiente tendríamos corriente eléctrica.

Cuando sonó el despertador a las seis, con el suceso de lo imprevisto, gocé de alegría y alboroté la casa entera dando órdenes: “Despierten que hay luz, pongan el calentador, aprovechen y dejen el arroz de la tarde cocido”.

Hoy he podido afeitarme con la máquina eléctrica que me regaló mi madre el día de mi cumpleaños, artículo que llegó a ella, también como regalo, fruto del esfuerzo desplegado en tantos campos de cañas durante sus innumerables y eternos trabajos voluntarios. Me pude bañar con agua caliente sin necesidad de hervir el agua. Me ahorré el ejercicio de tener que verterla en el cubito oxidado y entretenerme sacando de vez en vez con una latica de carne rusa el agua que ha de correr por mi cuerpo, buscando el cañito y por allí de tubería en tubería sigue su cauce hasta desembocar allá abajo en la playa. Eso somos, agua corriendo por un tubo que busca la salida al mar anchuroso.

Mientras me duchaba, mi madre pudo planchar la camisa y alisar los pliegues del pantalón. Todas y cada una de estas operaciones las hicimos con mucha parsimonia como queriendo disfrutar el momento, sin importar que al cabrón que sube y baja la palanca, que permite el suministro de energía, se le ocurra dejarnos nuevamente a oscuras.
Se escuchaban las voces de muchos vecinos que en lugar de los otrora cantos de gallos pregonaban el bienestar pasajero “ Hay luz”. El alboroto había alcanzado a toda la fauna del vecindario y la rodeaba con un aura de beneplácito y candor.

Me senté a desayunar una taza de infusión de naranja y unos trocitos de pan que mi madre había cortado con exactitud espantosa en beneficio de la buena planificación. Al frente del plato que contenía los ochenta gramos de pan que recibimos ayer por tarjeta descansaban tres dulceras con almíbares de esos que sólo María Rabassa sabe cocer; uno de canela, otro de clavo de olor y el tercero de limón. Un verdadero lujo para estos tiempos de escasez y restricciones.

Antes de que aparecieran los primeros rayos de sol, planchado y almidonado como a mi madre le gusta verme, salí a la calle. “Hoy será un día diferente”- me dijo el presidente del Comité de Defensa de la Revolución al pasar por su lado. Había sacado la chapeadora eléctrica y se disponía con aire de triunfo a dejar pelado el césped. Me molestó el exceso de optimismo reinante. En las esquinas miserables de este barrio se reunían los sonidos de cientos de radios que desembocaban en un gran y único ruido. A nadie le interesaba escuchar una emisora específica, estaban haciendo valer un derecho, el de poder escuchar cualquier cosa. Escuchar y escuchar en este mundo obligado al silencio.

Josefa, desde un balcón, en bata de casa, si es así se le puede llamar al batilongo lleno de huecos y remiendos que llevaba puesto, gritaba: - “Coño, caballeros, esto si es grande. Ahora que hay luz, no tengo ni un puñetero bombillo bueno en toda la casa para regocijarme”. En el barrio todos le perdonan sus chifladuras justificándola por tratarse de una excéntrica. ¿Excentricidades será lo mismo que necesidades?

Me topé con Javier, el guía que conociste en el hotel y del cual te he hablado en varias ocasiones porque hemos sido compañeros de trabajo desde que ingresé a la compañía de turismo. Con él aprendí el oficio de guiar y el arte de encantar al cliente, posteriormente coincidimos en Leningrado durante una larga temporada.

Javier está feliz con la bicicleta que le otorgaron en el trabajo. Tan feliz que no le cabe un alpiste en el culo -palabras de mi madre. Acaba de regresar de Moscú después de haber cumplido exitosamente la labor, que ha desempeñado durante cuatro años consecutivos. A penas llegó, en lugar de un auto le entregaron una bicicleta china pero él no se amilana. Se ve que han cambiado los tiempos. Dice que es mejor así porque no tiene que pensar en gastar plata en gasolina, le sirve para bajar de peso porque ha llegado con varios kilos de más y se quita de encima la preocupación de conseguir un garaje para guardar el carro en caso que lo tuviese. Este artefacto definitivamente es más práctico.

La bicicleta que originalmente está pensada para una persona, se ha convertido en la carroza familiar de Javier. Con mucho ingenio fabricó un asiento delante para la hija, la mujer va acomodada en un mullido cojín sobre la parrilla, sujeta a su cintura. Y en una mochila porta bebé lleva al segundo hijo que es bien pequeñito. Se les ve de un lado para otro acarreando javas y cosas. Mientras más engorda ella, más enflaquece él, quien sigue siendo símbolo estoico de optimismo y simpleza.

A pesar de las dificultades para desarrollar sus proyectos logra sacarlos de alguna manera adelante. Su energía está hoy día centrada en los asuntos laborales, lo mismo hacía en la Unión soviética donde destacó por su entrega incondicional y su buen servicio. Cierta situación desagradable lo involucró con un miembro importante de la embajada de Moscú, quien estuvo a punto de destruir su carrera, pero él pudo más y apareció al cabo del tiempo en Leningrado y Kiev respectivamente a pesar de la amenazas. “Toda decisión siempre produce movimientos” -me decía. Comenzó una etapa de profunda transformación aunque me contaba que llevaba consigo ciertos lazos emocionales del pasado con los que no había podido cortar de raíz. En Leningrado se exigía mucho física y mentalmente y según mi punto de vista gastaba mucho tiempo preocupándose en asuntos que no tenían mayor importancia. Pero Javier para mi fue siempre un ejemplo, persona sana, confiable, optimista, que expresaba con sinceridad sus sentimientos. Todo lo que se propone, lo logra cumplir con ese marcado optimismo que hoy también derrocha a mi encuentro. Quiso detenerse a conversar pero yo con un ademán no los detuve, para evitar que perdieran el equilibrio y el entusiasmo mañanero.

Más adelante, ya estaba sentado frente a su portal el profesor de marxismo leninismo quien debido a tanta lluvia y trueno político de los últimos tiempos ha perdido su empleo. Se ha conseguido, con mucho esmero y dedicación, una patente en el municipio para vender todos los libros que atesoró a lo largo de su carrera y durante los incontables viajes de superación que realizó a Moscú en sus años mozos. Los libros están empolvados unos, arrugados otros, pero al fin y al cabo, buenos. Alcancé a ver de reojo algunos títulos de Mao Tse Tung, de economía socialista y las otrora famosas revistas Sputnik, una copia oriental de las revistas novedades norteamericanas que mi abuelo Manuel Rodríguez Pérez, conservaba desde el cincuenta. No es que tenga yo tan buena vista, solo que los materiales me son muy familiares. También yo coleccioné los números de la revista Sputnik hasta que el Partido reconoció que ya no eran tan buenos y que su contenido distaba del fervor revolucionario propio de nuestros tiempos. De repente desaparecieron de los estanquillos y coleccionarlas ya no es bien visto.

Llegué a la parada y calculé que, como cada mañana desde hace más de tres años tendría que esperar muchísimo por las guaguas que no están y los camellos que no se ven y cuando lograra encaramarme a uno, mi camisa dejaría de ser blanca, nadie creería que fue planchada con esmero por mi madre, quien aprovechó conscientemente la hora de corriente eléctrica que nos regaló el gobierno.

Después de una buena espera, logré subirme a un camión. Al bajar corroboré con mucha tristeza, que había quedado totalmente ajado con el roce agresivo y tempranero de esta inmensa ciudad siempre llena de luz.

La Habana
1994


Comentario: Cuento editado en Santiago de Chile en el 2009