CORREO ELECTRONICO

martes, 23 de diciembre de 2014

"Navidad"





"Navidad"



Para Emelina Montes de Oca esta Navidad no será diferente. Sabe que unos enfrentaran el evento con recogimiento y espiritualidad, en cambio otros, con desmedido alboroto y ambiente de festividad. Está más que convencida de que La Habana no será distinta aunque el gobierno haya despenalizado el dólar y aceptado con remilgos la reunión familiar en esta fecha en particular, porque digan lo digan, para los de arriba, la religión seguirá siendo "el opio de los pueblos".

Ella, este veinticuatro de diciembre, madrugó como de costumbre, como si fuese una eterna necesidad. Se tomó su taza de café con leche y un pancito añejo roseado con almíbar casera hecha de canela y clavo de olor. Antes de salir de casa, echó en su cartera de mano dos javitas adicionales por si el destino le preparaba un alegrón. Desde la mañana anduvo de cola en cola buscando algo contundente o al menos un par de plátanos para salcochar. Recorrió los tristes y a la vez célebres puestecitos de la calle G, en la barriada del Vedado. La suerte la acompañó esta vez y viró a casa con yuca, guayabas y un pedacito de puerco que inmediatamente puso a cocer en el fogón. Luego, con una parsimonia inaudita escogió el arroz que le dieron en la bodega, grano a grano, porque no podía darse el lujo de despilfarrar la cuota del mes. A las dos de la tarde ya estaba almorzando. Confirmó la hora cuando se detuvo en el desvencijado reloj de péndulo que aún cuelga en su pared y sacó la cuenta de que para entonces su hija debería estar cenando con su familia. En España ya era de noche y se imaginó a sus nietos corriendo alrededor de algún árbol de navidad, lo mismo que ella haría setenta años atrás cuando sus padres la llamaban para acomodar a Melchor, Gaspar y Baltasar en al arbolito navideño confeccionado con un limón cualquiera del patio y blanquísimo algodón natural.

Pero su otro hijo, allá en California, estaría por despertar. "Unos van delante y otros irremediablemente detrás"-pensó mientras contaba con sus dedos fuertes aún, pero marchitos, la diferencia horaria que los separaba desde tantos años ya. Espera que la distancia no constituya pasado y olvido.

Ansiosa esperaba las llamadas. Quería ser partícipe de esa experiencia surrealista donde cada cual habla por su lado como queriendo deshacerse de sus contenidos importantes en forma compulsiva, en ocasiones con recriminaciones y resentimientos: "Ya casi no me llamas". Estaba convencida que el teléfono podría sonar en cualquier momento llenando la sala, su entorno, su alma con algarabía y ansiedad. Se atropellarían los diálogos apurados y el "¿tú me oyes bien?" se repetiría varias veces y entorpecería la fluidez de la conversación. Pero eso era lo de menos siempre y cuando se entrelazaran sus voces, sus risas, llantos y emociones. Y después de colgar se sentiría más liviana y al día siguiente mientras marcara en cualquier interminable cola de esta ciudad, llenaría a sus contertulios con verdades e invenciones propias de su estado emocional y natural.
Invadida por ese estado ansioso, se inventó muchas tareas durante la tarde y trató con cosas simples de esquivar el teléfono y su maldito auricular que no sonaba. Zurció unas medias, llenó los candiles de keroseno ante un eventual apagón, sacudió con detenimiento los péndulos del reloj, dio de comer por tercera vez al tomeguín, regó tantas veces las plantas que por poco las llega a ahogar. Buscó aparente estabilidad en los rincones y observó con detenimiento cada objeto heteróclito de los tantos que adornan su amplio zaguán. Ya caída la noche más fresca y tropical, cenó sola en calma pero sin paz. Después de fregar platos y ollas y acomodar dos o tres tarecos en la alacena se acomodó en su balance con vista al mar, se balanceó ininterrumpidamente y solo hizo una pausa obligada cuando el tocadiscos dejó de sonar, cambiando el longplay por otro lleno de boleros que ya había desempolvado con anterioridad.

Entrada la medianoche, vencida por el cansancio, se fue a acostar pensando que el amor se juzga por los resultados y no por las buenas intenciones. Miró por última vez con deje suplicante al mudo aparato que se negaba a sonar. Se fue a su habitación con pasos lentos. Apagó la luz de la lamparita de noche, sacándose las chinelas se tendió en posición de alerta en la cama.

Emelina Montes de Oca, tratando de evitar la soledad de esta cotidianidad, no sabía si culpar su situación al eterno embargo económico, a la dejadez de sus hijos, o a la precariedad de las comunicaciones en Cuba. Acurrucada en la almohada y rodeada por la penumbra y el silencio, rezó un "Padre Nuestro" y se echó a llorar.


Fin
Dic 2014

viernes, 14 de noviembre de 2014

"Mariposa-Flor Nacional"









"Mariposa-Flor Nacional"


A Celia también se le veía con su Mariposa o caña de ámbar en la oreja, como se le denomina a la orquídea, nuestra flor nacional. Ella no pudo estar errada cuando entregó todo a la causa, tendiendo puentes donde fluían los diálogos, buscando respuestas a tantas preguntas truncas en ese entonces, regalando bondad entre tanto desatino institucional y obrero. Muchos años después, otras mujeres, que en blanco impecable se pasean por las calles de mi gran ciudad, buscan con su blancura transparente un aliento de esperanza que mitigue su cruda realidad. Y hacen de su color, como orquídeas mañaneras, el flanco de atención, por sus albos pétalos símbolo de idealismo y rebeldía. Esta planta herbácea tiene rizomas subterráneos, profundos, inquietos como las dudas de estas fervientes señoras, su espiga de más de un metro de largo marca los pasos agigantados pero sin apuro que dan al caminar. Como racimos de flores perfumadas, las Damas de blanco se pasean en silencio proclamando su verdad por las calles adoquinadas de mi gran Habana, la moderna cosmopolita y la turística colonial.


Las orquídeas son de ambiente templado y las hay en la India y en Vietnam, pero en esta isla verde de Celia y de otras mujeres valientes, cobran importancia mayor y singular. No en vano se adaptan a cualquier condición, a la inclemencia del tiempo, a la humedad, a los desvaríos del destino, a la implacable adversidad. Se regocijan con los sueños, con registros de hechos puros y duros, frustración y temor, restricciones y esfuerzos colectivos. Esta flor es y será símbolo de los adictos y detractores de un régimen autoritario que pretende ser eterno y voraz.

Comentario: "Mariposa", Hedychum coronarium Koenig de la familia de Zingiberáceas. Flor nacional de Cuba.

Escrito en Chile en 2009 como homenaje a las Damas de blanco.

martes, 28 de octubre de 2014

"Conexión intrínseca"




"Conexión intrínseca"


Todos mis pensamientos se transforman en minúsculas estrellas suspendidas en el firmamento. Unas lejanas, otras tintineando muy cerca. Imaginablemente bebo sorbos de agua trasparente de tu fresco y genuino tinajón. Veo tu boca, tus ojos, tu piel morena y ardo en deseo de tumbarme apaciblemente sobre tu cálida arena, que será también libre cuando Dios lo quiera. Mientras eso suceda, tú seguirás sofocada entre el mar de adoquines que te llevan al malecón y sus otras riveras, y yo, andaré con pasos de extranjero entre el tumulto impetuoso y desbordado que termina en la cordillera, ambos, soportando los golpes que nos impuso el sistema.

Volveré a abrazarte, cuando entiendan que no fui tu enemigo por el solo hecho de haber preferido amarte desde afuera. Volveré a tenerte cuando me dejen estar de tu lado contemplando las palmeras, y las olas que nos separan dejen de ser minas o cerco amurallado.

Entonces la distancia entre nosotros dejará de ser infinita. Pero si por causas del destino, o si por alguna otra razón trataras tú, tierra querida, de olvidarme, moriría yo irremediablemente de pena.


Fin

miércoles, 10 de septiembre de 2014

"Santa Cruz del Sur"

"Santa Cruz del Sur"


"Y cuando llegue el momento de mi último viaje,
me quedaran fuerzas para recordar,
su luz, sus olores, sus parajes".



De Santa Cruz del Sur siempre he estado pendiente. Sé que los parientes viajan una vez al año a La Habana a verse con el médico y de paso, llevan a los niños de una y otra generación al famoso Parque Lenin, que cada vez tiene menos juegos de esparcimientos y más hierbas y pastos.

Yo, la última vez que estuve por Santa Cruz, fue cuando convencimos a mi padre, muy enfermo entonces, que viajáramos a ver a la parentela. Ya nos habían dicho en el hospital que la enfermedad de papi no tenía vuelta atrás, que mejor lo mandaban para la casa para que pasara sus últimos días en paz, si paz se puede llamar el estar desahuciado en una cama, comiendo papilla y cagando calzoncillos. Él siempre tuvo presente el bichito del reencuentro con el pasado, así que aprovechando una tarea que el Partido le había encomendado a Antonio, el esposo de Marlene, nos embarcamos todos.

Fue un viaje bastante agradable. Para él lleno de memorias y emociones, porque recordaba con nitidez cada esquina y detalle. Papi, en los años sesenta y pico, dejó de ir a Santa Cruz. Varias razones se dieron entonces. El deterioro económico del país fue hundiendo el balneario, hasta que desapareció todo, arena, muelles, bares, restaurantes. Sus amigos, con los que acostumbraba a viajar, poco a poco se fueron de Cuba. Unos por la vía legal, otros en balsas. Con las nuevas amistades, surgieron otras necesidades y aparecieron al mismo tiempo, otros lugares de esparcimiento. Primero las playitas serenas de Nuevitas, posteriormente renacía Santa Lucía, dejando definitivamente atrás a Santa Cruz.

Qué emoción cruzar el puente de hierro con su ágil corriente rumbo al mar. “Santa Cruz va y viene permanentemente a mí”- dijo papi, cuando sintió el vaivén del auto al atravesar el puente sobre los tablones carcomidos y desgastados por el tiempo.” Aquí pasé los mejores años de mi vida con tu madre y ustedes, que eran chiquiticos” .

Al frente, allá a lo lejos, estaba el famoso tanque rojo de agua que anunciaba que allí debía haber un caserío o un pueblo. Mi papá decía que pudo llegar a ser ciudad según sus cálculos. Comentó que el pueblo se había fundado allá por el año veintiocho del siglo pasado, en el banco de arena que entonces estaba ocupado por ranchos de pescadores. Gracias a la actividad pesquera y la gran fauna marina, de a poquito fue convirtiéndose en unos de los puertos más importantes de la zona. Vertiginosamente, aparecieron muelles, almacenes, aduanas, correos, iglesias, escuelas y oficinas. Paralelamente, empezaron los cálculos para construir el tramo de ferrocarril entre Camagüey y los viales por los que pasa, hasta hoy día, tanto tren cargado de caña rumbo al central Santa Martha. Cuando mi abuelo, Manolo Rodríguez, que era oriental, se trasladó a vivir definitivamente a Camagüey con mi padre y mi tío, que eran dos muchachitos entonces, Santa Cruz ya era muy popular.

Santa Cruz se divide desde siempre en pueblo y playa. El pueblo, con sus casitas de mampostería y algunas edificaciones más suntuosas, de dos pisos, que pertenecieron a la gente de dinero. Hoy no viven los Avallí, ni los Carreras. Desde sus balcones cuelgan letreros como Impromex, Mintrans.

La casa que conocimos de chicos como terminal de ómnibus, ya no existe, pero debo reconocer en honor a la verdad, que construyeron una más amplia y cómoda junto a la línea del ferrocarril a unas cuadras de la también desaparecida estación. Ahora están ambas en una. Según nos comentaban los parientes, el fluido de transporte es el mismo, la guagua de la mañana, la del mediodía y la de la noche. Vimos mucha gente sentada con sus bártulos, como siempre, esperando que aparezca algo.

El pueblo ha crecido bastante, pero igual se recorre en cinco minutos. Luego la carretera que atraviesa el playazo amplio y cristalino hasta topar con la cruz blanca frente al mar, que recuerda el año treinta y dos cuando el ciclón arrasó la ciudad. Como quien llega a una T, la carretera se abre en dos para cubrir toda la playa. Volteamos a la izquierda rumbo a la casa de mi tía Emelina. Mi papá gritaba con un entusiasmo propio de niño: “La iglesia, ¡Ay! que está destruida”. Luego, la capitanía, el parquecito donde estaba el televisor del pueblo bajo llave, el balneario, o lo que quedaba de él, el frigorífico, La Mambisa.

La casa de mi tía Emelina sigue tal cual como la conocí de niño , quizás con algunos huecos de más en sus tablones de madera que dejan entrar la luz natural. En el patio estaba la familia acarreando ollas y calderos con agua caliente para pelar el puerco que yacía muerto sobre el mismo mesón de antaño. Al parecer, acá el período especial se siente menos. Del ranchón colgaban huevas de carey, ristras de ajo y cebolla. Las mujeres escogían los frijoles y el arroz para preparar el congrís, otras pelaban yucas y papas en cantidades nunca vistas en La Habana.

Detrás del ranchón, la casetica del excusado que se ha movido más veces que cumpleaños celebrados. Cada vez que remueven la tierra cavando un hoyo, se encuentran osamentas que datan del treinta y dos. No basta con las historias que cuentan los abuelos. Estos hallazgos son material de apoyo a la memoria , evidenciando la desgracia de aquel ciclón que arrasó con todo. Sin embargo, los lugareños no están atados al pasado, se les ve alegre con esa forma peculiar de transmitir y expresarse. Así sigue este terruño bañado en sal y arenas poco claras.

La casucha embrujada, al lado de la casa de la tía Emelina, que nos servía para crear historias de misterio y terror, ya no está. En su lugar se alza una casa nueva y espaciosa, habitada por uno de nuestros antiguos compañeros de juegos. No me se el nombre, no lo recuerdo. A la vuelta, la caseta sin paredes con techo alto de guano. Sentados en cuclillas estaban los viejos. No creo que los mismos de antes, pero sí la misma estampa y el mismo trabajo. Tejían sus redes y otros enseres de pesca, en total silencio, con la vista fija solo en sus manos.

Por ese sendero antes llegábamos atravesando el manglar hasta el playazo, ahora hay muchas casitas modestas que, poco a poco, han ido conformando el “pueblito mocho”. Allí mi primo, Marden, conocido con el apodo de “El negro” levantó con mucho esfuerzo su casa. Se casó hace tiempo y tiene sus propios vejigos.

Después de almuerzo, fuimos hasta el muelle para ver llegar la lanchita de Manzanillo que religiosamente hace este viaje todos los viernes. Al lado estaba una lancha langostera llamada Guayabal. Rebobiné treinta años atrás y saqué de mi memoria las historias que el tío Pitito nos contaba, dando muestras de su erudición: “que esa zona fue poblada por mano de obra empleada que vino de Haití, Jamaica y de regiones próximas como Trinidad y Manzanillo. También se contaron libaneses, gallegos y chinos. Los inmigrantes trajeron costumbres y tradiciones”. En Guayabal se ubica aún la primera terminal de azúcar a granel construida en el país y también hay establecimientos pesqueros, exportadores de langostas, almejas y pescado. Pero en realidad no se habla de ese pueblo. Guayabal, al parecer, dejó de existir. Ese nombre llegó a nuestras vidas gracias a las andanzas de mi tío Pitito. Así fue por mucho tiempo, hasta que él tuvo que tomar la decisión entre irse a instalar allá por más sueldo o renunciar al trabajo y buscar otro en Santa Cruz, junto a su familia. Se vino de vuelta y hoy está, al lado de mi tía Blanca, disfrutando de la jubilación y criando nietos.

Mis primos, aquellos con los que jugaba en nuestra infancia y adolescencia, son hombres y mujeres hechos y derechos. Juan Andrés es dirigente sindicalista del municipio. Luis, se desempeña como médico. Marilyn con sus botas proletarias corre cada mañana al combinado pesquero donde trabaja, al igual que su madre, tejiendo redes y sueños. Daisy Pineda, también echó raíces cerca de las tias santacruceñas. Casada, con hijos que pronto le darán nietos, se le ve apacible, disfrutando de la estabilidad y tranquilidad que le ofrece este pequeño pueblo.

Santa Cruz se hizo muy presente en este encuentro, breve pero intenso. Bastó un día para recorrer con la memoria el pasado que sigue estando bastante presente. Nos volvimos antes que anocheciera, para evadir los mosquitos, que esos sí se han hecho permanentes.


FIN

Comentario: Homenaje al pueblo de mi infancia.


viernes, 15 de agosto de 2014

“Mi tía Dora”



“Mi tía Dora”





¡Tengo hambre!. Qué no daría ahora por comerme un pan con croquetas de palos. Las famosas “Pasadores” que se pegaban al cielo de la boca y que nadie nunca pudo saber a ciencia cierta de qué estaban hechas. Con el tiempo desaparecieron y sólo cuando nos dimos cuenta de su ausencia empezamos a añorarlas. Nadie sabe lo que tiene hasta que no lo pierde. Ahora que menciono las croquetas me acuerdo de mi tía de Bayamo, la persona que más las disfrutaba. Si, la tía Dora, la misma que tantas horas nos dedicó y tantos cuentos me contó mientras se balanceaba en el portal de esta casa con la penca en la mano.

Por eso voy a centrarme en mi tía Dora que está más vieja, con más pellejo y menos carne, pero con la misma energía, la misma forma de actuar y de decir porque esa sí que no tiene pelos en la lengua. Yo creo que los viejos tienen una gran ventaja. Perdieron el miedo de expresar sus divergencias o diferencias con el sistema, porque en su calidad de jubilados, ya no influye lo que opinen para encontrar un buen empleo. Y si hablan mucho lo más que puede alegar el Comité es que son unos viejos de mierda y punto.

Ella alegaba por todo, pero nunca se quedaba sentada esperando. La tía Dora se las ingeniaba para hacer andar una radio del año de Matusalén. Con las hojitas de las íntimas y unos conos de cartón hacía lindas muñecas de papel, y los desechos de cables los convertía en aretes, el último grito de la moda. Se instalaba en casa para sus temporadas de vacaciones que no eran cortas porque de ella se sabía cuándo llegaba pero no por cuánto tiempo. Cuando los negocios empezaban a andar no tan bien como ella esperaba recogía la maleta y se iba a la terminal sin rumbo fijo pero con la convicción de que regresaría cuando tuviera en mano un nuevo proyecto. Qué no inventaba con sus manos y su ingenio. Se ponía a cantar en la acera para palear el calor de la tarde y a pelear con los personajes de las novelas radiales si el libreto no satisfacía sus necesidades e interés. Que si llovía, ahí estaba Dora encaramada en el techo buscando los agujeros por donde se escurría el agua hasta las habitaciones “cogiendo las goteras”, acarreando cubos de cementos y mezcla que sólo ella sabía inventar. Que si se tupía el inodoro, se arremangaba la camisa, porque blusa no llevaba, y a empujones con la perfidia del taco más allá de lo que uno alcanza a ver por el tragante de la tubería, lograba que el agua volviera a correr. Ella rompía aquí, arreglaba allá. Y no sólo eso; como era buena para las películas, se mandaba las colas de cinco y seis horas sin chistar, porque ella era de esas que se llevaba el termo de café para la fila y una sillita plegable y ya está.

Cuando exhibieron la película española de Julio Iglesias, que yo pude ver en estreno con María Tato, Dora se empeñó en que volviéramos a verla con ella, por tanto, estuvo marcando durante tres días, peleando su derecho y el nuestro que sólo aparecimos al último momento cuando ya estaban compradas las entradas. Después cuando entramos a la sala y no había asientos metió el escándalo del siglo y prometió hablar con el Cuadro del Partido Provincial si no le garantizaban sus asientos. Bueno ante tanto alboroto terminamos sentados en los mejores puestos. Nunca antes había coincidido el título de la película con nuestra realidad. “La vida sigue igual”

Yo y mis primas lo pasábamos bien, también los mayores aunque ellos se quejaran de vez en vez, porque según sus propias conclusiones, Dora comía mucho y hablaba ininterrumpidamente y estas dos cosas son defectos en nuestra sociedad. Cuando dejó de venir se le echó de menos.

Hoy día Dora está postrada pero lúcida. Sigue siendo polémica, elocuente, controvertida, imaginativa, diligente, enérgica. Le gusta el diálogo pero siempre termina siendo un monólogo porque en su coloquio se finge la conversación, ella habla y ella responde. Si no hay personas a su alrededor se contenta con el perro y la lumbre. Así la conocí y así ha seguido siendo. Los años han mermado su movilidad pero no su entusiasmo que espera la acompañe hasta su último aliento, incitando a los más jóvenes, que también estamos viejos, a que no seamos complacientes, a que alcemos nuestras voces, a que denunciemos lo que vemos, a que luchemos por algo más digno porque esto definitivamente ya no tiene arreglo.


FIN

lunes, 21 de julio de 2014

“Un fuerte NO”




“Un fuerte NO”


Rompen furiosas las olas el malecón habanero. Van desmoronando poco a poco su aparente vigorosa estructura. Un poco de viento, algo de ingenio, mucho coraje y corazón ayudan a un grupo de jóvenes que ven en un trozo de bravo mar la ventana de escape hacia el allá distinto y prometedor. Se transformaron en gigantes juntando trastes, desechos, mezclando chatarra, templando acero para hacer que la balsa-camión los lance lejos. Del fondo de la noche aparece una luz que les acompaña en su revuelo durante la larga travesía y el desvelo. Al cabo de las horas, a sesenta kilómetros de una orilla estadounidense, son interceptados por la guardia costera norteamericana. Aunque las olas se entrelazan turquesadas y complacientes, para ellos ya no tienen gracia. No quieren ver el consabido desenlace; aprietan sus dientes, se retuercen por dentro y se enfrentan a la verdad ahogando en sus gargantas un fuerte NO.


Los guardacostas no querrán ser parte de sus sueños. Serán devueltos sin trámites ni demora al país de origen. Entonces, en suelo patrio, tras las rejas, escucharán como el Gobierno Revolucionario contaminará la noticia sin reconocer que iba en la balsa un médico, un pintor, un mecánico, un electricista, un dentista, un barbero. A todos los catalogará de desafectos, de escoria, de fugaz inmundicia, de abominables enemigos del pueblo.


Mientras tanto, en una maltrecha esquina, bajo las luminarias de un típico cartel “Patria o Muerte“, seguirán rezando frente al Atlántico muchas madres por ellos.

FIN


lunes, 30 de junio de 2014

"Tras los recuerdos”



"Tras los recuerdos”

Cada vuelta a su isla le reporta una cuota importante de desgaste. Al menos así piensa Ofelia. Con cada viaje tiene que regresar irremediablemente al pasado, volver a ver las cortinas desechas, las grietas en las paredes de la que fue su casa, palpar los clavos oxidados que alguna vez sostuvieron cuadros y fotos que ya no están, volver a mirarse con dificultad en el espejo sin azogue del baño dañado por el paso del tiempo, volver a escuchar la gotera cuando llueve, volver a ahorrar jabón y agua a la hora de bañarse, fingir que ya no come carne para que alcance más para el resto, interpretar el apagón nocturno, cuando La Habana se queda en tinieblas, como un episodio fortuito y simpático, ensalzar las bondades del mismo sistema que en su momento la ahogó para no ser descortés ni entrar en vanas discusiones que estropeen los lazos afectivos con los suyos.

Mientras se ducha para sacarse el cansancio de un largo viaje, se le vienen encima los olores a moho, mezclados con aroma a comino y laurel, fragancias que logran empalagarla. Desde afuera se cuelan por las rendijas la música bullanguera y el alboroto propio del barrio que le provocan más nostalgia y confusión. Se agolpan en su lúcida mente los diálogos de los vivos y los muertos. Cubre sus arrugas de mujer sexagenaria con cremas que solo se ven en el país que la acogió hace más de veinte años, allá al otro lado del océano. Se observa a sí misma como cualquier pintor que escudriña la evolución de su insipiente pintura; y se pregunta por qué insiste en volver si ya no pertenece a este lugar. Constata que la dulzura de su gente no ha sido borrada y que se contrapone a las calamidades de la cotidianidad de sus vidas. Estoicamente todos asumen el presente sin importar cómo será el mañana.

Ofelia toma un cigarrillo y sale a la terraza donde todo reverdece y donde más notorio fermenta el verano. Aspira profundo. En sus ojos relumbra un brillo distinto que no se puede confirmar si será producto de la emoción, la alegría o la pena. Presta atención al movimiento y los ruidos de la calle. No quiere mirar hacia atrás para evitar las ventanas destruidas, la adusta decoración de la fachada, pero delante de ella no es distinto el panorama. Se centra entonces más allá, en ese mar multicolor con sus olas misteriosas y benévolas, en sus frescas y altas palmeras, en su permanente amor y desamor por esta tierra que de vez en vez la obliga a regresar.


FIN

viernes, 9 de mayo de 2014

“Fuster, Colorido y Pasión”

“Fuster, Colorido y Pasión”


Estoy de visita en La Habana, tratando de abarcar con la mirada todo lo que me perderé durante un par de años más. Se centra mi atención en el poblado de Jaimanitas, que limita al Este con las márgenes del río que lleva su nombre y por el Norte con el Estrecho de la Florida, cerca de los repartos con nombres precolombinos Siboney y Atabey. He ido hasta allí buscando a un amigo del que solo recuerdo vagamente su dirección y su pasión, al igual que su padre, por la cerámica y el arte en general.

Alguna vez escuché que José Fuster se había establecido en esta comunidad playera, allá por el setenta y pico. Me consta que con mucho esfuerzo y dedicación, sofocado por las intensas horas de calor frente al horno, creó y creó sin cejar hasta conquistar primero al barrio, luego al mundo con su peculiar arte de encantar. Sus inquietudes las traspasó a Alex, su hijo, con quien mantuve una estrecha amistad, y a quien he venido hoy a visitar. Grata y descomunal sorpresa me llevo al percatarme que todo el barrio lleva el indiscutible sello de los Fuster. Entre tanta pintura y escultura es difícil reconocer su morada. La otrora típica casa de playa con su pequeño taller, se ha abierto y extendido a toda la vecindad y amenaza con tomarse el mar.

La aceptación cada vez mayor de su obra estableció paulatinamente la necesidad de ampliar las capacidades y objetivos iniciales del minúsculo tallercito. Ambos han enriquecido su andar en aras de dar respuestas a las nuevas exigencias, pero sin olvidar jamás su comunidad, que hoy disfruta de su obra en fachadas y techumbres, aquí y allá. Oleos, maquetas y cerámicas, no enjauladas en museos, sino expuestas al universo, acariciadas por la brisa del Caribe con sabor a sal, de frente a cada ciudadano de jeans o guayabera, sin ideologías a cuestas, porque a la hora de apreciar el buen arte, da igual.

Evidentemente, acá el escaso espacio temporal de lo efímero se transforma en patrimonio de una colectividad. Palmas, gallos multicolores, animales de corral, bohíos de tabla y guano y guajiros de machete a caballo alborotan el lugar. De todo lo anterior se desprende y emana el sentido de pertenencia, la aceptación y el reconocimiento, por parte de la comunidad, de la obra de Fuster insertada ya como un hecho sin precedentes en la historia de la plástica nacional.
Jaimanitas siempre estará de fiesta deslumbrando a nacionales y extranjeros, que han llegado como yo, para adentrarse tras el arte de Fuster, al mundo de lo genuinamente caribeño y tropical.

La Habana, Cuba



lunes, 21 de abril de 2014

“Los zapaticos carmelitas”












“Los zapaticos carmelitas”


El instinto de tener algo siempre presente la traicionó. Y viajamos entre otros souvenires a esta otra parte del mundo. ¿Te das cuenta que no ha sido fácil?. De vez en vez, generalmente después de cada invierno cuando arreglan el closet y él vuelve a descubrir que no nos ocupa y además, lo más tragicómico, cuando se percata que nunca nos ha ocupado, vacila en desecharnos para siempre. Es ahí cuando me entran escalofríos. Por suerte aparece ella alegando que tenemos historia, mintiéndole a él y a sí misma para conservarnos a cualquier precio.

“Es un recuerdo”- expresa con convicción.

Instintivamente está respondiendo a las ataduras del ayer. Y él sin inmutarse dice que ya volverán algún día a esa isla, después que pase esta crisis que tiene a muchos españoles haciendo filas en busca de empleos. Que mientras se arregle la cosa económica podrán seguir yendo a ese bar bohemio de la esquina donde de repente se encuentran con cubanos disidentes llenos de historias, algarabía, canciones y boleros cebolleros.

“O te compro un disco de Pablito Milanés, o si prefieres te preparo un ron con la yerba buena que crece en el balcón”. Y ella sigue ordenando su armario y mirando sin ver porque está muy lejos. Y él no entenderá nada por mucho que se esfuerce en agradar a su mujer. “Ahí está la ausencia difusa pero permanente”-Suspira ella.

Y mientras el marido escarba cajones y mulle cojines ella se refugia en el pasado, recuerda que esos zapatos los compró por ciento veinte pesos que en ese entonces era un tercio del salario de cualquier cubano común y corriente, una suma por lo demás considerable. Los zapatos estaban relucientes en la vitrina de las pocas tiendas que pertenecían al denominado mercado paralelo. Paralelo a qué, ella nunca lo supo, tampoco ellos, los isleños, que se enfrentaban a una de las crisis más crudas por las que habían tenido que atravesar durante todos esos años de revolución. Recuerda que visitó varias de esas tiendecitas sin entender realmente el precio y las colas y tanto cubano alborotado por adquirir productos tan caros de dudosa calidad.

Mientras su tierno marido se deleitaba con alguna palmera, que eran muchas, y cada flor, ella acompañaba cada guiño, cada gesto del guía de turismo. Fue allí en Cienfuegos, una ciudad varada en el tiempo, repleta de iglesias sin culto, plazas sin toros y paseos llenos de niños de rostros felices, almidonados y pulcros vistiendo rojas pañoletas, ajenos al ajetreo cotidiano de los adultos que se empujaban aquí o allá en cualquier cola para lograr comprar algo, donde sintió la necesidad de contar con algo que le recordara a ese joven, del cual se había prendado sin necesidad aparente.

El joven guía contó sus ahorritos y se dispuso a entrar a la tienda de calzado. Ella en lugar de seguir a la masa de turistas rumbo a la plaza central y aguardar sentada bajo cualquier frondoso árbol, prefirió continuar su aventura mañanera. Siguió tras el guía negro, alto, fornido, de finas y exóticas facciones con blanca guayabera y dialogo dulzón de corte caribeño, que la había embrujado. No se contuvo y compró los mismos zapatos color marrón que el encantador guía había escogido para sí, so pretexto de que a su esposo le gustaría llevar a España algún recuerdo de este lujurioso y tempestivo viaje. El marido nunca entendió nada.

El guía y ella, ambos, salían cada uno con iguales zapatos del lugar. Afuera el tumulto de gente se agolpaba para ver como apresaban a un borracho por decir en voz alta que en Cuba había hambre. El borracho se aferraba a su lata vacía de cerveza “Bucanero” que le servía para beber y al mismo tiempo para recibir su limosna, y ellos, estupefactos, a sus respectivas cajas de zapatos.
Y ella incrédula ante la acción de la policía, volvió su mirada donde el grupo de pioneros comunistas, porque en esas sonrisas estaba la vida celebrada y bendecida. Y cuando llegó donde el marido y le tendió el paquete, éste no le agradeció. Y lo más terrible y peor aún, él nunca entendió nada.

-¡Ay chico, yo no recordaba tanto! -comentó el zapato derecho.
-Para eso estoy acá, a tu lado, para refrescarte la memoria y escarbar en el pasado-acentuó el izquierdo.
-Entonces nosotros seguiremos en este triste y lúgubre desván eternamente.
-Y nos lustrarán de cuando en cuando, por lo menos ella, cuando quiera volver a recordar la voz del guía cuando decía “¡Al fin tengo los zapaticos carmelitas que desee tanto!”.

FIN





Comentario: Foto "Par de Zapatos" de Vincente Van Gogh

domingo, 2 de marzo de 2014

JJ







"J.J"
(Joel el Jinetero)



Joel, en aquel entonces, era la única persona en toda la isla, que decía las cosas por su nombre y quien a muchos con sus comentarios espontáneos había hecho aterrizar. Cuando alguien alguna vez lo increpó porque no le parecía bien eso de que anduviera detrás de las turistas para pasarla mejor, para que le invitaran a tomar un par de cervezas o un trago que después se convertirían en varios, le hizo saber que él hacía lo mismitico que otros, o sea las enamoraba, les coqueteaba con sus diminutos trajes de baño que dejaba muy poco a la imaginación femenina, y las enloquecía con la magia de blanco salvaje, porque en Cuba, es bueno aclarar, no solo viven negros, por exótico y raro que parezca.

En la difícil coyuntura del período especial, Joel introdujo en nuestra sociedad socialista el concepto de balance estructural de las finanzas sobre la base del jineterismo, que no es otra cosa que andar detrás de las pálidas pero exuberantes europeas y cándidas latinoamericanas, que están siempre dispuestas a apoyar el régimen desde cualquier ángulo sin importar el precio.

Rubias o trigueñas lo invitaban a la disco, y él que se conocía todo Varadero con sus movidas, prometía una noche iracunda y versátil. Una vez me dijo que yo hacía lo mismo, solo que a mi me respaldaba un documento de guía profesional, varios idiomas y muchos contactos oficiales; en cambio él se movía underground con su inglés de bachillerato y su ruso aprendido por televisión con esmero y tesón con la ilustre profesora Sonia Bravo.

Joel a sus 26 años tenía un empleo de modelo que no le alcanzaba más que para la buena facha, ésta, exaltada por su metro noventa de estatura, su esbeltez, su blanco peculiar, barnizado por los rayos del Caribe; “a golpe de tantas horas en las paradas” - decía él. De vez en vez lo contrataban en un hotel de la península para animar fiestas o desfiles de moda criolla, ropa que al fin de cuentas nadie compraba porque evidentemente era de mala calidad. Sin importar el esmero y dedicación de modistos de renombre nacional, las máquinas, los hilos y los tejidos no podían competir con la moda internacional. El resto del tiempo lo dedicaba al jineteo cotidiano y calculador. Y ese trabajito de pasarela mal pagado le servía de una u otra forma para neutralizar las suspicacias que despertaban sus atuendos y las jabas cargaditas de comida que llevaba los domingo a su hogar, en la mañana si, porque en la noche había que trabajar.


Sus padres que vivían en un pueblito de cuyo nombre el mismo no quería acordarse, situado al sur de Varadero, juraban que a Joel le iba de maravilla como modelo porque todo lo que traía a casa desde la mantequilla hasta las cajitas de mermelada de tamarindo y guayaba eran producto de su sano trabajo en las pasarelas, cuando en realidad todo, o casi todo, era fruto de lo que ustedes se imaginan y que por decoro no puedo aquí detallar.

Se le veía rondar por la playa bajo el sol esplendido para los bañistas, implacable para los isleños, con una grabadora con audífonos de última generación con música de Maná y Mecano. Colgado al hombro con estilo particular, un saquito con un short y una botellita de “Dorador” que él enriquecía con unas gotas de gasolina y un poquito de mantequilla, para lograr y mantener el bronceado ideal. En mente llevaba siempre la respuesta oportuna ante la acción de control de la autoridad, que eventualmente podría consultarle qué hacía por esos lares sin rumbo aparente. Su ingenio superaba la realidad.

Su personalidad lo convertía en un favorito del enclave del divertimiento. Despertaba confianza y empatía y ahogaba sus sueños frustrados con momentos inolvidables y sublimes. De día se divertía en la playa nadando, corriendo, escudriñando alguna mirada que no fuera casual. De noche daba rienda suelta a su incansable vitalidad juvenil.


Joel jugaba con las turistas a quererlas, ellas se lo comían a besos, mientras él las endulzaba con piropos caribeños y rígidos destellos de su cuerpo sano, joven y regio. Comía, bebía y entregaba a plenitud su ser tornando las noches en nada, y aunque despertaba cada amanecer con unos cuantos dólares, intentaba encontrar el norte que arrebataba el brillo a su madurez desaliñada. Nadie nunca entenderá su tiempo, su espacio, mucho menos su lema profesional “Lo que no mata, fuerza te da”.

Lo embrujó el amor, el placer, la moneda convertible, la economía nacional.


Y así anduvo de playa en playa, de mar en mar, hasta que logró empatarse con una mexicana que lo sacó del país y lo portó como trofeo de guerra a otra nueva dimensión.




Fin
Varadero 1998

Comentario.Este cuento se lo dedico a Cristopher Soto y a Macarena Donoso porque aunque entiendan y aborden el tema de distintos ángulos, saben respetar mis ideas socio-políticas y culturales respecto de la situación cubana. 

domingo, 2 de febrero de 2014

"FRIJOLES NEGROS"





“FRIJOLES NEGROS”

Quizás estés llorando al recordarme. Quizás pueda trasmitirte con el pensamiento que estoy preparando tu plato favorito “Potaje de frijoles negros”. Desde chicos nos acostumbraste a saborearlos y disfrutarlos, por eso quiero escaparme con esta receta y sus aliños antes de que la tarde caiga y el frío intenso se apodere de Santiago matando mis sueños y ansiedades. Allá es verano, acá invierno, sucio, lánguido y atormentador. Anoche, antes de acurrucarme en mi cama y dedicarte mi último pensamiento, dejé remojando los porotos, así los llaman por estos lares. Ahora, en un sartén con aceite, acabo de sofreír la cebolla picada, el ajo machacado, el ají en trocitos, la hoja de laurel, el orégano, comino y pimienta. Luego añadí el sofrito a los frijoles, agregándoles una cucharada de sal. Mientras escucho un bolero y me tomo un Cuba Libre, dejo que mis frijolitos hiervan a fuego lento. Yo sé que en mi lugar tú hubieses añadido esa mezcla tradicional de vinagre, azúcar prieta y una copa de vino. Pero ya ves que sin querer he cambiado con el tiempo de aspecto, recetas y acento. Aunque cuando me has abrazado, una vez cada dos años, has notado en mí el mismo entusiasmo, la misma bondad, la misma fuerza. Con esas mismas ganas disfrutaré más tarde estos “porotos” y créeme que cuando ya te hayas ido, pedazo de mi vida, te he de recordar siempre, pero siempre, con un plato de frijoles negros.



Fin

viernes, 31 de enero de 2014

“La Habana me quedó chiquita”






“La Habana me quedó chiquita”


Como a las ocho y pico terminé de ahogar mis ansias en la bañadera, desempolvé la guayabera que guardo para las grandes ocasiones, saqué el tabaquito que solo llevo en la solapa para el paripé y me fui a celebrar de lo lindo a un evento organizado por cubanos y para cubanos. No era en Playa ni en Miramar, pero desde la esquina del recinto ya se escuchaban acordes que desentonaban con el silencio rotundo del Ñuñoa tradicional. Le di la espalda a ese paisaje donde no abundan palmeras ni ruge furioso el mar, para mezclarme con la estruendosa algarabía derrochada por la emoción y contaminación espontánea que provoca la emigración.
Para los conocidos, un apretón fuerte y un pensamiento latente “Coño Chico”. Para los desconocidos el mismo abrazo furtivo y la pregunta de rigor: ¿Cuándo llegaste de allá?, acompañado de un dolorcito que se mueve entre el centro del estómago y el medio del corazón. Y si te enteras que alguien está por volver le arrojas:-“Cojones, que suerte la tuya”; porque te parece que ya huele a tierra y fango, traspira por si solo aroma de café y cañaveral.
Entre diálogos cruzados y una verborrea furiosa mezcla de ruso, chileno, cubano y hasta alemán, cada cual vomita su pedazo de historia, o lo que le gusta recordar, porque no hay espacios para reflexiones ni temas concretos, aquí se han reunido o mejor dicho nos han convocado para vacilar y evadir lo calamitoso que se nos puede tornar vivir eternamente de este otro lado del mar. Compartí buen rato con Juan Andrés, un bibliotecario aficionado que cerró su modesta, pero útil sala de lectura en Luyanó, cuando el peso del hostigamiento y las continuas amenazas fueron más fuertes que su interés literario. Estaba Alberto el militar, pero no el de la poesía de José Marti porque ese no se arrancó en balsa, ni vino a parar a acá. Albertico dejó atrás su título de "Licenciado en Marxismo Leninismo y Economía Socialista" para administrar un local de comida rápida que lo ha hecho además de enriquecerse, engordar. Una mulata me saludó efusivamente sin dejar su meneo tradicional. Movía caderas al compás de una canción: “Porque La Habana me quedó chiquita”, mientras otros coreaban al unísono con inusitado fervor. Era Anita la enfermera, junto a Antonia que no hacía más que recordar a su legendario samovar que no pudo traerse de la isla. Conocí a Julián el ingeniero, a Camilo el traductor, al negro Ignacio que hace gimnasia en un club deportivo y alborota a las santiaguinas cada domingo en uno de los tantos cerros de esta gran ciudad. Mientras unos bailaban y otros gritaban, pasaban vertiginosamente bandejas con croqueticas cubanas que no se encontraran en todo Chile, ensaladas de coditos y Cuba Libre pero con Coca Cola de verdad. Después degusté una pasta de pollo espectacular, que me hizo recordar esa que preparaba mi madre todos los fines de semana para picotear antes que nos pillara el evento que llegó para quedarse, conocido como período especial. Compartí con Yudisleidy, una rubia muy dotada con vestimenta exquisita y voraz curiosidad por saber quién era este o el otro y cómo vino a parar a este lugar tan distinto a lo nuestro. También yo reflexionaba mientras reía, comía y bailaba.
Por años nos hicieron creer que todo el que salía de Cuba era escoria, pero veo a mí alrededor gente noble, amable, dicharachera, distinguida, espontánea, genial. Todos en etapa de recuperación, sin odios porque el resentimiento no nos devolverá los años perdidos. Unos se ven plenos con sus viejas parejas, otros con sus medias naranjas chilenas, cosechando retoños mixtos, tratando de hacer de la estabilidad actual, causa duradera y equilibrada. Todos cambian poco a poco sus viejos hábitos, maduran, se vuelven más íntegros. Nadie se desalienta por el esfuerzo que constituye insertarse en un país extraño, en esta cultura diferente, ni por la distancia, por el contrario, luchan por asentarse, por ser reconocidos como gente de bien. No hay rigidez ni soberbia porque hemos aprendido a resolver las necesidades con humildad como ningún otro lo hubiese hecho.
Madrugué entre tragos y son. Cuando volví a casa me tumbé en la cama a pensar. Acorralado por los recuerdos, repasé imágenes de mis padres y mi hermana y de mi otro añorado rincón. Después de rezar un "Padre Nuestro", apagué la lamparita de noche y terminé con un pensamiento de nuestro apóstol nacional: “Cuando los pueblos emigran, los gobernantes sobran”

Fin
Comentarios: Mis agradecimientos a Norge y Adonis.
Santiago de Chile 2009