CORREO ELECTRONICO

martes, 18 de octubre de 2011

“¿Necesita usted un busto de José Martí?”












“¿Necesita usted un busto de José Martí?”"Вам нужен бюстик Хосе Марти ? "


El intenso, inmutable e irrespetuoso invierno que cubre a Obolón con un velo intermitente de impecable novia blanca no impide que Serguey, el protagonista de esta historia, deje de admirar cuánto ha cambiado para bien en estas últimas décadas esta legendaria barriada kievita: nuevas avenidas, rascacielos y edificios multicolores engalanan la masa de concreto que se inclina con hidalguía ante el caudaloso río Dniéper.

En Obolón la nieve cae lenta pero copiosa rellenando el alfeizar de las ventanas de todos los edificios que circundan la plaza central, cerrando el paso a los pocos transeúntes que, a esta hora, desde o hacia la estación del metro, raudos evaden los blancos bancos de fierro para llegar cuanto antes a casa.

Frente a ese mismo helado panorama, en un cómodo y templado apartamento Serguey, como de costumbre a esta hora, en que la noche es joven aún pero la tarde se hace vieja, repasa las noticias del día. Paralelamente sorbe buchitos de té, mientras detiene la mirada en la leyenda que está grabada en su samovar; “чай кипит-уходить не велит” Su genuina abstracción se ve interrumpida por el sonido del teléfono. El insistente ring-ring lo hace reaccionar. Serguey deja el diario sobre el sofá, deposita la taza cerca del aparato en ebullición, se calza sus desgastadas pantuflas y se acerca a tomar el auricular. Del otro lado una voz lejana pero conocida le dice: “¿Necesita usted todavía un busto de José Martí?”.

A Serguey el corazón le da un vuelco, no puede disimular la sorpresa y los recuerdos que le trae esta frase se agolpan como municiones de sólida metralleta. Lanza una estentórea carcajada y llena de risa grácil y espontánea el amplio apartamento kievita, mientras su esposa Tania deja a un lado el borsch que prepara, y sorprendida se asoma para verificar a qué se debe tanto entusiasmo y revuelo en la sala contigua.

-¿Vasiliy, eres tú?, no puedo creerlo. ¿De dónde me llamas?
-¡De casa, hombre!, estoy en Bielorrusia.
-¿Estás en el país vecino?
-Si. ¡Qué curioso, amigo!. Hablamos el mismo idioma y somos fruto de la misma Madre Patria y sin movernos de nuestras respectivas ciudades ahora somos extranjeros.
-Cuánto tiempo sin escucharte ni saber nada de ti.
-Bueno, escarbando unos cajones encontramos tu número y quise probar suerte……Y aquí me tienes….


Pero ya Serguey no escucha, se deshace en silencio invadido por una pasión llena de son, su mente se evade, vuela a la velocidad de la luz a otras latitudes, a unos nueve mil quinientos kilómetros de distancia, a una isla verde y llana que en este preciso momento seguramente disfruta de un clima benévolo, balanceada por las aguas caliente del hermoso Caribe.

“Vasiliy, Cuba, Martí”- murmura quedo Serguey.

Serguey y Vasiliy se conocieron en Cuba a principios de la década de los ochentas, cuando La Habana desbordaba de soviéticos que iban y venían en Ladas y Moskovich transitando las céntricas calles de la ciudad y su mar de callejones. Se les veía como racimos multicolores entre la escuela rusa de la Avenida 31 y la embajada que inicialmente estaba en El Vedado y luego se trasladó a la mole más imponente y desagradable construida por ellos mismos en el bienaventurado barrio de Miramar.

Serguey y Vasiliy llegaron a Cuba en calidad de asesores soviéticos con sus respectivas esposas, mujeres lindas y llenas de gracia como lo eran la mayoría. Vasiliy tenía para esa época dos varones y Serguey gozaba de la compañía de dos preciosas niñas Olga y Katia. Juntos asumieron las responsabilidades de labrarse camino en el lejano país, ninguno sabía si sus esfuerzos serían exitosos, si ganarían mayor reconocimiento e influencia en su trabajo, pero coincidían en que Cuba les entregaría frescura y dinamismo a sus jóvenes vidas y que la austeridad a que serían sometidos les ayudaría a canalizar energía de algún modo y en ningún caso les provocaría cambios sustanciales de actitud. Se las ingeniaron desde el principio para ayudarse y acompañarse mutuamente, para complementarse como familias que venían de allende el océano.

Para fin de año del ochenta y tanto Serguey decidió invitar a Vasiliy con Lilia y sus hijos a una cena en su casa. Seguramente primero coincidirían en la Casa Central de las FAR. Como era costumbre los rusos festejaban la noche vieja según la hora de Moscú que correspondía a las cuatro de la tarde en La Habana. Ese día no fue distinto. Cuando Serguey entró al engalanado salón con vista al mar azul que contrastaba con tanto uniforme verde ya las fuentes de frutas estaban casi vacías. Sus compatriotas y algunos militares cubanos de alto rango esperaban el Champagne, ansiosos estaban reunidos alrededor de un radio portátil de hondas ultracortas que sintonizaba la emisora “Mayak”. Faltaban segundos para escuchar las campanadas del carillón del Kremlin que desde Moscú viajaban a la velocidad de la luz. El Bom-bom les hizo aflorar las emociones. Brindaron primero, se tomaron otras copas y se enredaron en vítores y añejados chistes. Serguey dejó su último trago a medio terminar y se metió a las aguas tibias y cristalinas para aplacar el calor y dejar navegar la nostalgia entre las lánguidas olas. Al fondo unos veleros iban rumbo hacia no se sabe adónde dejando una infinita espesa estela de espuma blanca.


Serguey de allí se fue a Cubalse, el Diplomercado de Quinta y 42 donde se abastecían los extranjeros, los únicos que podían comprar con dólares en aquel entonces, y luego derecho a su departamento con vista al río Almendares, donde el verdor le trasmitía tranquilidad y el suave viento que soplaba a través de unas cuantas palmeras en ese diciembre desplazaba el nauseabundo olor del río a otro rumbo distante. Aunque su olfato reconocía siempre el olor repelente y contaminante que vomitaban las guaguas destartaladas que iban venían por la avenida cuarenta y uno, ese día todo le parecía distinto.


Mientras tanto Tania convertía en maravilla todo lo que tocaba, corría un mueble para acá, agregaba hielo a la jarra de limonada, arreglaba aquí, engalanaba allá, ponía esmero en los búcaros con regalos de su jardín, quería sorprender a Lilia, la esposa de Vasiliy, con quien compartía la serenidad y felicidad que necesitan las mujeres que se encuentran sumergidas en otra vida, en otra ciudad, en un tiempo nuevo lleno de poesía, color y calor.

Antes que la noche cubriera la ciudad, Serguey estaba centrado en su entrada embaldosada con canteros a ambos lados donde crecían sobre tierra rojiza y compacta plantas olorosas de hojas anchas y flores de intenso rojo vespertino. Pensaba en sus padres que estaban muy lejos, y en si mismo, en lo que había logrado como persona, en sus conquistas basadas en el esfuerzo, la trasparencia, intachable conducta y buenas costumbres.

Allí lo encontró Vasiliy, justo en el antejardín, curioseando a un gusano multicolor que trepaba sin permiso aparente por una hoja de malanga. Vasiliy llegaba tomando a Lilia del talle, donde emerge sublime el deseo y la pasión carnal. Ella era reservadamente devota y fiel a sus seres queridos, le atraía el lado interno y místico de la vida y al igual que Tania canalizaba su sensibilidad a través de la música que usaba para lograr equilibrio y armonía emocional. Ambas compartían libremente lo que tenían y contaban entre si con el apoyo y generosidad de la otra.

Eran las siete y pico. El calor ya había amainado. Aunque la lluvia de la tarde había dejado las calles limpias pero calientes, la humedad a esta hora era más soportable.

Primero compartieron la cena a la luz de las velas que podían cumplir función especial en caso de que se les viniera encima el acostumbrado apagón. Pero esa noche La Habana brilló como nunca. Más tarde decidieron dejar a los cuatro niños viendo unos dibujos animados soviéticos “El tío Stiopa” y unos cortos polacos “Lolek y Bolek”. Para poder centrarse en las charlas y necesidades propias de los adultos sin molestar a los chicos, pasaron al departamento de al lado, que ocupaba uno de los altos jefes de la embajada soviética quien en su ausencia durante un corto viaje de negocios a Moscú había dejado las llaves a Serguey para que lo cuidase.

Ambos matrimonios disfrutaron del espléndido confort del vecino tomando y cantando viejas canciones rusas, ucranianas y bielorrusas. Entre una cosa y otra repasaban con la vista y comentarios paralelos los objetos que descansaban en la repisa de ubicación asimétrica: unos sellos de correo, recortes de diarios rusos con frases subrayadas que guardaban relación con el cumplimiento de los planes quinquenales propuestos por el PCUS. Se moría de aburrimiento una botella de ron cubano sin descorchar, “demasiado dulce para el paladar del alto funcionario”. Más arriba una chapka que parecía más un trofeo de guerra que algo realmente útil en estas latitudes le hacía compañía a un reloj despertador marca poljot y a unas cucharitas rusas policromadas. Se veían algunos portarretratos con fotos de familiares rusos y un cuadro un poco más grande con la foto de Yuri Gagarin. A un costado muy bien ordenados había un sin fin de libros de Marx y Engels y una colección completa de los libros escritos por Lenin en castellano, algunas novelas muy bien cuidadas y bellamente empastadas de Gogol, Dostoievski, Lermantov, Chejov, Maxim Gorki. En una de las paredes colgaba un cuadro al óleo bellamente enmarcado con leyenda en letras rojas “чорноморці - віктор григорович” Український живопис, fechado en 1947, cuadro que ovacionó Serguey por tratarse de una obra de un coterráneo suyo.

Sobre la mesa de centro descansaba un libro color rojo furioso “La historia me absolverá” de Fidel Castro, un busto de José Martí y a su lado una réplica en miniatura del Cañón Zar y la Campana zarina, dos muestras de la magnitud del poder zarista y los antagonismos de la vida; la campana más grande del mundo que nunca dobló y que está resquebrajada a causa de un incendio y su compañero el cañón robusto e imponente, que tampoco disparó jamás.

Al lado del busto de Martí, yacían dos películas “Москва слезам не верит” y “Женщина, которая поëт”

En la pared adosados o colgando de clavos enmohecidos se lucían placas, pergaminos e insignias que daban fe de los logros de su jefe y medallas conmemorativas de sus ancestros.

Ya avanzada la media noche, Vasiliy planteó que a aquella celebración le faltaba sabor caribeño, que había que bailar salsa cubana aunque fuese a la usanza rusa. Se armó el ajetreo y el espacio se hizo cada vez más chico. No lo hacían tan mal, y las mujeres por su parte trataban de emular a las mulatas sandungueras de La Habana Vieja con excéntricos movimientos de cadera. Entre tanta pirueta Vasiliy en un amago de buen bailarín, alzó una pierna sobre la mesa de centro y pasó a llevar el busto de José Martí. Lanzó la figurilla a dos metros cual famoso beisbolero. El busto que salió a toda velocidad, se detuvo solo porque la pared de enfrente le impedía continuar vuelo. Quedó hecho pedazos, un ojo de Marti por acá, la mitad del tupido bigote por allá, sin nariz, sin cuello, sin base ni logo. Prácticamente molido como estaba era imposible recomponerlo. La fiesta terminó con lamentaciones y recogimiento. El espanto envolvió a Serguey quien debería dar cuenta a su vecino primero de la invasión sin autorización de su espacio y luego de la rotura de tan insigne busto. Podía haberse roto cualquier otra cosa pero nunca la esfinge del héroe nacional de Cuba. Eso era imperdonable.

Serguey con un nudo en la garganta terminó su última copa de Vodka. Le supo tan amarga que no pudo disfrutar a plenitud la compañía. Así se puso fin a la celebración.

Esa noche Serguey no pudo conciliar el sueño. Desnudo sobre la cama para aplacar el calor que no atinaba a dilucidar si era producto del clima habanero o su temperatura corporal, muestra de desasosiego, se abrazaba a la almohada buscando solución perentoria a este drama que recién comenzaba. Adivinaba el rostro de su jefe, alcanzaba a verle los ojos, saliendo fuera de sus órbitas, iracundos, estrangulándolo con sus enormes pupilas dilatadas. Con la misma capacidad de amenaza que infundía a sus otros subalternos, su jefe una vez se enterase de lo sucedido lo apuntaría con su dedo inquisidor, brutal y belicoso. “¿Dónde está José Martí?”

Serguey estaba convencido que su jefe no se privaría de decirle todo lo que se merecía sin piedad y él se veía en el centro de la sala implorando perdón, hundiéndose en el fango, mientras ambos mirarían el espacio vacío donde alguna vez estuvo el preciado busto de José Martí.

Al día siguiente muy temprano Tania salió para ver si lograba encontrar algún busto de Martí en los desvencijados kiosquitos alrededor de la Necrópolis de Cristóbal Colón. Los negocios estaban abiertos pero ya desde entonces se había hecho imposible conseguir flores, mucho menos un busto de Martí. En uno de los negocios le explicaron que alguna vez tuvieron unos bustos bien feos que ellos cambiaban por Matrioskas a los rusos del sector, pero ahora solo se encargaban de los arreglos florales que estaban destinados a responder en forma planificada las necesidades de los difuntos; tres coronas por deudo. Además ahora vendían coronas u ofrendas florarles a los grupos de turistas, que visitaban la tumba de soldado soviético, un monumento medio escondido en las afuera de la ciudad; pero de bustos, nada.

Serguey vivió una semana angustiante, su energía podía medirse en cucharaditas de té. Cuando el alto funcionario y su esposa volvieron de Moscú, Tania se juntó con su vecina para devolverle las copias de las llaves y contarle el infortunio. Por su parte con la suspicacia y la inteligencia que le cabe a las mujeres, se encargó de disfrazar el evento como accidente fortuito. “Te hice el aseo para que encontrases la casa limpia y ordenada a tu regreso de Moscú”.

La esposa del alto funcionario creyó la historia pero también se llenó de pena pues conociendo cuan intransigente era su esposo temía que éste desatara la rabia y la irá contra ella. Descontrolado, podía generar una violencia demencial.

El eco de la pena que envolvía a Serguey llegó donde sus amigos quienes prometieron conseguir cuanto antes un busto parecido. Los asesores militares soviéticos del Estado Mayor, unas cincuenta personas, buscaban bustos sino igual, al menos similares a lo largo de la angosta isla.

También acudió donde unos amigos cubanos. Las relaciones demasiado estrechas con los cubanos estaban restringidas, y aunque él sabía que algunos de sus amigos eran comunistas solo por conveniencia, les profesaba simpatía y cariño. Ya había entendido que muchos cubanos pertenecían a las filas del Partido como la única forma de integrarse a la pujante sociedad, de poder ascender y de gozar de cierta reputación que traería consigo tranquilidad y quizás un poco de bienestar, este último garantizado según el rango. Dos de ellos tenían bustos de Vladimir Ilich Lenin pero no de José Martí.

Mientras los asesores militares soviéticos viajaban por las provincias, se esmeraban en conseguir el trofeo, preguntaban allí, consultaban allá, pero sin resultados. Uno de ellos una vez estuvo a punto de comprar un busto similar en el mercado negro pero luego de examinarlo entendió, siguiendo las características que le había proporcionado Serguey, que éste tenía otra forma y color, un Martí entradito en carne y bastante más moreno. “No, ese definitivamente no servía”. Encontraron allá por Pinar del Río entre valle y cordillera la fábrica que producía bustos pero no habían de ese tamaño, ni de ese material; y tenía que ser igualito al que se había roto y yacía ahora hecho añicos dentro de una bolsa plástica en algún vertedero de basura capitalino.

Los años de búsqueda del busto de José Martí se convirtieron en una continua tortura de remordimientos y vergüenza, no cabe duda. Se hizo muy común recibir llamadas o consultas donde el eje central era: “¿Necesita un busto de José Martí?”

Una tarde sentado en su misma terraza hojeaba un libro de filosofía y le llamaron la atención unas sabias palabras marcadas en negrita “¡La vida no es tan sencilla como parece... es mucho más sencilla aún!!!”

Lo sencillo de esta historia era ver como funcionaban los lazos de amistad, como se respetaban y querían entre si sus amigos, como ellos solícitos se embarcaron en la aventura por conseguir un busto de Martí. Al fin y al cabo todos coincidieron en que no se había dañado la imagen del prócer cubano, era solo un insignificante busto de yeso.
Un año entero duró la búsqueda, infructuosa por cierto. Al parecer el jefe no le echó de menos al busto y poco a poco todos se olvidaron del incidente.

Con la llegada de la Perestroika, y su política de Glasnost, la caída del Muro de Berlín y el desmembramiento de la Unión Soviética, la misión militar se desarticuló, y cada uno se fue despidiendo de La Habana y sus tribulaciones. Dejaron de ser soviéticos para pasar a ser lo que siempre quisieron, el ruso, ruso; el armenio, armenio; el ucraniano, ucraniano.

Trascurrieron los años y la nueva realidad los fue moldeando con otros matices, pero la frase “Necesita un busto de José Martí” perduró en el tiempo como lema, una frase clave de la amistad que unió a estos jóvenes, una frase tan discreta corta y tonta a primera vista que contenía y contiene un mundo de pasión, amor, aventuras y juventud, que marcó indiscutiblemente de alguna forma los mejores años de sus vidas.

De vuelta a la realidad, Serguey se tiende nuevamente en su cómodo sillón. Siente que lo envuelve un aire nuevo. Esboza una sonrisa franca y relajada muestra de placer. Afuera la nieve arrecia y el sonido que produce al golpear sobre su ventana se mezcla con el burbujeo del samovar. A lo lejos una canción rusa va acunando su día que ya llega a su fin.

“проходят дни
пролетают года
высыхают океаны
а ты один
в твoей душе и глазах
эти слёзы
эти раны…….”


FIN

Comentarios: Agradezco a Serguey que me facilitó el argumento desde Kiev y a las musas que me acompañaron pacientemente mientras conjugaba la realidad y la ficción.



Santiago de Chile 2011