CORREO ELECTRONICO

viernes, 6 de mayo de 2011

“El único camino”





"El único camino”

 
“No me quiero morir sin trasmitirte todos mis cuentos”- decía mi abuela Manuela Cedeño, sentándome sobre sus piernas. Cada domingo antes de partir de vuelta al campamento me hacía oír los relatos de antaño escuchados de boca de sus abuelos y que estos a su vez aprendieron de los abuelos de sus abuelos que venían de siglos anteriores; historias de esclavos, de negros cimarrones, de mulatos libres, de piratas y ladrones, de vivos y de muertos que se paseaban por los mares del caribe como Pedro por su casa.

De mi abuela escuché por vez primera la historia de “José en calzoncillos”. Se supone que fue el antiguo dueño de la casa de Rosario donde vivíamos. José, después de muerto y por largo tiempo no se dio cuenta que debía abandonar definitivamente este mundo, quedó el pobrecito atrapado en el limbo, ese espacio que media entre la muerte y la otra vida, la del Más Allá. “En ese estado muchos se estancan- afirmaba mi abuela- por temor a explorar ese mundo infinito que todos indiscutiblemente tendremos por delante. Se adhieren a este, al que ya conocen, con una fuerza brutal para que no lo saquen ni con rezos ni con vasitos de agua”. Mi abuela hablaba tan bonito y con un tono tan convincente que no dejaba dudas pendientes.

El limbo, según mi apreciación, debería estar entre el frondoso y antiguo flamboyán y la mata de mangos del fondo de la casa, porque allí se entretenía José en calzoncillos molestando con sus travesuras. El escondió las llaves del escaparate mayor de mi abuela y por su culpa ella reaccionó violentamente enfrentando a la criada, la última que nos quedaba. Manuela Cedeño la zarandeaba por los pelos mientras le gritaba- “Ladrona, devuélveme las llaves”. Sin parar, arremetía una y otra vez “Cabrona, dónde carajo las metiste”. Todos quedamos atónitos, primero por el exabrupto de la abuela y segundo por su lenguaje poco comedido. El manojo de llaves nunca apareció y tuvieron que llamar a un cerrajero para estrangular la cerradura. La criada anduvo cabizbaja por largo tiempo, con un mutismo superior a sus fuerzas. La única vez que habló, fue para decirme: -“¿ Para qué iba yo a querer el armario entero cerrado?”.

Estas y otras historias me mantuvieron atento y aunque a veces un poco incrédulo, no voy a negar que las encontraba igualmente auténticas y bastante atractivas. Y todo mi escepticismo, si es que hubo, sucumbió aquella vez que tuve que viajar solo desde Camagüey hasta el internado, donde cursaba el sexto grado. Mi papá estaba tan comprometido con su trabajo y con las mujeres que complicaban su existencia que nunca halló tiempo para acompañarme, en cambio mi madre estuvo siempre presente excepto esa tarde. Imaginé que ella se moría de pena por no poder hacer el viaje conmigo, pero como yo conocía tan bien su modo de operar y sus múltiples responsabilidades, también entendí en ese momento que alguna tarea de mayor envergadura relacionada con el Comité de Defensa de la Revolución o de la Federación de Mujeres Cubanas le impedía salir de la ciudad.

Antes que partiera la guagua que llegaba solo hasta Cuatro Caminos, un entronque situado a cinco kilómetros del campamento, me llenó de recomendaciones y otro tanto de libras repartidas entre mi maleta carmelita y la jaba de comida. Todo calculado por su propia fuerza adiestrada a cargar bultos de un lado para otro. Cuando el ómnibus comenzó a moverse se centró en mi mirada de asombro y estupor. Corrió unos metros al lado de la guaguita dándome las últimas instrucciones:
-No te aflijas que el viaje es corto.
Desde la ventanilla yo la veía como apuraba el paso que ya convertía en carrera para seguir a mi lado. La guagua dobló en dirección a la avenida y lo último que alcancé a escuchar antes de perderla de vista fue:
-No te olvides de compartir la comida con tus compañeros.

En Cuatro Caminos, al bajarme, me invadió un escalofrío descomunal. Recuerdo como si fuese hoy mismo que ya había oscurecido, que la noche se me vino encima apenas había doblado la primera curva. Para atrás no podía volver porque intuía que en la parada maltrecha de ese lugar no debería haber alma alguna. Así que no tenía más remedio que seguir el rumbo con mis bártulos a cuestas. La noche estaba tan cerrada que apenas se divisaba el camino. Agucé el oído para distinguir el borde de la cañada que llevaba velozmente mucha agua de regadío, la misma que refrescaba los campos de cultivo. Tanto era el susto que no me atreví a mirar hacia atrás. Sentía claramente mis pasos y el peso de los bultos. A la derecha llevaba la maleta carmelita, que bien podía ser roja o verde, por tratarse de los colores que hacían plenamente feliz a mi madre, pero el color obedecía a las estrictas normas del campamento. Con la mano izquierda sostenía con igual esfuerzo una jaba de saco con las porciones alimenticias para la semana. Una lata de leche condensada, un pomito con azúcar prieta para hacer limonada, un par de botellitas de Materva y Piñita y unas maltinas, un frasco de mermelada casera que preparaba mi abuela; unas veces de guayaba o de tomate maduro, y las menos, de toronja agria. Y no podía faltar la lata de galletas “María Caracoles” que mi padre resolvía con el administrador de una pastelería agramontina, en pago por el arreglo que hacía a los carros de esa empresa. Gracias a su ingenio y a las piezas que guardaba celosamente desde el triunfo revolucionario y que venían del otro régimen, echaba a andar todo lo que algunos talleres estatales desahuciaban por falta de recursos y sobre todo por culpa del maldito bloqueo económico, del que tanto hablaba mi madre.

Tan ensimismado iba con mis propios pensamientos que no sentí los pasos de aquel que se me acercaba. Pudieron también ser acallados por el ruido impetuoso del torrente de agua que corría velozmente por la cañada. De repente una voz apacible me ofreció ayuda “Pásame la maleta que yo voy rumbo al campamento”. El hecho que hubiera mencionado mi destino con aparente seguridad me hizo confiar. Respondí solo con un gesto amable, acentuando con la cabeza y cediendo de inmediato la maleta. Acto seguido me conminó a que entregara la jaba. Dos segundos más tarde ya estaba liberado totalmente del enorme peso y caminando mucho más ligero que antes.

Tengo varios recuerdos de andanzas por caminos intrincados con mi madre donde siempre aparecía alguien a ayudarnos, a caballo, en tractor, a pie. Mi madre que era muy conversadora empezaba a ubicar a toda la parentela, y entre anécdotas, comentarios y sus propias historias hacía el viaje mucho más agradable. Yo en cambio, en esta ocasión, me mantuve en silencio, buscando respuestas a tanta oscuridad. El guajiro también hizo lo mismo y solo habló cuarenta minutos más tarde para pronunciar “¡Ya estamos en el campamento!”.

Me apresuré a girar las grandes manillas confeccionadas con viejas herraduras de caballo que servían de tranca a la verja de entrada. Desde el portón se divisaba un farol chino que colgaba de una viga, iluminado parte del patio central donde estaba el asta de la bandera. Desde allí se observaba otro farol que venía a nuestro encuentro, portado por uno de los maestros Makarenko. Cuando hube de abrir definitivamente el portón, y giré para tomar la maleta y la jaba me di cuenta que había quedado completamente solo y no había alcanzado a agradecer al señor por su gesto y noble acción.

El maestro tomó ambos bultos y murmuró:
_¿Cómo pudiste acarrear tanto peso?
_Me acompañó un guajiro que vive hacía allá- le dije indicando el camino, o lo que se distinguía de él entre tanta oscuridad.

El maestro sonrió incrédulo- Manolito, este camino, termina allí, justo a la orilla del mar. Entre este campamento y los manglares que preceden a la costa no ha habido, ni habrá nunca alma alguna. Fíjate que la vida comienza hacia el otro lado, a cinco kilómetros, allá donde se juntan los cuatros caminos, que dan nombre a todo este monte.

Yo miré a ambos lados. Traté de entender las explicaciones del maestro. Calculé, observando hacia un lado del camino, me fijé en el otro extremo. “A lo mejor el señor se devolvió. Pero él dijo que venía en esta dirección. ¡Qué raro!.” Comenté para mis adentros.

Al día siguiente, con la mente más clara, traté de describirle al mismo maestro, la persona que me había acompañado. El maestro hermoseaba el busto de Martí sin prestarme mucha atención. Ante mi insistencia se volteó para aclararme de un golpe que, según mis descripciones, ese guajiro pertenecía desde hacía mucho tiempo al mundo de los muertos.


Y terminó su charla con una escueta frase que siempre he de recordar: “Si quieres agradecerle, espera llegar al Más Allá”.



Fin

Comentarios: Francina Ramos Belmar, desde Santiago de Chile, comentó:

Hoy me he sentado a leer " El único camino". Es muy interesante empezar a conocerte a través de esta forma tan maravillosa que tenemos los seres humanos que es la Narración, en la cual, hay algunos más dotados que otros para poder expresarlo por escrito y tu sí que sabes transmitir sensaciones y emociones, haciendo que uno se transporte al lugar y momento en que están pasando las cosas en tu cuento. En ambas narraciones hiciste que se me "pararan los pelos " en buen chileno de lo acontecido. Me regresé a los días que estuve en La Habana y recorrí carreteras de noche y vaya que ahí lo oscuro es lo oscuro, que da paso, a percibir otras dimensiones y en " El único camino " sentí haber estado nuevamente en esos senderos de campo cubano donde se siente el croac de las ranas como las más deliciosas melodías que la naturaleza nos puede entregar unido a la extraña sensación que te produce palpar la noche en su total oscuridad, es el instante mágico en que conectas con las "realidades inexplicables"...