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lunes, 19 de marzo de 2018

Yo era un niño normal

"Yo era un niño normal"


Chile 2018


"¡No señora, qué va!; no siempre tuve una cadera más alta que la otra...... ¡ Yo era un niño normal!"

Hace poco durante un chequeo médico producto de un dolor en la columna salió a relucir el problema: "-Usted tiene una cadera más alta, entre dos y tres centímetros, depende de cómo se coloque y cómo maneje su propio cuerpo"-dijo la doctora mientras me obligaba a tomar diferentes posiciones; unas difíciles, otras incómodas. Me extrañó el exhaustivo examen de la especialista. Estamos acostumbrados en la actualidad a recibir una atención despersonalizada; "matando y salando" como decía mi abuela que traducido era algo así como "Rapidito, rapidito, que detrás hay otros esperando". Hoy día los doctores no tienen la capacidad para diagnosticar sin apoyarse en costosos exámenes de todo tipo. Impávidos se les ve frente al computador tecleando como verdaderos autómatas o empleados públicos. Esta doctora, en cambio, me hizo desnudar y con instrumentos en mano me demostró mi falta de simetría pélvica. Sin necesidad de radiografías comentó: "Sus piernas flacas y largas a simple vista demuestran tener longitudes diferentes". "¡Es cierto!"- le respondí-"Si gusta le puedo contar los detalles pero para eso tendré que remontarme a Cuba, cincuenta años atrás".

Ella placenteramente se recostó en su mullido sillón, se sacó el estetoscopio, e hizo vista gorda del reloj. En tono imperativo pero con una sonrisa cálida me dijo: "¡Cuénteme, soy todo oidos!"
Y como soy bueno para conversar empecé a contar mi larga historia.


Cuba 1968

Corrían los primeros años de la Revolución. La escasez se hacía notar y la tarjeta de racionamiento,  que había debutado cuatro años atrás como algo pasajero, ya era parte inseparable de nuestras vidas. La Tarjeta ( la colocaremos en mayúsculas por su importancia) era  muy apreciada por los partidarios del socialismo como mecanismo regulador en la distribución de alimentos, ropa y enseres. Mi madre desde entonces era fiel defensora del disparatado plan de distribución y no había en todo Camagüey alguien que  pudiera contradecirla. Inmiscuida en ese proyecto colectivo donde unos participaban por convicción, la mayoría por entusiasmo y otros tantos por obligación, aprendió a manejar La Tarjeta  con exactitud. Concatenado a la Tarjeta como medio de censo y apoyo a la gestión estatal estaba el Comité de Defensa de la Revolución que ella fundó a regañadientes de mi abuelo. El Comité abarcaba tres cuadras, desde Francisquito por la calle Rosario hasta San José. Era un barrio residencial con algunos talleres de mecánica, una pequeña fábrica de ron, una triste panadería que moría lánguida por falta de dulces y pan, y un bar de dudosa reputación. También había una barbería  reconocida por su  poste giratorio a la entrada que creaba una ilusión visual muy especial. No se sabía si las rayas azules y rojas subían o bajaban cual carrusel. Bueno en realidad éste ya no giraba y la exquisita clientela de antaño se había esfumado. Unos estaban en Miami, otros presos por rebeldía y otros tantos cortando caña para poder salir del país, según las condiciones que había impuesto el gobierno. "si quieren abandonar Cuba, que trabajen primero". Así de sencilla era la ley.

Dos preocupaciones invadían a mi mamá, ordenar el variopinto barrio y conseguirme un par de zapatos. Corría de un lugar a otro, coordinando,  implantando las medidas comunista en un sector con mucha energía y vitalidad, al cual  si  hiciéramos una incisión  como a una rana,   encontraríamos cuánta sangre diferente fluía por sus venas. A mi mamá a veces  se le veía como perdida en una batalla solitaria. Estaba al frente de un rompecabezas de lo que parecía una galería interminable de personajes: familias disfuncionales, jóvenes rebeldes, mujeres federadas, laboriosos  trabajadores, villanos, delincuentes, burgueses disfrazados de comunistas, inadaptados sociales. En resumen, un verdadero festín de excesos. 

Como le contaba, desaparece el mercado y con él todos los bienes de consumo. Conseguir algo para vestirse era una epopeya. Por doquier se veían largas colas en las que había que marcar días y noches enteras sin garantía alguna de poder comprar lo que se pretendía. Con las camisas y pantalones yo no tenía problemas porque mi mamá tomaba las prendas de mi padre heredadas de la época de Batista. Sin su permiso, obvio, y gracias a la vieja máquina singer sacaba dos piezas de una. Los zapatos en cambio pasaron a ser una  verdadera complicación. Mi padre tenía varios pares pero calzaba un número demasiado grande. ¿Cómo conseguía un par de zapatos para mí?

Fue entonces cuando a  mi mamá se le ocurrió conectarse con la única persona que podía salvarla en ese momento, el vecino, un médico devenido en administrador de una tienda de calzado  ortopédico después que manifestó su intención de irse de Cuba. Recuerdo que el señor tenía un carácter tremendo, era de armas  tomar, no participaba en ninguna reunión de la cuadra, tampoco dejaba que sus hijos se juntaran con la masa comunista y constantemente echaba agua en el quicio de entrada a su casa para que los chicos no se sentaran a charlar en su frente jardín. Mi madre no encontraba ocasión para abordarlo pero conociendo que el señor coincidía con mi padre en el bar de tarde en tarde, le encomendó la tarea. "-Trata de conversar con el viejo camaján ese, a ver si le consigues a tu hijo un par de zapatos. Mira que el pobrecito anda con un huraco en el derecho y el izquierdo pidiendo auxilio". Y antes que mi padre reclamara agregaba: "-Ya que no haces nada por la Revolución, al menos haz algo por tu hijo".

Mi padre, con su humor particularmente agudo, respondía  dando un portazo y se iba a refrescar al  bar de la esquina. El barsito era conocido por todos como "El Bar de la sorda" porque su dueña era corta de audición, por no decir nula. Además  era  coja y  poco agraciada, según mi tierna observación. Dicen que tuvo figura de sirena pero cuando yo la conocí ya distaba de tal apelativo, tanto así que  desde que engordó había dejado de ponerse las manos en la cintura para evitar que los hombres le dijeran tazón de consomé. Y desde el punto de vista cognitivo tampoco era una estrella, creo que de tanto alisarse el pelo se le quemaron todas las neuronas y solo sabía servir un buen café con mucha espuma y contentar a los clientes con  exuberantes tragos de ron. 
Se le veía siempre feliz pendiente del traganiquel, un  tocadiscos traga-monedas de última generación adquirido antes del triunfo revolucionario. Ella se movía ágil entre el aparato de música, la humeante cafetera y el pedido de los clientes.  La mayoría eran mecánicos que andaban ociosos por falta de  trabajo. Es que no había insumos para reparar los autos norteamericanos que circulaban por Camagüey.  Los mecánicos se distinguían por llevar overoles engrasados pero manos impecables y rostros bien lavados. Si algo exigía la señora era pulcritud a la hora de sentarse a la barra.  Opulenta y muy cómoda era esa barra larga y angosta con no más de doce sillas que giraban en 360 grados. Los asientos estaban forrados en cuero rojo que hacían juego al triste letrero lumínico que habían hecho retirar del frente del negocio pero que su dueña celosamente exhibía en el interior del inmueble. Las mañanas eran apacibles pero de repente aparecían como enjambre los mecánicos  sedientos de entretención. Y a medida que avanzaba el día se llenaba el bar con variada clientela. Entre tantos era habitual ver a un borrachito  con pelo desordenado, nariz prominente y  ojos enrojecidos por la ingesta de tanto alcohol que siempre repetía:  "Tomar antes de que se acabe el ron". Y luego agregaba: "Algún día lo pondrán por tarjeta, jijiji". Sus frases cortas con lengua enredada, exponiendo a la luz del día su borrachera a medias, no estaban lejos de la realidad.

Allí pasaba de todo. Una vez vi como uno de los mecánicos se frotaba el overol desde donde  se alzaba un bulto prominente resultado de la lujuria que le provocaban las tetas caídas de aquella señora decrépita y discordante. Mi madre que era muy intuitiva, sin haber puesto jamás los pies en el interior del local, decía que no cejaría hasta ver el último bar mezquino de la ciudad intervenido y cerrado por la Revolución en aras del hombre nuevo. Qué bonito hablaba mi mamá pero en verdad el lugar no era un antro como lo pintaban algunos vecinos.

Los hombres alebrestados  charlaban  con esa intensidad única que les caracteriza pero sin profundizar mucho en los temas. Era como vomitar pero absteniéndose de criticar los desaciertos del nuevo gobierno que ya llevaba nueve años en el poder.  Comentaban de la falta de piezas de repuestos, criticaban el transporte urbano que para tomarlo era como participar en una operación milagro. Mi padre repetía que tenía la corazonada de que el sistema no duraría mucho; "Nadie será capaz de soportar dos años más de desfachatez ideológica y falta de comida. El eco del deterioro se arrastra de esquina a esquina". Era cierto, los servicios públicos estaban mal evaluados, el desarrollo estaba postergado. Todos los días bajaban letreros y anuncios de locales particulares intervenidos y en su lugar ponían encendidas consignas comunistas. Los dueños desaparecían y se instalaban  burócratas con cerros de carpetas, papeles y registros de no se sabía qué. En el bar se vivía una catarsis general que terminaba cuando entraba algún partidario del nuevo sistema. Entonces se centraba cada uno en su tabaco, su vaso de ron o taza de café y de vez en vez levantaba la cabeza en dirección al televisor que en blanco y negro trasmitía el partido de béisbol entre ganaderos y otro equipo nacional.

En honor a la verdad mi papá no iba al bar de la esquina por placer, me explicaba que sus lugares preferidos eran  La Volanta frente al Parque Ignacio Agramonte y El Cochinito, célebres ambos antes del triunfo revolucionario  por la calidad y cantidad. Con las nuevas leyes económicas habían desaparecido de estos restaurantes hasta las masitas de puerco y las cervezas heladas. "Fíjate que en la Pizzeria El Gallo hay que bajar el plato de fideos con un vaso de refresco prieto ( producto nacional). ¡ Qué barbaridad!". Y me llevaba a ese lugar porque la heladería a falta de insumos básicos como la leche y el azúcar se vio obligada a cerrar. Allí al menos tenían todavía refrescos y otras chucherías.

En las tardes a veces la sorda sin percatarse ponía su traganiquel tan alto que se escuchaba en nuestro portal. Nos llegaban boleros pegajosos como ese que rezaba así "mi corazón en amores no me engaña" y yo me ponía contento porque sabía que mi padre de un momento a otro me arrastraría al bar con él.  Mi papá  guardaba sus herramientas en la cochera o en su carro, religiosamente revisaba los galones de gasolina y colocaba en su lugar el matavaca  y un juego de llaves inglesas que valían un dineral. "-Si me roban, no sé donde coño voy a conseguir estas cositas". De ahí al bar. Qué rica una materva o una piñita,  que eran las únicas gaseosas que iban quedando. La coca cola ya estaba perdida. Mientras yo disfrutaba el refresquito, él se dirigía al aparato tragamonedas y se deleitaba buscando música que en casa no podía escuchar, porque hasta para oír a Portabales tenía que dar explicaciones a su propia mujer. Guillermo Portabales  para entonces ya estaba crucificado, lo habían sacado de la disquera nacional. Allí mi padre, con tabaco en mano, se quedaba un buen rato escuchando sus lánguidas, melancólicas y líricas guajiras. ¿En qué se iba a entretener si tampoco había peleas de gallo y la única verdadera distracción que iba quedando era el bendito bar? Y entre tanto bolero y son, él  olvidaba el tema de mis zapatos.

"-Tú padre está sólo para sus amigotes- decía mi madre- y no fue capaz de hablar con el famoso ortopédico".

En honor a la verdad mi papá era de muchos amigos pero no le gustaba andar pidiendo favores. Los hombres allí se juntaban por muchas otras razones; unos andaban sedientos, la mayoría, mangrinos que se contentaban con unas empanadillas de queso donde predominaba la masa y el aceite refrito y escaseaba el producto principal. Las empanadillas y unas masitas de carne de dudosa procedencia eran ofrecidas por la sorda  por pura caridad. De repente aparecía un nuevo cliente con historias sabrosas del territorio nacional. Recuerdo cuando se integró al grupo un guajiro llegado de Guaracabulla, un pueblito extraviado cerca de Santa Clara, que venía a instalarse en Camagüey huyendo de la hambruna que atravesaba esa parte de la isla. ¡ Y vamos brindando por el nuevo vecino! como si en Camagüey nos fuera tan bien.  ¡Al carajo con la necesidad!

A la vuelta del bar mi madre que se había esmerado en mandarlo a la calle almidonado, planchado y perfumado para que ninguna guaricandilla pudiera decir que él no era atendido por su esposa, se lamentaba que el malagradecido  estrujara su pulcra ropa en esos bares malolientes y tétricas cantinas sin poder cumplir el objetivo principal. ¿Cuál?, Conseguir un derecho a un par de zapatos decentes. En la Gran Tula  solo los hijos de los altos dirigentes vestían pulcros mocasines o lustradas botas proletarias, en cambio nosotros teníamos que conformarnos con los zapaticos de plástico si es que llegábamos a  alcanzar alguno por cupón una vez al año.

Cuando mi mamá entendió que con mi papá era imposible negociar se fue ella misma a tocar la puerta del  doctor o como se le llamase. Allí estuvimos ambos y después de una larga conversación, se cerró el tema. "-Mañana lleve al niño al negocio, lo censaremos como dependiente de zapatos ortopédicos y de esa manera de ahora en adelante nunca le faltará un par".

El doctor - administrador cumplió su promesa y en la Tarjeta de racionamiento quedó estampado el sello que certificaba que desde entonces yo tenía que usar zapatos ortopédicos con ciertas medidas. Una vez al año tendría ese privilegio hasta que la situación del calzado nacional mejorase. Incierto panorama.

Desde ese entonces tuve par de zapatos ortopédicos que si bien no respondían a mi íntegra fisonomía, resolvía un  problema real. Solo que nadie intuyó que el doctor no estaría para siempre. Al año siguiente se marchó del país y me dejó atado a un dictamen fraudulento y errado. Para acortar la historia, le cuento que tuve que seguir durante varios años calzando zapato nuevo con veredicto irracional; dos centímetros más en el lado izquierdo. Al cabo de muchos años gracias a otra movida genial de mi madre que involucró a importantes funcionarios se logró obtener una nueva Tarjeta sin el timbre de "necesita un zapato especial" y pasé a ser nuevamente, a esa altura de la vida, un joven "normal". 

¿Podría hoy día juzgar al doctor o a mi madre por querer dar solución a un problema real? La vida va dando vueltas y lo que ayer encontramos ideal hoy nos castiga y retuerce. La situación del calzado nunca mejoró como tampoco mejoraron otras tantas cosas en mi Cuba querida. En resumen, esa el razón de mi desbalanceada fisonomía. Como ve doctora, esto no resiste otro análisis. 

¡Valor!- sólo alcanzó a exclamar ella.

Acto seguido se incorporó para abrazarme. Ambos nos echamos a reír.


FIN

Santiago de Chile 2018