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martes, 10 de marzo de 2009

"Cuando el viento cambia el rumbo del velero"


Cuando el viento cambia el rumbo del velero.

Hilda es la menor de seis hermanas. Ella y dos más trabajan en el Combinado Pesquero, la fábrica procesadora de mariscos y el frigorífico junto al espigón del muelle mayor Santacruceño. Las tres están casadas, por tanto llevan sus propias vidas llenas de sueños y tribulaciones, encantos que comparten cada mañana frente a los casilleros mientras cambian sus indumentarias. La armazón de concreto que tienen por puesto de trabajo y las largas jornadas, las une durante gran parte del día. Están todas felices por la suerte que tuvieron al escoger sus maridos; todas menos Hilda, que disfraza su infelicidad, para no dañar a sus hermanas, con historias largas e incomprensibles.

Ahora de noche tumbada en la cama se da cuenta que ya es tarde para contarles, pero sabrán perdonarla. Algo nuevo ocupaba sus pensamientos, algo muy importante rondaba su cabeza y aunque al parecer dormitaba, no había hecho más que revolverse en la almohada sudorosa y húmeda, tejiendo futuro y distancia.
“Esta lloviendo a cántaros y eso que meteorología había prometido calma“-se da vuelta en la cama- “Mejor es guiarse por el olfato de los pescadores, ellos si saben de quietud y diluvios“.
La humedad reinante y los treinta y ocho grados de calor a esta hora de la madrugada obligan a descubrir totalmente los cuerpos en busca de alguna tierna brisa. El mosquitero deja traslucir los destellos de tantos rayos y relámpagos. Esta noche se le viene encima el resumen local y global de su existencia cuyo desenlace involucrará a muchos de los seres queridos. Las imágenes no la dejan pegar los ojos y aunque todo se le enreda hay algo que tiene muy claro. La relación con su marido se ha tornado demasiado compleja, crucial, y por tanto ha dejado de ser definitivamente importante.

Los vecinos de al lado todavía juegan dominó. Hilda sabe que hay electricidad porque escuchan la radio a todo volumen, como si fuesen las doce del día. Aprovecha este instante para desviar la atención y procurar quedarse dormida. ”Mañana será un día difícil y tengo que estar bien lúcida”. La algarabía continua tras la pared justo en la cabecera de su cama; cuando los vecinos dejan de gritar y cesa un poco el entusiasmo se escucha una canción “Creo que no es vida esta que yo vivo”. Hilda aguza el oído y siente un retorcijón de estómago. “Ay Pablito, cómo se te ocurre cantar estas cosas justo ahora. Prefiero contentarme con los sapos y ranas del jardín. Melodía sin letra, eso es lo que necesito“. Las paredes y repisas se le han hecho chicas porque deambulan apretadas las páginas y el recuerdo de aquellos años felices, diez o más, o quien sabe si menos o, ¿a lo mejor nunca llegaron a ser tan buenos?.

Desde hace un tiempo a la fecha se ha dado cuenta que su marido ya no es el mismo que conoció, él no podía seguirle los pasos. Víctor Manuel, sumido en los asuntos de la oficina allá en el Astillero descuidó de su joven mujer. Los veinte años que siempre tuvo de más ahora se hacían notar con demasiado evidencia y pasó a ser, en lugar de marido, un tierno abuelo, cálido, intelectual, discreto. Se sucedieron crisis que sólo ellos conocieron, sin contarles a los demás para evitar que otros intervinieran, para eludir cualquier cuestionamiento.

Hilda con todo el entusiasmo revolucionario, con tantas ideas nuevas en la cabeza y tanto embrollo feminista no dudo en actuar en su favor cuando el corazón dejó de sentir, porque ella seguía siendo joven, romántica, conquistadora, seductora por excelencia. En las noches se despertaba con colores en la cabeza pero sin motivos en el cuerpo. Al lado yacía otra persona, un ser más gordo, más viejo, más deteriorado, inerte, desnudo, sin atractivo alguno. Nada, absolutamente nada despertaba su apetito sexual. “Se nos murió la vida” se decía para sí misma enjuagando las lágrimas sobre la almohada.

Es obvio que la cuesta no se puede subir con una rueda ponchada, se necesitan ambas ruedas, la delantera y la trasera, ambas en buenas condiciones, de lo contrario no hay marcha. Esto de retener, encantar y aguantar ya no le va a Hilda quien se ha apagado en el intento y cuando la fuerza de Cupido la llame su corazón palpitará de lleno pero por otro, eso lo tiene claro.
Hilda ha escuchado que la infidelidad es una experiencia agotadora. Se describe groseramente como un acto salvaje y desproporcionado pero es un hecho donde participan más que dos, con sus razones, sus culpas y sus sueños. ¿Pero quién fue el tercero en su caso?

Recuerda días atrás cuando conoció a aquel joven camionero en el andén de carga de la fábrica. Primero descubrió su mirada que la manoseaba con deseo a través del espejo retrovisor, luego cuando él se bajó del camión, Hilda entendió que estaba ante la presencia de un macho, de esos que revuelven la sangre y encandilan la vista a distancia. No hubo palabras porque ella enmudeció y hasta se le quemó la palma de la mano cuando olvidó soltar el trozo de hielo que asía con fuerzas de puro nervio.

El joven del camión la despertó y la hizo sentir viva, aunque no le habló en ese instante, la llenó de fantasías. Los bríos de sus ríos internos pedían más que afecto y se desbordaban con esa fuerza propia de una mujer que busca sexo lleno de luna y sol. Dos o tres breves encuentros tras los carros repletos de pescado y hielo la hechizaron.

“Ha llegado la oportunidad de refrescar mi corazón con este tempestivo romance”, no ha dudado en pensar. Ella es una exploradora del mundo y en Felipe, nombre que conocerá posteriormente ha visto una oportunidad magnífica, con él y para él podría extrapolarse, soltar las amarras y lanzarse a toda marcha por una vía nueva.

Sin reflexiones mayores, sin importar el desenlace, sin dedicar mucho espacio a sus retoños porque está pendiente del presente continuo, del instante que la hará feliz, se ha propuesto continuar con esta locura. Se ha cansado de ser la mujer perfecta porque cada contacto le exigía más y más. Ella se ha dado el lujo de permitirse pequeñas manchas porque ya no cree en esa frase aprendida de memoria en los círculos de mujeres “Sólo en el equilibrio está la virtud”. Justo por querer mantener esa equidad se ha adentrado desde hace mucho en la rutina y se salió del triángulo virtuoso tratando de ser siempre la misma mujer consciente y competente. Cayó sin darse cuenta en la mediocridad de la palabra “Rutina sin T” que es la ruina de todo ser, se apagó por tanto la emoción y la motivación que antes le acompañaba. Ya no se cree “la caña de España” versátil, permanentemente condicionada para actuar bien, “que esta vida, coño, es más que planchar, cocinar y fingir“.

Ya se da cuenta que el trabajo de poco le sirve, ha aterrizado y ha encontrado el norte nuevamente. Fueron breves sus diálogos con este joven, luego varios roces y algunos paréntesis más encendidos. Confía plenamente en las ofertas tentadoras del camionero, que no ha prometido más que amor, no ha buscado consejos ni en amigos ni en las hermanas porque la podrían malinterpretar y sepultar. Sabe que esta relación traerá un enfrentamiento obligatorio con sus parientes cercanos, un grado de resistencia a tolerar lo inadecuado según sus patrones de vida y las huellas que siguen estos lugareños, por eso prefiere bajar el ritmo eufórico y callar hasta que la distancia y el tiempo fortalezcan sus necesidades y decisiones. Hilda ha innovando eventos inesperados y transformadores porque evidentemente según su punto de vista y las circunstancias no se puede ser libre sin huir. Siente que ha recuperado el control sobre su vida. Antes mintió como pudo, para salvarse y triunfar, ahora rehará su vida a su antojo.

Porque ese hombre se ha convertido en el macho que despierta su fervor femenino, joven y galopante, y se le ha olvidado la dignidad. Esa palabra que comparten otros porque ella entiende por dignidad ser feliz y vivir a plenitud su cuerpo y sus placeres, disfrutar su ser con carne fresca y dura, ardiente y soberana.
Entre uno y otro pensamiento ha escampado y la aurora se aproxima. Se levanta ligera de la cama sin mirar al lado para que la realidad no le devuelva el espanto. Toma una ducha ligera, deja dispuesta la mesa para el desayuno y sale como de costumbre rumbo al Combinado.

A las siete y pico, cuando la sirena empieza a sonar, Hilda llega a la fábrica con su inusual desplante. Lleva blusa estampada con colores fuertes como ella misma, pantalón ajustado a la cintura y ceñido a los glúteos para enmarcar sus contornos bien definidos. Las zapatillas que luego cambiará por botas proletarias la hacen andar más ligera. Va sensualmente maquillada para espantar de su rostro el suplicio de la madrugada y el desvelo. Con la hoja de albahaca que se ha colocado en el lado superior de la oreja izquierda se siente más protegida, la Comisión Vencedora Africana está de su lado, de lo contrario mucho tiempo atrás, la hubiese desviado del tema en el que hoy se encuentra involucrada. En toda ella predomina el verde, ropa, zapatos, adornos y no por casualidad sino porque con él se asía a la esperanza.
Las hermanas mientras visten sus atuendos de mortales obreras intercambian palabras. Hoy la han notado más despierta y comunicativa y más tarde aunque están a casi cincuenta metros de distancia divididas por una larga estera que se desplaza lentamente al igual que la vida de este pueblo, se le ha oído reír y cantar toda la mañana. De repente ensimismadas en el ruido de las máquinas dejaron de escuchar su risa y chistes pero sin intuir que sería para siempre.
El ejército de mujeres que trabajaba en el combinado no sospechaba remotamente de sus ideas preconcebidas durante esa larga noche mientras el agua azotaba al pueblo y la tormenta amenazaba con hundir algunos veleros.

El encanto del pueblo se rompió de repente al notar su ausencia. El aire se fue enviciando con el transcurso de las horas, no hubo tiempo para merendar ni para darse un chapuzón en la playa en esta tarde calurosa de Mayo. Todo Santa Cruz se ha volcado a las calles, no sólo las mujeres, que son muchas, también los pescadores que por única vez han dejado tiradas sus redes y amarras para lanzarse a la búsqueda.

Han ido a la Capitanía en busca de ayuda pero el único carro patrulla está de recorrido por otras zonas. El único lugar que ha quedado excluido de propuesta ha sido la pequeña iglesia de madera, aquella que fue escenario de tantas bodas, bautizos y velorios hasta que la revolución, tolerante al principio pero implacable después, con los nuevos vientos de comunismo científico y ateísmo estatal hizo espantar al cura del lugar junto con sus feligreses. Alguien igual se ha acercado atravesando la maleza y desafiando a los “comecandela”, quienes desde que el Comandante advirtió que la religión es el opio de los pueblos no se han atrevido a cruzar la cerca de madera. Un anciano ha mirado por las ranuras desvencijadas pero no ha visto más que polvo, bancos vacíos y al final, coronando el altar, un Cristo sombrío y solitario. Se persigna sin que los de allá atrás lo noten y grita con todo su aliento “No hay nadie”.
La tropa continúa en la misma dirección, compacta con el marido de Hilda a la cabeza, pero con rumbo indeciso hasta que alguien propone “A la escuela, vayamos a la escuela” No es necesario hacer el trayecto porque ya alguien que se ha adelantado, viene de vuelta con la noticia.
“Que se ha llevado a las niñas hace como una hora“
“Entonces busquemos en la casa”
Todos se dan vuelta y corriendo por la playa van en dirección a la casa. Víctor Manuel apenas se arrastra y los de adelante que no están dispuestos a esperar por el viejo, tiran de un golpe la puerta abajo. Se suman sus hermanas quienes intentan descubrir algún desorden. Todo está en su lugar, con la disposición metódica de las cosas como es su costumbre, “a lo mejor la respuesta este en el clóset”. El vacío absoluto del mueble entrega la señal definitiva. Se ha marchado.
El marido no necesita constatar y como no tiene fuerza para mirar de frente a los hombres se deja caer en el sillón del portal con la vista fija en el mar, tratando de descubrir, para olvidar, por qué el viento le cambia el rumbo a los veleros allá en lontananza.

Y mientras allá en la playa los otros comentan y sacan sus propias conclusiones, Hilda cruza el puente, el mismo que tantas otras veces ha dejado incomunicado a tantas familias de este pueblo en tiempos de ciclones y temporales.

A pesar de la lluvia de anoche el agua fluye quizás un poco más rápido pero igual transparente, sin sobrepasar el límite normal. El torrente sin mucho ruido va camino a la desembocadura para derramar su libertad en las aguas saladas del litoral.
A Hilda el puente coronado con tantos hierros de antaño cubiertos por la herrumbre propia del deterioro y la falta de mantenimiento municipal, le parece más grande y alto y no hará el menor esfuerzo por mirar hacia atrás. Sabe que si lo hace no sólo distinguirá a lo lejos el tanque rojo que provee de agua al pueblo, verá también toda su vida fragmentada y eso es justo lo que no quiere. De aquí en adelante comienza una nueva vida. Felipe sintoniza la radio y la voz cálida de Pablito se deja escuchar “dime que ya eres libre como el viento.........” Hilda Trata de tararear las pocas estrofas que conoce. Se levanta su espíritu. Con una mano ciñe fuerte el brazo de su nuevo hombre, con la otra acaricia a sus dos hijas que no entienden mucho, aparentemente pero al igual que ella empiezan a disfrutar esta aventura. Santa Marta, Camagüey y otras ciudades se le vienen encima y mientras más avanza más lejano se torna su pasado hasta hace poco presente. Se desdibuja así Santa Cruz, su historia y sus hechos.

Nació su primer varón y al año siguiente el segundo y luego el tercero y no quiso más porque ya eran cinco los hijos. Le tocó experimentar grandes cambios pero al fin y a cabo había ganado la batalla, demostró que no se tiene el camino marcado, en un instante de la recta se puede hacer un alto y si conviene se debe tomar el atajo. Víctor Manuel murió al año después de su partida, de amor, de desazón, de silencio, de soledad imperdonable, pero ella siguió inmutable, firme y más bella que antes.

FIN

Comentario: Mi tía Hilda, con setenta años ya, fue la que más disfrutó este cuento cuando lo leyò debajo de una mata de mango allá en su tierra querida.