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lunes, 18 de marzo de 2013

“Intervalos de sol y sombra”












“Intervalos de sol y sombra”


Maricela aprovecha los eternos días que le proporciona la jubilación con su ritmo despiadado en ocasiones, para recorrer el pasado como las olas que vienen y van buscando desesperadamente una orilla aunque luego vuelvan atrás.

Hoy ha cambiado el escenario. Con la calma que trae el atardecer y la falta de fluido eléctrico que la ata de manos para poder hacer los deberes del hogar se sienta a frotarse las piernas con una crema suave y aromática que ha comprado recién en el mercado negro. Esta vez sustituyó el cómodo balance del portal por el taburete medio destartalado que también guarda su encanto porque perteneció, desde que tiene razón, a su querida mamá. Cobijada por la sombra del enorme jagüey, ese mismo árbol que se repite en tantos patios y rincones camagüeyanos, mientras da masaje a sus gordas pantorrillas se deja flechar por los recuerdos de su juventud. Varada en el ayer levanta su mirada al prístino cielo, fija la vista en alguna nube lánguida y vuela con ella hacia la década del sesenta.

Cree verse entusiasmada en medio de algún acto multitudinario, rodeada de consignas revolucionarias y canciones partidistas. De eso hace ya cuarenta y pico de años. Comenzaba el boom de las brigadas de maestros “Makarenko” que estallaba a lo largo y ancho de la isla, sumando a jóvenes que vestían por primera vez impecables uniformes carmelitas. Siguiendo la doctrina marxista, el camino soviético y los métodos del pedagogo ucraniano Antón Semionovich Makarenko, Cuba iniciaba una nueva etapa en la esfera de la educación considerada como colectivista. La propuesta de Makarenko estaba encaminada a lograr una pedagogía integral con mirada distinta ante el mundo, vinculando la práctica económica y política y generando lazos de colaboración, respeto, autoridad y disciplina entre el estudiantado. Maricela había escuchado en las reuniones del Comité de su cuadra, que cada vez eran más frecuentes, que el objetivo de esta campaña era formar maestros con fuertes personalidades tanto productivas como solidarias. Ahí estaba ella dando un paso adelante tal como lo hiciera su madre y luego sus hermanas en otros frentes no menos importantes aunque bastante idealistas. Sin vacilar un instante dejó los libros de Julio Verne y Hemingway sobre su velador, abandonó sus muñecas quinceañeras para sumarse a la epopeya. Un breve entrenamiento en la ciudad y ya estaba partiendo a la sierra para probar con su espíritu que era capaz de llenar las expectativas de la ola marxista. Les habían dicho que mientras más dedicación y esfuerzo pusieran todos a esta noble causa, demostrarían cuan capacitados estaban para ejercer en el futuro como maestros; que el camino era difícil y no estaría exento de dificultades, pero la Revolución exigía jóvenes de temple, nada de apátridas gusanos ni infértiles pendejos.

Una tarde de Agosto, sin darse cuenta, estaba literalmente encaramada en un tren verde olivo con asientos de madera y ventanillas de hierro carcomido rumbo al oriente de la isla. Diez vagones armaban un largo acordeón ruso. Los carros atiborrados de muchachos tan jóvenes como ella, estaban engalanados con banderitas de papel y enumerados por batallones y brigadas cual pelotón que fuese a la guerra. El ruido de la locomotora y sus bramidos con escupos de turbio humo traía a los chicos alborotados. Cada tironcito de la máquina que en ningún caso significaba la partida definitiva les ponía los pelos de punta. Maricela, se notaba nerviosa. Sedienta de emociones fuertes partía hacia lo desconocido. Frotaba sus manos en la saya que la noche anterior con tanto esmero su mamá almidonó y planchó para que se presentara impecable. Repasaba una y otra vez donde había puesto las cutaras para el baño, la lata de galletas, la mermelada de guayaba, el pomo de torrejas en almíbar “que tenía que comérselas pronto porque con estos calores se echarían a perder muy fácil”, le había dicho su madre. Sabía que la etapa inicial incluía escalar la cima del Pico Turquino en la Sierra Maestra, pero no tenía idea de cuán lejos estaba ni las dificultades a las que sería expuesta durante el trayecto. Entre interminables recomendaciones, apretones y unas cuantas lágrimas genuinas se embarcó. El tren partió como es habitual en Cuba con tres horas de retraso dejando una estela, a ambos lados de la línea del ferrocarril de cientos de padres quienes con el corazón en la boca y un sinfín de miradas extraviadas veían como éste se perdía abandonando el legendario Camagüey.

La verdadera aventura comenzó en Bayamo un pueblo antiquísimo lleno de coches tirados por caballos, del que Maricela había escuchado y leído mucho en las clases de historia. Bayamo la encantó, era una ciudad colonial pequeña, revuelta con el estruendo de una banda de música y una ola de pañoletas rojas y consignas revolucionarias que flameaban contagiando a medio mundo. A su alrededor elevaciones pequeñas circundaban el territorio, antesala de grandes montañas embrujadas, con exquisitos valles, espeluznantes depresiones y barrancos llenos de verdor. De Bayamo hasta Bartolomé Masó hicieron el recorrido en camión y de allí en adelante despojados de la comodidad del trasporte comenzaron la caminata por estrechos caminos atiborrados de plantas y árboles gigantes. El trayecto se les hizo pintoresco. Cuando disminuía el bullicio y la algazara era frecuente escuchar a lo lejos el sonido armonioso y cadencioso de los cencerros que portaban los mulos, luego veían las arrías con sus fardos, cargando enceres o alimentos. Todos marchaban contentos. De vez en vez se sumergían en afluentes cristalinos de aguas quietas del acaudalado Rio Cauto que zigzagueante atravesaban el territorio oriental. A medida que iban subiendo se transformaban en arroyos o cascadas arropadas a cada lado por helechos que se reproducían como verdaderos enjambres gracias a la humedad. El suelo estaba cubierto de musgo como capa intrínseca del terreno, poblado de múltiples y variados insectos.

Pero el cansancio y el agotamiento propio del esfuerzo de ir escalando cada vez más se hicieron sentir muy pronto. Las consignas se fueron apagando a medida que la marcha avanzaba. El calor propio de fines de Agosto y la sed rompió la cadena formada por muchachos de apenas quince años, cada media hora se fueron separando y distanciado. Cada chico, como eslabón, pasó de grupo compacto a simple individuo. Se fueron perdiendo de vista entre los matorrales. Aunque el camino era único y no había forma de extraviarse de repente les invadía el pánico.

Acechada por unas moscas tse-tse que amenazaban con convertirse en enjambre apuró el tranco. No quería verse sometida por estos insectos de los cuales había escuchado que se podían meter por cualquier parte del uniforme de campaña y picar donde menos uno se imaginaba, o detrás del cuello tras su abundante melena colorada o en la oreja, ahora sin aretes, o en un tobillo, o vaya usted a saber!

Maricela fue una de las últimas en alcanzar la tropa que estaba instalada en un alto improvisado donde pasarían la noche, comerían algo y descansarían. Según le informaron, entre el primer muchacho acompañado por el guía de la zona y Maricela que era una de las últimas, mediaron cinco horas. Esa tarde con escasas fuerzas se apuraron a armar las hamacas antes de que anocheciera. Muertos de cansancios pero contentos porque con la oscuridad se aplacarían los insectos, comieron a la luz de una fogata carne rusa con galletas y unos jugos enlatados de melocotón albanés que más parecían sopas por lo caliente que estaban. El sueño no tardó en llegar pero fue interrumpido varias veces por el croar de las ranas y sapos. La sensación de compartir el lecho con insectos, ésta vez nocturnos, o culebras trasnochadoras la mantuvo en vigilia. El amanecer le trajo sosiego. Recogió sus tiliches y antes de continuar el recorrido, bajó unos cien metros junto a un grupo de compañeras para abastecerse de agua fresca. La cascada recibió con regocijo tantas cantimploras y risas bulliciosas. Algunas se asearon a hurtadillas a pesar de que el agua estaba muy helada, otras prefirieron contemplar el entorno con sus grietas abrazadas a la bondadosa maleza. Subir de nuevo a la improvisada base les costó trabajo por lo empinado del camino, entre una cosa y otra perdieron el ritmo de la tropa. Otra vez se fueron distanciando entre si y Maricela volvió a sentirse sola. A través de un único camino zigzaguea donde las copas de las árboles esparcían su sombra a lo lejos se alzaban otras montañas repleta de copiosos árboles en las laderas; la brisa le refrescaba la piel que bajo su uniforme la sentía húmeda y pegajosa. Un fuerte dolor de estómago la persiguió todo el camino, al parecer la comida enlatada o el agua le había caído mal. Suponía que estaba a mitad de camino y que debería reunirse cerca de las once de la mañana en la cima. Esta segunda etapa de la marcha fue lenta y tediosa. Maricela junto a los más rezagados arribaron al medio día cuando los más audaces y veloces se disponían a bajar pues no era justo, según ellos, retrasar el programa por un par de enclenques muchachitas. Maricela que había llegado a rastras, literalmente hablando, casi con la lengua afuera y traspirando la gota gorda, quedó absolutamente desencantada con la actitud de sus compañeras y además desilusionada con el monumento que le habían pintado en la escuela como extraordinario. De memoria sabía que el busto de Martí había sido colocado en el año mil novecientos cincuenta y tres por Celia Sánchez y que era obra de la escultora Jilma Madera, la autora del Cristo de La Habana. Lo imaginaba más sólido, más atractivo, con mayor impronta. No le gustó en lo absoluto pero exteriorizarlo sería una afrenta a los símbolos patrios y podría ser mal interpretado por el grupo. La discrepancia había pasado a constituirse un delito. Prefirió morderse la lengua. Lo que nunca olvidó hasta el día de hoy fue la frase que leyó en la base del busto “Escasos, como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos, y sienten con entrañas de nación, o de humanidad”.

Allí, frente a la esfinge de José Martí y teniendo a Cuba bajo sus pies, todos los muchachos desfallecidos manifestaron lealtad a los ideales marxista.

Después de leer un comunicado bajaron en una sola jornada de un tirón. Al llegar abajo no tuvieron ni ánimo ni apetito para compartir con los pioneros del lugar un almuerzo antes de continuar viaje a la base donde estaba su campamento definitivo “Minas del frio”. Se tiró debajo de un árbol cuya sombra generosa le caía cual líquido divino después de un día de agotadora marcha e implacable sol. “¡Ay, no me quiero acordar!”

Maricela hace una pausa, deja el pomito de crema y va hacia la cocina por el jarrito de café criollo. Trae de vuelta su álbum de fotos donde sobran hojas porque esa época definitivamente no fue tecnológica. Faltaba material gráfico aunque todo estaba en su memoria. Fotos en blanco y negro, algunas con manchas, otras deterioradas por el paso del tiempo la ayudan a recordar. “Ay, mi amiga Anita que se fue a España sin terminar la carrera y Julita quien salió a Miami en el ochenta por Mariel”. Pasa su dedo índice sobre la descolorida foto. ”Oh! que gorda se ve Adela. Bueno eso fue antes de que cayera presa cuando la involucraron en la muerte de una vaca del batey, que no fue accidental, dijeron los jueces. Por eso condenaron a la pobre, por mal uso de la propiedad estatal y comercio ilícito de la carne que es del pueblo, aunque en estricto rigor este no la vea ni por casualidad”.

Deja caer la foto y reflexiona-“De esa época quedamos pocas. Unas se rajaron antes de terminar, otras bloqueadas por la debilidad se agusanaron y las últimas al correr del tiempo terminaron instalando destartalados negocios o un minúsculo paladar donde venden comida de dudosa procedencia”.

Cierra pausadamente el álbum y retoma su recorrido por el ayer. Recordó que tres días después de abandonar su terruño estaba instalada en el campamento Minas del frio. Llegaron en camiones de guerra soviéticos enlodados y maltrechos. Aquí partía la gran carrera en condiciones de supervivencia. Al menos así lo entendió ella cuando se topó con el inmenso cartel de la entrada que rezaba “Todo sacrifico será bien recompensado por la Revolución”.

A penas hicieron orden en sus literas empezó la tarea de embellecimiento de las áreas. El ambiente en general era opresivo, los baños sucios con olor nauseabundo y repugnante. Minas de Frío estaba ubicada en una de las zonas más elevadas y frías de Cuba. El terreno era escarpado de acceso complicado. Llegar a él era tan difícil como escalar El Turquino porque el camino se acompaña de despeñaderos transitables solo a pie o a lomo de mula. El objetivo del plan era mostrar una fuerte resistencia física y una fe demoledora, asfixiar las emociones y mutilar las pasiones, esas “desviaciones burguesas” tan típicas en los adolescentes, vivir el estalinismo cotidiano con disposición militar y disciplina estricta, nutrir la capacidad de liderazgo solo para controlar y dominar al medio y a las personas. De todas esas doctrinas ella constató que se vigilaban unas a las otras sin compasión y que delatar distaba mucho del simple hecho de corregir sino más bien de escalar un peldaño. Con el tiempo aprendió a vivir y luchar. Trató de encontrar regocijo en las veladas que se extendían hasta que languidecían las fogatas donde predominaban las canciones revolucionarias. También disfrutaba de las sesiones de películas rusas cuando llegaba, primero una vez al mes y luego con mayor frecuencia, el camión cine. Se arrimó al árbol que daba sombra expresión que ocupaba su madre para inculcarle la necesidad de compartir con gente que valiera la pena. Que no faltaba la ladrona, esa que era capaz de romper el candado de la maleta por tal de sustraer un par de galletas o una lata de leche condensada, pero abundaban las solidarias, las intelectuales con las que se tiraba bajo la mata de mango a copiar canciones que ya empezaban a desaparecer de la radio porque estaban prohibidas o simplemente hilvanar románticos poemas. Gracias a las verdaderas amigas pudo sortear esa etapa difícil. Vivió situaciones estresantes y por momento creyó que desfallecería ante tantas tareas demandantes y actividades difíciles. La familia no quería “rajados” apelativo negativo que se usaba para señalar a los que sin importar la razón no podían continuar hasta llegar al final. Se sintió por momentos sumergida en un mar sin fondo pero salió de estas turbias aguas como lo hizo cuando cruzó el rio Cauto con entereza la primera vez.

Después de esa primera etapa que duró un par de años los trasladaron al campamento Topes de Collantes.

Este lugar era mucho más agradable. La vegetación seguía siendo igual de exuberante, predominaban los helechos y pinos. Con vista hacia el mar Caribe desde su altura se podía divisar la costa con sus hermosas playas a lo largo de la carretera que une a Cienfuegos con Trinidad. Con más tranquilidad logró Maricela superar la etapa de crisis que le proporción Minas Del Frio. Recuperó algunas de las libras perdidas y se sintió más plena. Qué alivio terrenal!


Vuelve a la cocina para recalentar el cafecito. Como en un vuelo se escapa la imaginación, vibran los recuerdos sin almibarar el alma. Sentada nuevamente en el mismo taburete recorre con sus manos callosas otra foto.

Aquí estoy en la playa Tarará, esta sí que fue una buena etapa, lástima que fuera casi la última y la más corta”. En la playa tarará otrora barrio elitista capitalino donde vivía gente adinerada que se espantó los primeros años de la Revolución, solo quedaban cinco familias porfiadas que no estaban dispuestas a sacrificar lo suyo por darle el gusto al régimen. Todas estas casas fueron preparadas para recibir a los jóvenes que venían de la Sierra. Para que no se vincularan con la gusanera lugareña el gobierno hizo desde amedrentamiento hasta escuálidas promesas, pero hasta hoy están allí esas pocas familias, aisladas de todo el mundo sin importar que para subsistir tengan que viajar a La Habana, porque el poder popular para presionarlas hizo sacar la tienda de abastecimiento y otras entidades comerciales y administrativas.

En tarará su estado de ánimo fue espectacular. En dos ocasiones recibió visita de su mamá y otros parientes de Camagüey quienes la instaban a seguir adelante. Se recuperó de la fuerte sensación de pérdida emocional que no la dejaba actuar con equilibrio, abrazaba lo nuevo, miraba el mar, respiraba tranquila ese aroma de océano dulce. Todas las mañanas cuando salía marchando rumbo al comedor con su jarrito de metal para recibir la porción de leche con chocolate, un privilegio en aquel período, y su pan con mantequilla, se cruzaba con un grupo de pescadores que portaban redes. Ellos le recordaban uno de los libros que dejó en su cuartico de Camagüey “el viejo y el mar”, allí se imaginaba a Santiago luchando por la supervivencia del día a día.

Maricela vivía en una casa muy bonita, los muebles de los antiguos dueños habían sido retirados y en su lugar había solo literas y pupitres escolares. Los baños eran espaciosos y en el patio una linda piscina sin agua. La casa estaba situada frente a la playa a la sombra de grandes pinos, que le ayudan a calmar su inquietante mente. Las mañanas eran tranquilas parecidas al título de una obra de Shólojov que estaba leyendo “Los amaneceres son aquí apacibles”. Mientras leía, alimentaba cigarras, cuidaba perros vagabundos, salvaba a un huraño gato de morir ahogado en el mar.

Luego fue enviada a trabajar al campo a un campamento rural y de ahí de escuela en escuela de curso en curso destacando hasta alcanzar peldaños inimaginables en aquel entonces. “Quería que todos fuéramos iguales entre tanta diversidad”.

Ella cree que todo lo que soñó se hizo realidad pero se debió solo al resultado de sus acciones previas. Si llegó al final con ventaja se debió a su esfuerzo y logros anteriores, recuperó la confianza en el proyecto en que se embarcó, desarrolló su potencial y cada hora le trajo satisfacción. Cortó caña, escardó extensos campos de hortalizas, instruyó en varios colegios rurales adonde solo se llegaba a caballo. Ejerció en las ahora desaparecidas Escuelas en el Campo, otro proyecto que falleció y del que hoy quedan las estructuras de cuatro pisos como eternos elefantes blancos en medio de cañaverales. En ese mismo ámbito docente conoció al que hoy es su marido y lo sumó a este ir y venir en aras de un futuro espléndido. Consiguió refrigerador, cambió la cocina de carbón y leña por una a gas natural, remodeló su casita, armó su hogar. 

Porque cada cosa que hizo fue motivaba por la necesidad de construir un mañana mejor, una Cuba distinta con más igualdad y mejores oportunidades, sin escasez sin penurias soñando llegar a la vejez holgadamente, tranquila y satisfecha.

Maricela suspira quedamente, se da cuenta que está enmarañada con sus propias reflexiones. Quiere quedarse solo con lo positivo aunque no sea mucho porque las consignas adorablemente cursis, si bien es cierto fortalecen el espíritu, no alimentan el estómago. Nunca pensó que después de tanto tiempo seguiría con iguales o mayores restricciones y limitaciones.

Ya entrada la tarde, cuando esta deja de serlo para convertirse en cerrada noche, el marido la sorprende en el mismo sitio bajo un manto de tintineantes estrellas. Intercambian en silencio sus miradas. El, al ver el álbum sobre su regazo, intuye que Maricela está al igual que otras veces varada en el incólume ayer. Ella sin hablarle hace un manojo con sus recuerdos, no quiere compartir con él sus dudas. “¿Habrá valido la pena tanto esfuerzo?”.

A la espera de algo sorprendentemente mejor, Maricela toma a su marido de la mano y entra a la casa, que producto del apagón general aún se mantiene totalmente a oscuras.



FIN

2013