CORREO ELECTRONICO

martes, 14 de abril de 2009

“El que quiera celeste, que le cueste”



“El que quiera celeste, que le cueste”


Esto que te voy a contar, ocurrió un año antes de que el partido comunista anunciara la despenalización del dólar. Para aquellos que no vivieron esta época, comentémosles que desde el triunfo revolucionario del 1959 estuvo penalizada la tenencia de divisas extranjeras con multas en pesos cubanos o presidio en dependencia de la cantidad decomisada. Pero esta política era aplicada solo a las masas y no a la nomenclatura política quien desde siempre disfrutó de ciertos privilegios y garantías para comprar en tiendas especiales. Las medidas del periodo especial apretaban pero la desigualdad solo se veía entre los cuadros del partido de alto rango y el proletariado. Cuántas veces compartíamos en la universidad con los hijos de gente importante, que nos sorprendían con perfume que no venían precisamente del campo socialista, llevaban de merienda bocaditos de jamón y queso y vestían pitusas de marcas estadounidenses, sus vacaciones por supuesto eran en Varadero y para los más pudientes en el extranjero, acompañando a papá en alguna supuesta misión importante.
Fue entonces cuando esa picazón de consumista material comenzó a invadirme. Mi idea era noble. Ya no bastaba proveer a mi madre de mantequilla y panecillos frescos conseguidos en los hoteles, quería llenarla de alegría mayor y colmar sus ratos de óseos con algo que ella realmente disfrutara. Me apenaba que no pudiera compartir con los míos aquellos beneficios que yo gozaba como guía durante mis giras y estadías en los hoteles. Había llegado el momento de regalarle a esta mujer extraordinaria un televisor a color de última generación. En casa teníamos un equipo ruso en blanco y negro de la década del setenta, esos que debían prenderse media hora antes para lograr que se calentaran de a poquitico para que la imagen fuera ligeramente nítida. La tele ya no daba para más, muchos habían sido los arreglos infructuosos. Para mi madre era un trofeo de lucha. Nos recordaba que era fruto, igual que el refrigerador ruso y el primer reloj de pulsera que me regaló cuando cumplí dieciocho, de su sacrificio en la zafra azucarera. Por tal motivo no podía tirar por la ventana su pasado. Muchos bonos al deber cumplido tuvo ella que reunir para ser acreedora de aquel aparato ya obsoleto, pero igualmente importante. En él se resumía mucha historia. Durante los largos períodos de corte de luz por falta del preciado combustible que nos llegaba tarde mal y nunca de la Unión Soviética, no quedaba nada más que sentarse delante del triste aparato y escuchar a mi madre contar sus anécdotas agramontinas, sus tribulaciones por los campos camagüeyanos, de campamento en campamento organizando y llevando en alto la consigna comunista. La federación de mujeres cubanas imprimió desde el comienzo un sello particular a las labores de campo y mi madre al igual que muchas tenía que demostrar que estaba liberada de trabas y cadenas y que su aporte era más que necesario. Entiéndase que nunca hizo algo pensando en recompensa alguna, pero si gustaba recalcar que gracias a la revolución tenía estos objetos.
Poco a poco fui lacerando su espíritu de sacrificio y le comenté que ya era tiempo de cambiar de equipo. Yo me encargaría de los pormenores y sólo le pedía que no reprochase mi actitud consumista. Con mi esfuerzo traducido en propinas y comisiones reuniría la suma correspondiente para comprarle un aparato capitalista a todo color y con más vida. Gracias a Dios este fue un período muy bondadoso. Por cada turista que llevábamos a la Maisón, una casa de modas en el elegante barrio de Miramar, recibíamos una buena comisión. Lo mismo ocurría con los paseos que organizábamos en yate en la península de Varadero. Estas dos actividades aunque no del todo legal, eran conocidas por medio mundo, pero como no resultaba peligro alguno sino entrada de más clientes y divisas, se fomentaban en pleno silencio.

Así fue creciendo mi bolsita de dinero ilícito que guardaba con recelo debajo del colchón de mi cama. Entre más plata recolectaba más grande se hacía el susto. Con los cuatrocientos dólares que costaba el televisor bien podrían meterme en la cárcel por largo tiempo. Cuando hube reunido la cantidad necesaria, empezó la segunda fase de la odisea. ¿Cómo hacer posible la compra? Como ciudadano común, no podía comprar en tiendas “INTUR”, especializadas en artículos electrodomésticos para extranjeros y altos funcionarios. Utilizar a algún turista, lo había descartado, pues no era muy lógico que un ruso, que venía a un viaje de placer, adquiriese cosas tan grandes. Ellos solo podían ayudar en aquellas ocasiones en que sin apuntar con el dedo les comentaba en su lengua lo que debían comprarme y siempre eran artículos de aseo o pan de molde y mantequilla, cosas sin importancia como decían las cajeras intuyendo que la mercancía no era para el turista sino para el guía. Pero Dios es grande y me puso en el camino a un pariente que estaba vinculado con el gobierno y que por ser proveedor de las tiendas especiales conocía gran parte del personal de venta de la entonces famosa tienda Cubalse de Quinta y Cuarenta y dos. Conocía sus debilidades así como la intransigencia del administrador quien no vacilaría en entregar a su madre a la justicia si la pillaba con un dólar, apelando a la lealtad al Partido y al gobierno. Yo seguí buscando otras alternativas hasta que una mañana me sorprendió mi pariente con una llamada telefónica de carácter urgente:
-Manolito, tienes que ir inmediatamente a Quinta y Cuarenta y dos, y contactar a la secretaria del administrador. Ella está al tanto de todo y te estará esperando. Recuerda que el tipo es tremendo hijo de puta así que cíñete a lo que ella te diga. Lleva el dinero en un sobre de carta y no exijas factura.
Sólo alcancé a preguntar:
-¿Y si el tipo está allí?
-Olvídate de ese comemierda. El anda para un reunión del Partido que le va a tomar la mañana entera, pero sal ahorita mismo.
No habló más y cortó. Yo le conté a mi madre y le pedí que orara por mí. Salí como un rayo y el trayecto entre mi casa y la tienda, unas treinta cuadras, lo hice a pie, no quería perder tiempo en la parada esperando por una guagua que podría tardar bien un par de horas. Caminaba o trotaba, ya no recuerdo pero si guardo la sensación de susto que entonces me embargaba. Había llegado el momento esperado pero no sabía a ciencias ciertas cómo se iba a dar la situación.
A penas llegué a la tienda me contacté con la señora Elsa quien me estaba esperando. Me atendió muy bien y me hizo saber que aunque aquello la comprometía era un gesto de gratitud para con mi pariente. Nunca supe el por qué. Con mucha naturalidad escogimos el equipo y lo hizo revisar por un técnico. Una vez comprobado el funcionamiento y revisado cada detalle minuciosamente, encargó a un joven dejarlo empacado junto a la caja de pago. Yo le tendí el sobre que ella guardó sin contar, confiada de que era lo justo, y aparte le entregué diez dólares en calidad de propina por su acción. En ese momento entró el administrador malhumorado porque la reunión la habían cancelado y el había tenido que atravesar en su lada media Habana, con lo cara que estaba la gasolina. Se notaba que buscaba en quien descargar su ira.
Elsa me dijo: -Vete inmediatamente y regresa por la caja más tarde. Mi jefe acostumbra a salir a merendar a las doce al hotel Tritón. Ven para esa hora. Dame el nombre de algún amigo extranjero para hacer la factura a su nombre. No se te ocurra sacar la mercancía en taxi de turismo. Respecto al nombre, se me ocurrió entregarle el de una amiga andaluza quien con frecuencia nos enviaba remesas y conocía al dedillo nuestras calamidades.
Salí de allí pensando cómo hacer para conseguir un carro y trasladar el televisor. Por otro lado me preguntaba:-¿esta mujer me querrá joder?, ¿Cómo y ante quién corroboraré que ya le entregué el dinero? A dos cuadras de haber caminado me acordé de un amigo cuyo padre conducía un sidecar y que siempre para la hora del almuerzo estaba en casa. Luis le manejaba a un alto oficial del ejercito quien gustaba disfrutar de las delicias culinarias de una de las tantas queridas que tenía y luego se tomaba el tiempo para recostarse a dormir siestas con esa mulata de carnes firmes. Como la distancia entre la casa de la mulata y la de mi amigo era corta, su padre se balanceaba en el portal esperando la señal del jefe para llevarle de vuelta a la oficina. El tiempo era suficiente como para merendar algo y fumarse un rico habano. Mi amigo se sumó a mi angustia y conversó con su padre, creo que más que conversar algo le obligó atendiendo a nuestra amistad y a los tantos habanos que yo le había regalado. El viejo refunfuñó y me dijo que esa gracia me iba a costar una botella de Vodka y un par de tabacos, uno para él y otro para su jefe para cuando este le preguntara en que había gastado la gasolina. “El condenado siempre se fija en el kilometraje y más de una vez me ha dicho que me paga por descansar tres horas y no para andar por media Habana resolviendo”-me dijo.
Partimos raudo a la tienda. Se suponía que ya el administrador para esa hora estaba deleitándose de un rico almuerzo en la cafetería del Hotel Tritón. Cuando entré al salón de ventas Elsa me interceptó:
- Tu caja ya esta lista, la factura va dentro. Cuídalo como tus ojos, porque si se rompe no hay como devolverlo. Yo le mostré el Sidecar que se divisaba tras la vidriera a unos cincuenta metros. Ella sin que mediaran más palabras le dijo a otro joven:
- Muchacho, acompaña a Manolito hasta el sidecar del coronel y cuida que no se estropeé la mercancía.
Sin más comentarios y con una corta despedida salimos a la calle. Instalado el equipo, nos dirigimos a casa. El nudo en la garganta no me dejaba expresar agradecimiento alguno, solo sabía que desde ese momento debía una botella de vodka y dos habanos. Para remate a llegar a mi cuadra estaba el presidente del Comité de Defensa de la Revolución, sentado como de costumbre en su portal, al tanto de cualquier movimiento que pusiera en peligro la integridad del socialismo y los buenos hábitos de conducta ciudadana. Aunque yo gozaba de buena reputación, cumpliendo con las tareas cederistas y los deberes del buen revolucionario, igual no me sentía muy cómodo con su mirada. Su observación me dejó perplejo:
-¡Vaya que estamos prosperando!.
Mi sonrisa fue tímida y no alcancé a responder. En la tarde le comenté que había recibido un regalo de España, que se trataba de un televisor a color que era una maravilla, y que quería compartir con él la alegría. Me respondió:- No sabes lo que me gustaría ver a Fidel en colores.
- No te va a costar, porque siempre está en la tele. Desde ya estas invitado a pasar por casa cuando gustes.
Esa misma noche, a las veinte horas, estaba en el umbral de la casa. Compartimos unas palabras agradables y a mi madre la colmó con elogios sobre mí. "Mira como quieren a tu hijo y no sólo en el barrio-decía con ingenuidad- hasta los extranjeros valoran su actitud y lo premian por su conducta".
Cuando comenzó el noticiero de televisión apareció la figura del comandante en jefe Fidel:"Tenemos que demostrar al imperialismo que estamos rodeados de hijos inteligentes, llenos de sabiduría popular. Nuestra patria gana mucho con el ingenio de nuestros jóvenes. Yo estoy orgulloso de ellos".
Y entonces se fue la luz.
FIN
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