CORREO ELECTRONICO

miércoles, 2 de diciembre de 2009

“La vergüenza”




“La vergüenza”

Era un enero muy especial. Lo recuerdo perfectamente porque la cuadra estaba engalanada con fotos y recortes de los líderes de la Revolución y en la escuela nos habíamos estado preparando para celebrar el natalicio de nuestro Apóstol José Martí durante mucho tiempo. Yo me había aprendido de memoria unos cuantos versos sencillos y aunque ya empezaban a escasear los útiles escolares, mi mamá había conseguido, con un cuadro del partido, cartulina y lápices de colores para que yo pintase un mural alegórico a la fecha.


Esa mañana amanecí con fuertes dolores de estómago y descomposición, pero mi madre a pesar de mis súplicas y de la furia de mi padre, me mandó al colegio porque yo no podía faltar a la conmemoración de una efeméride tan importante. Para calmar la ira de mi padre le escribió una nota a la maestra con la siguiente frase: “El niño tiene diarreas, déjelo ir al servicio si él lo solicita”.

La primera hora de clases pasó sin novedad pero a medida que fue avanzando la mañana empecé a sentir retorcijones en el estómago, como si tuviese un barco dentro de la barriga que se paseaba de vez en vez de un lado para el otro, de derecha a izquierda y viceversa. A media mañana un escalofrío invadió mi cuerpo, dejé de escuchar, me paré inmediatamente y fui donde la maestra con el papel extendido. No le gustó para nada mi intervención y aunque alcanzó a leerlo porque no eran muchas las palabras, se desentendió de la solicitud apuntando con su índice mi pupitre y argumentando: “¡Espere al recreo!”

Me devolví inmediatamente al puesto con los pasos cortos tratando de juntar las piernas y contraer los músculos de las nalgas para hacer con mi propio cuerpo una barrera de contención. Me senté con la esperanza latente que el retorcijón era sólo señal de mejoramiento, quizás solo una reacción a los medicamentos y cocimientos que había ingerido durante el desayuno. Pero estaba muy lejos de la realidad, otro golpe, esta vez más fuerte, me hizo saber que estaba tratando de salir a chorros algo que se revolvía dentro de mí.

Volví a pararme con las fuerzas con las que ya no contaba y los pies acalambrados por la tensión. La profesora no me dejó avanzar y con tono enérgico grito: “¡Vuelve a tu puesto y te aguantas!”

La orden fue clara, me senté y solo alcancé a mirar a mi compañero de la otra fila, al más cercano, implorando auxilio con la mirada. El sólo movió los hombros como queriendo decir “¿qué puedo hacer?”. Empecé a sudar, ya no escuchaba lo que la maestra comentaba de Martí, y tampoco distinguía las manecillas del reloj que colgaba al frente. La vista estaba nublada. Tenía la piel de gallina y el escalofrío me invadió completamente. Cuando decidí que lo mejor era echarme a correr al baño sin el consentimiento de la maestra, ya era tarde. Se me nubló todo, dejé de percibir los colores y sentí como un líquido caliente corría por mis nalgas y luego por las piernas, buscando la salida única, las patas del pantalón. Junté los zapatos para impedir que la mierda avanzara. La explosión venía acompañada de fetidez y mucho líquido inundando parte de mi pupitre. Atraída por el olor desagradable y las caritas del resto que apuntaban hacia mi, se acercó la maestra con recelo. Yo con los dedos temblorosos pero limpios le tendí el papel y le dije:
-¡Me cagué!
-¡Muchacho de mierda!. ¿No pudiste aguantarte?
Yo dejé de mirarla, con una mudez absoluta me resigne a esperar lo peor, pararme.

La sala se mantenía en silencio y sólo el ajetreo y cuchicheo de la maestra con el conserje y la directora desviaban la atención. Al rato llegaron mis padres. Mientras mi mamá se ocupaba de mí, adivinando cómo tomarme para no desparramar más mierda, mi padre se batía con la maestra en un cerrado diálogo nada amistoso. Mi mamá logró alzarme con mucho esmero y me cubrió con una toalla para llevarme en brazos hasta el auto.

Mi padre seguía increpando a la maestra; que cómo pudo hacerle caso omiso al papel, que por qué no los llamó antes, que si nunca había padecido de dolores estomacales, que si aquí, que si allá, que qué Patria ni qué dignidad. Mi padre con su vozarrón había llamado la atención de las demás aulas y ya muchos se reunían a lo largo del pasillo tratando de adivinar a través de las ventanas lo que ocurría adentro.

Salimos del aula y lo último que alcancé escuchar fue:
-Y ahora, ¿qué hacemos? -preguntó la maestra.
Mi padre a gritos respondió iracundo:
-Tiene dos opciones, o la limpia, o se la come con fricasé.


FIN