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jueves, 29 de octubre de 2009

"Mi tío Elio"



"Mi tío Elio"

Las extensas sabanas camagüeyanas fueron testigos de nuestras andanzas, durante largas jornadas, tras la huella de algún pariente, cercano o no, pues para mi madre lo importante eran los fluídos lazos y no los apellidos. María Rabassa abundante en energía positiva, era capaz de llevar adelante trabajos importantes, afrontaba desafíos con valor, entregaba todo lo que tenía sin pedir nada a cambio y esa actitud de corazón abierto era correspondida con gestos que la colmaban de mucha satisfacción. Mi tío Elio quien para ese entonces estaba también envuelto en la euforia revolucionaria se complacía de vez en vez con su presencia. Múltiples eran los desafíos para lograr triplicar los resultados en los cañaverales a los que estaba sometido Elio, además la ciudad lo agobiaba con tantas luces, semáforos y desorden callejero, por tanto era María Rabassa quien salía a su encuentro.

Así partimos temprano con grandes jabas de comida preparadas la noche anterior. No podía faltar la olla de arroz con frijoles negros, el racimo de plátano y el botellón de agua de San José y algunas cositas que aún aparecían en los mercados de la ciudad y que para la gente del campo era una novedad. Los viajes siempre fueron verdaderas tribulaciones porque en la terminal habitualmente había más personas que medios de transporte. Mi madre se las ingeniaba con su mágico encanto para embarcarse sin boleto porque nuestro viaje era perentorio, porque corría peligro la vida de algún pariente o por la premura de dar curso a alguna tarea de la revolución. Luego continuábamos en lo que apareciera, de un medio de transporte en otro, según se desarrollaran las circunstancias.

En esta ocasión la primera parte del trayecto se ciñó a lo cotidiano. El último tramo lo hicimos en tren y aunque este no pasaba frente a la casa de mi tío, igual nos adelantaba buen trecho. La cañera, como le llamaban, solucionaba el problema de transporte de las familias del campo. Recostado a la baranda, el retranquero, repleto de tiempo porque este tren demoraría horas en llegar a su destino, conversaba orgulloso de conocer cada ramal, cada surco y guardarraya. A mi madre no le paraba la lengua. Yo seguía sentado en el peldaño del vagón viendo como pasaban apresuradas las traviesas que amarraban los rieles del ferrocarril. Cruzamos dos o tres ríos trasparentes, pequeños pero con corriente rápida. Por allá, a la orilla de un riachuelo estaban unos jóvenes bañándose en cueros, mostrando sin pudor sus nalgas blancas y sus voluptuosidades. El campo se parecía mucho más al paraíso.

El tren nos dejó en el entronque. Desde allí hasta la casa de mi tío había solo diez kilómetros. No había llovido, por tanto no había peligro de que los riachuelos que aún estaban por delante hubiesen crecido. El calor era sofocante y había que tratar de ir por la orilla del cañaveral para que nos llegara un poco de brisa. Atrás iba quedando el vómito de humo que salía por la chimenea del central.

-¡Arriba muchachos que falta poco!

De pronto a los lejos, detrás nuestro, vimos un jinete que cada vez se acercaba más. Cuando estuvo junto a nosotros, nos enteramos que se trataba de un guajiro de la zona. No parecía ser viejo pero tenía la frente marchita por el sol. Me fijé en las callosidades de sus manos sujetando el machete que portaba colgando de su cinturón. Nos saludó cordialmente. Advirtió que no iba en esa dirección pero no podía permitir que mi madre siguiera la marcha por esos surcos con las jabas tan cargadas, cuando aún falataban cinco o siete kilómetros. Conocía a mi tío Elio desde siempre, porque cuando la familia fue desmembrándose para acomodarse en la ciudad o en el puerto de Santa Cruz a Elio no hubo quien lo moviera de su terruño.

Desde la guardarraya se veía un descampado limitado por una alambrada donde pastaba el ganado. Casi en el centro estaba agachada junto a las patas traseras de una vaca a una señora muy negra y muy anciana. Por sus movimientos supimos que estaba ordeñando. Estaba rodeada de cubos metálicos y dos o tres terneros que le acompañaban. Cuando nos divisó, se incorporó alzando una jarra en señal de invitación. Mi madre respondió cortésmente.
-Gracias. Queremos llegar pronto.
-Es Francisca, la haitiana. Dicen que tiene tantos años como estos campos. Aquí llegaron sus padres como esclavos y los padres de sus padres también.

Francisca estaba ordeñando no solo para ella sino para sus compatriotas, los que en el batey se habían quedado postrados frente a su barraca pensando en el olvido eterno, en sus parientes que nunca escribieron. Todos habían olvidado el color del mar, ese que los trajo a Cuba, en calidad de esclavos a unos e inmigrantes a otros.
-Pobre gente tan sola.
-La felicidad la manifiestan de otra forma. Ya verá las fiestas que arman y lo rico que preparan el chivo. Ahora gozan de pensión y además el Partido se encarga de ellos. Basta que alguno se enferme para que venga al batey la ambulancia. Eso nunca se vio antes. Usted ha de recordar.
-¡No sabré yo de penurias y calamidades!.

Entre tanta caña empezaba a divisarse un monte con otro verde y árboles frondosos y palmares. Se notaban algunas casas, las que miraban frente a la línea de ferrocarril y tras ellas las barracas de los haitianos que eran más altas y pintadas con colores oscuros. Venía alguien a galope. Era Elio con su gallarda figura, su machete a la cintura, que salió a nuestro encuentro. Se movía con ritmo acompasado al vaivén que le brindaba su caballo. Me gustaba abrazarlo fuertemente sin importarme que oliera a sudor de bestias y hojas de tabaco mojado.

Habíamos llegado. Estábamos casi al centro de la provincia, desde donde el mar se entendía quedaba demasiado lejos como para que los que por allá vivían pudieran conocerlo. La casa de mi tío era la primera si la veíamos desde el camino que habíamos transitado y la última si se le miraba desde el otro extremo. Era de madera con piso de tierra endurecido por el andar de la gente y el pasar de los años. Tenía un amplio portal hacia el cual se abrían la puerta y las ventanas de la sala y el dormitorio principal. Entre los horcones gruesos colgaba una linda hamaca tejida por los lugareños. Ese era el sitio preferido por mi tío para después del almuerzo echar una rica siesta antes de partir al central.

En el umbral de la casa junto a la enredadera de Bouganvillia, esperaba su mujer María Antonia, rodeada de muchos chiquillos. Extraña y un poco torpe, pero cariñosa y amable. Del fogón salía un rico olor a maíz y yuca cocida. María Antonia sacudió sus manos cubiertas de fina harina en su pulcro delantal y nos acogió derrochando nerviosamente saludos y emociones. Regañaba a sus hijos porque según ella, no había logrado hacerles entender algunas buenas costumbres: “-Que no se caga en el frente de la casa, que para eso al otro lado del rancho hay un retrete", y agrega por si alguien no alcanzó a entender-“apestoso, pero al menos está la mierda recogida.”

Los niños no sabían de muñequitos ni dibujos animados, porque aún no había llegado la electricidad y faltaría mucho para que los televisores se convirtieran en artefacto popular. Los pájaros de día y las estrellas de noche eran el panorama eterno y perfecto según ellos. El batey era desordenado con unas cuantas casas y una escuelita rural a medio armar. Los enfermos se atendían en sus lechos y se sanaban con medicina verde, mucho cocimiento y las manos sabias de los haitianos que curaban cualquier tipo de enfermedad. Los habitantes de este pueblito solo salían de acá cuando iban al otro mundo. A los muertos se les llevaba a enterrar a Vertientes, un pueblo con plaza, iglesia y cementerio. Era la ocasión que aprovechaban algunos para pasear y salir de los surcos de caña y del olor de los caballos cerreros. Aunque los viejos preferían quedarse. Decían que allí había mucho espacio y libertad para andar perdiendo el tiempo en calles y pueblos cuadrados donde todos andaban apurados.

Como no había mucho que hacer pensé que era el momento para pedirle a mi tío que me llevara a conocer a mis primos negros, pues vivían no lejos de allí, en el batey colindante, algo así como ocho kilómetros. Yo sabía que en la familia había cierto recelo. “cosas de matemáticas”- decían- “Que Elio estaba en Rusia cuando la haitiana quedó embarazada, que las mujeres sabemos de cuentas.” Mami, por otro lado, decía que aunque bien negritos eran, tenían facciones finas y un dejo de familia indiscutible. Pero mi tío dijo estar tan ocupado con las asambleas del partido que no podría complacernos.

Llevaban tres días reunidos tratando de convencer a un guajiro porfiado para que cambiara el nombre a sus bueyes. El muy degenerado los había bautizado "Comandante" y "Mentiroso" y eso no estaba nada bien. Y el viejo no podía cambiarle los nombres porque no lo reconocerían después sus animales. Y eso también era cierto. Así que el asunto se había complicado. El pobre tío Elio estaba entre la espada y la pared, tratando de entender y dar excusas.

Mientras se fumaba un tabaco le comentaba a mi madre:
-Tú debes conocer a ese guajiro porque es más viejo que Matusalén. Tiene su terruño al lado del nuestro, desde aquí se escuchan sus voces de mando cuando los bueyes están arando: "Comandante mentiroso a la derecha, Comandante Mentiroso a la izquierda, Comandante mentiroso pa´tras" En eso se pasa el maldito día y ya ha enfurecido a dos o tres compañeros, por eso el revuelo de la reunión y tanto alboroto.

Pero ese incidente no nos atañía a nosotros. En todo el batey se respiraba tranquilidad, libertad absoluta. Nuestra visita había roto la paz, ya se notaba la algarabía, pues empezaban a llegar guajiros de todos los lados para saludar a mi madre. Alguien trajo consigo una guitarra y dio inicio al guateque. Su esencia era el contenido siempre improvisado con habilidad, jugando con versos inventados en el momento que describían personas, hechos cotidianos y acontecimientos más o menos importantes. El tío Elio solicitó le cantaran “La Yuca de Casimiro” y un guajiro sin hacerse rogar la entonó.

Continuaban las canciones y los chistes. Elio prefirió darse una vuelta por la barraca de los haitianos, sabiendo que su presencia les alimentaba el día. Los haitianos curiosamente dejaron de expresarse entre ellos en su lengua patua y comenzaron a entablar abierta conversación en el español que tanto les costaba pero que no les molestaba. De vuelta a la casa se tendió en el portal para sofocar el calor. Quería respirar la tranquilidad de la tarde.

Con la noche también llegó la música. Primero un toque de tambor, muy quedo que poco a poco fue subiendo de volumen. El ritmo abrasador sonaba africano y los cantos eran una mezcla en francés e inglés. Fuimos hasta la barraca a presenciar el espectáculo. No había nadie sentado. Los cuerpos que de día parecían estar cansados, disfrutaban del baile a plenitud, los más viejos se agolpaban alrededor del chivo asado. Se repartía ron de caña para los adultos y guarapo para los chicos.

María Antonia también había colaborado trayendo una panetela cubierta de chocolate. Nunca entendí qué estaban celebrando pero vi a mi madre y a mi tío Elio susurrar con los ojos cerrados agradeciendo a la Comisión Vencedora Africana por nuestra protección. De ese modo todos se acercaban a su Dios, recibían el perdón de sus pecados y se contactaban con los que ya se habían ido. En resumen, recibían la fuerza del espíritu santo, fuerzas para afrontar las dificultades. El privilegio de comunicarse con los muertos lo compartían con los blancos y el ritual era fraternidad y amor. Sus ritos respondían simplemente a alguna extraña inspiración ancestral donde solo el que participaba era capaz de entender lo que estaba pasando. Quedamos sobrecogidos e impresionados y nos fuimos a dormir tranquilos pero llenos de dudas.

Al día siguiente cuando el sol aún no salía nos despertó el cuchicheo de adultos y el tintinear de jarritos metálicos que venía desde la cocina. Había un aroma a café criollo y casabe tostado a la orilla del carbón vegetal. Mi tío ya estaba en pie. Se había levantado gracias al olfato característico de los campesinos, pues allí no había reloj despertador. Los gallos cantaban y el caballo cansado de seguir atado debajo de la mata de mango a relinches vivos reclamaba por su montura. Desde la cama escuché a mi tío gritar a su mujer al partir:
“Mata una gallina, pon frijoles negros a ablandar y pídeles a los haitianos que le traigan a los niños marañones y mamoncillos maduros”.

Me incorporé en la cama y fui a la ventana para verlo cabalgar. Marchaba con una gracia irrepetible en su caballo. Partió erguido y orgulloso a inspeccionar los campos de caña. Yo lo seguí con la vista hasta que desapareció entre la línea del ferrocarril y el cañaveral.

Vi pasar la cañera, ese tren interminable que transportaba la caña desde el centro de acopio hasta el central azucarero, vagones y vagones repletos de caña que desde la ventana parecían pura paja. El maquinista iba saludando a su paso y averiguando si alguien quería viajar para aminorar la marcha sin llegar a parar. Alguien trotó a caballo más rápido que el tren y le alcanzó un papel. Correspondencia para la ciudad. El día se nos hacía agua entre tantas novedades, juegos y carreras, entre el ir y venir al corral para alimentar a los puercos. Las pausas se hacían solo para almorzar o merendar.

De Rusia, me hubiera gustado escuchar más a través de mi tío Elio. Solo un abrigo de piel de oso que entones olía a orine de gato, con pequeñas manchas, que no era café sino mierda de gallinas, y una cámara fotográfica, daban fe de su larga estadía en Moscú. Nadie creería que ese inocente jinete habría viajado tan lejos y supo de fríos intensos y escuchó y habló lenguas raras. Su viaje había quedado en la maleta del olvido, no hubo más recuerdos, ni angustias ni histerias. Descubrió que había un mundo distinto sin carencias, donde todos eran iguales. Pero, ¿acaso alcanzó a llevar a la práctica lo vivido?. Arbitraria su vida, me pareció.

El guajiro que aquí anda a caballo, estuvo en el Kremlin, visitó el Mausoleo de Lenin, jugó con la nieve que se esparcía por la Plaza Roja y permaneció tanto como el frío le permitió frente a la tumba de Stalin, “Este si era un tipo encojonado”- afirmaba. Nos contó que había andado con una rusa. “Esa si son mujeres lindas, pero con una peste del carajo. Ya entiendo por qué hay tantos desodorantes y colonias finas en las tiendas- y agregaba después de una pausa- porque nadie las compra”. “ Y no se imaginan el tren rápido por debajo de la tierra con más de veinte vagones. Se mueven a la velocidad de un cohete. Yo ya ni me acuerdo de las letras vueltas al revés, porque todo se escribe distinto, ni de los ascensores, ni del gusto del Vodka y el Champagne ruso. Pero todo fue bonito.” Todo duró para él lo mismo que un verano ruso, brillante pero demasiado corto como para hacerlo eterno. Fue una historia enterrada, como una tormenta que no deja huella.

A la luz de una lámpara China, fruto de los primeros pasos de colaboración con los asiáticos, mi madre y mi tío Elio compartían las maravillas que estaba haciendo la Revolución. Elio relataba feliz que las metas se estaban cumpliendo, los campos se habían ido poco a poco llenando de alzadoras, tractores y maquinaria inimaginable traídos desde la lejana Rusia. Ese año habría mayor productividad, se auguraba una zafra exitosa. Por su parte María Rabassa comentaba sobre los logros en la ciudad para incorporar a las mujeres al nuevo sistema. Aparecían los primeros círculos infantiles para las madres trabajadoras facilitando así triplicar su jornada: Jornada doméstica, jornada laboral y jornada comunitaria. Sin llegar a abandonar los menesteres del hogar y las obligaciones para con su marido e hijos, las mujeres cargaban con nuevas responsabilidades.

-Yo, por ejemplo, trabajo en una embotelladora de Ron cerca de la casa – acentuaba mi madre- sin percibir salario alguno, que conste. Colaboro en los planteles educacionales, soy trabajadora social y participo activamente en desenvolvimiento de los Comité de Defensa de la Revolución, voy cada domingo al trabajo voluntario y marcho con las mujeres de la federación.

Expresar sus opiniones con talento se convirtió en su mayor virtud. La capacidad de trasmitir ideas a través de la palabra era el sello de su éxito. Era una época intensa y vertiginosa muy prometedora para la mujer, pero para María Antonia ese camino aún era intransitable. Al menos eso pensaba Elio. Su labor era la casa donde aún había mucho quehacer. Para ocuparse y servir a la revolución bastaba con él, que para eso era hombre instruido, fornido y responsable.

María Rabasa entendió que el ambiente empezaba a ponerse monótono, que no haría cambiar a su hermano de parecer, que en la ciudad la esperaban arduas tareas, y en el Comité una agenda apretada por resolver. Ella, que gustaba de la variedad, decidía empacar. No teníamos claro como sería el regreso pero eso no era impedimento alguno para emprender la partida.

-“Elio, ya aparecerá algún alma buena que se apiade de nosotros. La caridad es lo que sobra por estos lugares".

Lo mismo opinaba el tío Elio, quien sin intentar retenerla quedaba aletargado entre el humo de su tabaco, las confusas reflexiones acerca del verdadero rol de la mujer y su eterna revolución.

Fin