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lunes, 10 de diciembre de 2018

“Entre Hemingway y el mar”

“Entre Hemingway y el mar”


Hoy, como siempre, el mar me ha inspirado nuevas ideas. Me da libertad suficiente como para sentirme sana y fuerte. Por eso lo miro desde mi balcón, por eso trato de escucharlo desde mi cama, cuando en el barrio cesa la algarabía. “Pero esta vez no iré al malecón” - pensé al levantarme. Total, es la imagen que se repite a diario, y de todas maneras, hasta mi cuarto llega sin permiso ese aroma crudo, marino, cargado de sal y frescor.

También podría haber ido a casa de mi madre, que, mal que mal sigue siendo mi paño de lágrimas. Ya te conté que se mudó para La Habana, que logró con mucho esfuerzo sacarse de encima a Santa Cruz y Camagüey. Según ella lo ha hecho por tres fuertes razones: Apoyarme en este estado, estar cerca de mi hermano que está estudiando licenciatura en la Universidad de La Habana, y por último, cortar definitivamente con mi padre. Comentarios textuales de Maria Rabassa: “Prefiero estar bien lejos, tanto, que no tenga que seguir viendo el carro de tu padre parqueado dos cuadras más allá donde sus famosas guaricandillas”. Papi no ha cambiado para nada, sigue pellizcando fondillos ajenos y revolcándose en cuanta cama se le ofrece.

“No. No voy a ir a Buena Vista- me dije-, porque vendrán las recriminaciones, las mismas quejas de mi madre, los mismos reproches”. “Voy a ir hasta el Coppelia y me voy a subir a la primera guagua que aparezca”-concluí, mientras me emperifollaba- “Ojalá no tenga que esperar mucho, porque el solo hecho de ver al frente esa cola inmensa para comprar un maldito helado, me desanima por completo y se me mete la depresión en el cuerpo”.

Por suerte llegó la dichosa guagüita y sin darme cuenta ya estaba rumbo a Cuatro Caminos y seguí más allá, hasta San Francisco de Paula donde el verde es más intenso y cálido. Pude haberme bajado en La Cumbre, donde vive temporalmente Isabel, una amiga camagüeyana, pero no sabía con qué panorama iba a encontrarme, así es que decidí apearme en La Vigía para visitar el museo Ernest Hemingway. Ya había estado allí en otras ocasiones, consultando y buscando detalles para algún trabajo del taller de literatura, trabajos que se convertían en placer por toda la magia que encierra el lugar. No, si el viejo era astuto y se buscó el rincón más apartado de La Habana, sin llegar a estar lejos del bullicio del Caribe mundanal. Se mudó a ese paraíso en el cuarenta, cuando su esposa se cansó de las cuatro paredes del Hotel Ambos Mundos, de su atropello machista y de las visitas intempestivas de tantos cubanos. Pero según cuentan, los amigos cada vez fueron más y esta casa no lo vio tan seguido como su yate Pilar y su Bodeguita del Medio. Algún día tendré que tomarte un mojito en ese bar bohemio y tradicional. Vive lleno de extranjeros, porque es la parada obligada de cuan turista llega a la isla, y mira que no son pocos.

Pero yo te estaba contando de La Vigía. Imagínate, diez hectáreas cubiertas de exuberante vegetación, helechos, orquídeas, rosas, mantos, buganvillas, frondosos árboles, jagüey, yagrumas, fícus, palmas, sauce llorón, entre muchos otros. García Márquez una vez dijo, que este había sido el verdadero hogar del artista. Yo lo percibo así por todo lo que hay en él, por el amor que entregó en cada planta, en cada detalle, en cada locación. No en vano vivió aquí sus últimos veintidós años , si mal no recuerdo. Yo me enteré que dos de sus obras más importantes fueron terminadas aquí: “Por quién doblan las campanas” y “El Viejo y el Mar”. Y trato de entender ese encanto que sale de su pluma con esta vista maravillosa hacia La Habana. Así cualquiera puede escribir, dando rienda suelta a su imaginación cual manantial de limpias ideas. Paseé por el parque antes de echar una mirada a la casa. Total, ya la conozco de memoria y al final del sendero, frente a la piscina, al lado de la tumba de sus perros Black, Negrita , Nerón, y un cuarto que no recuerdo, me tiré en una de las sillas que él también ocupó y que gracias a Dios, aún no han enmarcado en el contexto museístico con el famoso letrero “prohibido sentarse”. Y estuve tan ida o ensimismada en mis propios pensamientos, que tuvieron que tocarme en el brazo para advertirme que ya estaban por cerrar el museo.

La negra regordeta, con delantal blanco y cofia parada frente de mí, me hizo creer de repente que me anunciaba la llegada del escritor. Pero luego esa imagen fue tomando su cruda realidad y el blanco cambió por el verde olivo y la cofia por la boina de rebelde. La miliciana, custodia del museo, me dijo: -“Muchacha, usted lleva aquí más de tres horas. Yo creo que debe ser artista, porque su mirada refleja alucinación por este lugar”.

Yo, sin responder, pensé: - ¿Qué cubano no es artista?

Por su gesto entendí que ya no podía visitar la casa y que por esta vez, me privaría de ver, aunque a través de las ventanas, la colección de nueve mil libros, sus trofeos, sus cuadros, sus rifles, todo en un orden tan personal y distinguido que da la sensación que Hemingway aún vive y que tarde o temprano deberá regresar, de un momento a otro, de una cacería o de su yate. Suspiré profundamente y sujetándome con fuerza de ambos brazos de la poltrona donde descansaba, me impulsé para erguirme. El peso de esta barriga se siente, este criatura se hace notar.
Con qué poco se conforma el ser humano. Yo fui feliz en un entorno familiar y ajeno a la vez. Me olvidé de que no tengo todo lo que necesitará el bebé cuando nazca, que no he podido conseguir aún la lavadora, que se me hará la vida más difícil cuando tenga que lavar tantos pañales, que tendré que acudir a la vieja chismosa de al lado cuando necesite ayuda. Porque no solo de pan vive el hombre, dijo Martí y tenía razón. La espiritualidad trae consigo la humildad.
La crisis sirve para aprender. Si uno está alerta a sus emociones puede en lugar de reprimirlas, buscarle cauce a través de detalles armoniosos y momentos cumbres. A mí, la visita no planificada a este lugar, me dio la posibilidad de sentirme más feliz, más libre y más plena. Y ese estado quiero trasmitírtelo a ti para contagiarte con buenas vibras, para que sientas que desde acá sigo tus pasos y cuido tu espíritu. Estas horas me devolvieron la cordura y las ganas de seguir viviendo con más entusiasmo por mí, por los míos, por mis amigas, como tú. Llegué a la casa con más bríos y me senté a orarte para hacerte partícipe de tanta maravilla y reflexión.

¡Comisión Vencedora Africana!, protégeme siempre y concédeme la posibilidad de hablarte hasta la eternidad.
Ay, se me olvidaba preguntarte: ¿El nombre del cuarto perro no será Jack?

Fin

Comentario: Extracto y versión de uno de los capítulos de la novela “Parece que fue ayer”.