CORREO ELECTRONICO

martes, 3 de diciembre de 2013

"Sorbo Amargo"


“Y de repente la sombra.
Para renovar el ánimo,
Busco el sol en ti”.

Mujer manantial:

Es la mañana del domingo, mucho sol y verdor recalcan que estaremos por largo rato acompañados de este porfiado verano. Al escribirte siento que me desplazo en tiempo y espacio para estar a tu lado y disfrutar contigo una eterna primavera, esa misma que ya tú gozas. ¿Estaremos siempre en mundos diametralmente opuestos desde todos los puntos de vistas? Aún recuerdo tu último viaje a la isla y me doy cuenta que Cayo Largo se me detuvo en la memoria y reafirmó este amor que ya es eterno. Allí comprendí lo mucho que te amo. He encontrado en ti tantas cosas lindas, tantas cualidades, tanta entrega y paciencia por mantener viva esta llama a pesar de la distancia y el tiempo. Traté de escribirte después de lo ocurrido en el trabajo, pero me faltaron fuerzas y decidí tomarme el tiempo necesario para procesar y digerir bien el hecho.

Ayer, cuando me enteré de la existencia de tu carta, partí velozmente al rescate. Me fui en bicicleta porque no hay medio más seguro y rápido en este lindo país. Juan Carlos vive en un barrio de esos que llaman “alto riesgo” y créeme que me costó dar con su apartamento, entre escombros y oscuros recovecos. Tenía que subir por una escalera, si es que se puede llamar así a aquellas tablas del siglo dieciocho carcomidas por el paso del tiempo que de alguna manera conforman una maltrecha escala. Hablamos algún tiempo, perdón hablé yo. Me brindó gentilmente su casa aunque yo dudo que pueda volver a tal lugar. Para deprimirme me basta mi reparto y los negritos de Burundi. ¡Suficiente!

Tomé la carta con mucha alegría y como el niño que recibe el juguete nuevo, salí corriendo a todo pedalear en busca de un parque donde poder egoístamente disfrutar tanta emoción. Pero no podía ser cualquier parque, el momento exigía un lugar especial.

Allí estaba aquel lindo Flamboyant, ese que tú conoces porque nos cobijó durante nuestro arrebato de amor, y si llovían estrellas nunca supimos porque su frondosidad nos cubrió totalmente aquella noche. Ahora de día, descubro que todos los bancos están maltrechos, será difícil hallar uno hecho y derecho, están como la misma ciudad. Me tiré en el césped, me metí de cabeza en el sobre y engullí cada palabra y frase creyéndome dueño del mundo y aunque fuese por un instante me sentí el hombre más feliz de la tierra. Porque pude leer sin atropellar palabras tus sanos consejos, esos que llegan cuando más los necesito. Poco a poco dejé de ser yo, para convertirme en Nosotros. Y cuando la sombra fue desplazándose y me dejó al descubierto, me acordé que ya era tarde y debía seguir el camino.

En casa siempre hay cosas que hacer, además, antes que anochezca, porque sin luz no es mucho lo que se puede adelantar. Los apagones no dan tregua. Con ellos aumenta la incertidumbre de estos días de los cuales me cuesta contarte. Pedaleos, colas, trámites, averiguaciones, todo junto en este endemoniado mundo de la Mierdocracia. Todo este último tiempo estuve pensando en mi futuro laboral porque sabes cuanto dependo de él y además cuánto lo disfruto y en mis reflexiones meditaba: “No sé qué sería de mí sin mi trabajo, sin mi actividad de guía, sin el contacto amplio con la gente, sin la conversación diaria, sin las posibilidades de disfrute y descanso que hoy por hoy este trabajo me proporciona”. Y me creí seguro hasta el día del desenlace.

El veredicto fue el pasado jueves pero como ves hasta hoy no tuve la fuerza suficiente para poder relatarte mi desgracia. Ese día estuvimos largas horas que parecieron días esperando en una fila el resumen de la comisión. En lugar de poner listas con los nombres de los que habíamos quedado fuera, nos hicieron participes de una comedia donde los cuadros del partido nos levantaban el ánimo. En este antipaís hasta para desemplear hace falta hacer filas. Mientras ellos me hablaban con su acostumbrada retórica, yo intuía el final y el veredicto. De todo el discurso verborreico alcancé a retener las últimas palabras de mi jefe “... la revolución no deja a nadie en la calle y como quiera que no queremos deshacernos de tanto talento, te tendremos en una bolsa para utilizar tus servicios una vez que lo necesitemos. Tenemos que salvar la revolución y tú nos ayudarás a ello.”

Salí de allí con las orejas hirviendo. Cuánta impotencia. Siempre creí que estaba preparado para aquel momento, pero no era cierto. Me fui a tomar la brisa del malecón porque necesitaba de aire fresco y a mi angustia se sumó otro hecho, esos que tienen que ver con las historias de los balseros. Historias que nos afectan a todos por igual y no me importa que "Quien tú sabes" insista en hacernos creer que son desafectos, porque sabemos que no es así. Ante mí estaba este grupo, seis personas tratando de arrancarse al norte en una precaria embarcación hecha a manos. Casi se estaban ahogando a vista y paciencia de unos y alboroto de otros. A pesar del empuje violento de las olas y al clamor de terror de la gente que aguardaba en la orilla el desencadenamiento obvio de esta loca aventura, ellos continuaron remando sin rumbo y no supe el final porque no soporté ver tanta desgracia. Entonces comprendí el desespero de tanto cubano bueno.

En la casa todo es igual. Las visitas se han vuelto tediosas porque el tema siempre es el mismo “no hay... no hay... no hay....” La gente como loca quiere a toda costa abandonar el país. No todos tienen la misma capacidad para resistir, ni la fuerza de mi madre que cada vez se pone más roja.

Ahora tengo demasiado dolor y muchas ideas lamentablemente desagradables. Se me han truncado los planes de bienestar, entiéndase bienestar comunista. Ahora más que nunca necesito de tu coraje y sabiduría y de la prudencia con la que siempre hemos actuado. De nada sirvieron mis conocimientos del idioma, mis largas jornadas en la Unión Soviética, mi entrega absoluta a la revolución y sus demandas; igual me dieron la patada por el culo. Es muy difícil asimilar esto, y muy triste aceptarlo. Me despido con un dolor tremendo. Dios quiera que pueda salir pronto de este infierno.

No te mando un beso, te sabría muy amargo y muy triste.


Te quiero mucho


Un año después de haber escrito esta carta, él estaba partiendo de Cuba.


La Habana 1994

sábado, 2 de noviembre de 2013

"Entrañable Flamboyant"

"Entrañable Flamboyant”

¿Cómo olvidarte Flamboyant, si tú eras el centro del gran patio de la casona de Camagüey, partícipe silencioso de tantos acontecimientos?. Has estado siempre presente. Eres parte de mi eterna manía de escarbar el pasado, pieza indisoluble de mi mundo de melancolía e ilusión. Quiero recordar lo feliz que era con tu desplante y prestancia, con tu aroma seductor y esa mezcla de verdor intenso con rojo fulgor. Nunca interrumpimos tu crecimiento, tus ramas sublimes con múltiples hojas se desparramaban por todos lados. ¿Recuerdas cómo correspondíamos tu sed en los meses de sequía?. Luego despertabas la pasión en mayo con las lluvias tempestuosas del eterno verano. Con mi hermana leíamos juntos los cuentos de antaño y los versos sencillos de Martí bajo tu sombra. Nos cubrías y desamparabas como si supieras lo que nos divertía. Ese bamboleo nos quería decir algo, aunque nunca supimos descifrar qué era.

En las noches prefería esquivarte porque temía que de repente tras de ti apareciese “José en calzoncillos”, ese muerto porfiado que había quedado en el limbo, por no querer entender que ya no pertenecía al mundo de los vivos. Él tuvo que haberte molestado, tanto como a nosotros, con sus sepulcrales ruidos y apariciones.

También mi abuela te maltrataba con su presencia. Te golpeó y reventó varios bates de béisbol contra tu tronco, primero adolorido por sus estruendosos y soeces insultos. Sobre tu envejecida corteza desataba ella su ira, culpándote de que su esposo tuviese “una querida por ahí”. En esa época el tiempo pasó lento y cruel.

Mi madre colgó de una de tus fuertes ramas a nuestro gato por haberse comido el bistec que nos tocaba por tarjeta. “Ahí te vas a quedar hasta que nos vuelvan a dar carne”. Hubiésemos tenido que esperar cuarenta y cinco días pero nuestro gato no tenía siete vidas, como se supone, y murió casi al instante. Para evitar el hedor hubo que retirarlo de inmediato, cortando de un machetazo uno de tus tantos brazos.

Pero tú, inmutable seguiste creciendo, nos viste surgir y luego partir. Hoy día continúas altivo mirando ese cielo que añoro. Por eso te pido que no te marchites, que he de volver para abrazarte fuertemente y a la vez rescatar todos esos recuerdos que en ti quedaron alguna vez. Juntos hemos de cantar ese bolero que hace mucho tiempo sembraste en mí:

“Aunque quiera olvidarte, ha de ser imposible
porque eternos recuerdos, tendré siempre de ti
mis caricias serán el fantasma terrible,
de lo mucho que sufro, alejado de ti”.


Fin

sábado, 26 de octubre de 2013

“Remember”













“Remember”





“Remember” es como llaman en Camagüey a los moteles donde las parejas van a hacer el amor; en La Habana en cambio se denominan Posadas, pero como ellos son camagüeyanos de pura cepa prefieren ocupar sus propios modismos porque los hace más auténticos y los mantienen de alguna forma cercanos a sus eternas y sólidas raíces. Pero esta historia no es una postal y está lejos de ser recordada como plantea la palabra “Remember” en el inglés original, a no ser por su desenlace final.

Teresa y su marido están desde hace dos horas anclados a una fila que no es tan larga pero si duradera. Son nueve parejas, o mejor dicho diez contándolos a ellos que han desafiado el cansancio, la fina lluvia de la tarde y el fortuito apagón para poder disfrutar de un rato de paz y entrega. En su modesto apartamentico de la calle Veintitrés se ha hecho imposible consumar el idilio amoroso; los niños, los suegros, los padres, los de acá y los de allá, les estorban, y ellos se sienten vigilados hasta por sus propios muertos. Cada vez son más los que conviven con esta pareja joven. Los abuelos aún viven y se niegan a morir, los padres de ella también. Andresito, su hermano, aprovechó un viaje a España como miembro de una delegación deportiva y desertó, pero su pequeño cuarto fue invadido a los pocos días por unos primos que llegaron desde Santiago de Cuba sin previo aviso en busca de bienestar porque según ellos “¡En Oriente la cosa es peor, mi hermano!”.

Entre tantos parientes y ajetreo cotidiano no queda ni tiempo ni espacio para desatar pasiones ni cumplir con las obligaciones maritales, por tanto, Teresa y su marido dispusieron de unos ahorritos para desahogarse esta vez.

A Teresa no le gusta mucho la idea de estar parada en esta fila ventilando, sin llegar a hablar, sus verdaderas necesidades. Todos la miran, al menos eso cree ella, y se imagina que todos ya saben a qué ha venido a este lugar. Lleva en su bolso de mezclilla un par de toallas, una sábana blanca y algunos objetos de aseo personal porque sus amigas en el trabajo le han comentado que el período especial es general. Antes de salir atinó a echar en su bolso de cosméticos un jabón de tocador que compró a cincuenta centavos en el mercado negro, “A mí que me cuesta tanto ganarme doce dólares al mes”. Es cierto que el estado le provee de otras necesidades como el tubito de pasta dental mensual; pero el cepillo de dientes que le toca una vez al año y el papel higiénico que reparten tarde mal y nunca, esos sí que hay que ahorrarlos de verdad. Su madre, que será vieja pero no tonta, le entregó un manojo de servilletas “por si acaso” y le preparó un termito con café criollo, en cambio a él le dió una petaquita de ron y una lata de Tropicola para que se fuera entonando.

El día había sido agotador, durante la mañana ambos tuvieron que participar en el desfile del Primero de Mayo, en la histórica Plaza de la Revolución. Ganas no tenían de asistir al rutinario evento pero en el caso de él era imposible escabullirse. Si no lo veían en la manifestación, al día siguiente el dedo índice acusador de su jefe de planta sería implacable. Ella por su parte tenía que dar la cara en su cuadra por el resto del familión. Estaban cansados de tantas marchas e innumerables reuniones durante todos estos largos meses donde Cuba pareció olvidarse de la escasez, para centrarse en el tema del niño ícono Eliancito. Los dirigentes se sentían más cómodos en el terreno del ambiente ideológico que en el abastecimiento de la población, y ellos tenían que seguir el ritmo sin miramientos. El discurso del Comandante se les hizo eterno pero les reconfortó soñar con la noche que tendrían llena de pasión, brío y emoción. Esta noche podría ser el inicio de la renovación de la vida sexual, dejando atrás el aburrido patrón del silencio obligado y la abstinencia involuntaria. Llegó el momento de acelerar el pulso con un poco de buen sexo, original y privado, porque no estaban en la edad de andar por los parques o por el malecón, inyectándole factor sorpresa a la relación.

Y acá están varados en la acera, ansiosos por un lado, angustiados porque de repente puede llegar algún cuadro importante en carro y les joda en un dos por tres el orden de la cola. Ambos están recostados al ancho muro cubierto de una fina enredadera, que separa el recinto de la estrecha calle. Él, con las rodillas flexionadas, apoya su espalda en la muralla. Los hombros los mantiene erguidos, las piernas ligeramente separadas, haciendo malabares para espantar mosquitos y al mismo tiempo sostener a su mujer, quien descansa sobre él con sus pechos firmes y excitados, amarrándolo con sus piernas de mulata exuberante. Ella sostiene una mano en sus omóplatos, y el otro brazo, desde donde cuelga un sinnúmero de pulseras multicolores, lo mantiene alrededor del cuello de su tierno y fuerte marido. Él se muestra agresivo pero nunca imprudente, rápido pero no apurado, dulce balance para reforzar a su pareja su pasión. Pasión que se ve interrumpida cuando de repente sale la encargada del Remember “Compañeros, les advierto que si vuelve el apagón, se complicará la cosa”

-¿Y para qué queremos luz, compañera?. - Alega alguien.

-Mire, deje las jocosidades para otra ocasión, el problema es que si se va la corriente, también se va el agua.

-¡Ay mi madre, eso sí es un problema!

El comentario ha hecho que las parejas se acerquen más y la fila se acorte como resorte maltrecho. Mientras esperan, un muchacho, el último en la cola que ha llegado en una bicicleta china con su pareja emparrillada, comparte sus cigarrillos con el resto del grupo:- “Estos son de la Yuma, verdadero vacilón”

El marido de Teresa ya ha intimado con el hombre que está delante y discuten sobre el período especial y la responsabilidad y necesidad de mantener activa la cadena “Puerto-Transporte- Economía interna”

-¿A qué tú te dedicas chico?.

-Yo lo mismo corto caña que trabajo en la construcción. Ya tú sabes. Estoy donde me mande la Revolución y se vea el billetico a fin de mes.

-Yo administro una pastelería, lo mío es la alimentación, te voy a dejar mi número por si acaso necesitas algo.

Teresa abraza nuevamente a su marido y le sugiere que no converse más porque lo menos que quiere es conocer gente y hacer amistades en estas circunstancias. “Te imaginas que me encuentre en esta fila a mi jefa o a un profesor de Robertico. ¡Qué barbaridad!”

El tiempo pasó lento, la noche se tornó más húmeda. Y cuando les tocó su turno ya Teresa tenía los pies acalambrados y se arrastró como pudo a su otro humilde rincón si así se podía llamar a aquella deteriorada habitación de la ilustre Posada. Cuando entró la pasmó el olor a fumigación. Se moría por darse una ducha para sacudirse la humedad de La habana, pero el agua apenas si llegaba como escuálido chorrito al grifo del lavamanos. Corrió con desdén la cortina de baño y exclamó: “¿Te acuerdas mi amor, aquella vez que te ganaste una noche en un hotel para extranjeros, donde hasta agua caliente había?

-Claro que me acuerdo, eso fue como hace cinco años, allá en Morón-acentúo él casi bostezando.

Teresa tenía otra idea de las posadas. Un poco romántica y lujuriosa, porque sabía que era lugar, desde mucho antes del triunfo, donde el placer convivía con el buen gusto, un sitio usado más para la infidelidad que para cubrir la necesidad. Y mientras observaba cada esquina, husmeaba el techo descacarañado y se fijaba en las descuidadas baldosas, su marido se tendió en la cama después que ella colocara la sabana almidonada por su madre con tesón. Ella se acercó a la radio desvencijada que reinaba como único elemento decorativo sobre la mesa de noche, trató de sintonizar alguna música en la radio pero solo Radio Reloj daba la hora. Teresa se acercó al tocador. El espejo, el único en la habitación, estaba trisado, el lúgubre bombillo del tocador dejaba ver su cara en cuatro pedazos, fragmentado, como su vida. En lo que ella se demoró en el retoque del maquillaje, el marido se había quedado rendido de un tirón y para no molestarlo ella se tendió a su lado, luego sorbió un traguito de café y se paró nuevamente frente al maltrecho espejo a retocarse su peinado.

Cuando se disponía a sacarse su ropa, la compañera encargada tocó la puerta recordándoles que le quedaban solo cinco minutos. El marido despertó de un salto y reclamó algo ininteligible. “En este país todos tienen los mismos derechos, compañero” gritó la encargada desde afuera.

Antes de la media noche estaban volviendo a casa. Varios vecinos estaban reunidos en la entrada del edificio, debajo del único farol jugando dominó y abanicándose para espantar el calor de este Mayo que recién comenzaba. Los compañeros del Comité de Defensa de la Revolución que todo lo saben y lo que no, lo intuyen, les gritaron:

-Estos tortolitos vienen de un lugar que ya adivinamos.

-¡Candela mi hermano!- exclamó otro sonriendo, añadiendo a su comentario un gesto de sarcasmo y una mueca lujuriosa.

Ellos sin sonrojarse se abrazaron apasionadamente, se miraron con complicidad y se largaron a reír, mofándose de sus propias penurias y calamidades. Y sus risas se expandieron al resto de los allí presente que no eran pocos, y a los inquilinos de los edificios aledaños y así de boca en boca se corrió el chisme, de barrio en barrio pasó la noticia del idílico amor en el Remember del Vedado, sacando a la gente a los balcones y muchos a las plazas, que sin razón aparente no paraban de hablar y reír, multiplicando por doquier carcajadas, contaminando con su simple pero estentórea risa a esa hora de la noche a toda la ciudad de La Habana.

FIN

miércoles, 4 de septiembre de 2013

"Huracán"




“Huracán”
María Rabassa, muy temprano, empieza a empacar las cosas que les serán perentorias para pasar más o menos normal el cautiverio obligado que le ha impuesto el huracán. No le cuesta diferenciar entre lo importante y necesario porque esta aventura la vive varias veces al año, desde que tiene uso de razón. Serán solo unos días, tantos como lo decida el ciclón con sus vientos impetuosos y su propia velocidad.

Desde el balcón, con vista a la calle Línea, mira como trota el mar con su espuma blanca belicosa y visceral, tratando de invadir el espacio que una vez le perteneció, pero que el hombre en su afán por vencer la naturaleza le arrebató a fuerza de pico, pala y cemento. El malecón habanero, que desde ayer ha dejado de ver el paso de los autos, se pierde entre tanto mar, desorientado y triste se deja tragar sin resistir.

La lluvia entra sin permiso por las rendijas de las ventanas maltratadas por el tiempo y otros tantos ciclones. Afuera se escucha como crujen las rejas y verjas de la entrada de esta mole milenaria que ante tanto desafío se quiere desmayar. El edificio en general está en muy malas condiciones, se derrumbará de un momento a otro a vista y paciencia del Comité. Pero María que para nada se siente víctima de las circunstancias, sigue insistiendo en dejar sus muebles y cajones cubiertos, ordenados porque según ella todo en esta vida tiene solución.

Dando vueltas sin parar, desconecta todos los artefactos eléctricos que no son muchos pero importantes, fruto de su trabajo voluntario en los campos de caña, allá por su tierra natal. Camagüey si sabe de sus tribulaciones durante los ciclones, que no son pocos. Con las primeras lluvias después de Mayo desaparecía su tranquilidad y también su esposo Manuel. El ciclón siempre lo atrapaba en la casa de cualquiera de sus amantes menos en la suya y no se le veía aparecer hasta que bajaba el nivel de las aguas, el puente se tornaba transitable y el río tomaba definitivamente su curso habitual.

-Yo pensé que te habías ahogado con el temporal- le decía María a su marido cuando lo veía llegar seco y sonriente, disimulando su culpabilidad.
-Tú siempre con tus sarcasmos- refunfuñaba él displicente- En cambio yo estuve todo el tiempo pensando en ti.
-Pues sigue pensando en mí mientras vuelvo, porque ahora tengo muchos de quien ocuparme.

Ella con los pantalones arremangados, con botas proletarias o descalza sin prestarle atención, seguía con sus propias actividades, registrando todo el barrio en busca de algún necesitado. María desde el primer día había estado acarreando sacos de cementos y de arena para contener el torrente de agua que venía desde el río desbordado por el intenso caudal. Se le veía activa por aquí y por allá empujando inmensas carretillas, más grandes que su bondad. El día entero andaba recogiendo escombros, saneando el barrio, repartiendo alimentos, queroseno, ordenando las colas, controlando la situación y de noche volvía a su hogar con un candil en las manos y la pala a cuestas traspirando felicidad.

Ahora la cosa es distinta, el paso del tiempo le ha restado dinamismo y agilidad. Ya no está para hacer trincheras, ni cortar caña de azúcar de sol a sol. La época de entrega absoluta e irrevocable ha quedado atrás. Más de cincuenta años en movilizaciones, reuniones, en guardias cederistas, en asambleas populares, en mítines de repudio reposan sobre su espalda septuagenaria. Mujeres más jóvenes tendrán que encargarse, con su misma pasión, de las múltiples tareas que demanda la eterna revolución.

La casa vuelve a rugir como barco antiguo que pretende varar. Las bisagras se quejan. La humedad sacude las paredes. Desde el techo cae una llovizna fina de arena y cal. Las vigas de hierro empiezan a quedar al descubierto. El árbol del patio se queda allí anclado, ladeado, mirando como el agua lo va cubriendo y enlodando como queriéndolo ahogar. Se estremecen sus viejas y fuertes raíces bajo el aguacero truhán.

Toda la belleza es robada por el ciclón. María no se desanima porque sabe que quizás en tres días más volverá a aparecer el sol y luego de noche un manto de estrellas la cubrirá y que para entonces ya la pena se la habrá llevado el agua rumbo al océano, a otro lugar, porque de vuelta habrá que ocuparse de muchas cosas, de restaurar, de prosperar. Afuera se siente el ruido de los camiones que empiezan a llegar raudamente para dar curso a la evacuación. En un dos por tres se llenan de gente, animales y bártulos. La algarabía y el desconcierto son mayúsculos, pero no para María que lo tiene todo fríamente calculado.

María Rabassa, dispuesta para partir, se aferra a sus jabas, se cubre con un chubasquero rojo y verde, echa llave a su puerta y sale murmurando sin mirar atrás:

¡Mantente firme casita, te quiero intacta después del vendaval!

Fin

miércoles, 7 de agosto de 2013

"Casualidad o causalidad"




"Casualidad o causalidad"



Ella tuvo intenciones de escribirle a su amiga apenas llegó de la calle, pero venía tan estropeada y sudada que decidió primero darse una ducha bien fría, aprovechando que a su zona le tocaba el agua. El suministro del preciado líquido sería solo hasta las tres de la tarde, por eso estaba obligada a posponer cualquier tipo de actividad que fuese ajena a su higiene personal.

Después de la ducha se preparó una limonada de esas que le hacen bajar la presión a cualquiera. Azúcar bien prieta y limón verde de su viejo y preciado árbol. Se tiró en ese, el sillón de siempre, para escribirle unas letras a su otra alma gemela allende los mares, y contarle que se había encontrado en la mañana con un tipo que no estaba nada mal. Fue pura casualidad.
“¡Tú no cambias chica!”. Se imaginó estaría pensando su amiga, y tenía absoluta razón. Agradeció la ineficiencia del gobierno en los temas del transporte y al bloqueo imperialista, porque si en el momento que regresaba a casa hubiese tomado la guagua como Dios manda, entonces se hubiera perdido para siempre la posibilidad de encontrarse con ese hombre. “Tremendo pollo”, así decían allá en Camagüey cuando las muchachas se fijaban en algún pepillo que valía la pena entre tantos guajiros desbocados y flacos destartalados.

Ella quiso contar en esta misiva todo desde el principio, porque intuía que lo que había ocurrido hoy había sido realmente providencial y tendría de ahora en adelante varios capítulos. En la mañana tuvo que ir al hospital Amejeiras para hacerse un chequeo ginecológico. Una vez más tuvo que mostrarle el aparato al doctor, quien no solo se ha acostumbrado a ver sus pliegues vaginales y otros conductos, sino al cafecito matinal que le llevaba calientico en un termo. Su sacrificio no era en vano. La atiende sin hacer cola. Se toma todo el tiempo para explicarle lo que tiene por aquí o le falta por allá. También se ha hecho amiga de la secretaria que al principio no la toleraba, quizás pensando que le quería arrebatar a su doctorcito cariñoso, pero luego, con el paso del tiempo entendió, definitivamente, que su simpatía para con él era sana y desinteresada. Al doctor lo conoce desde que vivía en Camagüey. Se enteró que había sido transferido a la capital y no cejó de buscarlo hasta encontrarlo. Ese mismo doctor recibió a su niña cuando nació. Así son los camagüeyanos. Andan siempre buscándose unos a los otros por todo el territorio nacional, como si fueran exiliados dentro del mismo país. Ella recuerda, que en aquella época cuando él ejercía en Camagüey, era muy atractivo, con perfil griego y estatura confortable, pero hoy día los años que corren implacables por cada arruga, han instalado gruesas bolsas debajo de sus ojos, el pelo lo tiene totalmente blanco con visos amarillos, timbre indeleble de los fumadores. Hasta ha perdido tamaño y aumentado en grosor. Camina con desgano, arrastrando los pies, como quien barre las penas invisibles a su alrededor. Su encanto radica solo en su labia y profesionalismo. Crítico acérrimo del régimen que aplaude una vez al mes en las sesiones del partido del cual es miembro en el Hospital, toma con humor todas sus tribulaciones. La hace reír muchísimo con sus comentarios y relatos. Si no fuera por la situación incómoda de estar con las piernas abiertas durante cinco minutos y los ojos fijos en el techo, pero sin querer mirar, aparentando que esto es muy normal, ella acudiría a su consulta con más frecuencia. “Estas nueva de paquete” fue ese día su diagnóstico.

Ella salió de allí muy contenta, felicidad que duró hasta que llegó a la parada. Un tumulto enardecido anunciaba larga espera. Y al cabo de la hora, cuando llegó el “camello”, mezcla de camión, tractor y dinosaurio, se produjo la avalancha. Entre forcejeos y empujones, casi con un pie en el estribo, sintió algo así como una cabilla que quería acomodarse sutilmente entre sus mullidas nalgas. "Realmente es el colmo que te quieran violar a plena luz del día, tratando de subir al transporte urbano"- pensó para sí. No podía darse vuelta, pero alcanzaba a ver por su izquierda la mano grande y fuerte de un negro, y luego vio el brazo erecto como su miembro, asido a la manilla de la puerta intentando subirse él y empujarla a ella hacia adelante al mismo tiempo con su cuerpo. La invadió la rabia y prefirió perder el viaje. Con un codazo se lo sacó de encima y logró, a puntapiés y con mucho esfuerzo, llegar al suelo. Se sacudió de tanta agonía como lo hacen los perros y cruzó el parque a la velocidad de un rayo rumbo al malecón. Respiró la brisa marina para sacarse de arriba ese olor repugnante a negro grosero y continuó la marcha hasta la casa tratando de llenar, mirando las olas, su cabeza con otros pensamientos.

Caminó despacio, saltándose algunos tramitos con más velocidad porque las olas estaban bravas y al romper con el muro contenedor del malecón, salpicaban con gran fuerza la acera y parte de la avenida.

“¡Muchacha, te vas a empapar!” - la interpeló un joven que también hacía las mismas peripecias para evadir las tempestuosas olas.

Ella correspondió con una sonrisa en señal de agradecimiento por su preocupación.
“Hay muchos tramos así, parece que “mentirología” hoy no se equivocó. Se espera tormenta tropical”
Y a este ¿quien le pidió que me recitara el parte meteorológico?- pensó ella, pero sin dejar de mirarlo, porque ya estaba cediendo al impacto que provoca el encuentro con un físico monumental y unos ojos azules despampanantes.

El siguió hablando y así se enteró ella que venía caminando desde La Habana Vieja rumbo a la oficina de intereses norteamericana, porque estaba tramitando su salida para Miami; que llevaba en estos menesteres más de un año pero en el último mes, teniendo en cuenta la nueva política migratoria, había empezado nuevamente a mover los papeles a ver si se largaba de una vez por todas de este infierno.
Ella inmediatamente pensó: Este me vio cara de “gusana” o simplemente movido por su entusiasmo quiere compartir con el primero que encuentra sus experiencias.

A medida que empezaban a acercarse a la calle Línea, disminuyeron a propósito el paso para no perder charla y encantamiento. El pepillo llevaba un diario Granma en su mano y una javita llena de papeles. Al parecer eran documentos para sus trámites. Cuando él notó que ella fijó su mirada en el Granma, aclaró: “No es de hoy. Hace una semana que ando con este por si encuentro algo de comer y no hay papel para envolver. Además cuando me da hambre, leo los titulares”. Abrió una página del endeble periódico y le mostró los encabezados en rojo: “Sobrecumplimos las metas de recolección de papas”. “Gracias al trabajo voluntario de los estudiantes pinareños, este año no careceremos de hortalizas”. Ella comprendió su insinuación arrojándole una carcajada espontánea. Ya se estaban entendiendo.

Al llegar a Línea, tenían intercambiados los números telefónicos y un mar de miradas ingenuas, pero al mismo tiempo, pecaminosas. Cada cual tomó su rumbo y estuvieron contemplándose de reojo casi media cuadra, hasta que los edificios los separaron. Ahora se entiende cómo ella no iba a llegar a su casa acalorada.

Sumida en su regocijo, con desmedido entusiasmo, sonríe a la vida. Desde su ventana mira al horizonte, agradece las olas lujuriosas que se rompían en el malecón, y por primera vez, la falta de transporte. A lo lejos se ven las nubes negras tumultuosas, pero allí, a su lado, hay mucha luz y un sol que sigue rajando las piedras, iluminando cada rincón de su alma y enardeciendo sus más íntimos deseos.

Y si le preguntan por su otro novio, responderá con un fragmento de un poema de Nicolás Guillén que guarda en su memoria desde que estaba en la secundaria.

“Siento que se despega su recuerdo
de mi mente, como una vieja estampa;
su figura no tiene ya cabeza
y un brazo está deshecho, como en esas
calcomanías desoladas
que ponen los muchachos en la escuela
y son después, en el libro olvidado
una mancha dispersa”.

Ella está definitivamente curada de la pasión antigua. Ahora es otra.


Fin

viernes, 5 de julio de 2013

"Retazos de colores pasteles"



"Retazos de colores pasteles"

"Porque todo lo que cuento, lo he visto; y si pude equivocarme viéndolo, ciertamente no les engañaré al decírselos hoy día."
Stendhal.

Ayer, bajo un sol implacable, dieron cristiana sepultura en el cementerio de la ciudad de Camagüey a Esteban Andrés, el señor que durante largo tiempo, allá por la década del setenta nos proveyó de retazos de cortes de telas que se utilizaban entonces, y hasta hoy día, para forrar los ataúdes por dentro.

En la fábrica de sarcófagos que había sido propiedad de sus padres y de los padres de su padres y así sucesivamente hasta remontarnos al primer ataúd que se fabricó en Camagüey, él creció y se desarrolló. Con el frenesí de los cambios revolucionarios y las leyes de nacionalización, desde el sesenta y pico Esteban Andrés dejó de ser el dueño de su fábrica para pasar a desempeñarse como administrador, empleado de aseo y remodelación, responsable de mantenimiento y cuidador nocturno, todas estas tareas a la vez, porque la gente en todo el pueblo se manifestaba reticente a trabajar en lugares mal pagados, lúgubres y tan cercanos a la muerte. Esteban Andrés que ya no era "don" pero tampoco le gustaba que le llamaran "compañero", se acomodó como pudo a las nuevas circunstancias y trató de mantener el lugar donde nació, surgió y se fortaleció gracias a su esfuerzo y el de los suyos. Con el paso del tiempo la fábrica se fue deteriorando. Sin más alternativas y con recursos del partido provincial logró instalar en la maltrecha fachada de la fábrica un anuncio lumínico muy particular “Con entusiasmo socialista y devoción aumentaremos la producción”. Siempre que yo pasaba por allí, de vuelta de la escuela, me quedaba largo rato mirando la consigna, tratando de interpretar el disparatado mensaje.

Al llegar a casa encontraba a mi madre, como se había hecho costumbre habitual, sentada frente a la máquina Singer, trabajando entre la abuela y la jaula de tomeguines y canarios que se disputaban las migajas que dejaba a exprofeso la cotorra porque como ella salía con la anuencia de los humanos dos veces al día a picotear mangos y guayabos en flor, no necesitaba tanto pan agrio.

Mi madre con su ingenio habitual se cabeceaba buscando alternativas para palear la escasez. "Sobre esta tela parchada, una petaca y sobre esta petaca un botón". Gracias a las donaciones voluntarias y desinteresadas de Esteban Andrés, mami vistió a media familia con el forro de los sarcófagos. Los tonos iban del azul al beige y aunque el tejido no era de buena calidad con el paso del tiempo, un par lavadas y mucho almidón entraban en órbita. Se le podía encontrar horas enteras uniendo tejidos, combinando hilos y chachareando con mi abuela sobre las bondades de esas telas y el desprendimiento espontáneo de Esteban Andrés que le traía esta mercancía a cambio solo de una buena taza de café y alguna prenda dominguera de estilo único diseñada por ella con gracia y esmero. A María se la podía ver con las cejas fruncidas, apurada por cumplir la tarea antes que llegara el apagón, o con la frente despejada por el júbilo expreso, cuando sabía con certeza hacía dónde iban sus puntadas.

Nos hicimos de muchos metros de telas, tantos como pudo sacar este señor de su taller, hasta que algún envidioso de la cuadra lo chivateó acusándolo de malversar los bienes del Estado y defraudar la memoria de los fieles difuntos. Al pobre cincuentón lo enjuiciaron en un dos por tres. El alegato de mi madre en su defensa y la influencia que ella tenía en las altas esferas solo sirvió para rebajar un poco la condena.

Cambió de administrador la fábrica, sustituyeron el anuncio lumínico por uno de cartón "Proletarios usuarios....", ridícula expresión. Se agotó la materia prima con que mi madre trabajaba, se oxidó la máquina. Y aunque nos cambiamos de barrio , nos acordamos de Esteban Andrés y de los sarcófagos hasta que el tiempo hizo desaparecer definitivamente las prendas que llevábamos puestas.


Después de muchos años, volvió Esteban Andrés a la memoria colectiva familiar. Mis recuerdos se remontaron a esa época, sin interrupciones, como si cuanto ocurrió hubiese sucedido sólo ayer. Con este suceso volvimos a escarbar sin querer los estorbos del pasado, a remover la ingratitud, a evocar la bondad, a honrar la memoria de un simple mortal. Hoy volvemos en silencio a dejarlo, en sus mismos retazos, descansar para siempre en paz.


Fin

viernes, 7 de junio de 2013

"Ejercicio de memoria"

¿ Te acuerdas, Negra, del verdadero “San Juan”?


Carnaval le decían en otras partes, pero para nosotros era simplemente “San Juan”. ¡Apoteósico, Negra!. Arrollábamos en la paradisíaca conga, al compás de los tambores, agradeciendo el sudor de los otros negros retintos que delante no dejaban de tocar siguiendo el ademán del líder del grupo. Caminábamos largas cuadras, desde la esquina de Julio Sanguily, pasando por la calle República, hasta la distinguida Plaza de la Caridad, metidos en el entusiasmo de la muchedumbre que cada vez era mayor, todos moviendo piernas y caderas en un encuentro con los santos y Yemayá. Cuando el cuero del tambor ya no daba para más y no podía trasmitir la magia necesaria, hacían un paréntesis los comparsitas, prendían candela con el ron y calentaban el cuero, que temblaba luego lujurioso de pura flagelación. La bachata continuaba circundando la ciudad, pero no para nosotros quienes habíamos atravesado a esa altura varios repartos, y no teníamos intenciones de amanecer con los pies dañados por la marcha. Nos devolvíamos plenos a casa a soñar no sin antes hacer una paradita en el parque "Agramonte", donde recostados a cualquier robusto tinajón del bandejón central, te bebías una maltina, yo, unas cuantas botellas de cervecita cristal.

No nos perdimos ningún evento, crecimos viendo al famoso locutor Pinelli en los trajines carnavalescos, quien envejeció tanto como el júbilo propio del acontecimiento. Cada vez habían menos comparsas , menos carrozas, menos entusiasmo. Por las noches apenas se observaban adornos alegóricos y luces multicolores. Los altos parlantes con consignas socialistas y canciones propias de la época revolucionaria fueron ahogando el cantar de los pregoneros, quienes con el escasear de los productos nacionales, la verdolaga , albahaca, rabanitos y las lechugas frescas, desaparecieron con sus pregones y colorido. El manisero y el tamalero tuvieron que aprender otro empleo. Desaparecieron las galerías del centro, las barberias del barrio, los limpiabotas y sus letreros. Los chinitos, que vendían pan con lechón a un costado de la terminal de ferrocarriles, se esfumaron, vaya usted saber adónde. ¿Te acuerdas Negra, cómo todo se fue apagando? Hasta que un día a “Quien Tú Sabes” se le ocurrió que los carnavales, con esos ostentosos concursos de bellezas y toda esa parafernalia capitalista, eran incompatibles con nuestra sana ideología, además en Rusia nada de eso existía y todos allá eran muy felices. Ya no es como antes. ¡Ay Negra!, nos estamos quedando definitivamente sin “San Juan”.



-Sí Negro, ¡Nos estamos quedando sin nada!

Fin

Comentario: Un lector camagüeyano solicita aclarar que en honor a la verdad, aunque con menos colorido, más austeridad y nada trascendental, el Carnaval hasta hoy día sigue dando de qué hablar.

miércoles, 15 de mayo de 2013

"Andalucía mi vida, Cuba mi corazón"

“Andalucía mi vida, Cuba mi corazón”

Ella, parada frente al quiosco de diarios del aeropuerto internacional, está por dejar atrás las penurias que le ha causado en el último tiempo la escuelita rural de Sevilla, allá por “El Colmenar”. No le llena ya su verde, ni sus murallas adoquinadas, ni el encanto de tantos sonrisas de niñitos por educar. Tampoco quiere darle más vueltas al asunto porque anuncian el vuelo de Cubana. Aborda entre las primeras como si con tanta desmedida prisa fuese a llegar más rápido al destino final. Se acomoda en el asiento con vista, por ahora, a la loza del aeropuerto. Nerviosa, ajusta arriba el aire para combatir el calor. Dispone, en el bolsillo que tiene enfrente, su cámara fotográfica y un sobre carmelita con todos sus documentos. Con la gracia de sus manos moras hojea un libro de José Martí que ha comprado recién. Vuelve a mirar por la estrecha ventanilla y recuerda los versos de una canción de Silvio: “Los amores cobardes no llegan a amores ni a historias, se quedan allí, ni el recuerdo los puede salvar”. Una azafata, oscura como la noche le tiende un diario que ella deja reposar junto al libro en su regazo.

Se da vuelta y le comenta a su compañera de viaje- “¡Ay, qué emoción!”, pero un árabe intraducible y un gesto de hombros le da a entender que no podrán conversar durante la travesía. Mejor así, porque prefiere concentrarse solo en su otra mitad, esa que quedó anclada al otro lado del océano desde hace dos años ya.
Se alza por los aires la nave, y ella empieza poco a poco a olvidarse de los toros, de las coplas, de Andalucía en general. Escucha una guitarra loca que expande al viento boleros del corazón pero es solo su imaginación. Va decidida a cambiar su vino por un rico trago de ron en la Bodeguita del Medio o en cualquier otro bodegón donde el “Arsa que toma y olé” se reencuentre con un genuino “Goza chica mi vacilón”.
Sus pensamientos se van perdiendo entre tantas nubecillas oscuras que intentan apagar el sol y miles de estrellitas que se empujan ansiosas por aparecer. Abajo el mar se torna color plata radiante. Acomoda su cabeza, cierra sus bellos ojos negros y se conecta con su lado interno, recordando el ir y venir de esta eterna relación epistolar en la que ella ha visto permanentemente el puño firme del amor que ahora quiere rescatar. En cada carta se han mirado a los ojos, se han hablado tiernamente con el corazón, y ella ha llegado a pensar que en alguna de esas líneas se encontrará a si misma, aquella tarde, en aquel hotel, y con aquel deseo latiendo en lo más profundo de su pecho. ¡Ay, Qué dolor!
Se duerme prisionera de la nostalgia. Tratando de evitar el pecado, navega por el mundo de los sueños, pero alerta para cuando anuncien el aterrizaje no perderse la entrada a la isla, para ver desde lo alto sus tierras rojas con sus esbeltas palmeras, sus lagunas y villorrios. Sueña que ha llegado. Mientras ella toma una agüita de avellano, él saborea un jugo de guayaba endulzado con azúcar prieta del verde cañaveral. Ahí está él, mirando ansioso tras el vidrio de la sala de espera, vestido de blanco y azul, pulcro, distinguido, radiante. Luego viajan raudos al centro de la capital. Juntos piden una pieza con vista al mar y sentados en un balcón, cuentan las interminables olas que revientan en el malecón. La envuelven enredadas escenas: cerniendo fina arena, armando descomunal fuego, provocando apetente el deseo, paseando desnuda por el Prado con sus erguidos leones de bronce, seguida de unos musculosos rumberos con tambores que apagan su sed con esta canción:
“La Habana es Cádiz con más negritos,
Cádiz es La Habana con más salero” .

Despierta bruscamente tras un tirón del avión. Estira plácidamente sus largas piernas, descalza sus zapatos nuevos que la han torturado durante estas horas de viaje. Vuelve a tomar el libro del poeta cubano en sus manos pero no logra definitivamente concentrarse. Evoca la ciudad de La Habana en su totalidad, con su extensa bahía, sus diminutas callecitas, sus plazas, su catedral, recurre a "El Floridita" e inevitablemente a su "Daiquirí" que es un trago tradicional. Le asustan los sentimientos y sus nuevas emociones que quiere vivir intensamente, y al mismo tiempo la atrapa el desequilibrio entre lo que piensa y lo que siente en esta relación abrasiva y pasional.
Hace mucho que no se escriben, pero pronto podrán conversar y dar rienda suelta a la pasión, la misma que tuvieron que ocultar la primera vez porque entonces sobró cordura y temor. Ahora va definida y decidida a enfrentar la realidad pero lamentablemente sin saber que él, a esa misma hora, cansado de esperar, va dejando atrás su isla y vuela, aunque muy apesadumbrado, también resuelto en otra dirección.
Fin

Comentario: “Arsa que toma y olé ” entiéndase “Alza, que toma y olé ” voz popular andaluza; una forma muy flamenca para marcar el compás.

martes, 2 de abril de 2013

"LA FATAL DISTANCIA"

LA FATAL DISTANCIA

Giselle, con su imagen sólida y aparente invulnerabilidad, está sentada frente al mar, mirando esa inmensa franja azul turquesa que separa su mundo de ayer al actual. Allá, pero muy allá, a noventa millas, debe estar el malecón que la vio correr una vez despavorida cuando la ola salada se le venía encima. Refugia sus pies en la cálida arena y se acuerda de Santa María del Mar. Revisa el pasado, no para enmendar errores, sino para conectarse con los que del otro lado han quedado. Su corazón late vigoroso e intenso mientras la nostalgia se apodera vertiginosamente de ella. Su mente vaga ansiosa y tempestiva por los vericuetos de su joven memoria. Busca algo en Camagüey, ciudad que la vio nacer pero de la cual guarda lamentablemente sólo pequeñas anécdotas escuchadas en tertulias familiares. Por el contrario, Buena Vista, centro y entorno en que creció y se desarrolló, sigue estando siempre presente. Recuerda su escuela en Ciudad Libertad, a su culta e ilustre maestra que repartía un lápiz y una libreta a cada niño por igual, sus clases de ballet, los juegos callejeros con los negritos del barrio, la cola diaria para el pan. Trata de recordar el aroma del café, ese que sólo sabía preparar su madre Marlene Rodríguez. No era un café cualquiera. Recién cosechado, llegaba a casa desde la sierra en forma de contrabando, invadiendo y provocando a todo el vecindario. Leonel, su novio de entonces puede dar fe de ello, pero también se quedó allá. Son muchos los recuerdos lindos, aunque también guarda pesadumbres como las vividas aquel día cuando cumplía sus quince y su padre no lograba aparecer en la casa de la avenida diecinueve, donde ella cambiando de trajes debía fotografiarse para la inmortalidad. Él demoró tanto en aparecer que logró sacarle unas cuantas lágrimas, y le confirmó que cuando se aferraba a una botella de aguardiente, perdía dinero, memoria y cordura. Y los tres años que vinieron después, fueron la suma de constantes sensaciones de insatisfacción. La efervescencia del barrio la turbaba, dejó de defender lo que consideraba justo, dejó de entender el entusiasmo del resto. Invocó a los santos como lo hacía su abuela Maria Rabassa trasladando las visiones del pasado al presente a través de la omnipotente Comisión Vencedora Africana pero no tuvo respuestas a sus dudas. Y aguantó en su tierra tanto como pudo, hasta que todo le pareció un manicomio con vista al mar y lo cruzó sin miedos ni remordimientos.

La irrupción de sus cuatro hijos y un alboroto de diálogos en inglés la hace volver a la realidad. Regaña a su niña Titel por tanta bulla que trae a cuestas, les sacude el fondillo a los más chicos, acomoda las sandalias veraniegas al menor y con todos sus bártulos se dispone a regresar a su hogar. Pero vuelve a echar una miradita al mar que empieza a agitarse como su propia vida. Lanza un suspiro y agrega muy quedo en su lengua natal: “¡Habana querida, tengo que volver a verte!”

Fin

lunes, 18 de marzo de 2013

“Intervalos de sol y sombra”












“Intervalos de sol y sombra”


Maricela aprovecha los eternos días que le proporciona la jubilación con su ritmo despiadado en ocasiones, para recorrer el pasado como las olas que vienen y van buscando desesperadamente una orilla aunque luego vuelvan atrás.

Hoy ha cambiado el escenario. Con la calma que trae el atardecer y la falta de fluido eléctrico que la ata de manos para poder hacer los deberes del hogar se sienta a frotarse las piernas con una crema suave y aromática que ha comprado recién en el mercado negro. Esta vez sustituyó el cómodo balance del portal por el taburete medio destartalado que también guarda su encanto porque perteneció, desde que tiene razón, a su querida mamá. Cobijada por la sombra del enorme jagüey, ese mismo árbol que se repite en tantos patios y rincones camagüeyanos, mientras da masaje a sus gordas pantorrillas se deja flechar por los recuerdos de su juventud. Varada en el ayer levanta su mirada al prístino cielo, fija la vista en alguna nube lánguida y vuela con ella hacia la década del sesenta.

Cree verse entusiasmada en medio de algún acto multitudinario, rodeada de consignas revolucionarias y canciones partidistas. De eso hace ya cuarenta y pico de años. Comenzaba el boom de las brigadas de maestros “Makarenko” que estallaba a lo largo y ancho de la isla, sumando a jóvenes que vestían por primera vez impecables uniformes carmelitas. Siguiendo la doctrina marxista, el camino soviético y los métodos del pedagogo ucraniano Antón Semionovich Makarenko, Cuba iniciaba una nueva etapa en la esfera de la educación considerada como colectivista. La propuesta de Makarenko estaba encaminada a lograr una pedagogía integral con mirada distinta ante el mundo, vinculando la práctica económica y política y generando lazos de colaboración, respeto, autoridad y disciplina entre el estudiantado. Maricela había escuchado en las reuniones del Comité de su cuadra, que cada vez eran más frecuentes, que el objetivo de esta campaña era formar maestros con fuertes personalidades tanto productivas como solidarias. Ahí estaba ella dando un paso adelante tal como lo hiciera su madre y luego sus hermanas en otros frentes no menos importantes aunque bastante idealistas. Sin vacilar un instante dejó los libros de Julio Verne y Hemingway sobre su velador, abandonó sus muñecas quinceañeras para sumarse a la epopeya. Un breve entrenamiento en la ciudad y ya estaba partiendo a la sierra para probar con su espíritu que era capaz de llenar las expectativas de la ola marxista. Les habían dicho que mientras más dedicación y esfuerzo pusieran todos a esta noble causa, demostrarían cuan capacitados estaban para ejercer en el futuro como maestros; que el camino era difícil y no estaría exento de dificultades, pero la Revolución exigía jóvenes de temple, nada de apátridas gusanos ni infértiles pendejos.

Una tarde de Agosto, sin darse cuenta, estaba literalmente encaramada en un tren verde olivo con asientos de madera y ventanillas de hierro carcomido rumbo al oriente de la isla. Diez vagones armaban un largo acordeón ruso. Los carros atiborrados de muchachos tan jóvenes como ella, estaban engalanados con banderitas de papel y enumerados por batallones y brigadas cual pelotón que fuese a la guerra. El ruido de la locomotora y sus bramidos con escupos de turbio humo traía a los chicos alborotados. Cada tironcito de la máquina que en ningún caso significaba la partida definitiva les ponía los pelos de punta. Maricela, se notaba nerviosa. Sedienta de emociones fuertes partía hacia lo desconocido. Frotaba sus manos en la saya que la noche anterior con tanto esmero su mamá almidonó y planchó para que se presentara impecable. Repasaba una y otra vez donde había puesto las cutaras para el baño, la lata de galletas, la mermelada de guayaba, el pomo de torrejas en almíbar “que tenía que comérselas pronto porque con estos calores se echarían a perder muy fácil”, le había dicho su madre. Sabía que la etapa inicial incluía escalar la cima del Pico Turquino en la Sierra Maestra, pero no tenía idea de cuán lejos estaba ni las dificultades a las que sería expuesta durante el trayecto. Entre interminables recomendaciones, apretones y unas cuantas lágrimas genuinas se embarcó. El tren partió como es habitual en Cuba con tres horas de retraso dejando una estela, a ambos lados de la línea del ferrocarril de cientos de padres quienes con el corazón en la boca y un sinfín de miradas extraviadas veían como éste se perdía abandonando el legendario Camagüey.

La verdadera aventura comenzó en Bayamo un pueblo antiquísimo lleno de coches tirados por caballos, del que Maricela había escuchado y leído mucho en las clases de historia. Bayamo la encantó, era una ciudad colonial pequeña, revuelta con el estruendo de una banda de música y una ola de pañoletas rojas y consignas revolucionarias que flameaban contagiando a medio mundo. A su alrededor elevaciones pequeñas circundaban el territorio, antesala de grandes montañas embrujadas, con exquisitos valles, espeluznantes depresiones y barrancos llenos de verdor. De Bayamo hasta Bartolomé Masó hicieron el recorrido en camión y de allí en adelante despojados de la comodidad del trasporte comenzaron la caminata por estrechos caminos atiborrados de plantas y árboles gigantes. El trayecto se les hizo pintoresco. Cuando disminuía el bullicio y la algazara era frecuente escuchar a lo lejos el sonido armonioso y cadencioso de los cencerros que portaban los mulos, luego veían las arrías con sus fardos, cargando enceres o alimentos. Todos marchaban contentos. De vez en vez se sumergían en afluentes cristalinos de aguas quietas del acaudalado Rio Cauto que zigzagueante atravesaban el territorio oriental. A medida que iban subiendo se transformaban en arroyos o cascadas arropadas a cada lado por helechos que se reproducían como verdaderos enjambres gracias a la humedad. El suelo estaba cubierto de musgo como capa intrínseca del terreno, poblado de múltiples y variados insectos.

Pero el cansancio y el agotamiento propio del esfuerzo de ir escalando cada vez más se hicieron sentir muy pronto. Las consignas se fueron apagando a medida que la marcha avanzaba. El calor propio de fines de Agosto y la sed rompió la cadena formada por muchachos de apenas quince años, cada media hora se fueron separando y distanciado. Cada chico, como eslabón, pasó de grupo compacto a simple individuo. Se fueron perdiendo de vista entre los matorrales. Aunque el camino era único y no había forma de extraviarse de repente les invadía el pánico.

Acechada por unas moscas tse-tse que amenazaban con convertirse en enjambre apuró el tranco. No quería verse sometida por estos insectos de los cuales había escuchado que se podían meter por cualquier parte del uniforme de campaña y picar donde menos uno se imaginaba, o detrás del cuello tras su abundante melena colorada o en la oreja, ahora sin aretes, o en un tobillo, o vaya usted a saber!

Maricela fue una de las últimas en alcanzar la tropa que estaba instalada en un alto improvisado donde pasarían la noche, comerían algo y descansarían. Según le informaron, entre el primer muchacho acompañado por el guía de la zona y Maricela que era una de las últimas, mediaron cinco horas. Esa tarde con escasas fuerzas se apuraron a armar las hamacas antes de que anocheciera. Muertos de cansancios pero contentos porque con la oscuridad se aplacarían los insectos, comieron a la luz de una fogata carne rusa con galletas y unos jugos enlatados de melocotón albanés que más parecían sopas por lo caliente que estaban. El sueño no tardó en llegar pero fue interrumpido varias veces por el croar de las ranas y sapos. La sensación de compartir el lecho con insectos, ésta vez nocturnos, o culebras trasnochadoras la mantuvo en vigilia. El amanecer le trajo sosiego. Recogió sus tiliches y antes de continuar el recorrido, bajó unos cien metros junto a un grupo de compañeras para abastecerse de agua fresca. La cascada recibió con regocijo tantas cantimploras y risas bulliciosas. Algunas se asearon a hurtadillas a pesar de que el agua estaba muy helada, otras prefirieron contemplar el entorno con sus grietas abrazadas a la bondadosa maleza. Subir de nuevo a la improvisada base les costó trabajo por lo empinado del camino, entre una cosa y otra perdieron el ritmo de la tropa. Otra vez se fueron distanciando entre si y Maricela volvió a sentirse sola. A través de un único camino zigzaguea donde las copas de las árboles esparcían su sombra a lo lejos se alzaban otras montañas repleta de copiosos árboles en las laderas; la brisa le refrescaba la piel que bajo su uniforme la sentía húmeda y pegajosa. Un fuerte dolor de estómago la persiguió todo el camino, al parecer la comida enlatada o el agua le había caído mal. Suponía que estaba a mitad de camino y que debería reunirse cerca de las once de la mañana en la cima. Esta segunda etapa de la marcha fue lenta y tediosa. Maricela junto a los más rezagados arribaron al medio día cuando los más audaces y veloces se disponían a bajar pues no era justo, según ellos, retrasar el programa por un par de enclenques muchachitas. Maricela que había llegado a rastras, literalmente hablando, casi con la lengua afuera y traspirando la gota gorda, quedó absolutamente desencantada con la actitud de sus compañeras y además desilusionada con el monumento que le habían pintado en la escuela como extraordinario. De memoria sabía que el busto de Martí había sido colocado en el año mil novecientos cincuenta y tres por Celia Sánchez y que era obra de la escultora Jilma Madera, la autora del Cristo de La Habana. Lo imaginaba más sólido, más atractivo, con mayor impronta. No le gustó en lo absoluto pero exteriorizarlo sería una afrenta a los símbolos patrios y podría ser mal interpretado por el grupo. La discrepancia había pasado a constituirse un delito. Prefirió morderse la lengua. Lo que nunca olvidó hasta el día de hoy fue la frase que leyó en la base del busto “Escasos, como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos, y sienten con entrañas de nación, o de humanidad”.

Allí, frente a la esfinge de José Martí y teniendo a Cuba bajo sus pies, todos los muchachos desfallecidos manifestaron lealtad a los ideales marxista.

Después de leer un comunicado bajaron en una sola jornada de un tirón. Al llegar abajo no tuvieron ni ánimo ni apetito para compartir con los pioneros del lugar un almuerzo antes de continuar viaje a la base donde estaba su campamento definitivo “Minas del frio”. Se tiró debajo de un árbol cuya sombra generosa le caía cual líquido divino después de un día de agotadora marcha e implacable sol. “¡Ay, no me quiero acordar!”

Maricela hace una pausa, deja el pomito de crema y va hacia la cocina por el jarrito de café criollo. Trae de vuelta su álbum de fotos donde sobran hojas porque esa época definitivamente no fue tecnológica. Faltaba material gráfico aunque todo estaba en su memoria. Fotos en blanco y negro, algunas con manchas, otras deterioradas por el paso del tiempo la ayudan a recordar. “Ay, mi amiga Anita que se fue a España sin terminar la carrera y Julita quien salió a Miami en el ochenta por Mariel”. Pasa su dedo índice sobre la descolorida foto. ”Oh! que gorda se ve Adela. Bueno eso fue antes de que cayera presa cuando la involucraron en la muerte de una vaca del batey, que no fue accidental, dijeron los jueces. Por eso condenaron a la pobre, por mal uso de la propiedad estatal y comercio ilícito de la carne que es del pueblo, aunque en estricto rigor este no la vea ni por casualidad”.

Deja caer la foto y reflexiona-“De esa época quedamos pocas. Unas se rajaron antes de terminar, otras bloqueadas por la debilidad se agusanaron y las últimas al correr del tiempo terminaron instalando destartalados negocios o un minúsculo paladar donde venden comida de dudosa procedencia”.

Cierra pausadamente el álbum y retoma su recorrido por el ayer. Recordó que tres días después de abandonar su terruño estaba instalada en el campamento Minas del frio. Llegaron en camiones de guerra soviéticos enlodados y maltrechos. Aquí partía la gran carrera en condiciones de supervivencia. Al menos así lo entendió ella cuando se topó con el inmenso cartel de la entrada que rezaba “Todo sacrifico será bien recompensado por la Revolución”.

A penas hicieron orden en sus literas empezó la tarea de embellecimiento de las áreas. El ambiente en general era opresivo, los baños sucios con olor nauseabundo y repugnante. Minas de Frío estaba ubicada en una de las zonas más elevadas y frías de Cuba. El terreno era escarpado de acceso complicado. Llegar a él era tan difícil como escalar El Turquino porque el camino se acompaña de despeñaderos transitables solo a pie o a lomo de mula. El objetivo del plan era mostrar una fuerte resistencia física y una fe demoledora, asfixiar las emociones y mutilar las pasiones, esas “desviaciones burguesas” tan típicas en los adolescentes, vivir el estalinismo cotidiano con disposición militar y disciplina estricta, nutrir la capacidad de liderazgo solo para controlar y dominar al medio y a las personas. De todas esas doctrinas ella constató que se vigilaban unas a las otras sin compasión y que delatar distaba mucho del simple hecho de corregir sino más bien de escalar un peldaño. Con el tiempo aprendió a vivir y luchar. Trató de encontrar regocijo en las veladas que se extendían hasta que languidecían las fogatas donde predominaban las canciones revolucionarias. También disfrutaba de las sesiones de películas rusas cuando llegaba, primero una vez al mes y luego con mayor frecuencia, el camión cine. Se arrimó al árbol que daba sombra expresión que ocupaba su madre para inculcarle la necesidad de compartir con gente que valiera la pena. Que no faltaba la ladrona, esa que era capaz de romper el candado de la maleta por tal de sustraer un par de galletas o una lata de leche condensada, pero abundaban las solidarias, las intelectuales con las que se tiraba bajo la mata de mango a copiar canciones que ya empezaban a desaparecer de la radio porque estaban prohibidas o simplemente hilvanar románticos poemas. Gracias a las verdaderas amigas pudo sortear esa etapa difícil. Vivió situaciones estresantes y por momento creyó que desfallecería ante tantas tareas demandantes y actividades difíciles. La familia no quería “rajados” apelativo negativo que se usaba para señalar a los que sin importar la razón no podían continuar hasta llegar al final. Se sintió por momentos sumergida en un mar sin fondo pero salió de estas turbias aguas como lo hizo cuando cruzó el rio Cauto con entereza la primera vez.

Después de esa primera etapa que duró un par de años los trasladaron al campamento Topes de Collantes.

Este lugar era mucho más agradable. La vegetación seguía siendo igual de exuberante, predominaban los helechos y pinos. Con vista hacia el mar Caribe desde su altura se podía divisar la costa con sus hermosas playas a lo largo de la carretera que une a Cienfuegos con Trinidad. Con más tranquilidad logró Maricela superar la etapa de crisis que le proporción Minas Del Frio. Recuperó algunas de las libras perdidas y se sintió más plena. Qué alivio terrenal!


Vuelve a la cocina para recalentar el cafecito. Como en un vuelo se escapa la imaginación, vibran los recuerdos sin almibarar el alma. Sentada nuevamente en el mismo taburete recorre con sus manos callosas otra foto.

Aquí estoy en la playa Tarará, esta sí que fue una buena etapa, lástima que fuera casi la última y la más corta”. En la playa tarará otrora barrio elitista capitalino donde vivía gente adinerada que se espantó los primeros años de la Revolución, solo quedaban cinco familias porfiadas que no estaban dispuestas a sacrificar lo suyo por darle el gusto al régimen. Todas estas casas fueron preparadas para recibir a los jóvenes que venían de la Sierra. Para que no se vincularan con la gusanera lugareña el gobierno hizo desde amedrentamiento hasta escuálidas promesas, pero hasta hoy están allí esas pocas familias, aisladas de todo el mundo sin importar que para subsistir tengan que viajar a La Habana, porque el poder popular para presionarlas hizo sacar la tienda de abastecimiento y otras entidades comerciales y administrativas.

En tarará su estado de ánimo fue espectacular. En dos ocasiones recibió visita de su mamá y otros parientes de Camagüey quienes la instaban a seguir adelante. Se recuperó de la fuerte sensación de pérdida emocional que no la dejaba actuar con equilibrio, abrazaba lo nuevo, miraba el mar, respiraba tranquila ese aroma de océano dulce. Todas las mañanas cuando salía marchando rumbo al comedor con su jarrito de metal para recibir la porción de leche con chocolate, un privilegio en aquel período, y su pan con mantequilla, se cruzaba con un grupo de pescadores que portaban redes. Ellos le recordaban uno de los libros que dejó en su cuartico de Camagüey “el viejo y el mar”, allí se imaginaba a Santiago luchando por la supervivencia del día a día.

Maricela vivía en una casa muy bonita, los muebles de los antiguos dueños habían sido retirados y en su lugar había solo literas y pupitres escolares. Los baños eran espaciosos y en el patio una linda piscina sin agua. La casa estaba situada frente a la playa a la sombra de grandes pinos, que le ayudan a calmar su inquietante mente. Las mañanas eran tranquilas parecidas al título de una obra de Shólojov que estaba leyendo “Los amaneceres son aquí apacibles”. Mientras leía, alimentaba cigarras, cuidaba perros vagabundos, salvaba a un huraño gato de morir ahogado en el mar.

Luego fue enviada a trabajar al campo a un campamento rural y de ahí de escuela en escuela de curso en curso destacando hasta alcanzar peldaños inimaginables en aquel entonces. “Quería que todos fuéramos iguales entre tanta diversidad”.

Ella cree que todo lo que soñó se hizo realidad pero se debió solo al resultado de sus acciones previas. Si llegó al final con ventaja se debió a su esfuerzo y logros anteriores, recuperó la confianza en el proyecto en que se embarcó, desarrolló su potencial y cada hora le trajo satisfacción. Cortó caña, escardó extensos campos de hortalizas, instruyó en varios colegios rurales adonde solo se llegaba a caballo. Ejerció en las ahora desaparecidas Escuelas en el Campo, otro proyecto que falleció y del que hoy quedan las estructuras de cuatro pisos como eternos elefantes blancos en medio de cañaverales. En ese mismo ámbito docente conoció al que hoy es su marido y lo sumó a este ir y venir en aras de un futuro espléndido. Consiguió refrigerador, cambió la cocina de carbón y leña por una a gas natural, remodeló su casita, armó su hogar. 

Porque cada cosa que hizo fue motivaba por la necesidad de construir un mañana mejor, una Cuba distinta con más igualdad y mejores oportunidades, sin escasez sin penurias soñando llegar a la vejez holgadamente, tranquila y satisfecha.

Maricela suspira quedamente, se da cuenta que está enmarañada con sus propias reflexiones. Quiere quedarse solo con lo positivo aunque no sea mucho porque las consignas adorablemente cursis, si bien es cierto fortalecen el espíritu, no alimentan el estómago. Nunca pensó que después de tanto tiempo seguiría con iguales o mayores restricciones y limitaciones.

Ya entrada la tarde, cuando esta deja de serlo para convertirse en cerrada noche, el marido la sorprende en el mismo sitio bajo un manto de tintineantes estrellas. Intercambian en silencio sus miradas. El, al ver el álbum sobre su regazo, intuye que Maricela está al igual que otras veces varada en el incólume ayer. Ella sin hablarle hace un manojo con sus recuerdos, no quiere compartir con él sus dudas. “¿Habrá valido la pena tanto esfuerzo?”.

A la espera de algo sorprendentemente mejor, Maricela toma a su marido de la mano y entra a la casa, que producto del apagón general aún se mantiene totalmente a oscuras.



FIN

2013



 

lunes, 25 de febrero de 2013

“Me quieren robar la identidad”

 

“Me quieren robar la identidad”

Despertamos temprano con el entusiasmo mañanero que provocan los pulcros y bullangueros pioneritos quienes en el enmarañado solar que habito van saliendo a la escuela del sector. Se suma el ruido endemoniado de los destartalados carros que transitaban vomitando humo por la céntrica calle Línea desde y rumbo al malecón.

El panorama de hoy consistía en visitar la casa de la condesa Revilla de Camargo convertida en el museo de artes decorativas, el mejor en Cuba en su especialidad. No podríamos abandonar el país sin constatar sus innumerables colecciones que demuestran la opulencia de la aristocracia cubana de mediados del siglo XX. Allí nos regocijaremos con obras de arte de alto valor artístico e histórico de los reinados de Luis XV y Napoleón III, y además con piezas orientales de los siglos XVI y XX. ¡Apurémonos!

Una breve ducha y un desayuno frugal para espantar el calor de la noche y ya estábamos listos. Con mi mujer partimos raudos por calles menos transitadas, buscando sombra bajo los añejos y copiosos árboles que con sus inmensas raíces milenarias han destruido la acera y amenazan con colarse en aleros coloniales y neoclásicos. Cada paso hacia adelante deja atrás innumerables espléndidas mansiones y otros precarios palacios donde la fatiga de material y la falta de recursos, o vaya usted a saber si de buena voluntad e ingenio, han quedado a merced de las lluvias y el implacable paso del tiempo. Desde los balcones, que es la forma en que la construcción colonial se vuelca hacia la calle buscando frescor, o desde los portales típicos de la arquitectura "contemporánea" que quedó varada entre los años treinta y cincuenta, nos llega la risa, el comentario espontaneo y el voceo cotidiano de cualquier habanero "llegó por fin el pollo de dieta" o "Juanito, averigua si hoy nos toca el picadillo de niño". "Están repartiendo pescado de viejo"-grita un mulato cuarentón a modo de pregonero para quien le quiera escuchar.

Pero hoy no nos detendremos en aclarar estas expresiones que llevan intrínseca toda una ciencia relacionada con el consumo y la escasez que padecen los cubanos, porque llevamos otro ritmo, ese distinto al cadencioso e inmutable de los habaneros.

Paralelo al jolgorio La Habana entera finge tranquilidad mezclando fantasía y realidad, dejando ver sonrisas y complacencia. Con la intensa humedad que aletarga esta ciudad se retuerce el aroma a café recién colado. Alcanzamos la calle 17. La jornada que será maratónica para nosotros es lenta para ellos. Ellos van y vienen ya temprano portando sus javitas multicolores con las mercancías que han logrado acopiar, en el lenguaje coloquial conocido como "resolver". Todavía no se han mareado marcando de cola en cola pues el día recién comienza y tendrán mucho que andar. En cambio uno quiere atesorar las horas, hacerlas eternas para acaparar toda la belleza arquitectónica que alberga esta ciudad. Al percatarnos que somos los únicos que corremos, desaceleramos la marcha.

El día anterior ya habíamos averiguado que la entrada al museo costaba cuatro dólares para extranjeros y cuatro pesos para cubanos. Pero la sorpresa fue mayúscula al llegar al lugar. Cuando me disponía a pagar cuatro dólares y cuatro pesos como indicaba la tabla de valores, la recepcionista al percatarse que yo no era un cubano “de los allí” - vaya usted a saber cómo lo supo- nos indicó que ambos, mi mujer y yo debíamos pagar en moneda convertible, “pues, usted compañero, ya no es cubano". Primero me embargó la indignación. El cambio de color de mi rostro se tuvo que haber manifestado de inmediato y un fuego interno que avanzó vertiginosamente por la venas vino después. Su comentario me paralizó por completo. Recuperado del golpe le dije “Perdóneme, pero la frase está mal articulada. Yo ya no seré compañero suyo, pero sí soy cubano, pues si se fija bien en mi pasaporte, yo estoy en Chile con un permiso de residencia que otorga el gobierno cubano, por tanto si nos apegamos a la ley nunca he abandonado la isla en forma definitiva".

Empezó el round de dimes y diretes en aras de la dignidad y los derechos de los ciudadanos. La señora trató de enmendar el error cometido al principio con su deslenguado comentario pero mientras más hablaba más metía la pata. Se perdió en un laberinto de inéditas explicaciones y absurdas leyes invocando el modelo económico cubano que era quien determinaba la forma de pago. “De qué modelo me está hablando, del diseñado por un régimen vitalicio, totalitario y personalista?”.

La discusión no estaba centrada en si yo debía pagar en dólares sino en el hecho de que anularan mi identidad, que me despojaran de mis raíces y mis derechos como ciudadano cubano. Si estaba visitando ese museo era justamente porque lo conocía desde cuando lo visitaba en calidad de guía acompañando a soviéticos y alemanes y mi interés nacía de la necesidad espontanea de mostrar y compartir los tesoros de mi ciudad con el resto.

Todo ocurrió como si a uno la vida se le desordenara de acuerdo a un plan divino. En el diálogo, en ocasiones monólogo extraído de los textos de Marx y Engels, primaba lo ilógico e irracional. “Ustedes son los torpes, ustedes son los que están mal”- seguía pensando. Transcurrió el tiempo suficiente como para que se sumaran dos señoras una cuidadora y otra al parecer encargada del aseo por los instrumentos que portaba, una vieja escoba plástica y un cubo lleno de agua, ambas con cara de “así están las cosas”. Después el guardia de seguridad, que se había mantenido hasta entonces distante, se aproximó sin pronunciar palabra pero dejando bien claro en posición de combate como personaje salido de las teleseries venezolanas que no estaba dispuesto a tolerar frases que atentaran contra la moral socialista. La compañera hablaba del bloqueo imperialista, ese gran mito que trata de manipular la opinión pública. Porque gracias a la censura, la educación estatal y la propaganda, su régimen ha sabido mantener a la gente a raya y cuidadito del que opine diferente.

Y aunque me he acostumbrado a decir lo que pienso y siento, he aprendido a hacerlo en el momento adecuado y en la forma correcta. Traté de dominar mi impulsividad y conecté con ese yo interior que me indica lo que está oculto detrás de tanto disparate. También quería hacer entender a mi mujer, quien a esa hora del “entretenido” y denigrante espectáculo ya no quería entrar al museo, que definitivamente no era la recepcionista la culpable, era el sistema que le había enseñado que "cubano" es el que está allí, “el que se quedó con todas esas cosas” como dice la canción de Pablo Milanés o el de las jineteras de piernas largas que se prostituyen a vista y paciencia de todos pero no abandonan, porque de alguna u otra forma siguen haciendo patria.

Ceder a sus dictados y aceptar las reglas del juego tal cual estaban era una alternativa. Desvanecido el sueño preferimos abandonar el lugar. Con un nudo en la garganta y en silencio anduvimos largo rato sin rumbo aparente por las calles soleadas del Vedado, por esas avenidas verdes que no tienen dueños. Pateando las piedras de las destartaladas aceras me repetía “Todo esto está mal; porque sin importar donde viva hoy, cubano nací, soy, y moriré siendo”. Las leyes no podrán matar la Patria que llevo dentro ni anular mi verdadera identidad. Consideraré este ridículo episodio como el pago involuntario por mi ausencia. Reflexivos e introspectivos tratando de cerrar el paso al dolor nos fuimos acercando al calmo y soleado malecón habanero.

FIN



La Habana Junio de 2012