CORREO ELECTRONICO

lunes, 25 de agosto de 2008

"Vadim Kornilov y la Perestroika"

Vadim Kornilov y la Perestroika


Vadim se proponía demostrar públicamente con su corte de pelo y sus mechones de diferentes colores que la Perestroika no era pura consigna. Gorbachov había prometido cambios radicales y el hecho de que un joven con ideas futuristas y estrafalaria vestimenta, cuyo aspecto distaba del ya conocido mundo del Komsomol (Komunisticheski Soyus Molodioshi) pudiera viajar al extranjero, era una muestra fehaciente de la apertura soviética. Atrás quedaba Leningrado sumido en un invierno crudo y tenaz, tratando de encontrar, en este ir y venir de nuevas ideas, su verdadero rumbo.

La Unión Soviética se movía a su antojo y no todos apoyaban el giro. Dentro del grupo muchos tildaban a Vadim de seudo capitalista y trataban de alejarse de él. Yo por el contrario, atraído por el evidente cambio me acerqué, hicimos buenas migas y juntos, entre largas charlas acompañadas de tragos de ron y vodka, tratábamos de descifrar este entuerto.

Me contaba que era miembro de un grupo rockero muy conocido en Leningrado y quería que yo le ayudase a descubrir algunos sonidos que podría incorporar al repertorio de su grupo. Así visitamos muchos lugares nocturnos preferentemente aquellos donde la música tradicional cubana era la reina. Pero creo que nunca logró captar nuestra melodía pues para él un son o un merengue era lo mismo y salía a bailar lleno de entusiasmo, dando la sensación que estaba poseído por un alma diabólica o vivía una convulsión después de un golpe eléctrico. Siempre la pasó bien y no faltó la oportunidad de que terminara enredado en los brazos de una mulata quien trataba que con sus movimientos de caderas el ruso entrara en órbita. Tarea algo difícil.

Por las mañanas, bien temprano, recorríamos el litoral costero desde el hotel Ancón hasta el final de la península. La vista era sensacional, con un cielo que había dejado de estar estrellado un par de horas antes para convertirse y fundirse en un azul majestuoso que competía con el color del mar. Casi recostadas en el horizonte se mecían lentamente unas cuantas nubes que a medida que avanzara el día definitivamente desaparecerían mar adentro llevadas por el viento calmo y cálido. Potenciando la gracia de cualquier mañana costera aleteaban pequeñas aves en manadas y un sinnúmero de pelícanos, quienes curiosos llegaban a posarse bastante cerca de uno.

A veces llegábamos a bordear la península para así divisar a lo lejos el pueblito y puerto de Casilda con su acostumbrado ajetreo matinal de barquitos de pescadores. También se observaba la falda de la sierra con sus caminos angostos que llegaban a perderse entre los bosques verdes que arropaban toda la cordillera del Escambray. Fue en una de esas caminatas por la orilla de la playa cuando nos topamos con un lugareño que venía de vuelta con sus enseres de pesca y un morral lleno de caracoles y corales. No eran más allá de las ocho de la mañana porque más tarde la zona bullía de gente caminando, trotando o nadando. El sol ya estaba encima, hacía calor y el agua estaba tibia, pero los turistas bajaban a desayunar a las nueve y sólo después se acomodaban en las tumbonas dispuestas para ellos a orillas de mar.

El lugareño se detuvo a conversar o mejor dicho a intercambiar frases y especies. Nunca estaba de más tomar precauciones frente a desconocidos pero la isla en general inspiraba siempre confianza y seguridad. Era habitual que pescadores o habitantes de la zona contactasen a los rusos para hacer trueques. En un ir y venir de gestos amigables se intercambiaban anteojos, binoculares, frutas y artesanía. Generalmente el cambio favorecía a los turistas, pues los cubanos se conformaban con poco y no pedían más que artículos de aseo o medallas de guerra que los rusos portaban por kilos.

Vadim me había comentado que su deseo mayor era llevarse a Leningrado de vuelta alguna especia marina disecada, algo así como estrellas, cangrejos o caracolas. En las tiendas para turistas estaban al alcance solo de los más adinerados, por eso sus expectativas eran escasas.

Esa mañana el pescador traía consigo una tortuga disecada digna de ser exhibida en un museo. A pesar de que se percató que estábamos con las manos vacías insistió en el trueque. Podríamos ir al hotel por algo pero eso significaba perdida de tiempo. También, de repente podría aparecer de la nada un guardia de seguridad de los tantos que se paseaban tras las dunas espantando a los traficantes para frustrar el comercio ilícito. Sin mucho preámbulo y viendo que a Vadim se le salían los ojos ante el tamaño nada despreciable y belleza sin igual de la tortuga, el pescador propuso intercambiarla por el diminuto traje de baño que él portaba.

Realmente era una ganga. Vadim se resistía a perder aquella oportunidad. Pero, ¿cómo lo hacía si solo llevaba una camiseta blanca para cubrirse los hombros del sol y su traje de baño para cubrir sus partes íntimas?

Me miró buscando ayuda:- ¿Qué hacemos?
Yo sabía que los rusos nunca habían sido tan pudorosos. Las rusas fueron las primeras en imponer el topless en las playas cubanas y cuando se pasaban de trago hasta los más castos se despojaban de todas sus vestimentas. Era común encontrar un fondillo blanco flotando en las piscinas o en sillas de playas, ver cuerpos desnudos procurando acaparar todo el sol del caribe para llevarse de vuelta un bronceado estupendo y matar de envidia a los que en al otro lado del Atlántico tiritaban de frío.

“Hagamos una cosa”-le dije- “entrégale el traje de baño y regresemos al hotel de inmediato. Si vemos venir a alguien nos metemos en el agua. Por ahora trata que la camiseta te cubra un poco más abajo del ombligo, de lo contrario se te va a quemar el péndulo”.

Vadim se largó a reír y sin mucho que resolver se sacó su traje de baño que enjuagó en la orilla para sacarle un poco de arena y entregarlo medianamente limpio a su nuevo dueño. Acto seguido se apropió de su bella tortuga y partimos raudos de vuelta antes que la playa se fuese llenando de turistas mañaneros. A esta hora, tan temprano, no sería nada anormal ver a un ruso en pelotas, porque en iguales condiciones yacían acostados en la arena tres o cuatro de otras nacionalidades, que después de la desaforada rumba nocturna perdieron memoria y ropa a la misma vez.

Dos húngaras que conocimos la noche anterior en el bar del hotel, estaban sumergidas en el mar hasta la cintura con las manos ocupadas con vasos plásticos llenos de tragos y sus prominentes y maduros senos al aire. Aprovechaban la marea baja para incursionar en las piscinas naturales que formaban las barreras coralinas. No habían olas y el agua cristalina reflejaba un color verde turquesa. Ambas nos saludaban efusivamente e invitaban en su lengua magyar a unírseles. Comenzaban la semana con una inyección de adrenalina donde el único esfuerzo físico era bailar y nadar.

Desde un balcón una pareja miraba el espectáculo, mientras un grupo pequeño de turistas llenos de bártulos, accedían al largo muelle de madera, camino al catamarán que los llevaría a pescar. Más que a pescar, van a disfrutar de la cristalinidad de las aguas mar adentro, con arrecifes cubiertos de coloridas algas y esponjas gigantes. Con ayuda de un instructor algunos podrían bucear.

Cuando estuvimos frente al hotel, subí a mi habitación por otro traje de baño para Vadim. Por los pasillos ya andaban las pulcras camareras ordenando sus típicos carritos de aseo. La mole de concreto con vidrios trasparentes comenzaba poco a poco a despertar.

La tortuga de Vadim por varios días fue trofeo y admiración de todo el grupo. Cuando viajábamos de una ciudad a otra reservaba un asiento para su tortuguita garantizando de esa forma que no se estropeara. Pero no duró mucho su entusiasmo. Antojóse luego de una radio grabadora japonesa pero como no contaba con la suma de dinero suficiente, vendió su tortuga por el doble de su precio a otro compañero de viaje. Se moría de la risa relatando lo bien que había resultado el trueque y lo caro que al final se había tornado su traje de baño adquirido a precio ínfimo en una liquidación en los grandes almacenes leningradenses. En lugar de la tortuga viajaba ahora la radio. Compró varios casetes vírgenes que hizo grabar con melodías cubanas para mostrar a sus compañeros del grupo musical una vez llegara a su ciudad natal. De los veintiún días que duró el recorrido turístico, él mismo relataba que en la primera semana era impensable separarse del traje de baño, la segunda semana estuvo acompañado de la muda tortuga y la tercera fue la radio quien ocupo su felicidad.

Pasó la aduana cubana sin problema alguno. Con su radio sobre el hombro me hacía señales de júbilo desde lejos cuando atravesaba la sala de embarque.

Meses más tarde me escribió contándome la odisea final de su trofeo y me tocó compartir la frustración cuando me relato que al llegar a Moscú los aduaneros requisaron su radio por no llevar permisos oficiales y por tratarse además de un equipo de origen occidental. La tortuga sin embargo, por ser un objeto legítimamente cubano logró pasar pero ya tenía entonces otro dueño.

La Perestroika no había madurado lo suficiente y Vadim por ello perdía traje de baño, tortuga y radio.

Fin
Comentario: Leningrado, meses después de escrito este cuento, pasó a llamarse San Petersburgo.