CORREO ELECTRONICO

domingo, 6 de octubre de 2019

"Jabón de tocador"






"Jabón de tocador"


Stanislav Krauchenko al igual que otros tantos soviéticos mantuvieron con Manuel estrecha amistad por cartas, esporádicas llamadas telefónicas y variadas encomiendas. Logró armar una amplia cadena de relaciones con coterráneos que viajaban con frecuencia a la isla, y aunque eran hartos, en Liena Kononova encontró un nexo especial.
Liena Kononova era una encantadora kievita de origen judío que trabajaba como guía para la agencia estatal Intourist. Con varios idiomas, entre ellos inglés, italiano y español, que manejaba elegantemente, recorría con inusual desplante la plaza Bessarabskaya, se extasiaba frente al monumento de Taras Shevchenko, o caminaba despacio por la arteria urbana central Krischatik, contando a sus clientes las historias de antaño, desde la época de la Rus de Kiev hasta nuestros días. En verano o en invierno, se la veía atravesar el interior del monasterio de la Kievo-Pecherskaya Lavra, o por la calle Kirov entre el hotel Kiev y el Palacio Mariinski, pero lo que nadie sabia realmente era que su mente estaba en ese momento vagando por los rincones de La Habana y las arenas cálidas de Varadero, porque allá, en esa isla lejana, había quedado entusiasmada desde hacía algún tiempo con un guitarrista que la arrullaba todas las noches frente al mar con sus lánguidos y eternos boleros. Qué Guidropark, ni qué Puente de Peatones Parkovi con vista al descomunal y anchuroso Dnieper, si a nueve mil kilómetros estaba Ernesto lustrando su alma caribeña entre espléndidos sones y dóciles boleros.

"Aprende a querer, como te estoy queriendo,
Aprende a morir, como me muero yo por ti,
Aprende a sufrir, lo que hoy yo estoy sufriendo,
por el amor que siento por ti......"

Así postergaba Liena Kononova un tentador viaje a la India o a España por un tour a Cuba. Para mitigar su chispa de mujer ardiente, ávida de emociones fuertes, y reencontrarse con sus íntimos deseos, dejaba sus abedules y atravesaba el Atlántico con aire triunfante. Atrás quedaba la poesía de Lesia Ukrainka, relegada ante el embrujo de las décimas afrocubanas. En una de esas ocasiones, cuando ella registraba los grandes almacenes frente a la Plaza de la Victoria, para acarrear cosillas a la isla, la contactó Stanislav Krauchenko. Conocedores ambos de las vicisitudes por las que atravesaban los cubanos y motivados por las ansias de ayudar, torciendo además la tradición milenaria de regalar matrioschkas rusas, decidieron cosas más útiles como latas de carne, embutidos y colonias. Liena se ofreció a portar la caja de jabón de olor que Stanislav le compró a Manuel. Pesaba sus buenos kilos pero no podía rehusar porque Stanislav era un buen chico al que no se le podía decir que no y Manuel era un isleño muy querido y además necesitado.

Veinticuatro horas después estaba Liena Kononova respirando aroma a mar y salitre dominguero en la terraza de su habitación en el céntrico hotel Habana Libre. Allí, mientras contemplaba el malecón y contaba las horas para reencontrarse con su pareja Ernesto, esperaba ansiosa a Manuel a quien debía pasarle el encargo. Manuel no estaba de servicio pero igual vistió su uniforme de guía de turismo para poder entrar al hotel sin levantar sospechas. Después de los saludos correspondientes, de un sin fin de historias sobre la marcha de la perestroika que llenó media mañana, Liena le entregó a Manuel la encomienda. El regalo era tentador pero el temor de que lo pillaran cargando aquel riesgoso cajón, lo embargaba totalmente.

Cómo sacar aquella caja del hotel sin que la seguridad lo notara. Manuel vaciló por un instante pero al final más pudo la necesidad que la cordura. Para él aquel regalo era un tesoro y si lograba llegar con él a casa sería más que un trofeo. Ya imaginaba la mirada escudriñadora de la ascensorista y luego la de los miembros de seguridad. Liena Kononova ofreció acompañarlo en taxi pero el hecho de que lo vieran salir con una extranjera del hotel tomando un auto que sólo era para turistas le ponía la piel de gallina. A la guía le dijo mitad en broma, mitad en serio, que si al día siguiente no tenía noticias suyas, era que estaba preso. A Liena no le costó entender el mensaje pues venía de un país donde en su momento esos actos podrían ser interpretados como signos de deslealtad para con el partido y el pueblo. ¡Toda una tribulación!

Antes de salir de la habitación, Manuel extrajo dos jabones para en caso necesario y ante consultas indiscretas de las señoritas del ascensor obsequiarlas y comprar con ellos su silencio. Como eran ocho los ascensores y no tenía confianza con todas las muchachas del personal de servicio prefirió dejar ir los dos primeros esperando llegara alguna cara conocida. Gracias a Dios así sucedió.

Se abrió la puerta y una voz conocida llenó el silencio:

-¡Bajando!

Se trataba de la señora Ana, una negra bajita que trabajaba en el hotel desde la década del cincuenta cuando todavía se llamaba Hilton. Era muy amistosa y le encantaba llevar en su ascensor a los rusos porque le regalaban sellos que ella coleccionaba para su nieto. Las pocas frases que había aprendido a decir en ruso se las debía a Manuel y no solo eso, el había cooperado generosamente en gran medida a ampliar su colección de medallas y estampillas.

No hizo más que entrar y aprovechando que el espacio solo lo llenaban los dos le entregó como regalo el par de jabones y parte de su miedo. Hablando muy bajo para evitar que la conversación pudiera ser escuchada, ella le dijo:

-Muchacho no te preocupes, piensa en lo feliz que vas a hacer a tu madre, de todas formas la seguridad está en función de las jineteras y no se va a fijar en lo que lleva un guía uniformado. Si te paran diles que la guía te pidió de favor bajar la caja y acto seguido la llamas a su habitación.

¡Qué astucia!-pensó Manuel. Realmente no se le había ocurrido tal cosa.

Selló con un abrazo el pacto y salió del ascensor con más ánimo, frente en alto, mirando al final del pasillo donde lo esperaba la gran puerta del hotel flanqueada por dos guardias de seguridad. Se le hizo interminable el recorrido de un lado al otro, creía ver en las sonrisas de los clientes una maliciosa intensión y en los rostros de los empleados del hotel una sana envidia. Tal como había pronosticado Ana, los guardias de seguridad estaban pendientes de la tropa de mulatas bien vestida que deambulaba frente al hotel intentando aprovechar el menor descuido para ingresar al lobby. Así logro Manuel pasar la puerta y con las piernas temblorosas tomo rumbo a la parada de ómnibus.

Por suerte la guagua llegó pronto y gracias a su sagacidad y unos cuantos empujones logró meterse por la puerta de atrás.


En casa se tiró en un asiento y solo una hora más tarde, cuando tomaba una exquisita ducha, salía del estupor. Del trayecto en guagua solo recordaba que estaba sin respiración, que durante los cuarenta minutos de viaje llevaba clavado el codo de alguien entre sus costillas, otro descansaba su 43 sobre sus zapatos raidos y de vez en vez alguien le acercaba su hedor de sobaco añejo como señal que a menos de un metro él, Manuel, llevaba el antídoto para su salvación una caja de "jabón de tocador”.


FIN








Entre La Habana y Santiago de Chile 1998

lunes, 23 de septiembre de 2019

"Vagabundo"









Santiago en 100 palabras 2008
















“Vagabundo”



El pobre vagabundo está agotado de que lo despojen de su pedazo de acera en la vistosa Alameda, de su pequeño portal santiaguino, de su arbitraria necesidad. Maltratado por la inclemencia del tiempo, por el arrebato de algún perro callejero, por la desenfrenada maldad humana, quiere dejar de existir, pero lamentablemente se le ha hecho muy difícil porque no tiene, literalmente hablando, ni donde caerse muerto


FIN

jueves, 22 de agosto de 2019

Dos palabras sobre mi madre



Картинки по запросу hombre escribiendo dibujo



"Dos palabras sobre mi madre"

Construir la vida es más difícil que morir.
Vladimir Mayakovsky.

Esto que te voy a contar ocurrió hace muy poco. Estaba postulando a un trabajo que creía me venía como anillo al dedo. Llegaba a él motivado por alguien de esa empresa que me auguraba un buen desarrollo en la misma. Fíjate que iba bien encaminado en ese largo y tedioso  proceso de selección donde es muy típico que te exijan que seas joven pero además tengas experiencias, que sepas manejar desde un auto hasta un tractor, que tengas motricidad fina, habilidades en las manos, dedos, pies, muñecas como si fueras a bordar o trabajar con tapices de macramé. Ojalá hables varios idiomas aunque no los ocupes y conozcas cuanta herramienta y aplicaciones  hay en el mercado, que te guste trabajar de sol a sol y te entretenga colaborar los sábados y domingos.  ¡Qué desperdicio! Bueno, en el último eslabón de esta larga cadena sería entrevistado por el subgerente que a su vez ejercía de psicólogo. La entrevista se redujo a una corta presentación por su parte. No me gustó para nada el tipo, tengo que ser franco. Su apariencia personal dejaba mucho que desear; desaseado y maltrecho, acechado por unos kilos de más que bien podrían ser el resultado del desmedido aumento de colesterol y triglicéridos sumado a la falta de una buena tanda de ejercicios. Pero eso es lo de menos. Vayamos a lo que nos convoca. Su discurso fue escueto y sus instrucciones precisas: "Describa a su madre en dos palabras. Le dejo esta hoja en blanco. Dispone de veinte minutos para que se concentre". Inmediatamente tras un portazo, con su amplia y desbordada humanidad, abandonó la estrecha oficina.
Acto seguido di rienda suelta a mi imaginación. Mi mente se pobló de gratos recuerdos. María Rabassa tenía tantas historias dignas de ser contadas que no bastarían dos carillas. En beneficio del tiempo evoqué resumidamente todas sus enseñanzas y valores, esos  que hicieron de mí una persona de bien. Mi madre era una mujer de temple, comprometida, aguerrida, luchadora, fuerte. Ciudadana modelo. Con su quehacer cotidiano siempre dejaba atrás un destello de luz, una estela de agradecimiento por su bondad y entrega.

Mi primera imagen, la más prematura de la que tengo conciencia, es verla en medio de un ciclón con los pantalones verde olivo arremangados hasta la rodilla cruzando la calle Julio Sanguily completamente inundada, trasladando enseres de una casa ya anegada a otro sitio más alto. No era el ciclón Flora que había arrasado con Camagüey en 1963 y del cual no guardo recuerdos porque en ese entonces tenía 3 años, pero este también era fuerte. Yo desde la ventana pensaba que se la iba a llevar el viento huracanado y le gritaba  a todo pulmón pero ella tenía otro propósito más importante: Ayudar al prójimo. Esa era su consigna. Dicen las malas lenguas que el vacío que le dejaba mi padre, poseído por el síndrome del apareamiento indiscriminado, saltando de cama en cama ajena, ella lo llenaba con la incipiente revolución. La revolución era un proceso fresco, entretenido, dinámico y hasta cierto punto lujurioso. ¡Viva la revolución del proletariado!
Mi madre era muy activa. En casa siempre andaba haciendo modificaciones. Según entendí ella cambiaba con frecuencia los muebles por tres razones; por desapego a lo material, por salir de la rutina y por necesidad económica; esto último lo más imperante en esa época de escasez. Mientras sus amigas escapaban de la crisis a Miami y mi abuelo paterno esperaba en su balance que se cayera el nefasto régimen, ella se enfrascaba en consolidarlo.  La relación entre ellos era tensa, mucho más que una cuerda de nylon trenzada. Mi abuelo decía que aunque la migración masiva había cesado, el éxodo continuaba como respuesta a la violación sistemática de los derechos de los cubanos y del dramático desenlace del actual régimen que muchos apoyaron al principio. "Los comunistas han traicionado los postulados que hicieron que el pueblo los pusieran en ese lugar, María. El mar, María, es la frontera controlada y el pueblo está entrando en una fase de insospechado acostumbramiento". Según mi abuelo la revolución se había vuelto violenta, grosera, intransigente al máximo que era lo más terrible, insoportable e intolerable.

Pero mi madre no compartía ese diagnóstico obsoleto e intoxicado de capitalismo. Ella no permitía que nadie se inmiscuyera en sus asuntos personales porque esos los resolvía ella por su cuenta y a su manera. Lloró por cosas bellas y feas ¿Y qué? No le costó nada sacar el cuadro de Jesús en pro de los nuevos tiempos y ese lugar sagrado fue reemplazado en 1967 por el mítico cuadro del Che Guevara. Nos fue despojando de la fe cristiana porque el horno no estaba para galleticas. Es cierto que nos arropaba con sus raíces y tradiciones, con su mundo de voces, señales, ángeles, santos y espíritus, pero "nada de andar comentando por ahí que tenemos un San lázaro escondido en un cuarto".

Cuando el ajetreo de la ciudad la agobiaba, convertía varios bateys apartados, donde se desparramaban las barracas de los haitianos, en sus rincones agradables a los que volvía una y otra vez. Andábamos con ella por lugares que cinco años atrás habían sido pueblos activos con centros agrícolas pujantes, y que producto del nuevo sistema morían lentamente. Las carreteras estaban llenas de marabú y otras malas hierbas, el asfalto era irregular lleno de grietas. El transporte escaseaba y los turistas habían desaparecido totalmente de la isla. Pero mi mamá no se amilanaba. Sin medio de transporte específico porque todo era espontáneo y bien primitivo, lo mismo andábamos en guagua, tractor, tren o  a caballo; en lo que apareciese, agradeciendo a alguna alma caritativa que nos acercara al destino final, dejándose guiar por la intuición de que nadie nos haría nada malo. Así por guardarrayas y caminos intransitables íbamos cargando con lo poco y nada que teníamos para ayudar a los parientes y conocidos del campo.

Desde chiquiticos nos inculcó el trabajo voluntario. Acarreaba a mí y mi hermana a las eternas jornadas en los campos de caña de azúcar o algodón, primero de observadores o ayudantes y a medida que fuimos creciendo, nos fue cargando con las tareas propias de nuestra edad. "Se enseña con hechos - decía mi madre- y se aprende con esfuerzo" Con ella compartíamos los secretos de la tierra porque se sentía guajira de pura cepa. Se le veía siempre cumpliendo con su deber revolucionario, con machete en mano y pañuelo rojo anudado en la cabeza, porque  si de colores se trataba ese era el que la representaba. Todo por la patria, al pie del cañón,  en cuanta movilización había, a pleno sol custodiando la plaza donde discursaban los máximos líderes, repartiendo panfletos de puerta en puerta, acarreando a las masas. Con su ejemplo impartiendo disciplina, puntualidad, compromiso, lealtad. Trabajaba de sol a sol en la fábrica de ron Puerto Príncipe sin salario ni pretender reconocimiento alguno a cambio. Ese era su deber, nos decía. Mi madre se multiplicaba; Incorporaba a las cutareras del barrio a tareas que las sacarían del entorno insano en que se movían, inculcaba modales a las gallaruzas para que aprendieran a comunicarse como correspondía en una sociedad nueva y revolucionaria, haciendo de la chusma personas solidarias y cooperadoras.

Así avanzaban los años. La crisis política tras el triunfo revolucionario ya no se notaba,  ya no había sedición aparente. Los grupos contrarrevolucionarios dispersos en la sierra El Escambray cada vez eran menos. Un solo partido dirigía todo, un sólo diario informaba. "Había una sola voz cantante" decía mi abuelo casi refunfuñando. Cuando en invierno hasta las tejas de Camagüey temblaban de frío  se iba  a la terminal de ferrocarriles a ver si alguien necesitaba cobija y  comida. Mi abuelo le peleaba porque andaba metiendo gente extraña en casa. "¿Cómo voy  dejar  a esa pobre mujer que duerma  a la intemperie teniendo yo cama en casa? No señor. En honor  a la verdad ella siempre tuvo un poco de sopa para un haitiano, jamaiquino o cubano. No vivíamos en la abundancia.  Dejaba los pies en la calle, de cola en cola, para que no nos faltara nada.  Por eso cuando el gato de la casa "Minino" se comió el bistec que nos tocaba cada 45 días, sin temblarle la mano lo colgó del frondoso flamboyán. Por "hijo de puta" quiso decir pero en verdad dijo otra cosa, ella no se permitía malas palabras.

Así ha sido durante todos estos infructuosos sesenta años de revolución. Hasta hoy, cargando los noventa, con su rostro agrietado por el trabajo pero dulcificado por la vejez dice no arrepentirse de nada. Sigue creyendo en las camisetas con la estampa del Che, sigue enamorada de ese fracasado proyecto. Aunque no entiende de marxismo leninismo porque lo de ella sale del corazón, cree que el norte correcto es Rusia.

"María Rabassa, ¿tú no te das cuenta que  cada vez más se cierran las puertas a la prosperidad?"-le comentan algunos. Es ahí cuando aparece una sombra en su habitual rostro alegre. Nadie la entiende. Ella no lamenta las guerras que ha perdido. No lamenta que las grandes alamedas del hombre nuevo no se hayan abierto aún. Los años de esperanzas no estuvieron mal, aunque lo  cosechado  no haya sido proporcional a su esfuerzo. La revolución fue y será su universo. Un universo que acuñó y disfrutó aunque según mi punto de vista ella haya confundido Patria con Ideología. Sólo vacila en sus ratos de reflexión cuando ve que sus frutos abandonaron la isla paradisíaca. Es allí cuando  aflora la angustia y entonces  ese  árbol aparentemente grueso y fuerte se desmorona y cruje.

En ésta parte del relato noté un nudo en la garganta. Cuando era evidente que el buen pulso me empezaba a abandonar tuve que arrinconar las letras y apretar los renglones.

Llegaba al punto final justo a los veinte minutos. Entró de nuevo el subgerente y retiró la hoja sin comentario alguno. Dos horas después me telefonearon para informarme  que había quedado descalificado. Fuentes internas me hicieron saber que no cumplí el requisito fundamental porque había escrito demasiado: "Te pasaste Manuel. No te ceñiste a las reglas, por tanto quedas excluido"

Y así fue. Estoy capacitado para cualquier desafío menos el de resumir en tan mísero espacio la trayectoria de mi querida madre. ¿Crees que me acongojé?  Para nada. La capacidad de ver las dos caras de una misma moneda me hace fuerte e impermeable. Entenderás que me quedé sin el empleo pero con un sabor agradable y reconfortante a la vez. Traje a mi madre al presente y pude rendirle, desde la cruel distancia, el mejor homenaje.


Santiago 2019

viernes, 12 de julio de 2019

"Presencia"



"Presencia"



Te tengo siempre, presente de veras,
En el aletargado y ruidoso malecón.
En la impertinente consigna del montón.
En las jineteras y sus prematuras primaveras
En todas esas imponentes olas,
que mirando la ciudad, vienen y van solas
En un balconcito pequeño con vista al mar
En mi hermana Marlene, que es de armas tomar.
En los militantes de tesón y corazón
En mi madre de temple, con su historia y razón.
En el futuro que sale nadando,
En los ingenuos que siguen apostando
En los que sin alcanzar el muro cruzar,
atrapados insisten en soñar.

En la guayabera que es de todos, los de allá y los de aquí.
En mi Habana, con mi bandera
En Sanguily; Agramonte y Martí.
En ti, que tonificas y despabilas mi ser
En ella que muy sabia supo exponer:

“El alba para salir; la tarde para volver
Y Cuba para morir, y Cuba para nacer”




Fin

miércoles, 5 de junio de 2019

"Resolviendo"




"Resolviendo"


Amiga mia. Qué agradable saber de ti y los tuyos, de tus peripecias e inquietudes, que también, aunque diametralmente opuestas, podrían ser las mías. Porque, increíblemente, tu vida se mueve como un tren a toda marcha allá en Miami. En cambio acá, en nuestra estrecha y angosta isla caribeña, nosotras vamos también en tren, pero lechero, parando en cada entronque, limitando nuestro impulso, yendo contra las leyes naturales de gravedad, sumergidas totalmente en la inquebrantable traumática inercia.

Nuestro verde tren no lleva destino definido. Si se atraviesa un caballo, el tren para, se toma su tiempo y va a estar allí inmutable calentando sus hierros al sol hasta que al animal se le ocurra hacerse a un lado. Esperamos y esperamos, esperamos en las terminales, esperamos en las colas, esperamos en el médico. Y hemos aprendido tanto a esperar, que pareciera ser que disfrutamos a plenitud este hecho.

El otro día me fui a resolver, en tu país dirían “de compras”. Te entiendo, porque ustedes salen por dos razones, porque tienen que comprar algo puntual o porque se les antoja mirar y mirar hasta que se deciden por algo. En cambio yo salgo con la fuerte convicción de que encontraré alguna bobería a pesar de que no haya nada. Camino y camino tratando de resolver y solo me detiene alguna cola. Nos acostumbramos tanto a ellas y a la ilusión de que estamos parados en el lugar justo, que ya ni preguntamos qué se vende. Resolver es eso, comprar cualquier cosa, te sirva o no, porque a la larga podrás cubrir las necesidades, sino tuyas, las de otro. En última instancia, lo inservible, servirá para un trueque.

Las colas te pueden irritar, pero también dependiendo de la duración, son el espacio idóneo para trabar amistades, para saber de amigos comunes o simplemente para conocer de otros lugares y de otras colas. Que si a dos cuadras de aquí venden unos blumers que te mueres, que cinco cuadras más arriba venden helados, eso sí, hay que hacer la colita con mucha paciencia y devoción, de lo contrario te lo pierdes. Que si sigues hasta la calle de los chinos, cerca de le estación de ferrocarril, capaz que encuentres cajitas de mentolatum, del bueno, del que ya no se ve desde el triunfo revolucionario en las farmacias comunes y corrientes. Entre ir y venir o simplemente entre esperar y esperar, se pasa el día volando. A lo mejor hasta alcance a comerme un helado en “El París”, un nuevo local de comida rápida que es el furor camagüeyano, que según auguran, no durará mucho, al menos no tanto como el Coppelia que ahora está irreconocible lleno de moscas, hediondo y descolorido.

¡Qué rico llegar a la casa con algún trofeo, premio a la espera, galardonada por la caminata resultado del esfuerzo cotidiano!.

Ayer fue uno de esos días, de los de locos, porque con diciembre llega el vencimiento de los cupones de mi tarjeta. No sabes cuántas veces me los han querido comprar, pero yo de porfiada, guardándolos para esas oportunidades que no se repiten, esperando el momento real para ocuparlos. Mami opera diferente. ¡Ay!, si estoy hablando como los cuadros del Partido. Bueno, ella al igual que yo, es E-3. ¿Tú alcanzaste a “disfrutar” de este invento cubano?, No, no creo que desde entonces ya gozáramos de tanto ridículo. Pero a lo que iba. Mami, cada tres meses, cuando le toca comprar al grupo E-3, religiosamente madruga y se espanta unas colas de Ave María Purísima. Fíjate que no le va mal. Se aparece de vuelta cuando ya el sol cayó, con sus colonias rusas “Noche de Moscú” o “Primavera”, ganchitos para el pelo, un corte de tela o un par de zapatillas.
-Pero mami, tú usas el veintitrés y estas son número treinta.
-Tus primas tienen la pata grande. Si no le sirven a una, las usará la otra. No faltará quien las ocupe. ¿Qué prefieres, que pierda el cupón?. No muchacha, yo no soy como tú. Igual sirve para resolver.

Ahí está resumido todo. Siempre hemos tenido gustos diferentes. Solo ayer coincidimos en algo: las mismas colonias. Aunque yo tuve más suerte, porque además encontré calzado para mi pie, mi número, mi color favorito, el tamaño del tacón predilecto. ¿No será mucha suerte? . Regalo de fin de año- digo yo. Porque se nos acaba este y empezará otro con más restricciones y menos comodidades. Perdón, con las comodidades propias del sistema, porque en honor a la verdad, como dice Consuelito Vidal, tenemos salud y educación gratuita, aunque yo ni estudie, ni me enferme para poder constatarlo. ¿Estoy siendo malagradecida?.

No te imaginas lo que me gustaría volver a festejar la Navidad. ¿Te acuerdas cuando nos íbamos ambas familias al campo para estos festejos?. Juntas armábamos nuestros árboles, compartíamos las bolas navideñas e intercambiábamos regalos que solo podían abrirse el seis de enero para día de Reyes Magos. Bueno, después vino lo que tú sabes, que si los curas eran contrarrevolucionarios, que si la religión era el opio de los pueblos, que si en Rusia no festejaban Navidad y vivían bien igual, que si ya no se vendían adornos para el árbol de Pascua. Mi madre, contra su voluntad, sacó la Madonna que colgaba detrás de la cabecera de su cama e influyó, como ella sabe hacerlo, para que mi abuela bajara definitivamente el cuadro de Jesús que tenía en la sala. Como el marco de algún modo era valioso, con el tiempo lo sacaron de la cochera donde había ido a parar junto con los trastes de mecánica de mi padre. Desempolvaron el cuadro y sustituyeron al Cristo por la foto del Ché Guevara, esa donde aparece fumándose un tabaco. Y de Jesús no se supo más. Lo curioso es que con San Lázaro ocurrió algo diferente. Mami lo hace aparecer una vez al año, lo coloca en una esquina bien escondido, le prende velitas y nos hace prometer que no le contaremos a nadie, ni en la escuela ni en el Comité. No deja que le cuestionemos, porque ella sabe sus cosas. “Mirar y no tocar, que yo me entiendo a mi misma” Impenetrable y poco trasparente. ¿No crees tú?. Yo la respeto, por supuesto, pero no dejo de pensar en el Cristo, ese que acompañó cada velada, que recibió a tantas visitas, que nos miró con desconfianza cuando algo malo tramábamos.

Amiga, nos quedamos sin Cristo, nos quedamos sin nada.


Fin

lunes, 6 de mayo de 2019

"Vorágine"


"Vorágine"
¡Qué mañana!. Como de locos, delirante frenesí de interpretaciones de la cotidianeidad cubana. Con Isadora estamos escuchando y observando los movimientos que han roto con este armonioso clima de paz que reinó, creemos , hasta nuestra llegada. La puerta de par en par deja pasar un intenso haz de luz, coloreando las baldosas verdes y azules de la sala. Por momentos penetra intempestiva una brisa con sabor a sal que viene del malecón, esparciendo por doquier las partículas de mar que se han desprendido de su masa natural producto del enfrentamiento entre el océano iracundo y las grandes rocas de la orilla.

El teléfono no ha dejado de sonar, cosa rara en este país donde se supone el servicio es pésimo. Marlene acaba de regresar sin poder conseguir el pasaje a Sancti Spíritus. Se tira literalmente al sillón, dejando la cartera a un lado, se descalza y se frota los pies mientras explica que el jefe de la terminal, independientemente que haya encontrado muy bueno el café que sólo Maria Rabassa sabe colar, no ha podido venderle un maldito boleto. “No es que no quiera resolverte muchacha, pero con tantos palestinos aquí en La Habana, queriendo viajar a Oriente, está todo ocupado”

“Me ha dicho que vuelva mañana a ver qué hacemos. Yo me pregunto, si acaso no le estará gustando mucho el cafecito a este camajàn”. Acto seguido aclara “Si no fuera porque otras veces me ha resuelto pasajes a Camagüey, pensaría que me está cogiendo para el trajín. Ya llevo dos madrugadas y dos coladas de café sin resultado”. Al percatarse de la cara de desencanto de María Rabassa, que ha querido sumarse al monólogo aclara-“La puerta aún no está cerrada, por tanto no podemos abandonar la ilusión del viaje”.

Maria Rabassa se seca las manos en un pañito de cocina que lleva colgado al hombro sobre su impecable blanco delantal. Las manos no están sucias, su gesto es resultado del nerviosismo que ha acumulado pensando en que no se pueda concretar el viaje. Hilda, su hermana, ha estado alimentando el puerquito desde hace cuatro años. Cuando se enteró que Manolito llegaba a Cuba, decidió que era la ocasión precisa para matarlo. “Este es un puerco muy especial, alimentado con cáscaras de plátanos y calabazas hervidas”.

Pedro es más práctico. Eso dice él, mientras se fuma un cigarrito de esos que se venden en el mercado negro o sólo se ven en la vidrieras del aeropuerto o en el “Mercado para Diplomáticos” de Miramar. “las cosas se dan de inmediato, o no se dan definitivamente”. Deja a un lado el cigarro y se lleva a la boca un vaso con ron que degusta con evidente placer. Sosteniendo el vaso a la altura de la cara, escudriñando el contenido del mismo, haciéndolo girar para ver el movimiento cadencioso y disfrutar el sonido espontáneo de los trozos de hielo asevera: “Marlene; aquí la cosa es matando y salando, de lo contrario, si el compañero no me resuelve y anda con bobería callejera, yo lo plancho para siempre ”.

Cambia el vaso por el cigarrillo y continúa: “Mira, mientras se resuelve el cuento, llevemos a tu hermano a comer sabroso a algún restaurante de esos que administran mis amigos. ¿Para qué carajo están los cuadros del partido? Dame acá el teléfono, que voy hacer unas llamaditas, y tráeme la agendita que está en la mesa de noche”.

Marlene sube a su pieza a despojarse de tanta ropa, cambia su atuendo de oficinista por unos shorts cortos y pullover a rayas. Deliberadamente baja descalza, los zapatos proletarios la han torturado durante toda la mañana. Le tiende a Pedro una libreta de apuntes y se acomoda a su lado.

Pedro disca un número pero la comunicación no resulta a la primera, malhumorado cuelga el auricular e intenta nuevamente. De repente reacciona con desmedido entusiasmo: “Oye Pepe, que tengo a mi cuñado de Chile y necesito me resuelvas una entrada a algún restaurante. Ya tú sabes!, No, a ese no, porque no somos poca mierda, a uno bueno de verdad, de acá del Vedado, es que con lo cara que está la gasolina no podemos darnos el lujo de andar muy lejos. Respetemos el período especial. No, tampoco a ese, búscame uno normal donde no haya jineteras mosqueando ni puterìa en bandeja porque él anda con su hijita y no corresponde que vea espectáculos impropios para su edad”- ha hecho una pausa para respirar o escuchar al interlocutor. “Mira, el problema es tuyo. Resuelve y llámame de vuelta que tú sabes que yo soy de los que va siempre para adelante, para atrás ni para coger impulso.” Hay semejanza entre el tono y el humor.

Marlene le tiende la mano pero no para arrebatarle el trago:
“Oye Pedro pásame el teléfono que tengo que contactar a la niña de los helados”. Sin que nadie diga nada aclara “Oye si no me va a hacer ningún favor, yo le pago quince pesos por cada tina” –mientras espera el tono, estira su brazo sobre la rodilla del marido y expone sus planes. “Esta tina de helado es para acompañar el cake que tú tienes que encargar para el cumpleaños de Isadora” –cuelga el teléfono-“Comunícate con tu amigo ahora”

“Oigo, ¿Andrés? Te llamo para confirmarte que te tengo listo el pedido de croquetas que querías resolver para la fiesta de quince de tu hija. No, olvídate de eso, esta es la mejor masa que hayas probado y nada de spam chino ni jurel chileno, te estoy hablando de jamón español, chico, de ese que llega a la isla de vez en vez por Iberia y que emula sólo a las exquisiteces que encarga quien tú sabes. Tú dime la cantidad que necesitas que yo te la duplico sin remilgos. Olvídate del dinero, cómo se te ocurre pagarme, para qué están los compañeros. Además tú quedaste en conseguirme un cake para mi sobrina chilena que la tenemos acá y está que llora por llevarse un pedazo de pastel cubano a la boca. Ocho añitos chico, no la puedes privar de ese cake tan bueno que tú haces. ¿chocolate?. Obvio, y mucha crema. Tú dime la hora y yo mando a alguien en el carro a buscarlo. De acuerdo”.

Marlene me recuerda que está por llegar la mujer que vende juegos de tazas de café a mitad de precio. Son las mismas que yo quise comprar en la shopping del Hotel Habana Libre para llevarlos de recuerdo a Chile, pero mi hermana me frenó el ímpetu comentándome que tenía un amiga que trabajaba para unos diplomáticos y que vendía de cuanto Dios inventó, pero mucho más barato. “Eso si, cuando venga, tú te escondes porque esa tiene buen olfato si te ve y descubre que vienes de afuera te dobla el precio. Tú mantente distante que yo regateo”.

Maria Rabassa se sienta un rato y aclara que “no a descansar” porque ese verbo nunca la ha hecho sentir cómoda. Ha dejado casi listo el almuerzo y se dispone a zurcir. Toma unas medias que coloca con maestría sobre un bombillo para facilitar la tarea. “Te das cuenta niño que cada cierto tiempo volvemos al estricto arte del zurcido?”

“Cuando era una niña, así como Isadora, yo ayudaba a mi madre a zurcir. Nos sentábamos ambas sobre unas cajas de cervezas, que ocupábamos como banquitos, debajo de una mata de mango. Allí estábamos tardes enteras hasta que regresaba papá del corte de caña. Éramos ocho hermanos y no teníamos recursos. Después, enfermó de parásitos una hermana menor que murió por falta de atención médica y quedamos siete”. Sin que lo mencione , creo está recurriendo a ese periodo calamitoso de su vida cuando eran desalojados por la guardia rural de su ranchito y salían por la línea del ferrocarril con los bártulos a cuestas hasta encontrar terruño que los acogiese.

“Pero en la década del cincuenta eso había quedado atrás. Tu padre era muy exigente y remilgoso, podía andar lleno de grasa, por eso de la mecánica, pero con medias nuevas y nada de remiendos”. Suspira removida por el recuerdo- “Ganaba bien y podía darse esos lujos. Después llegó la revolución y de nuevo recurrimos a esta ingrata tarea, fue como un retroceso. Con mi amiga Ana Nieves, también compartí muchas tardes de zurcido, todas diría yo, hasta que ella se fue definitivamente a Miami. Yo creo que Ana Nieves nunca más tuvo que zurcir. ¿O si, dices tú?.
Nunca más supe de ella porque se agusanó y se olvidó de nosotros. Después con las mercancías rusas tuvimos unos años de bonanza que duró hasta que se que cayó el famoso muro y se nos vino encima el eterno período especial y el desabastecimiento total de las tiendas”

Pedro interrumpe su discernimiento “No se queje tanto María Rabassa si hoy va a comer cake y helado sin tener que moverse de la casa”

Maria Rabassa comienza a guardar sus enseres y después de suspirar con la vista fija en el malecón, donde acaban todos los pasos y donde comienza el mar, expone con voz tenue: “Cierto, en este país no se acuesta nadie sin comer un bocado. ¿A qué hora traen el cake, me dijeron?".


Fin

viernes, 12 de abril de 2019

"Trozos de dolor"




"Trozos de dolor"

Marlene viene regresando de esa ciudad que añora tanto, y que por razones obvias, ha dejado de ver hace ya bastantes años. Camagüey, por su parte, ha sabido sobrevivir a tantas penurias pero galantea su encanto de tres siglos. Ahora, más añeja y más tierna, sigue entregando el aroma y la hidalguía de siempre, ese espíritu que nunca la abandonará. Marlene se fue a otro sitio con el corazón roto, siguiendo el grito del viento y la luz de tanto relámpago nocturno, dejando adoquines y calles empedradas, ventanales y portales románticos. Pero quedó un nexo. Ahora está aquí para contarnos y mantenernos atados a lo que fue suyo.

Este viaje hubiese sido más placentero sino hubiera sido forzoso. Las circunstancias la obligaron a viajar en forma urgente para participar en los funerales de su tía Anita. Anita era la mamá de Daisy Pineda, aquella prima que estuvo un tiempo viviendo en la casona de Julio Sanguily , introvertida, con rostro de pesadumbre y eterna pena. Tenía cinco años menos que ella, pero a pesar de la diferencia de edad, le gustaba sentarse entre las primas y escuchar atentamente con las cejas arqueadas como dudosa e incrédula.

Daysi había venido a vivir a casa de Marlene, porque en el campo no tenía donde continuar sus estudios primarios. Pero siempre estuvo pensando en su terruño y la ciudad no le brindó alegrías, tampoco el guiñol ni los helados, ni los juegos del Casino Campestre.

Anita, su mamá era el centro de su vida y así fue hasta el día de ayer, cuando tuvo que enterrarla. Anita descansó, dejando atrás un mar de rarezas y pocas lágrimas. Marlene con su pensamiento nos lleva al pasado para que entendamos este último párrafo. Allá, por el sesenta, Anita había sido abandonada repentinamente por quien fuera su marido dejándola con Daisy Pineda, su hija que tenía apenas un año de edad. Al poco tiempo la providencia le puso en el camino a un hombre del campo, que sin remilgos le ofreció matrimonio, casa y comida. Pillía, como le llamaban, sacó a Anita de las penumbras y la tía rehizo su vida con este hombre. Con él tuvo tres niños. Todo marchó bien hasta una mañana cuando, desde el campo de caña Pillía vio pasar por la guardarraya un tractor a toda velocidad, dejando tras de sí una nube de polvo amarillento y en él divisó una mujer, que desde lo lejos, le agitaba un pañuelo rojo. No tuvo que adivinar que se trataba de Anita, pero quedó pensativo buscando las razones que obligaban a su mujer a dirigirse al pueblo y además, en un tractor ajeno.

Pensando que algún hijo podría estar enfermo, Pillía tiró el azadón al lado del surco de caña, se dirigió a la mata de mango donde tenía su caballo y partió como un rayo a la casa. En media hora llegó al bohío y para sorpresa suya encontró a sus tres hijos sanos, pero solos en el corral. Entonces pensó en Daisy Pineda, que para entonces tendría seis años y que últimamente se estaba quejando de fuertes dolores de barriga."Seguro se fueron al médico"-pensó, pero fue solo un segundo, porque sobre la mesa del comedor había un papel firmado por Anita que decía, con caligrafía insegura y en forma apurada, que se iba con otro hombre, que no la buscara, que sería igual feliz y que le dejaba como consuelo sus frutos, refiriéndose a los hijos.

Pillía salió del bohío encolerizado, arremetió contra lo que tenía más cerca, fustigó al caballo con su látigo con una fuerza inaudita y cubierto de lágrimas y dolor, se revolcó en el fango. Mientras, sus hijos de cinco, cuatro y tres años, lo miraban extrañados, sin entender qué había sucedido. Ellos no tenían suficiente conciencia para comprender que habían sido abandonados por su propia madre para siempre.

Pillía llegó donde la mamá de Marlene, su cuñada, tres días después, cuando había logrado componerse. Sus ojeras delataban noches de insomnio. Todavía tenía esperanzas de encontrar a Anita y recuperarla. En el pueblo, nunca entendieron con quién se fue, ni por qué.
“Debe estar loca”, le decía María cuando relataba lo acontecido. “Dios la proteja, que de los niños me encargaré yo hasta que ella aparezca”.

Aunque la isla es chica, se vino a saber de Anita solo dos años después cuando apareció de repente ante el portal de la casa de Marlene con un niño en los brazos y una barriga impresionante, que anunciaba un nuevo crío. Atrás estaba paradita Daisy Pineda con las jabas de pañales y una vieja muñeca de trapo.

María se alegró al principio al verla sana y salva y sin preguntar mucho se enteró del por qué de tantos muchachos. Luego comenzó a pelearle, pero Anita se notaba cansada y con una mueca por sonrisa, solo dijo: “¡Pero si no pasó nada, ustedes son tan exageradas!”

Comprobado que sería inútil hacerla entender, su hermana María se dedicó a prepararles el baño “para sacarles de encima ese olor a mierda de vaca”. Pensó mandar a Marlene corriendo donde su abuela a avisar de las buenas nuevas, pero inmediatamente desistió. “Mejor prepararemos las camas, descansarás y luego vamos a dar una vuelta por la calle comercio para ver qué encontramos en las tiendas con unos cupones que me quedan. En la tarde, después que comamos como Dios manda, vas a ir a ver a tu madre, que la dejaste con el alma en un hilo. Te vas a disculpar ante ella, que mucho que ha sufrido”. Y sin parar de hablar le decía “¡Ay Anita!, que no se puede ser tan liviana.”
Pero Anita seguía inmutable, meciendo plácidamente a su pequeño hijo.

No hubo compras, no hubo cenas, no hubo reconciliaciones, porque Anita andaba solo de paso. La abuela de Marlene, madre de Anita, alcanzó a verla de casualidad, porque vino a casa a traerles unas mermeladas. Así de breve fue ese encuentro. Breve como su diálogo corto de espíritu. Anita recogió lo poco y nada que traía a cuestas y se alejó rumbo a la terminal de ferrocarriles. Lo único que sobraba en ella era humildad, necesidad y estrechez. Y volvió a esfumarse.

En la familia, cuando se hablaba de Anita, era sólo para decir que estaba embrujada porque cuando el corazón le latía, su cerebro dejaba de pensar.

Al cabo del tiempo se apareció a la casa un guajiro, que jamás habían visto, con dos niñitos a cuesta buscando a la mujer que lo había abandonado. Después de escuchar los descargos la madre de Marlene le espetó: “¿De qué moral me está hablando ni qué ocho cuartos?” ¡Qué bonito!. El hecho es claro, le han pagado con la misma moneda. Vaya buscándose otra, porque Anita, no es de las que regresan”.
Y no regresó más, al menos donde él.

En resumen Anita había abandonado su hogar una vez más dejando a sus críos y cargando con ella unos pocos enseres y a su hija mayor, Daisy Pineda. Y se volvió a repetir la historia.

Con el tiempo, Daisy debía continuar sus estudios en la ciudad y María la acogió para tranquilidad de la familia. Fueron esos años cuando Marlene junto a otras primas disfrutaron de su presencia. A pesar de su carácter hosco y terquedad, era dulce y cándida. Ella estaba rodeada de sentimientos muy fuertes y vivencias ignoradas por el resto. Vivía ocultando sus sentimientos, que con el tiempo se volvían más intensos y perturbadores. Nunca le dieron la oportunidad para reconocerlos y expresarlos, aunque Marlene cree que Daisy quería comunicarse solo con su madre, que se veía ausente aunque estuviese a su lado. Tampoco podían hacer mucho a su edad, más que reírse a escondidas de ella, porque se bañaba hasta tres veces al día y se perfumaba constantemente. “¡Quién lo diría!”

Daisy debe haber sufrido mucho. De hecho, fue ella quien, posteriormente, cuando tuvo edad para manejarse sola, se encargó de reencontrarse con sus hermanos. Fue la portadora de recados de un lado a otro, recados que nunca se escucharon, porque ninguna de las partes estaba interesada en reanudar la comunicación y los lazos afectivos. Pillía, su segundo esposo, de vez en vez, acercó a sus niños a los parientes maternos, pero con el tiempo la memoria se fue borrando y los nexos desaparecieron.

Daisy estuvo un tiempo en la casa de Marlene. Luego se fue a vivir con las tías de Santa Cruz del Sur y allí terminó sus estudios y comenzó a trabajar en el combinado pesquero. Se enamoró de un pescador con quien se casó y construyó un hogar lleno de hijos, dicha y felicidad hasta el día de hoy.

Pero su dicha se veía empañada, de vez en vez, por los recuerdos y noticias de su madre. Anita volvió a aparecer cuando, aquejada por fuertes dolores que ya las hierbas del campo no mitigaban, se vio obligada a asistir a un hospital. Le diagnosticaron cáncer y una corta vida, que terminó hace solo tres días.

Daisy estuvo a su lado hasta el desenlace. A lo mejor no pudo liberar todos sus sentimientos profundamente arraigados, pero si volcó su sensibilidad en su llanto ininterrumpido. Cesó de llorar sólo con el último aliento de su madre. Se secó las lágrimas y dijo: “Se acabó, ahora hay que estar fuerte para preparar las cosas”.

En el velorio estaban algunos de sus hijos, hombres y mujeres hechos y derechos. Tan lejanos, como la misma historia y vida de su madre. Allí se enteraron que Pillía nunca volvió a casarse, porque prefirió dedicarse por completo a sus hijos. Sus tres hijos, en agradecimiento a tanta entrega, asistieron al funeral, no por la difunta, pues no la conocieron ni en vida ni después de muerta, sino por el padre que estaba afligido y enteramente condolido. Anita tuvo un entierro apacible.

“Se nos fue Anita y con ella parte de nuestra historia”-dijo alguien recitando de memoria. El resto aprobó con un movimiento leve de cabeza.

En momentos de reflexión, Marlene recuerda que pudo haber sido dura con ella. Que si fue irresponsable, que si tuvo una actitud desproporcionada ante la vida, que si su pasión era reprochable, que si sus respuestas emocionales eran exageradas, que si nunca supo manejar sus confusiones mentales, pero ¿habrá recibido la ayuda necesaria o un mínimo aliento de comprensión en el momento crítico?.

Anita, vagó por el mundo sola. Nunca manifestó celos, ni furia con alguien, mucho menos, sentimientos maternales. Nunca halló tiempo para expresarlos. Anita siempre anduvo en las nubes y a ellas voló muy joven, a lo mejor, cuando se le antojó, porque todo lo que hizo fue por su propia voluntad.

Frente a su féretro, Marlene se detuvo por largo tiempo pensando en los versos de un bolero que le dedicó con todo su amor.

Amor es el pan de la vida,
Amor es la copa divina,
Amor es un algo sin nombre,
Que obsesiona a un hombre y a una mujer.

FIN

martes, 5 de marzo de 2019

"Fuera del tablero"





"Fuera del tablero"

 Дмитрий Дмитриевич Крылов,

Dmitri Dmitrievich Krilov, corresponsal de prensa y conductor de la radio-televisión “Ostankino”, había escogido a Cuba para su programa estelar de debate sobre el desarrollo, la democracia y la libertad de expresión. Antes de conocerle personalmente ya había escuchado que su primer viaje al extranjero había sido en el año sesenta y ocho encima de un tanque ruso en calidad de soldado cuando las tropas soviéticas intervinieron en Checoslovaquia. “Ese fue mi primer viaje sin visa ni controles aduaneros”; y de ahí en adelante no había parado cautivando a la teleaudiencia que cada domingo en la mañana esperaba frente al televisor para a través de su lente observar el mundo con una óptica controversial, distinta y abierta.

Al conocer sus éxitos alcanzados con estilo humilde y austero uno se daba cuenta que no se trataba de suerte sino de perseverancia y trabajo, de entrega absoluta, porque la gente que le veía sentía que estaba frente a la realidad, con un lenguaje tan especial donde siempre había espacio para la reflexión, porque en este nuevo mundo de interacción y libertad de expresión la última palabra la tenía indiscutiblemente el telespectador. Con esa forma de pensar y actuar se vino a la isla Dmitri Dmitrievich Krilov en busca de un buen reportaje. El departamento encargado de recibir a los periodistas extranjeros estaba algo preocupado por la ola de información desventajosa que sobre Cuba se hablaba en los medios internacionales, pero tratándose de un periodista soviético el tema ya no era si dejarlo entrar o expulsarlo a la primera señal negativa, sino cómo manejar el asunto para que nada rompiera la concordia ente ambos pueblos

Krilov Conocía Cuba muy bien pero venía en esta oportunidad con otro espíritu, quería relatarla con sus propios ojos para entregar a la teleespectador ruso la Cuba de verdad, con sus virtudes y falencias, porque de sus playas, educación y salud ya se había hablado demasiado. No le costaría plasmar en su lente el deterioro de este país que atravesaba por el momento más crudo del periodo especial. Los logros de la revolución costaba palparlos a simple vista. La prostitución y la legalización del dólar habían minado la igualdad social. El desempleo, aunque enmascarado, igual se hacía sentir y los presos políticos seguían pudriéndose en las cárceles. La disidencia, poca pero real, sobrevivía con grandes dificultades. Juntar las fichas de este enmarañado tablero se convirtió en su justo objetivo.

Me entusiasmó la idea de poder colaborar con Krilov desde otra óptica en esta hazaña, pero para eso tenía que valerme no solo del dominio del idioma sino de peripecias para evitar el permanente control a que estábamos sometidos. Durante el recorrido por la ciudad, sus museos y rincones históricos, me insinúo que quería más que eso pero que no tenía apuro en conseguir un buen material porque intuía que todo estaba a flor de piel.

Aprovechando que el compañero que nos acompañaba se distrajo mirando a las lindas mulatas que vestidas a la usanza de la colonia española se paseaban con cestas llenas de flores, le dije a Krilov que ya encontraríamos el modo de filmar lo que él buscaba y conversaríamos sobre temas vedados para el turista extranjero. La complicidad fue nuestra aliada en todo momento, estuvimos varios contactos con gente de pueblo, con esos que no tenían pelos en la lengua a la hora de contar su drama cotidiano.

En Cienfuegos me las ingenié para que fuera recibido en la casa de una familia que treinta años antes había formado parte de la clase media. Entre los muebles bien mantenidos, jarrones escultóricos, una tela precolombina enmarcada en acero y muchas plantas ornamentales su asistente instaló las cámaras. Completaban la ambientación finos objetos de porcelana y destacaban dos butacas gemelas situadas delante de un espejo gigante enmarcado con canto negro pintado a mano. La señora de la casa dio rienda suelta a su imaginación y recuerdos del pasado con mucha elocuencia y sin que le pidiésemos nos mostró el resto de la vivienda y el patio donde mantenían a un puerco que alimentaban y bañaban todos los días para evitar que el hedor propio de estos animales se expandiera a otras casas. Todo era tan pulcro que Krilov lejos de sorprenderse se largó a reír por largo rato, porque cada vez se maravillaba más del modo de actuar del cubano en aras de la supervivencia. Había visto en La Habana cerdos en los balcones y había fotografiado a un señor tirando de una correa a su chanchito como quien saca el perro en las mañanas a pasear, pero tal como me contó más tarde no se imaginó que entre tanto lujo también cupiera la necesidad.

En Varadero le pidieron encarecidamente que no conversara con las prostitutas, pero él fue más astuto y se levantó de madrugada mientras los compañeros de seguridad dormían y las jineteras estaban en su máximo apogeo. Al día siguiente, tumbados en la arena, revisábamos con su colaborador las escenas y yo traducía los textos.

El destino final era visitar el Valle de Viñales en el occidente del país. Filmaría entre otras cosas las famosas “Casita del médico”, la tranquila vida agraria, los campos de cultivo del tabaco. Tomamos un atajo nada turístico para poder ahorrar tiempo y al mismo tiempo poder disfrutar de alguna playa antes del almuerzo. El camino estaba en muy mal estado pero acortaba en dos tercios el recorrido. Durante el trayecto, donde imperaba el polvo y poca vegetación, se apareció de repente un pequeño pueblito y al inicio de éste una tienda. Solicité al chofer que parara con el pretexto de estirar los pies y le dije a Krilov:

“Haremos una parada fuera de protocolo, quiero que veas lo que no quieren mostrarte tus anfitriones. Tú sacaras tus propias conclusiones.”

Entramos en la tienda, una casona grande estilo colonial con techo de tejas rojas, coronada con un gran portal amplio tan limpio como el cielo después de una tormenta. Dentro, una dependencia enorme con muchos estantes de madera, todos vacíos y pulcros y un mostrador tan largo como el portal de afuera, que separaba a los clientes del dependiente. Solo un fuerte olor nos indicaba si es que el olfato no nos traicionaba que alguna vez aquí se había vendido gasolina o kerosene.

El dialogo lo relataré en presente tal como sucedió:

-¡Buenos días compañeros!
-¡Buenos días!
-Estamos esperando el camión de las papas que debe llegar de un momento a otro, pero no se preocupen, adelante y conversemos mientras tanto- dice una negra robusta sin sacarse de la boca un enorme tabaco aromático.
Al notar la mirada perpleja de Krilov agrega:
-Estos si son buenos, son de aquí mismitico, de Vuelta Abajo - señalando con su brazo fuerte como queriendo decir "de al lado".
-Por su entusiasmo, no dudo que sean buenos.
-Claro que si, mijo. Los vengo fumando desde que tenía doce años y ya voy para setenta.
-¿Setenta?. ¿Y se conserva tan bien?
-Así pues, y eso que hoy no ha sido mejor día. En la mañana tuvimos mucho culipandeo. Se me juntó el despacho del pan y las remolachas y como ve ya no estoy para esos trajines.
-¿Cuánto pan entregan por persona?
-Ochenta gramos.
-Poco.
-No es mucho, pero uno se las arregla. El mío se lo doy a mi nieto para que lleve un panecillo con mermelada de guayaba a la escuela.
-Oiga, ¿pero aquí no hay mucho que hacer?
-Por eso que estoy trabajando aquí a estas alturas de la vida. No es mucho lo que hay que hacer y como ya se habrá fijado, no hay nada que ordenar. Los días más complicados son los últimos del mes porque se entregan los mandados para el mes siguiente.
-¿Mandados?
-Si los productos alimenticios: arroz, azúcar, sal, frijoles, jabón de olor, jabón de lavar, pasta dental, etc.
-¿La verdura?
-Esas llegan de a poquito, como lo hace la gallina cuando alimenta a sus pollos. ¡Como pasó hoy con la remolacha!.
-¿Y cómo la gente se entera que llegó algo?.
-Oiga, se avisan como las hormigas cuando va a llover. A galope llegan los guajiros por sus cositas.
-Qué simpático.
-La primera semana de mayo estuvimos ocupados con la entrega del cake y fue todo un éxito.
-¿Se refiere a la torta?.
-Claro, la revolución entrega a todas las madres del país un cake de chocolate con crema y todo eso. Todas las mujeres de esta circunscripción recibieron su dulce para el día de las madres.
-¿Y no corren el riesgo que alguna mujer se quede sin torta?.
-¿Sin cake?, Que va mijito, para eso está el censo de población y los registros.
-Pero supongo la gente se muda, llegan parientes nuevos, se casan otros.
-Claro en esos casos traen su RD-3.
-¿Qué es eso?
-Un formulario de la provincia autorizando a recibir los productos. Le dan de baja donde vivía y comienza a recibir sus cositas por acá. Por eso llevamos un parte organizado de altas y bajas. RD-3 significa Registro de Dirección.
-¿Bajas?
-Sí. Los que se van a hacer el servicio militar, los que se van al extranjero o los que se van al más allá.
-Todo controlado.
-Hasta el más mínimo detalle. Fíjese que cuando murió Clementino del Rosario, su familia estuvo aprovechándose de los productos que a él le tocaban y yo me hacía la de la vista gorda, total si con ellos alimentaban al resto de los chiquillos. Se llevaban todos los días el medio litro de leche que le correspondía al difunto por ser mayor de sesenta y cinco años, pero tuve que pararles el caballo porque se venía encima un inspección y me podría meter en un lío. Yo creo que Clementino del Rosario igual entendió y desde allá-apuntando al cielo- me agradeció el gesto.
-Usted es muy considerada.
-Se hace lo que se puede sin fallarle a la revolución.
-Me parece correcto.
-Mire, los testigos de Jehová no comen carne y yo reparto sus cuotas entre los más necesitados. Con los tabacos y cigarros no pasa lo mismo porque ellos aunque no lo consumen, igual lo retiran y luego hacen sus trueques.
-¿Trueques?.
-Bueno, los cambian por otros productos o los venden. Yo ahí no me meto. Cada cual resuelve a su manera.
-No está mal.
-Pero fíjese que nadie se queja, además de los mandados, todos tienen sus hurtas y se ayudan entre si y no falta el tomate. La lechuguita, los pepinos.
-Me han dicho que los matrimonios reciben productos extras para su fiesta. ¿Cierto?.
-No, solo los novios, también las niñas que cumplen quince años, pero ese trámite lo hacen en el municipio, es que acá estamos muy lejos de todo.

En ese momento la vida apacible del pueblo fue interrumpida por un sonido que cada vez se hacía más agudo. Se trataba del camión que traía algo, nunca se sabía lo que portaba hasta que bajasen los sacos, porque nada venía rotulado, ningún producto era de marca. Como entendimos que ella estaría ocupada con la mercancía comenzamos a despedirnos pero con el rigor de la foto pues ella así lo había solicitado. “¿Y no me van a retratar?” “Tírenme un foto pero que salga bien linda”.

Nos regaló dos poses y una sonrisa espléndida tan grande como el tabaco que no se había quitado ni un instante de la boca.
-¿Y qué tan lejos van?.
-Por ahora, hasta la playa. Después veremos el Valle de Viñales.
-Bueno para esos lugares no hay restaurante ni nada por el estilo, así que si gustan les invito a almorzar. Ablandamos en un dos por tres unos boniatos y le torcemos el cuello a la gallina y listo.
-Gracias pero preferimos tomar sol y hacer dieta de paso.
-Bueno, ustedes se lo pierden.
-Igual le agradecemos Sra....perdón, no nos dijo cómo se llama.
-Engracia de la Caridad.
-Hasta luego Sra. Engracia.
-¡Compañera!. Dígame solo compañera, por favor. ¡Hasta mas ver!.
-¡Hasta luego!

Y seguimos el camino levantando una estela de polvo que apenas dejaba ver la mano de Engracia despidiéndonos. Por delante una playa exquisita, tan cálida como esta negra linda y tan apacible como estos campos verdes. Cotejando sus piezas, se le veía sonreír satisfecho a Dmitri Dmitrievich Krilov.


Fin

Comentario: Pasajes de la visita del ilustre corresponsal Dmitri Dmitrievich Krilov a Cuba en 1993

lunes, 18 de febrero de 2019

Punto final

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"Punto final"

Sin dolor me abandonará el último suspiro

sin la mirada escrutadora del Comité
sin las consignas comunistas que no admiro
sin recordar que por tarjeta me tocaba el café.
sin añorar de Mayo su aguacero
sin la cola para comprar un pan en San José
sin nostalgia  enfrentaré la hora cero
sin necesidad de pretender un rojo carné

sin lamentar que el busto de Lenin se rompiera
sin Bolek y Lolek como entretención
sin extrañar que el Tio Stiopa  se muriera
sin perdonar que se me fuera el tren a Redención.

sin mi maletica de entusiasta becado
sin la Palma Real por cabecera, ¿qué hacer?
sin la bandera que tanto he admirado
sin  pretender de Cuba su próspero crecer.

Sin dolor me ha de pillar el último suspiro
sin interés por el presente ni el ayer
sin contar los minutos porque expiro
sin que me echen encima la sagrada tierra
..... que un día en Camagüey me vio nacer.

FIN

viernes, 18 de enero de 2019

"Andar La Habana"







"Andar La Habana"




Habana, Princesita del Mar.

Aprovechando que Antonio anda de viaje, me fui con unas amigas mexicanas a andar por La Habana, a recorrer esos callejones que tanto llaman la atención a cuanto ser pone los pies en esta bendita tierra. Con dólares, es menos difícil llegar hasta el casco histórico capitalino, pero igual cuesta y pierdes tiempo en el trayecto. Salimos apenas desayunamos, porque conociendo cómo se comporta el tiempo en nuestro país, preferíamos regresar temprano, antes que se largara a llover. Para no hacerles gastar tanta plata, conseguí que un tipo nos llevara en su Impala del 53 por unos pocos dólares. Tenía el dato de antes. No era un chofer común y corriente. Se trataba de un médico veterinario que ejerce ahora de taxista improvisado e ilegal, sólo para satisfacer las necesidades de su hogar, padre de familia con dos chamacos y dos viejos que vestir y alimentar.

Mis amigas estaban fascinadas por el desenvolvimiento de los cubanos. Esa sensación de armonía y felicidad que se disfruta a cada paso y en cada contacto, a pesar de tantas dificultades. Este tipo no era excepción. Habló todo el camino y más que chofer, parecía guía de turismo, erudito y verborreico, lleno de epítetos y refranes callejeros, respetuoso y cándido, diáfano y elocuente. Se llamaba Alberto, pero en su jerga habanera sonaba como Apbectico. “Yo no estoy en na, lo mío es resolver y echar palante” -advirtió.

Por el camino, mencionó muchas cifras y no eran guayabas, porque las he oído en boca de mi hermano que también sabe mucho. Que tantos kilómetros cuadrados, que tanta densidad de población, que tanto por ciento de negros o tantos de blancos, que los judíos, que los chinos, que los mulatos. A decir verdad, me pareció que se quedó corto con la cifra de negros, porque tú miras alrededor y ves puros niches y mientras más avanzas hacia La Habana, menos blancos te encuentras, pero eso es solo un pequeño detalle.

Describió el malecón como solo un artista suele hacerlo y lamentó el estado en que estaban las fachadas de las viviendas que han quedado varadas en el tiempo, mirando lánguidas y tristes el inmenso mar Atlántico. Pero no culpó al gobierno, sino al embargo económico y al imperialismo yanqui. Hasta allí me duró el encanto, y aunque igual me simpatizaba, empecé a verlo todo con un matiz diferente. Sin darme cuenta dejé de escucharlo, me ensimismé en mis pensamientos y propias conclusiones y en la actitud de tanta jinetera haciendo dedo a la entrada del túnel, como quien va rumbo a las Playas del Este. Ellas también estaban resolviendo. Cuando volví a escucharlo, ya estábamos parqueando en la fortaleza La Fuerza y como desde allí hay que seguir a pie, pagué y nos dispusimos a bajar.

No paró de encantar. Fue tan simpático, que nos ofreció ir a recogernos a la hora que decidiéramos. “Si se gastan las fulas, no se preocupen igual las devuelvo sanas y salvas a la casa. No todo en esta vida puede ser por dinero”. Entonces acordamos una hora prudente para el regreso y nos despedimos.

Subimos a la explanada de La Fuerza. Delante de nosotras las fortalezas impetuosas, las primeras construidas en la isla, las mismas que nos transportan al pasado y nos hacen viajar por los vericuetos de la historia. Les prometí a las muchachas que si se quedaban más tiempo en La Habana, podríamos llevarlas al otro lado de la bahía, recorrer el Morro para presenciar la ceremonia del cañonazo de las nueve. Me acordé de ti, porque nosotras todos los sábados nos sentábamos frente al televisor para ver el programa musical que empezaba justo con el cañonazo. Miles de kilómetros nos separaban entonces de la capital, pero en las pantallas de todos los hogares a lo largo de toda la isla se dejaba escuchar el famoso cañonazo. Gracias a Dios, hasta la fecha, se mantiene la tradición y escaseará todo, menos municiones, porque quien tú sabes, ya lo dijo: -“Estamos armados hasta los dientes”.

Por diez dólares un muchacho nos ofreció guiarnos, porque no es lo mismo recorrer La Habana buscando algo de comer o un par de zapatos, que andar de turista. ¡No, que va!. Nuestra ciudad tiene un encanto especial y eso no hay quien lo discuta. Nos entregamos a él con la tranquilidad propia del que se sabe en buenas manos. Buen mozo, bien vestido, correcto y con aire de intelectual. El joven hablaba tanto o más que el chofer y aunque ambos eran profesionales, este nos fascinó con su aire de sabiondo y desplante comunicacional.

Nos mostró el templete, nos habló de pintura y literatura, remontándonos a finales del siglo dieciocho, cuando comenzaba a darse un vuelco en la atmósfera cultural del país, la aparición de los pintores criollos y el desenvolvimiento de los primeros intelectuales cubanos. En la Plaza de Armas, frente al monumento a Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria, alardeó de patriotismo y conocimientos de historia. Ahora me vienen a la mente los preparativos de antaño, aquellos donde nos emperifollábamos ambas para el acto del día de la Patria. Todos los diez de octubre hacíamos el desfile vestidas de Bayamesas con el asta de la bandera de Céspedes apoyada en la cadera, entonando la canción:

Lleva en su alma la Bayamesa
Tristes recuerdos de tradiciones
Cuando contempla sus verdes llanos
lágrimas vierte por sus pasiones.

Años tras años, hicimos la misma rutina hasta aquella vez que mi madre me obligó a pasarle la falda a otra niña que no sé por qué razón no tenía su vestimenta, pero que debía desfilar en primera plana. Es que era la hija de un tipo importante del Partido. Mi madre siempre con su espíritu de solidaridad y su afán de compartir todo, me dejó en enaguas. Total, según ella, igual eran vistosas y nadie iba a notarlo. Para mí fue vergonzoso hasta el punto que juré no ser más abanderada y desde entonces, me vestí de esclava. Las cosas de la infancia. ¿Recuerdas?

Bueno, retomando el tema, bordeamos la plaza comentando la historia de cada verja, de cada ladrillo. Luego nos mostró desde fuera el Palacio del Conde de Santovenia y nos hizo recorrer los dos pisos del palacio de los Capitanes Generales. Salimos de allí agotadas, pero tan contentas que terminamos convidándole a tomar un trago en uno de los tantos bares de la calle Obispo. ¿Agradecimiento o pretexto?. Mientras yo disfrutaba del refrescante Cuba Libre, mis amigas se deleitaban con la arquitectura mudéjar del entorno, curioseando cada fachada y sus detalles. Al final de la calle, una parada oficial frente al Hotel Ambos Mundos donde el ilustre Hemingway viviera con su tercera esposa.

Seguimos hasta la catedral, plaza e iglesia atiborradas de turistas y vendedores, que te ofrecen PPG, la pastilla que levanta lo que tú sabes, que si quieres llevar ron de verdad, que si te interesan los habanos, que si no te puedes ir de la isla sin comprar coral negro. Y agotadas terminamos tomándonos un mojito en La Bodeguita del Medio. Ya te había hablado en una ocasión de ese bar, el lugar predilecto de Hemingway. Llegamos a buena hora. Había espacio suficiente y un aroma exquisito a condimentos y carne asada. Nos apetecía solo tomar. Pedimos los tragos y nos sentamos a conversar con Miguel Alejandro, sí chica, fíjate que hasta nombre de teleserie tenía el guía. Más relajado y sin la premura de tener que cumplir con un programa turístico, nos comentó que era guía de profesión y que cuando tenía tiempo libre, ejercía por si solo para juntar unos pesos. A fin de cuentas, se entretenía con lo que hacía, disfrutaba su trabajo y a la vez conocía gente de todos los confines. Inteligente el muchacho. ¿ No crees?. Además, no dudo que le saldrían sus enamoradas de vez en vez, porque sabía articular lo cómico con lo ingenioso sin dejar de ser un conversador interesante y refrescante. A pesar de todos los problemas que abordó, no se notó sombrío ni pesimista. Por el contrario, se podía ver en él un hombre de perspectiva.

Entre conversación y tragos se nos fueron las horas volando y cuando empezaron a juntarse las primeras nubes de la tarde anunciando lluvia, nos encaminamos hacia el lugar donde habíamos quedado con Alberto en encontrarnos. Si no estaba él, tomaríamos un taxi, porque en guagua, olvídate. Cada vez hay menos y las pocas que van quedando, cuando pasan van tan atestadas, que es imposible subirse. Han sido popularmente bautizadas como “la película para mayores”, porque en ellas se da de todo, sexo, robo, violencia y malas palabras. Yo no iba a destruir el encanto de la tarde. ¡Yo, siempre digna!

No fue necesario replantearse el regreso, porque allí estaba Albertico recostado al capó de su Impala. Fumaba un tabaco enorme, al tiempo que alardeaba con su pulóver llamativo, con letras fosforescentes “Señores imperialistas, no les tenemos absolutamente ningún miedo”. Se alegró al vernos, eufórico como quien ve a un amigo cercano. Nos abrazó y besó. “Pongan sus tarecos en el maletero- refiriéndose a las bolsas con suvenires que las muchachas habían comprado- así irán más cómodas”.

“El carro lo limpié ahorita mismo, especialmente para ustedes. En el asiento encontrarán unos libros que quiero que tomen como regalo, para que siempre recuerden a la Habana Vieja y a nosotros chicas, los cubanos”

Eran tres libros, dos de comunismo científico y un tercero de turismo que, aunque estaba editado en inglés, tenía unas fotos maravillosas, todos bien cuidados y forrados con un papel trasparente. El camino de regreso fue lento y tempestuoso. El aguacero que nos acompañó durante el trayecto, sirvió de tema de conversación.

Ahora que te escribo, aprovechando que las mexicanas se fueron de pachanga, miro los libros y me pregunto cuál será el verdadero propósito al obsequiar estos tomos tan densos y complicados. ¿Obró sin mala intención, compartiendo lo que quiere y con lo que se siente comprometido; o quiso deshacerse de algo que le estorba, porque no calza para nada con su proceder diario?.

Así estamos hoy, orando una cosa y practicando otra. Moviéndonos hacia el lado más fácil, pero con discursos opuestos, tratando de vender una imagen que se ajuste al entorno revolucionario y a las medidas del gobierno. Todos quieren resolver y resuelven a su modo, criticando al del lado, creyéndose dueños de la verdad y el decoro.

Lo que quedó claro es que, cada una de las personas con que nos topamos, tenía sus dones, mente aguda, facilidad verbal, talentosos para utilizar el lenguaje, sofisticación social y refinamiento, facilidad para comunicar, conversar y construir puentes entre gentes e ideas. ¡Sencillamente maravillosos!


¡Somos!


FIN