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lunes, 5 de febrero de 2018

“El suave brillo del amanecer”

“El suave brillo del amanecer”

Sonia retrospectivamente se ha puesto a pensar mientras tararea estrofas de una canción que hubo de haber escuchado inconscientemente cuando venía en el carro desde Fort Lauderdale hacia la playa:

“Sueña con lo que es querido,
Calla lo que hay que callar”.

No debe tratarse de un bolero, porque esos se los conoce todos. La música romántica la traslada al pasado. Inevitablemente regresa donde Alberto, porque hay y habrá cosas al otro lado, que jamás podrá olvidar.

Sonia y Alberto habían dedicado toda su vida con mucho fervor a la causa revolucionaria, habían sudado la gota gorda en las largas jornadas de trabajo voluntario, cortando caña o sembrando café, habían colaborado en las tareas de construcción de escuelas y hospitales y se les veía participar activamente en las reuniones del Comité de Defensa de la Revolución. Juntos habían sacado adelante la empresa y no con cifras infladas como hacían sus colegas para congraciarse con los altos dirigentes, sino revisando hasta altas horas de la noche cada detalle, modificando procesos, reutilizando materiales, optimizando. Últimamente habían acudido al llamado del partido para formar parte de las Milicias de Tropas Territoriales. Estaban al pie del cañón, pero no podían comulgar con desmanes, ni avalaban el despilfarro propio de las fiestas que hacían los grandes camaradas. Poco a poco empezaron a sufrir los rigores del que va contra la corriente. El cartel que cada mañana veían al llegar al trabajo “Este país es para los revolucionarios”, los fue lacerando, se fueron atragantando con tanta consigna sin sentido y cuando el país se les hizo definitivamente chico decidieron marcharse. “No se puede ensayar la libertad estando encerrado en paredes construidas por la dictadura”-era una de las tantas frases que les escuchó decir.

Planificaron durante un largo tiempo la fuga en balsa, pero para no correr los riesgos típicos de otros y contando con los recursos que le proporcionaba su empresa se tomaron su tiempo. Confiados se lanzaron a la vía por el cambio, pero cautelosos para evitar el fracaso. Cuando notaron que los frecuentes ruidos que escuchaban al tomar el auricular, delataban que sus llamadas eran interferidas y que en ellas participaban más de dos personas, tuvieron que apurar la causa. La gasolina que le asignaban para trasladarse en su carro soviético marca Lada, la iban almacenando en cubos metálicos que guardaban en la cochera de la casa lejos de la vista de vecinos curiosos. Se cohibieron de paseos innecesarios, pero ingresaban a la hoja de ruta destinos imaginarios para de alguna forma demostrar los gastos de bencina sin levantar sospechas. Una vez reunido todos los aparejos y comprobado que las condiciones climáticas no le jugarían una mala pasada, concretaron el viaje. Se suponía que no se enfrentarían a esa lluvia insensible y despiadada que cae y cae convirtiéndose en tormenta, arrastrando en muchos casos a los balseros a las profundidades del océano. ¿Cuántos habían muerto en el trayecto?.

Esa noche de Enero, rompiendo el silencio e interrumpiendo el murmullo del mar, que por la quietud era casi imperceptible, se propusieron zarpar sin despedirse de nadie. No habían aves revoloteando que señalaran el rumbo, ni faros. Iban a oscuras para no llamar la atención de guardacostas o patrullas. Atrás iba quedando el pueblito de Jaimanitas, que con mucha pena se desdibujaba para formar parte de todo el litoral habanero. Con sus pocas luces, la mitad de la ciudad estaba bajo la sombra siniestra del eterno apagón.

Sonia sabía que el mar no lo era todo, que había que darse prisa para salir de este trecho lleno de fantasmas, de esos que quedaron atrapados en el sueño y sucumbieron sin ver el otro lado. ¿Sospechó Sonia alguna vez antes de partir el riesgo que esto significaba? No. Nunca imaginó que no era lo mismo el sonido de las olas cuando rompen en la orilla, que el vaivén de estar a mar adentro. Se acordó de Danielito, un vecino del barrio, que estaba hacía un par de meses en presidio después de fracasar en su cuarto intento. De nada le sirvió el entrenamiento a orillas del Tritón durante dos semanas, cuando trataba de ayunar, dejaba de tomar agua, de día se tendía en la playa con un taparrabo por traje de baño para ir curtiendo la piel, se embadurnaba a falta de bronceador con una poción compuesta por mantequilla y petróleo y de noche se iba con un amigo a ver el comportamiento de la luna con respecto al movimiento de las olas. Luego tuvo que desplazar el lugar de entrenamiento a otra playa cercana, pues ya la Seguridad estaba al tanto de los menesteres de los cubanos que se van a la costa supuestamente a ver las estrellas. Si seguían allí podrían detenerlos. ¿Qué podían alegar en su defensa dos jóvenes que se entretenían contemplando el infinito a altas horas de la noche? Los metían al calabozo por maricón y subversivos a la vez. Todos rogaban que el entrenamiento les ayudara a soportar la travesía en una precaria balsa que consiguieron, donde la realidad superaba toda expectativa. Fue su último intento por hacerse héroe balsero porque antes que lograra esfumarse en el horizonte, un medio naval de Tropas Guardafronteras detectó la precaria embarcación y los detuvo. Apretado como sardinas lo encontraron junto a otros tres jóvenes. Y juntos siguen hoy en una oscura celda de rehabilitación.

Sonia con los manos apretadas y los dedos entrecruzados oraba por el éxito de la travesía. Sonia pensaba en la muerte pero no había descartado para nada la vida, pues era ella quien los había obligado a tomar esta dura decisión. La patria quedaba atrás, tan adolorida como ella misma, con la diferencia de que al menos tenía ilusiones, quería rehacer su vida, empezar de nuevo. Sus sensaciones eran intensas, y prefería no hablar porque el dolor no tenía lenguaje. Pensaba en su pasado y presente pero su corazoncito latía más por el futuro, que estaba en la otra orilla esperándola ya.

Repentinamente un estruendo seguido de un silencio los alertó que había problemas con el bote. A Sonia el detenimiento definitivo de la lancha la hizo devolverse a la indiscutible realidad. Trataron de hacer andar el motor nuevamente. Alberto echó manos a la caja de herramientas que portaba para casos de emergencias. Estuvo más de una hora juntando cables y tuercas sin resultado alguno. Se dio por vencido. Hasta allí llegaban sus sueños. El motor estaba averiado y ante la imposibilidad de remar hasta la Florida tuvieron que regresar a suelo patrio con la misma premura con la que partieron.

Remaban y remaban con la orilla registrada en la esperanza. Sonia miraba hacia abajo o al lado pues daba lo mismo, por doquier agua y ese inmenso profundo que había condenado a tantos a una desaparición definitiva. ¿Y si naufragan?. En el peor de los casos, algún diario de Miami hubiese hablado de ellos si es que alcanzaban a ver restos de la embarcación, pero en Cuba, su tierra querida, no se diría nada, el silencio los cubriría como castigo perpetuo. Sus parientes seguirían empujándose al subir a las guaguas, continuarían haciendo las mismas colas para comprar los ochenta gramos de pan ácido y volverían a asistir a los multitudinarios actos en la plaza como si nada hubiera pasado, hasta que el tiempo los dejara por si solos lucubrar.

Por suerte para Sonia y Alberto, las costas cubanas estaban siendo cada vez menos patrulladas por los guardafronteras y podían evitar un desagradable encuentro. Tenían que llegar pronto a La Habana. A la mañana siguiente cuando notaran su ausencia o más tarde cuando fuese ya una realidad que ambos se habían fugado, en el diario mural de la entrada del trabajo aparecería escrito “Abajo los traidores”. Imaginarse ver sus nombres con letras bien negras le ponía a Sonia la piel de gallina. No sería capaz de tolerar un acto de repudio. Tenían que apurarse y llegar ya. En pocas horas deberían presentarse a trabajar como si nada hubiese pasado. ¿Podrían esconder tanta desgracia junta?. ¿Serían capaces de disfrazar lo acontecido?.

Dios estuvo de su lado. Les pilló el alba recogiendo de vuelta los enseres. Al parecer nadie en la cuadra se percató de nada, menos en la oficina donde se incorporaron nuevamente con su rutina habitual, pero sin alas en el corazón. Los cubrió la sombra de la desdicha y días más tarde su esposo fallecía en una clínica cubana producto de un derrame cerebral. Recostada al ataúd donde ya descansaba su esposo le prometió que ella insistiría en salir del país y llevaría consigo su sueño.

Sonia se sumó en la angustia pero no cejó en su empeño y un año más tarde gracias a su dedicación y empuje logró abandonar Cuba por la vía legal. Un Ilushin 62 la llevó a la tierra que quiso compartir con su marido, la remontó a los sueños que juntos tejieron y la separó definitivamente de la cara obscura de la luna, como ella decía refiriéndose a Cuba.

Ahora desde la otra orilla recuerda con tristeza y pasión, mientras ve aparecer frente a ella, por el horizonte, una vez más, el suave brillo del amanecer.

Fin

La Habana 2006