CORREO ELECTRONICO

miércoles, 5 de julio de 2017

"Isabel"




"Isabel"

Hoy te voy a contar algo, que nunca antes había relatado a nadie. Porque a tu edad, o quizás mucho más joven, cuando tenía apenas trece años, me enamoré también, perdidamente y sin límites racionales, de la mujer más linda de todo el barrio. Se llamaba Isabel, alta, esbelta, armoniosa, intelectual. Sonrisa perfecta, poética al hablar. Con un desplante inusual y una cadencia particular al caminar atraía la atención no solo de los hombres sino hasta de las mujeres que cuchicheaban de pura envidia al verla pasar. Isabel, definitivamente, con sus veintitantos años, era dueña absoluta de cualquier lugar. Usaba una falda larga más abajo de la rodilla que acentuaba su cintura y el contorno de sus nalgas dándole a su esbeltez un encanto especial. Sin llegar a ostentar, despedía un aroma que marcaba la diferencia con el resto, porque ella no era de “Moscú Rojo” ni “Fiesta”, sino de perfume francés y oriental. Decía que su ropero no tenía más de tres piezas pero sabía combinar con tal maestría sus prendas, que cualquiera diría que se surtía donde la costurera más fina de todo Camagüey.

Cuando se acercaba a la casa, se le escuchaba taconear desde que venía por la esquina de la catedral y los mecánicos del taller de la cuadra hacían una parada obligada como verdadero ritual para agasajarla con palabras dulces que volaban como mariposas multicolores, empalagando al vecindario. Unos se incorporaban como resortes, se pegaban dos o tres estirones y se sacudían el polvo, otros salían furtivamente debajo del carro limpiándose la grasa con un trapito mugriento.
-¡Esto fue lo que me recomendó el médico!- decían uno. ¡Ave María Purísima! – exclamaba el otro. -¡Buenos días muchachita Isabel!
-¡Buenos días! respondía ella cortésmente.

En la temporada de sequía, que en el caso de Camagüey era larga e intolerable, los mecánicos del taller la proveían de agua potable porque eran de los pocos que contaban con pozo propio. Brazos fuertes y solícitos siempre estuvieron atentos a su llamado. Esos mecánicos y un tal Benito me quitaban el sueño.

Benito era ingeniero de profesión, trabajaba en una empresa de comunicaciones. No tenía ningún atractivo, algo pasado de peso con esas libras de más que llegan con los años y el sedentarismo. Caminaba lentamente con el rostro enlutado como verdadera aparición, arrastrando los pies fantasmagóricos sometidos a la tortura de unos zapatos fúnebres feos y fuera de moda. Nunca cruzó palabra alguna con los vecinos, porque era medio huraño y esquivo, tampoco con los padres de Isabel quienes lograron saber de él, solo que era casado y tenía dos niños. Suficiente información para desatar la mar de chismes y el permanente y extenuante lucubrar.

Las muchachas del barrio no entendían porque Isabel cargaba con semejante desperdicio, en lugar de buscarse un hombre soltero esbelto y elegante. Pero también era cierto que los buenos partidos, que para entonces estaban en edad militar, se habían ido a luchar a Angola. A ese paso ni negros le iban a tocar. Afirmaban además que los pocos hombres finos y buenos mozos que habitaban la ciudad, eran adventistas u homosexuales y a esos definitivamente no se les podía mirar, porque iban en contra de las buenas costumbres y moral socialistas.

Benito podía estar fácilmente hasta dos horas donde Isabel, tiempo suficiente para ponerme irascible e impaciente. Pero apenas se marchaba, yo que había estado pendiente de su puerta y pedestal, partía para su casa y me quedaba largo rato conversando con ella tras la balaustrada de su amplio barroco ventanal.
-Déjame dormir contigo.
-¿Conmigo?
-Al lado tuyo, quiero decir.
-No puede ser, porque soy vieja para ti. ¿Sabes que edad tengo?
-Solo unos años de más.
-Hagamos un ejercicio matemático para que veas la diferencia.
-Mi corazón sabe de sentimientos no de matemáticas. ¿Es que no me quieres?
-Te adoro, pero Benito ocupa un lugar especial.
-¿Elevado a la enésima potencia?
-Exactamente. Cuando crezcas lo comprenderás.

Y luego, como para cambiar el curso de la conversación iniciábamos un juego bien especial, cándido e inocente.

-Hagamos un trato.- me decía Isabel- Yo te digo una palabra o una frase y tu las completas según la sientas e interpretes.
-¿A ver? -dije yo
-Por ejemplo......... tras una pausa dijo "-Amor".
-Esa cosquilla que siento cuando en ti pienso.
-Pensar.
-Cuando me detengo a mirar a la luna y reflexiono.
-Luna.
-Algo muy lejano e inalcanzable pero que nos depara un rico sueño.
-Sueño.
-Todo lo que hago contigo imaginariamente.
-Pesadilla.
-Cuando no estás en mis sueños y me lastimas.
-Lástima.
-Lo que siento por mi cuando no te encuentro.
-Encuentro.
-Detenido generalmente por mi indecisión.
-Indecisión.
-Cuando no aparece el valor para decirte lo que siento y cuánto te admiro.
-Lo que admiras.
-Tu atractivo natural y la posibilidad que tienes para adaptarte a mí.
-Adaptación.
-Acostumbrarme a perderte cuando él aparece.
-Sentimientos.
-Desde los más puros hasta el odio eterno.
-Odio.
-Lo que siento por Benito.
-Sentir.
-Tendría que preguntar.
-¿Qué le preguntarías a Dios?
-Dejémoslo aquí porque mi madre no deja que hablemos con Dios, pero lo voy a pensar.

A esa pregunta nunca respondí. Un amanecer la dejé de ver y sólo con el tiempo pude zafarme de ese amor de juventud y respirar con claridad hasta lograrme sanar. De ella, supe que sufrió mucho hasta que su pobre corazón resolvió su crucigrama emocional, desechando las penas que nadie nunca vio, dejando a su Benito volar.

Veinte años más tarde coincidimos en el aeropuerto internacional de La Habana. Yo esperaba una delegación de la Unión Soviética y ella venía de Moscú después de haber triunfado en un certamen de cálculo matemático. Fue breve el encuentro pero muy grato. Me di cuenta que siempre la había querido, pero las circunstancias habían hecho de nuestras vidas destinos diferentes. Este encuentro fortuito fue el suceso corto que puso fin a esta historia.

Créeme. Ya sanarás.

Fin