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lunes, 25 de febrero de 2013

“Me quieren robar la identidad”

 

“Me quieren robar la identidad”

Despertamos temprano con el entusiasmo mañanero que provocan los pulcros y bullangueros pioneritos quienes en el enmarañado solar que habito van saliendo a la escuela del sector. Se suma el ruido endemoniado de los destartalados carros que transitaban vomitando humo por la céntrica calle Línea desde y rumbo al malecón.

El panorama de hoy consistía en visitar la casa de la condesa Revilla de Camargo convertida en el museo de artes decorativas, el mejor en Cuba en su especialidad. No podríamos abandonar el país sin constatar sus innumerables colecciones que demuestran la opulencia de la aristocracia cubana de mediados del siglo XX. Allí nos regocijaremos con obras de arte de alto valor artístico e histórico de los reinados de Luis XV y Napoleón III, y además con piezas orientales de los siglos XVI y XX. ¡Apurémonos!

Una breve ducha y un desayuno frugal para espantar el calor de la noche y ya estábamos listos. Con mi mujer partimos raudos por calles menos transitadas, buscando sombra bajo los añejos y copiosos árboles que con sus inmensas raíces milenarias han destruido la acera y amenazan con colarse en aleros coloniales y neoclásicos. Cada paso hacia adelante deja atrás innumerables espléndidas mansiones y otros precarios palacios donde la fatiga de material y la falta de recursos, o vaya usted a saber si de buena voluntad e ingenio, han quedado a merced de las lluvias y el implacable paso del tiempo. Desde los balcones, que es la forma en que la construcción colonial se vuelca hacia la calle buscando frescor, o desde los portales típicos de la arquitectura "contemporánea" que quedó varada entre los años treinta y cincuenta, nos llega la risa, el comentario espontaneo y el voceo cotidiano de cualquier habanero "llegó por fin el pollo de dieta" o "Juanito, averigua si hoy nos toca el picadillo de niño". "Están repartiendo pescado de viejo"-grita un mulato cuarentón a modo de pregonero para quien le quiera escuchar.

Pero hoy no nos detendremos en aclarar estas expresiones que llevan intrínseca toda una ciencia relacionada con el consumo y la escasez que padecen los cubanos, porque llevamos otro ritmo, ese distinto al cadencioso e inmutable de los habaneros.

Paralelo al jolgorio La Habana entera finge tranquilidad mezclando fantasía y realidad, dejando ver sonrisas y complacencia. Con la intensa humedad que aletarga esta ciudad se retuerce el aroma a café recién colado. Alcanzamos la calle 17. La jornada que será maratónica para nosotros es lenta para ellos. Ellos van y vienen ya temprano portando sus javitas multicolores con las mercancías que han logrado acopiar, en el lenguaje coloquial conocido como "resolver". Todavía no se han mareado marcando de cola en cola pues el día recién comienza y tendrán mucho que andar. En cambio uno quiere atesorar las horas, hacerlas eternas para acaparar toda la belleza arquitectónica que alberga esta ciudad. Al percatarnos que somos los únicos que corremos, desaceleramos la marcha.

El día anterior ya habíamos averiguado que la entrada al museo costaba cuatro dólares para extranjeros y cuatro pesos para cubanos. Pero la sorpresa fue mayúscula al llegar al lugar. Cuando me disponía a pagar cuatro dólares y cuatro pesos como indicaba la tabla de valores, la recepcionista al percatarse que yo no era un cubano “de los allí” - vaya usted a saber cómo lo supo- nos indicó que ambos, mi mujer y yo debíamos pagar en moneda convertible, “pues, usted compañero, ya no es cubano". Primero me embargó la indignación. El cambio de color de mi rostro se tuvo que haber manifestado de inmediato y un fuego interno que avanzó vertiginosamente por la venas vino después. Su comentario me paralizó por completo. Recuperado del golpe le dije “Perdóneme, pero la frase está mal articulada. Yo ya no seré compañero suyo, pero sí soy cubano, pues si se fija bien en mi pasaporte, yo estoy en Chile con un permiso de residencia que otorga el gobierno cubano, por tanto si nos apegamos a la ley nunca he abandonado la isla en forma definitiva".

Empezó el round de dimes y diretes en aras de la dignidad y los derechos de los ciudadanos. La señora trató de enmendar el error cometido al principio con su deslenguado comentario pero mientras más hablaba más metía la pata. Se perdió en un laberinto de inéditas explicaciones y absurdas leyes invocando el modelo económico cubano que era quien determinaba la forma de pago. “De qué modelo me está hablando, del diseñado por un régimen vitalicio, totalitario y personalista?”.

La discusión no estaba centrada en si yo debía pagar en dólares sino en el hecho de que anularan mi identidad, que me despojaran de mis raíces y mis derechos como ciudadano cubano. Si estaba visitando ese museo era justamente porque lo conocía desde cuando lo visitaba en calidad de guía acompañando a soviéticos y alemanes y mi interés nacía de la necesidad espontanea de mostrar y compartir los tesoros de mi ciudad con el resto.

Todo ocurrió como si a uno la vida se le desordenara de acuerdo a un plan divino. En el diálogo, en ocasiones monólogo extraído de los textos de Marx y Engels, primaba lo ilógico e irracional. “Ustedes son los torpes, ustedes son los que están mal”- seguía pensando. Transcurrió el tiempo suficiente como para que se sumaran dos señoras una cuidadora y otra al parecer encargada del aseo por los instrumentos que portaba, una vieja escoba plástica y un cubo lleno de agua, ambas con cara de “así están las cosas”. Después el guardia de seguridad, que se había mantenido hasta entonces distante, se aproximó sin pronunciar palabra pero dejando bien claro en posición de combate como personaje salido de las teleseries venezolanas que no estaba dispuesto a tolerar frases que atentaran contra la moral socialista. La compañera hablaba del bloqueo imperialista, ese gran mito que trata de manipular la opinión pública. Porque gracias a la censura, la educación estatal y la propaganda, su régimen ha sabido mantener a la gente a raya y cuidadito del que opine diferente.

Y aunque me he acostumbrado a decir lo que pienso y siento, he aprendido a hacerlo en el momento adecuado y en la forma correcta. Traté de dominar mi impulsividad y conecté con ese yo interior que me indica lo que está oculto detrás de tanto disparate. También quería hacer entender a mi mujer, quien a esa hora del “entretenido” y denigrante espectáculo ya no quería entrar al museo, que definitivamente no era la recepcionista la culpable, era el sistema que le había enseñado que "cubano" es el que está allí, “el que se quedó con todas esas cosas” como dice la canción de Pablo Milanés o el de las jineteras de piernas largas que se prostituyen a vista y paciencia de todos pero no abandonan, porque de alguna u otra forma siguen haciendo patria.

Ceder a sus dictados y aceptar las reglas del juego tal cual estaban era una alternativa. Desvanecido el sueño preferimos abandonar el lugar. Con un nudo en la garganta y en silencio anduvimos largo rato sin rumbo aparente por las calles soleadas del Vedado, por esas avenidas verdes que no tienen dueños. Pateando las piedras de las destartaladas aceras me repetía “Todo esto está mal; porque sin importar donde viva hoy, cubano nací, soy, y moriré siendo”. Las leyes no podrán matar la Patria que llevo dentro ni anular mi verdadera identidad. Consideraré este ridículo episodio como el pago involuntario por mi ausencia. Reflexivos e introspectivos tratando de cerrar el paso al dolor nos fuimos acercando al calmo y soleado malecón habanero.

FIN



La Habana Junio de 2012