Alguna vez escuché que José Fuster se había establecido en esta comunidad playera, allá por el setenta y pico. Me consta que con mucho esfuerzo y dedicación, sofocado por las intensas horas de calor frente al horno, creó y creó sin cejar hasta conquistar primero al barrio, luego al mundo con su peculiar arte de encantar. Sus inquietudes las traspasó a Alex, su hijo, con quien mantuve una estrecha amistad, y a quien he venido hoy a visitar. Grata y descomunal sorpresa me llevo al percatarme que todo el barrio lleva el indiscutible sello de los Fuster. Entre tanta pintura y escultura es difícil reconocer su morada. La otrora típica casa de playa con su pequeño taller, se ha abierto y extendido a toda la vecindad y amenaza con tomarse el mar.
La aceptación cada vez mayor de su obra estableció paulatinamente la necesidad de ampliar las capacidades y objetivos iniciales del minúsculo tallercito. Ambos han enriquecido su andar en aras de dar respuestas a las nuevas exigencias, pero sin olvidar jamás su comunidad, que hoy disfruta de su obra en fachadas y techumbres, aquí y allá. Oleos, maquetas y cerámicas, no enjauladas en museos, sino expuestas al universo, acariciadas por la brisa del Caribe con sabor a sal, de frente a cada ciudadano de jeans o guayabera, sin ideologías a cuestas, porque a la hora de apreciar el buen arte, da igual.
Evidentemente, acá el escaso espacio temporal de lo efímero se transforma en patrimonio de una colectividad. Palmas, gallos multicolores, animales de corral, bohíos de tabla y guano y guajiros de machete a caballo alborotan el lugar. De todo lo anterior se desprende y emana el sentido de pertenencia, la aceptación y el reconocimiento, por parte de la comunidad, de la obra de Fuster insertada ya como un hecho sin precedentes en la historia de la plástica nacional.
Comentario: http://www.josefuster.com/