CORREO ELECTRONICO

viernes, 25 de marzo de 2011

"Al acecho"


“Al acecho”

Juanito Buenaventura intenta tomarse una ducha para sacarse la rabia de encima. Se recuesta sobre la pared estucada de su baño colonial y busca en el pasado los retazos que marcaron su genuina masculinidad. Hoy ha vuelto a comprobar lo que siempre supuso, que tras el aparente comportamiento varonil de su profesor de educación física, se escondían evidentes conductas homosexuales.

El profesor los entrenaba en atletismo y a la vez los acompañaba en el campamento durante las largas y agotadoras temporadas de “Escuela al campo”, ese engendro comunista que con el tiempo fracasó porque según el propio gobierno los alumnos gastaban más de lo que producían.

Todas las mañanas, apenas sonaba la campana que anunciaba el “de pie”, el carismático profesor llevado por su irrefrenable impulso comenzaba sus trucos homosexuales. Iba de litera en litera, con la parsimonia propia de quien disfruta el momento, sacudiendo por el pene a los más remolones y los zarandeaba con evidente manoseo morboso: “-A despertar”. Juanito para evitar malos entendidos y no porque fuese pudoroso sino porque se sentía acosado, a pesar del agobiante calor dormía siempre en calzoncillos.

En pleno campo de caña, luego de la jornada laboral, el profesor inventaba juegos muy varoniles – al menos eso decía él- y al perdedor los obligaba a desvestirse y andar totalmente en cueros unos cinco u ocho kilómetros hasta el campamento. Por alguna razón siempre eran los más dotados los señuelos. Juanito Buenaventura fue una de las víctimas. Con las presas al aire y con el azadón al hombro como única e inverosímil prenda, lo hizo marchar acompasadamente guardarraya arriba hasta llegar al albergue. A mitad de camino le ofreció que se calzara las botas proletarias y hasta le ayudo a anudar los interminables y enmarañados cordones. Con más centímetros de pene que edad tenía entonces, Juanito continúo el camino. No le molestaba que se pudieran burlar de él, pero si le incomodaba ser observado. Los sudores propios del cansancio y la humedad, aromas corporales que él desprendía, los percibía el profesor como la chispa que le encendía la libido.

El juego continuaba en el albergue. A la hora del baño, mientras el resto del plantel académico hastiados de tanto lodo, polvo e improductividad, a esa hora de la tarde se dedicaba a sacar las cuentas de los resultados del día, que eran desastrosos, el profesor se encargaba de cuidar las duchas. La altura era suficiente como para satisfacer su voraz erotismo. Extraordinaria tarea. Subido en el muro desde donde partía la tubería con hartos chorros controlaba la llave maestra para evitar despilfarro de agua. Así se entretenía durante largo rato dirigiendo el ir y venir de varones en cueros. A los más chicos los despachaba rápido y a los mayores los deleitaba con interminables duchas. Decía que merecían más agua porque tenían más pelos. Más de una vez se quedó Juanito Buenaventura enjabonado porque no quería permanecer bajo la mirada escudriñadora del desgraciado profesor. El profesor se deleitaba teniendo al alcance tanto hombre en desarrollo, tanto vasto y bruto material, fuertes y robustos, tanto volumen y tanto bello precoz.

-“Restriéguense bien los cojones, que son las que más sudan” -gritaba en tono perverso a los más grandes cuando estaban bajo su estricta lupa.

Juanito trató de mantenerlo a rayas hasta una vez, en el campo de caña, cuando el desdichado se le acercó por detrás y lo sostuvo fuertemente con sus brazos, según él, para enseñarle lucha libre, “Para hacer de ti, jovencito, un hombre fuerte”. Juanito Buenaventura sintió algo duro restregarse en su espalda y una repugnancia lo invadió por completo. Solo se limitó a empujarlo con el codo y arrancar surco adentro hasta perderse en el yerbazal. En dos oportunidades trató de hacer lo mismo, hasta que lo interpeló “Deja tus mariconerías o de lo contrario se lo diré a la gente del Partido”. Parece que esto lo frenó pues nunca más intentó molestarlo.


Le contó a su madre aquel domingo cuando ella vino a visitarlo. Su mamá inicialmente quedó estupefacta pero luego le pidió que callara por dos razones; primero, si su padre se enteraba vendría derechito a cortarle las partes pudendas con el consabido escándalo, segundo, el profesor era una persona honrada, prestigiosa, miembro además del glorioso Partido Comunista. ¿Quién podría creerle? ¡Hijo, no hay evidencias!

Su silencio fue sepulcral y la incomodidad de topárselo de repente lo invadió todo el tiempo. Su pesadilla quedó atrás solo cuando al inmune profesor lo pillaron con otro alumno en una de sus andanzas durante una práctica de Kárate. Los gemidos de placer que llegaban desde las taquillas lo delataron. Podría haber argumentado que su cuerpo negro estaba sudoroso producto del extenuante ejercicio, pero el hecho de haber estado completamente desnudo y en una posición totalmente impropia, lo complicó. No se hace Kárate sometiendo vergonzosamente al contrincante en cuatro patas y sosteniéndolo con ambas manos, una apoyada en la espalda y la otra en la cadera, montándole a bríos como quien doma a una fiera bestia. El juicio final no se hizo esperar. Lo acompañó la suerte, porque al tratarse de un hecho que involucraba a un joven mayor de dieciocho años, lo eximía de otros cargos, así pudo evitar la cárcel. Expulsado de la escuela ya no le cupo recato alguno dando rienda suelta a sus deseos íntimos.

Juanito Buenaventura lo vio hoy nuevamente, después de muchos años, vagando con cara de degenerado por la plaza colonial. Iba atravesando el verde parque central camagüeyano sin dirección aparente, escudriñando un grupo de escolares que conversaba a los pies del Monumento al Mayor. Ahí estaba el depravado, sonriendo, evidentemente al acecho de algún ingenuo tierno jovencito.


FIN