"Dos palabras sobre mi madre"
Construir la
vida es más difícil que morir.
Vladimir
Mayakovsky.
Esto que te voy a contar ocurrió hace muy poco. Estaba
postulando a un trabajo que creía me venía como anillo al dedo. Llegaba a él
motivado por alguien de esa empresa que me auguraba un buen desarrollo en la
misma. Fíjate que iba bien encaminado en ese largo y tedioso proceso de
selección donde es muy típico que te exijan que seas joven pero además tengas
experiencias, que sepas manejar desde un auto hasta un tractor, que tengas
motricidad fina, habilidades en las manos, dedos, pies, muñecas como si fueras
a bordar o trabajar con tapices de macramé. Ojalá hables varios idiomas aunque
no los ocupes y conozcas cuanta herramienta y aplicaciones hay en el
mercado, que te guste trabajar de sol a sol y te entretenga colaborar los
sábados y domingos. ¡Qué desperdicio! Bueno, en el último eslabón de esta
larga cadena sería entrevistado por el subgerente que a su vez ejercía de
psicólogo. La entrevista se redujo a una corta presentación por su parte. No me
gustó para nada el tipo, tengo que ser franco. Su apariencia personal dejaba
mucho que desear; desaseado y maltrecho, acechado por unos kilos de más
que bien podrían ser el resultado del desmedido aumento de colesterol y
triglicéridos sumado a la falta de una buena tanda de ejercicios. Pero eso es
lo de menos. Vayamos a lo que nos convoca. Su discurso fue escueto y sus
instrucciones precisas: "Describa a su madre en dos palabras. Le dejo esta
hoja en blanco. Dispone de veinte minutos para que se concentre".
Inmediatamente tras un portazo, con su amplia y desbordada humanidad, abandonó
la estrecha oficina.
Acto seguido di rienda suelta a mi imaginación. Mi mente se
pobló de gratos recuerdos. María Rabassa tenía tantas historias dignas de ser
contadas que no bastarían dos carillas. En beneficio del tiempo evoqué
resumidamente todas sus enseñanzas y valores, esos que hicieron de mí una
persona de bien. Mi madre era una mujer de temple, comprometida, aguerrida,
luchadora, fuerte. Ciudadana modelo. Con su quehacer cotidiano siempre dejaba
atrás un destello de luz, una estela de agradecimiento por su bondad y entrega.
Mi primera imagen, la más prematura de la que tengo
conciencia, es verla en medio de un ciclón con los pantalones verde
olivo arremangados hasta la rodilla cruzando la calle Julio Sanguily
completamente inundada, trasladando enseres de una casa ya anegada a otro
sitio más alto. No era el ciclón Flora que había arrasado con Camagüey en
1963 y del cual no guardo recuerdos porque en ese entonces tenía 3 años, pero
este también era fuerte. Yo desde la ventana pensaba que se la iba a llevar el
viento huracanado y le gritaba a todo pulmón pero ella tenía otro
propósito más importante: Ayudar al prójimo. Esa era su consigna. Dicen las
malas lenguas que el vacío que le dejaba mi padre, poseído por el síndrome del
apareamiento indiscriminado, saltando de cama en cama ajena, ella lo llenaba
con la incipiente revolución. La revolución era un proceso fresco, entretenido,
dinámico y hasta cierto punto lujurioso. ¡Viva la revolución del proletariado!
Mi madre era muy activa. En casa siempre andaba haciendo
modificaciones. Según entendí ella cambiaba con frecuencia los muebles por tres
razones; por desapego a lo material, por salir de la rutina y por necesidad
económica; esto último lo más imperante en esa época de escasez. Mientras sus
amigas escapaban de la crisis a Miami y mi abuelo paterno esperaba en su
balance que se cayera el nefasto régimen, ella se enfrascaba en
consolidarlo. La relación entre ellos era tensa, mucho más que una cuerda
de nylon trenzada. Mi abuelo decía que aunque la migración masiva había cesado,
el éxodo continuaba como respuesta a la violación sistemática de los derechos
de los cubanos y del dramático desenlace del actual régimen que muchos apoyaron
al principio. "Los comunistas han traicionado los postulados que hicieron
que el pueblo los pusieran en ese lugar, María. El mar, María, es la frontera
controlada y el pueblo está entrando en una fase de insospechado
acostumbramiento". Según mi abuelo la revolución se había vuelto violenta,
grosera, intransigente al máximo que era lo más terrible, insoportable e
intolerable.
Pero mi madre no compartía ese diagnóstico obsoleto e
intoxicado de capitalismo. Ella no permitía que nadie se inmiscuyera en sus
asuntos personales porque esos los resolvía ella por su cuenta y a su manera.
Lloró por cosas bellas y feas ¿Y qué? No le costó nada sacar el cuadro de Jesús
en pro de los nuevos tiempos y ese lugar sagrado fue reemplazado en 1967 por el
mítico cuadro del Che Guevara. Nos fue despojando de la fe cristiana porque el
horno no estaba para galleticas. Es cierto que nos arropaba con sus raíces y
tradiciones, con su mundo de voces, señales, ángeles, santos y espíritus, pero
"nada de andar comentando por ahí que tenemos un San lázaro escondido en
un cuarto".
Cuando el ajetreo de la ciudad la agobiaba, convertía varios
bateys apartados, donde se desparramaban las barracas de los haitianos, en sus
rincones agradables a los que volvía una y otra vez. Andábamos con ella por
lugares que cinco años atrás habían sido pueblos activos con centros agrícolas
pujantes, y que producto del nuevo sistema morían lentamente. Las carreteras
estaban llenas de marabú y otras malas hierbas, el asfalto era irregular lleno
de grietas. El transporte escaseaba y los turistas habían desaparecido totalmente
de la isla. Pero mi mamá no se amilanaba. Sin medio de transporte específico
porque todo era espontáneo y bien primitivo, lo mismo andábamos en guagua,
tractor, tren o a caballo; en lo que apareciese, agradeciendo a
alguna alma caritativa que nos acercara al destino final, dejándose guiar por
la intuición de que nadie nos haría nada malo. Así por guardarrayas y caminos
intransitables íbamos cargando con lo poco y nada que teníamos para ayudar a
los parientes y conocidos del campo.
Desde chiquiticos nos inculcó el trabajo voluntario.
Acarreaba a mí y mi hermana a las eternas jornadas en los campos de caña de
azúcar o algodón, primero de observadores o ayudantes y a medida que fuimos
creciendo, nos fue cargando con las tareas propias de nuestra edad. "Se
enseña con hechos - decía mi madre- y se aprende con esfuerzo" Con ella
compartíamos los secretos de la tierra porque se sentía guajira de pura cepa.
Se le veía siempre cumpliendo con su deber revolucionario, con machete en mano
y pañuelo rojo anudado en la cabeza, porque si de colores se trataba ese
era el que la representaba. Todo por la patria, al pie del cañón, en
cuanta movilización había, a pleno sol custodiando la plaza donde discursaban
los máximos líderes, repartiendo panfletos de puerta en puerta, acarreando a
las masas. Con su ejemplo impartiendo disciplina, puntualidad, compromiso,
lealtad. Trabajaba de sol a sol en la fábrica de ron Puerto Príncipe sin
salario ni pretender reconocimiento alguno a cambio. Ese era su deber, nos
decía. Mi madre se multiplicaba; Incorporaba a las cutareras del barrio a
tareas que las sacarían del entorno insano en que se movían, inculcaba modales
a las gallaruzas para que aprendieran a comunicarse como correspondía en una
sociedad nueva y revolucionaria, haciendo de la chusma personas solidarias y
cooperadoras.
Así avanzaban los años. La crisis política tras el triunfo
revolucionario ya no se notaba, ya no había sedición aparente. Los grupos
contrarrevolucionarios dispersos en la sierra El Escambray cada vez eran menos.
Un solo partido dirigía todo, un sólo diario informaba. "Había una sola
voz cantante" decía mi abuelo casi refunfuñando. Cuando en invierno hasta
las tejas de Camagüey temblaban de frío se iba a la terminal de
ferrocarriles a ver si alguien necesitaba cobija y comida. Mi abuelo le
peleaba porque andaba metiendo gente extraña en casa. "¿Cómo voy
dejar a esa pobre mujer que duerma a la intemperie teniendo yo cama
en casa? No señor. En honor a la verdad ella siempre tuvo un poco de sopa
para un haitiano, jamaiquino o cubano. No vivíamos en la abundancia.
Dejaba los pies en la calle, de cola en cola, para que no nos faltara
nada. Por eso cuando el gato de la casa "Minino" se comió el
bistec que nos tocaba cada 45 días, sin temblarle la mano lo colgó del frondoso
flamboyán. Por "hijo de puta" quiso decir pero en verdad dijo otra
cosa, ella no se permitía malas palabras.
Así ha sido durante todos estos infructuosos sesenta años de
revolución. Hasta hoy, cargando los noventa, con su rostro agrietado por el
trabajo pero dulcificado por la vejez dice no arrepentirse de nada. Sigue
creyendo en las camisetas con la estampa del Che, sigue enamorada de ese
fracasado proyecto. Aunque no entiende de marxismo leninismo porque lo de ella
sale del corazón, cree que el norte correcto es Rusia.
"María Rabassa, ¿tú no te das cuenta que cada vez más
se cierran las puertas a la prosperidad?"-le comentan algunos. Es ahí
cuando aparece una sombra en su habitual rostro alegre. Nadie la entiende. Ella
no lamenta las guerras que ha perdido. No lamenta que las grandes alamedas del
hombre nuevo no se hayan abierto aún. Los años de esperanzas no estuvieron mal,
aunque lo cosechado no haya sido proporcional a su esfuerzo. La
revolución fue y será su universo. Un universo que acuñó y disfrutó aunque
según mi punto de vista ella haya confundido Patria con Ideología. Sólo vacila
en sus ratos de reflexión cuando ve que sus frutos abandonaron la isla
paradisíaca. Es allí cuando aflora la angustia y entonces ese
árbol aparentemente grueso y fuerte se desmorona y cruje.
En ésta parte del relato noté un nudo en la garganta.
Cuando era evidente que el buen pulso me empezaba a abandonar tuve que
arrinconar las letras y apretar los renglones.
Llegaba al punto final justo a los veinte minutos. Entró de
nuevo el subgerente y retiró la hoja sin comentario alguno. Dos horas después
me telefonearon para informarme que había quedado descalificado. Fuentes
internas me hicieron saber que no cumplí el requisito fundamental porque había
escrito demasiado: "Te pasaste Manuel. No te ceñiste a las reglas, por
tanto quedas excluido"
Y así fue. Estoy capacitado para cualquier
desafío menos el de resumir en tan mísero espacio la trayectoria de mi querida
madre. ¿Crees que me acongojé? Para nada. La capacidad de ver las dos
caras de una misma moneda me hace fuerte e impermeable. Entenderás que me quedé
sin el empleo pero con un sabor agradable y reconfortante a la vez. Traje a mi
madre al presente y pude rendirle, desde la cruel distancia, el mejor homenaje.
Santiago 2019