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miércoles, 18 de octubre de 2017

"Moscovita"

“Moscovita”

Manuel aprovecha esta larga mañana de encierro invernal para revisar su estantería cargada de textos, algunos de ellos en su idioma original. No son libros atesorados al azar. Cada volumen lo traspola al ayer, lo envuelve en la magia de lo vivido en otras tierras, tan lejanas, como lo está hoy la suya. Podría estar horas enteras hojeando libros, buscando o registrando personajes ficticios y reales, pero se detiene en un ejemplar muy especial que alguna vez hubo de regalarle Viera Fedorchenko, allá por el ochenta y seis.

A Viera la conoció en Cuba cuando ella realizaba una extensa gira turística por el país, lapso suficiente como para que naciera una linda amistad que el tiempo se encargó de fortalecer. Viera Fedorchenko era una mujer madura, de buena figura que distaba del común de las rusas de su edad. Elegante y distinguida. Tenía rasgos muy finos, ojos vivaces y chispeantes, nariz respingada y aguileña. Por su agilidad, seguía manteniendo la frescura que heredó de la juventud. Poseía una voz armoniosa y convincente. Sensible como cualquier ruso, con una formación tan concreta que hacía lo que le viniese en ganas sin que le interesara lo que la gente pudiera opinar de ella. Apasionada por la historia y el arte ruso, encontró un punto común con Manuel, llenando ambos el espacio de anécdotas sobre Europa, Cuba, y cultura general.

También era muy buena anfitriona. Manuel se percató de ello cuando la visitó por primera vez en Moscú. Su apartamento de la calle Novolesnaya siempre estaba impregnado de aromas exquisitos, hierbas orientales y productos del Cáucaso, que ella compraba en el mercado central moscovita o en las tiendecillas de Arbat, una calle estrecha y adoquinada, con rieles de tranvía en el medio, corazón del barrio bohemio frecuentado por escritores, actores y científicos que andaban de café en café. De allí traía noticias frescas del acontecer intelectual, más las especias que almacenaba como tesoro, conocedora de la escasez que golpeaba al país. No en vano rezaba un refrán ruso. “Las tiendas permanecen vacías, pero los refrigeradores están llenos”. Ella, al igual que el resto de los rusos, se movía como verdadera hormiguita, comprando aquí y allá, guardando productos en el congelador y convirtiendo en conserva todo lo que encontraba por delante para mantenerse abastecida durante el implacable y largo invierno.

Viera Fedorchenko poseía una habilidad especial para preparar manjares y finas ensaladas. Sin importar cual fuese el menú, igual engalanaba la cena con manteles de hilo y buena vajilla. En el centro de la mesa, al lado del samovar, siempre estaba la fuente de porcelana con rodajas de pan negro, plato que no podía faltar en ninguna casa rusa, como símbolo de bienestar por un lado y tributo al eterno pasado ruso por otro. “¿Sabes cuántos gramos de pan les tocaban a los leningradenses durante la Gran Guerra Patria?” ¿Sabes que en esa época se le añadía aserrín al pan para aumentar su volumen?”. Comentaba Viera, mientras colocaba al lado del pan tres pocillos: uno con margarina, otro con sal para esparcir sobre el pan, y un tercero con caviar, exquisitez que Manuel nunca probó por precariedad gustativa. Todo presentado de tal forma que aceleraba el apetito y convidaba a comer al estómago más satisfecho. Antes de invitar a la mesa y mientras ella se debatía entre el humo y los olores de su cocina, Manuel se entretenía con embelecos de almendras y chocolates, acompañados de licores dulces del Báltico y hojeando al mismo tiempo los libros que se multiplicaban entre sí.

Viera como buena lectora, contaba con amplia biblioteca, cosa común en cada hogar ruso. En primer plano estaban por supuesto los libros de Alexander Garenas, su esposo y padre de su único hijo quien para esa época era un mozalbete. Alexander Garenas de nacionalidad Leton, era artista emérito de la Unión Soviética. Artista fotográfico y corresponsal, llenó su vida de encanto y sabiduría, complementando con Viera bondad y espiritualidad hasta que un trágico accidente los separó. La muerte de su marido no la amilanó, sino que por el contrario la hizo más responsable, tolerante, exitosa y confiable. Demostró que ella pertenecía a ese grupo de gente que constituyen la balanza universal de todos los elementos, es el número redondo donde hay luz y sombra representando la evolución física y espiritual. En ella había predominio del intelecto sobre la materia, de la experiencia sobre la fuerza y de un conocimiento organizado sobre el impulso.
Admiradora de Bulgakov, Chejov, Lermantov, Gorky, Pushkin, Tolstoi se paseaba por las antiguas casas de Art Nouveau convertidas en museos en las preciosas, frondosas y tranquilas calles del barrio denominado Patriarshie Prudy, Estanques del Patriarca, situado al sudeste de Tverskaya. Sus árboles añejos la cobijaron más de una vez, entre los retratistas y músicos ambulantes y fotógrafos ansiosos de cultura.

Su delicadeza y enriquecimiento cultural lo compartía con todos. A Manuel lo hizo partícipe de sus andanzas por los teatros más famosos moscovitas como “Durov” y los conciertos más exquisitos en el Bolshoi.

Con Viera, Manuel descubrió el convento de Novodevichiy. Conjunto de brillantes cúpulas doradas sobre unas murallas fortificadas del siglo dieciséis. Es un lugar indudablemente rico en relaciones históricas, se trata de un complejo arquitectónico coherente que presenta el atractivo añadido de contar con el cementerio más venerado de Moscú. En sus terrenos se encuentra un museo de íconos y manuscritos y en el corazón del conjunto se alza la catedral de la Virgen de Smaliensk, que se asemeja a la catedral de la Asunción del Kremlin. Acá están las tumbas de Nikolai Gogol, Antón Chejov, Mijail Bulgakov, Dmitri Shotakovich y el controversial poeta futurista Vladimir Mayakovski. Viera fue siempre gran diplomática y maga absoluta de las relaciones públicas, organizaba, reclutaba participantes, inventaba paseos fascinantes con gran entusiasmo sin perder el manejo escrupuloso del lenguaje. En el hotel “Belgrad” donde Manuel estaba alojado, nunca le prohibieron la entrada. Con su inusual desplante, carisma y habilidad comunicacional se colaba en cualquier parte. -“Voy donde el colega cubano. Lleva media tarde esperando por mi”.

Nadie le pedía se registrara en la recepción del hotel y demostrara con sus documentos ser una persona de bien, como exigía la práctica desde la época de Stalin. Tampoco los miembros de la KGB, apostados a ambos lados de la entrada principal del hotel, le cayeron atrás, persiguiéndola por el lobby para de un tirón de brazos devolverla a la calle. Esas escenas siempre las obvió. Al principio les convenció con su retórica, si es que insistían en recibir explicaciones contundentes. Luego con el pasar de los años se acostumbraron a su ir y venir, hasta que Manuel definitivamente regresó a su país.

Viera Fedorchenko hasta el día de hoy sigue derrochando esa imagen de seres felices que a muchos nos gustaría siempre ver, con ánimo contagioso, maternal, protectora y tremendamente cariñosa. Al menos así la recuerda Manuel, después de veinte años.


Manuel deja a un lado sus recuerdos del ayer y la fantasía satírica de Mijail Bulgakov “El Maestro y Margarita”, devolviendo el volumen a su estante. Al mismo tiempo allá en Moscú, Viera, recostada en su cama, se dispone a soñar. Cierra la entretenida novela que la ha tenido anclada a Cuba la última semana. Pasa sus largos dedos por la cubierta del libro finamente encuadernado “The Old Man and The See” de Ernest Hemingway, y en un español bien articulado, al cerrar sus ojos dice muy quedo: “El Viejo y el Mar”.
Fin

Santiago de Chile, 2008