CORREO ELECTRONICO

martes, 1 de junio de 2010

“Malditos Espárragos”




“Malditos Espárragos”


Estrella se ha tomado un par de aspirinas con un poquito de Tropicola. Al parecer el vuelo tan largo no le hizo nada bien. Cierto que el dolor de cabeza comenzó mucho antes, cuando tuvo que hacer caber en su equipaje miles de cosas que en su amada isla, destino de este viaje, eran indispensables. Nadie puede imaginar los malabares que hizo para repartir, los cincuenta kilos que reunió, en diferentes bolsas para enmascarar los veinte que son los permitidos. Y cuando la controladora de vuelo, allá en Santiago, la miró con desconfianza, ella puso cara de pena y agregó “¡Es que voy a ver a mi madre a Cuba.…Ya tú sabes!”


Cuando ya tenía todo el peso cotejado, una amiga se apareció a despedirla con una lata de espárragos que pesaba más de dos kilos. “Quiero sorprender a tu mamá con algo que allá puedan verdaderamente disfrutar, algo distinto”. En ese instante Estrella volvió a complicarse, pero luego, considerando que su madre tenía una extensa trayectoria culinaria, vasta experiencia en la cocina y un permanente afán por descubrir y reinventar nuevas recetas, tomó el tarro como un acierto. Se encaminó a policía internacional con tono vacilador, pero tampoco allí tuvo problemas. El tarro de espárragos que abrazó con ahínco para lograr subirlo al avión sin que se lo requisaran, constituyó una forma espontánea de que su madre interpretara un nuevo producto tal como lo hizo ella cuando llegó a Chile, pues de los espárragos no sabía absolutamente nada excepto lo que había leído en uno que otro libro de antaño, sin llegar a entender entonces su color, espesor y mucho menos sabor.

Después que se acomodó en el asiento del avión, no sin antes armar un revuelo con tantas javitas a su alrededor y la mirada desaprobadora de la azafata quien trataba de ayudarla pero con evidente mal humor, pensó que todo sacrificio era menor con tal de encantar a su querida madre. Y el tarro tuvo necesariamente que volar entre sus pies, entre otros embelecos, porque ni arriba, en los compartimientos superiores de la cabina, ni en otra parte, cabían. Allí estaban las latas, amarradas a las fuerzas de sus vigorosas piernas para evitar que con el movimiento salieran disparadas hacia adelante, o hacia atrás, nunca se sabe, desplazándose a su antojo por debajo de los asientos o por el pasillo de la nave. Gracias a Dios nada de eso ocurrió.

El comedido chileno que llevaba de compañero de viaje no le dirigió la palabra en lo absoluto, pero sí, la miraba de reojo de vez en vez en forma inquisitiva, como queriendo adivinar porque un tarro de espárragos viajaba aparentemente en calidad de polizonte y por qué ella sonreía sin parar.

Ahora, en su casita de Marianao, recostada sobre sus glamorosas maletas, que distaban muchísimo de aquella de madera, color carmelita, que la acompañaba durante muchos años en las labores de escuela al campo, escarbaba, sacaba y repartía los embelecos. En esta oportunidad trajo no solo fotos, también marcos con vidrios y clavos, y aunque no tuvo espacio para el martillo, procuró echar un serrucho, tuercas y bombillos.

Su madre al ver la lata y leer con detenimiento la etiqueta comentó:
¡Espárragos, Ave María Purísima! ¡Qué ricos!

Acto seguido partió a la cocina. Se apresuró a abrir la lata que trataba de devorar con avidez, mientras su hija le contaba los pormenores del viaje. A Estrella se le hizo un nudo en la garganta porque en la expresión de su madre estaban explícitas las restricciones a las que había sido sometida durante tantos años. La estrechez económica que llega a ahogar, estaba palpitando en ese momento, allí, justo frente a ella. Pero Estrella había prometido callar y regular sus emociones para no poner en riesgo su propio capital que consistía en su amor por su madre, sin importar sus diferencias políticas.


“¡Yo no los comía desde el triunfo!”- insistió su madre mientras engullía con deleite y sin pausa.

A Leonor, su madre, aquellos espárragos le sabían a manjar de los Dioses, hecho que demostraba que cincuenta años de revolución no habían dañado su buen gusto y exquisito paladar.

“¡Yo no los veía desde el triunfo, hija!”- volvió a murmurar.

Estrella, cansada de fingir, le espetó sin miramientos en un tono poco afable:
¡Menos mal que triunfamos!

Su madre la fulminó con la mirada. Se asió al tarro con más fuerza y siguió tragando en silencio y sin pausa, aunque ahora más lento y con evidente desgano.

Estrella quedó perpleja.
Su madre estaba llorando.

FIN




Comentario: Este cuento corresponde a cualquier ilustre período posterior al mil novecientos cincuenta y nueve y el presente. Agradezco a María de La Luz Prado, la chilena que con su tarro de espárragos motivó este relato que cociné serpenteando entre hilos sueltos de fantasías literarias y crudas verdades.