¿Te has dado cuenta que hay sustantivos que a la primera se vuelven impronunciables, aunque dichos por terceros arrullen la mente con sonidos melosos y acompasados? Ese es el caso de la palabra “Antofagasta”. La primera vez que la escuché no pude repetirla al instante y me costó unos nueve meses, lo mismo que un parto, para citarla con autonomía y propiedad.
Recién llegado a Chile, llamó a casa un pariente preguntando por mi esposa. Como ella no se encontraba, aprovechó para saludarme y darme la bienvenida esperanzada en que pronto nos conoceríamos en persona, pues de mí tenía solo la vaga imagen de unas fotos en blanco y negro que por ahí había visto. Hablaba tan rápido que no alcanzaba a entender todo aunque el hilo conductor fueran las buenas vibras derrochadas a través de un timbre melodioso y un tono encantador. La conversación, si es que así se podía llamar a aquel monólogo que apenas pude manejar, fue coronada con la siguiente frase, “Dile a tu mujer que la llamó la prima antofagastina”.
Cuando llegó mi mujer ya no había dudas que del nombre inicial no quedaba absolutamente nada, simplemente no pude dar el recado integro y tuvo ella que esperar pacientemente quince días hasta que la prima llamó nuevamente. Ahí me quedó entonces claro que antofagastina era el gentilicio de un pueblo nortino y no el nombre de la pariente. ¡Vaya nombrecito!- me dije, pero luego reflexionando acoté: Acaso no hay otros peores como Ixtaccihuatl, un volcán mexicano, o Dniepropetrovsk, una ciudad ucraniana.
Recuerdo cuando la primera semana de clases, recién ingresado a la universidad, me dieron como tarea aprender la palabra “Arbeitsunfähigkeitsbescheinigung”, que en castellano significa “certificado médico”. Eso mismo me van a tener que dar si se me parte la lengua durante el ejercicio- pensé ese viernes en la noche mientras ejercitaba a la luz de la lámpara de keroseno. Pudo más mi tesón que el apagón, pero al final el sueño venció definitivamente a la rutina y caí rendido.
El domingo tuve que cumplir los deberes de vecino asistiendo al velorio de Guillermina, una vieja haitiana que según decían estaba muerta desde mucho antes, pero que aguantó hasta septiembre para evitarnos el agobio de los meses de calor intenso. En la funeraria de Buena Vista me entretuve largas horas repitiendo la palabra que llevaba en un chivito escrito en la palma de mi mano. El local estaba repleto porque además de las buenas intenciones del vecindario, el olor aromático del café serrano atraía a muchos curiosos y sedientos. Al lado del féretro, mientras la mayoría disfrutaba los sorbitos de café, y se abanicaban para aplacar el sofocante calor y de paso espantar las moscas que revoloteaban tratando de adivinar de dónde venía el hedor, yo murmuraba muy quedo, Arbeitsunfähigkeitsbescheinigung, Arbeitsunfähigkeitsbescheinigung, Arbeitsunfähigkeitsbescheinigung.
Los cercanos a la difunta llegaron a creer que yo rezaba un Padre nuestro en alemán por lo monótono del discurso, la cadencia y la repetición. El señor, que se había convertido en viudo el día anterior, me agradeció el gesto con unos golpecitos en la rodilla; “A esta no hay quien la reviva ni en otro idioma”
El lunes ya tenía memorizada e interiorizada la palabra. Nunca llegó a ser la favorita pero cuando hube de emplearla, lo hice con desplante y reconocida fluidez. Lo mismo pasó con esta sobre la cual os cuento, “Antofagasta”.
A una azafata que invité a almorzar le lancé a boca de jarro:-¿Pasaste por Antofagasta?
-Ay muchacho, precioso el lugarcito. Pura salsa y rumba, el ambiente se veía desde afuera de lo más chévere!
Yo, esbozando una sonrisa de triunfo, pensé: “Bingo, no entendió nada”.
Hace poco, a otro cubano, un galeno escapado de la isla maravillosa, mientras alardeaba de conocer medio mundo, le espeté: Deberías darte una vuelta por Antofagasta. El amigo dándose ínfulas de buen conocedor dejó a un lado el mojito y dijo con aire taciturno: fíjate chico, que no me atraen los zoológicos, pero cuando logre reclamar a mis hijos, no te quepa duda que los llevaré.
No insistí, pero ya tenía la respuesta. A los cubanos se nos enreda no sólo la lengua, también el cerebro antes semejantes sustantivos.
Con el tiempo, la palabra se fue entregando por sí sola, ya no suena tan rara ni tan endemoniada, total, nombres difíciles también deben haber en Cuba. Hoy digo con soltura: Tengo una prima antofagastina. ¿Pero podrá ella, con la misma fluidez decir que tiene un primo camagüeyano?
Fin