CORREO ELECTRONICO

jueves, 12 de agosto de 2021

Mientras, en Antanas crecía una rosa

 




"Mientras, en Antanas crecía una rosa"

¿Se puede olvidar el aroma de una rosa en su estado natural después de vagar veinte años por el espacio estelar? ¡Jamás!

Eso lo tenía muy presente Neringa Dulkinaite la cosmonauta septuagenaria, quien tras un lamentable y "ridículo accidente ", como ella lo llamaba, había quedado varada en las arenas de una diminuta estrella que ella rebautizó como Antanas en honor a su padre quien siempre se enorgullecía de sus andanzas.

Desde tiempos remotos los viajes intergalácticos habían dejado de ser propiedad de uno u otro estado; pero Rusia mantenía la hegemonía y Baikonur, el cosmódromo más grande del mundo situado en la república de Kazajastán, seguía siendo la gran puerta rusa al infinito.

Desde allí había partido Neringa incontables veces en periplos que incluían a Marte, Venus y otras estrellas cercanas. Los descubrimientos científicos del siglo XXI ayudaron a crear una red intergaláctica que ella supervisaba desde su nave laboratorio y abastecía de suministros a otros enclaves satelitales. Antanas no tenía nada que ver con su natal Vilnius, era más bien similar a Baikonur y sus agrestes alrededores, un vasto terreno sin domesticar donde la poca maleza era arrastrada por el viento impetuoso y hostil, pero era rica en carbón, uranio y cargada de permanentes rayos de sol.

Neringa aparte de arreglar su maltrecha nave laboratorio y buscar rutas cercanas para un posible rescate, ocupo su tiempo en cultivar semillas de varias plantas: girasoles, hortensias, camelias entre otras, en una cámara especial subterránea. Al cabo de un año de haber llegado a ese lugar solo la rosa nació y fructificó a pesar de las condiciones poco favorables para su adaptabilidad. La planta como siguiendo temporadas terrenales propias de un país tropical empezó a brotar y para su sorpresa vio de su tallo surgir una vigorosa rosa. Nada cambiaba con el paso de los años excepto el ciclo de vida y muerte de la rosa de turno. 

Neringa, quien a esa altura había perdido toda esperanza de un rescate, curada de la angustia por regresar, sanada de nostalgias y preocupaciones del ayer buscaba en su rosa amparo. Cómo no, si era su única compañía. Ya no había espacio para su Vilnius, ni para su padre. Tampoco le preocupaba en qué condiciones estaría su país disputado, sitiado e invadido de vez en vez por finlandeses, polacos, alemanes y rusos. ¿Estaría la tierra siendo azotada por nuevas guerras o indescifrables virus? Ya no importaba. Conocedora del espacio descartó el rescate y centró su universo en la rosa.

Neringa nunca se imaginó que aquellos instrumentos que salvó junto a varios insumos alargarían su estadía por muchos años y la vida de su planta.

Atrapada en su magnetismo y embrujo titánico conversaba con la rosa y seguía el ciclo repetitivo anual: verla nacer, vivir largos meses y luego morir. Sabía que brotaría otra rosa de su antaño y único rosal. Cada mañana llenaba sus pulmones con su aroma y ese olor le trasmitía sensaciones que había creído desterradas para siempre. Increíblemente la rosa le ofrecía el contacto con la tierra, con su planeta olvidado tras tanto tiempo de soledad en el anchuroso espacio estelar.

Y así fue durante veinte años hasta aquella mañana cuando Neringa supo que llegaba el final. Tendida en su litera, sin fuerzas para incorporarse, vio que la rosa la miraba tiernamente como queriendo brindarle un placentero sueño eterno. Con un color púrpura poco común mostraba sus ardientes pétalos que aleteaban y trasmitían un sonido que hasta entonces había sido imperceptible. Delicada la rosa desparramaba su olor habitual multiplicado. ¡Mi última rosa, tal vez! - musitó Deringa.

Cierto, la última rosa, terrícola por definición y estelar por naturaleza, fruto de una planta que se había convertido en su obsesión, vivió tanto como ella la cuidó.

lunes, 12 de julio de 2021

“El mundo y sus caderas”

“El mundo y sus caderas”

Ella supuestamente viene de vuelta a esta hora del día. Abandona el Paseo del Prado con su belleza innegable, con su sabor a trópico y al aroma que provienen de esos saludables árboles, los mismos que proveen de sombra y frescor al tumulto de negritos sin camisas que improvisan un juego de béisbol. Esquiva ligeramente y con gracia una pelota que se le viene encima. Sin fijarse en la luz del semáforo, porque carros no hay tantos, cruza la calle. Atraviesa el Parque Central en diagonal. Detrás los conductores de bicitaxis, que esperan por turistas para acarrearlos hacia el casco histórico, se extasían con su meneo y el derroche de primavera que despide su piel. Todos se voltean para apreciar su retaguardia, en lenguaje más vivaz, para disfrutar sus nalgas frescas, esa mole de carne y fibra africana, gacela lucumí que llegó reencarnada en mujer exuberante a estas tierras caribeñas. Nadie se imagina que tiene más de treinta, pero algunos saben que se llama María Cristina y que es oriunda de un batey de Camagüey. Ella percibe orgullosa los chiflidos de sus admiradores. Sin detenerse, se lleva una mano a la cintura y aspira fuertemente el olor a sal que viene del malecón cual droga natural que la hace delirar en este ir y venir por su gran ciudad.

Todo el mundo quiere opinar. De ella se dice que es santa, otros juran que es puta, que tiene a los hombres alborotados con su bemba colorada y esas sayas tan ceñidas; que anda por La Habana cambiando por plata su cuerpo; que no sabe de sentimientos, solo de tragos, de aventuras; que no apaga nunca su sed de consumo y sexo.

Lo cierto es que muchos extranjeros prendados de su exquisita sabrosura “amplia y democrática”, le salen a su encuentro robándole el tiempo. Ella con sus desventuras y angustias está siempre a la vanguardia, ávida de emociones fuertes, pero concentrada en sus

retoños. Su corazoncito pertenece a sus hijos, a esos que van de pañoleta color rojo furioso a la escuela del barrio. Aunque estén concientizados porque quieren ser como el Che, le deben su pulcritud al dólar que ella consigue con sus mundanos servicios y al trueque diario en el mercado no tradicional.

¡Que el mundo comente!; Qué importa. Ella sigue su recorrido habitual.

Atrás quedan las palmeras que rodean el monumento a José Martí, despeinadas por el viento. Pasa contoneándose como rabiosa batidora frente a un edificio neoclásico que se resiste al abandono del tiempo, y a otros de antaño mucho más añejos y deteriorados con vitrinas vacías con cierto deje de tristeza vespertina. Se detiene en los portales del hotel kempinski y el aroma que sale de su interior, muy distinto a este otro de esta habana nauseabunda, la trasporta al mañana que cree será suyo. Su objetivo está trazado. Logrará salir de la isla de la mano de un tipo con plata aunque sea en el último asiento de clase económica de algún avión. Será el puente entre dos orillas que siempre anheló. Afuera llevará una vida sana sin preocupaciones, comerá bien (está pensando en un bistec), olvidará que alguna vez compraba con talones. En un restaurante sin que la miren como prostituta, disfrutará de un verdadero café. Vestirá de seda, fumará otra vez. Escuchará boleros que le sabrán a nostalgia con reminiscencia del ayer y junto a sus hijos bajo otra bandera y lengua extraña renacerá de esta vida ruinosa. El claxon estrepitoso de un almendrón la devuelve al Ahora y el Aquí.

Desde allí divisa el emblemático bar El Floridita. A las afuera del recinto, donde el nobel norteamericano Ernest Hemingway solía disfrutar el refrescante Daiquirí, un turista a la estampa del escritor intenta comprender fugaces momentos de los cubanos mientras se deshace de un negro que a hurtadillas le ofrece Habanos, según el traficante, de verdadera calidad. El yanqui al verla, le hace una seña. Ella no se hace de rogar, cruza la calle en puntillas, se le acerca erótica. Desparramando gracia, esboza una sonrisa lasciva y tomando de la mano confianzudamente al vetusto semental, entra altiva cual morena desafiante al famoso restaurant.

FIN


Participación en el taller de literatura Duoc 2021