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jueves, 5 de abril de 2012

“Temprana iniciación”


“Temprana iniciación”


Juan Andrés, ha despertado ansioso y acalorado, después de un sueño que ha ocupado su larga madrugada, llevándolo al pasado, quizás veinte años atrás. Hace a un lado las blancas sábanas traspiradas, se incorpora estirando sus brazos y bebe un poco de agua que por costumbre deja en su mesa de noche. Sin calzarse ni arroparse sale a su terraza situada frente al bravo mar que baña toda la costa santacruceña. Echa una mirada a su kayak amarado al muelle en plena soledad. Respira profundo para sentir la sal y recurre al mundo de las fantasías y los eternos recuerdos. Extraña esa dicha que se fue con cualquiera de las olas que allá abajo, inquietas, irrumpen su tranquilidad dominguera. Ese sueño le ha hecho recuperar momentos de su adolescencia, lo devolvió a los brazos de una mujer que lo condujo por los caminos tiernos e inciertos de la pubertad. Revivió la pasión que en sus pechos nació, y sintió por un momento la piel de esa amante adulta, enloquecida por su perniciosa carencia, la misma que volcó en él sin riendas ni temores.
En su introspección, busca en el pasado detalles de esa relación. Divaga con sus propios pensamientos. Cree haberla descubierto cerniendo arena en la playa, cuando las tardes calurosas obligaban a todo el vecindario a refugiarse bajo los cocoteros del maltrecho malecón. Tal vez pudo haberla encontrado a la sombra de la única mata de mango que los ciclones tropicales habían dejado en pie sin estropear, mientras él practicaba su acostumbrado ejercicio de calentamiento para enfrentar la natación. Ella era una mujerona, de unos treinta y pico de años, que aparentaba mucho más, por trabajar al resistero del sol tejiendo redes de pescar. Destacaba por su desplante y movimiento singular entre las mujeres de Santa Cruz del Sur. Sus carnes eran tan apretadas como su cintura, pero todo el encanto que poseía se disipaba cuando abría la boca para hablar. No había frase que no coronara con una mala palabra. En toda la playa no existía mujer más blasfema que ella. Es probable que por eso no logró, en ese tiempo, encontrar hombre apuesto, y se vino a casar con el más viejo y feo de todo el lugar.
Unas tiernas y tímidas sonrisas fueron los secretos que ambos atesoraron y que fueron creciendo como la marea hasta concretar su ansiada necesidad. Él, sin dilatar las sensaciones, comenzó a frecuentarla por las noches en su casa, fomentando la grosera infidelidad. Generalmente después de las nueve, salía su marido a pescar. El hombre no se iba mar adentro por las precarias condiciones en que estaba su bote y su salud. Se mantenía a pocas millas de la playa al amparo de los guardacostas, quienes gracias a un farol chino que él colocaba en popa lo podían ver desde lo lejos hasta en las noches más lúgubres y apagadas. Desde la dársena los guardias lo mantenían vigilado, no porque se fuera a escapar como hacían los balseros en ese entonces, pues tenía sobrada reputación de verdadero revolucionario, sino porque la edad y la chalupa invocaban genuina preocupación en los demás.

Como esta mujer, vivía frente al malecón, dispuso la cama matrimonial justo debajo de la ventana que daba a la calle, para de ese modo poder entregarse a los placeres sexuales sin perder de vista la chalupa de su esposo. La mujer se le encaramaba y hacía el amor atenta a la luz que en lontananza le indicaba cuán ocupado estaba su marido y mientras más se balanceaba la lanchita allá a lo lejos, más se convulsionaba ella. Dilataba el deleite hasta que veía acercarse el bote y con sus movimientos de mujer madura, hacía de él, el chico más feliz de la tierra. Mientras él escondía su nariz en la axila con tufo de animal marino de la mujercita, ella le susurraba al oído frases deslenguadas perniciosas e intraducibles, que lo alborotaban más.
Un día, enfrascados en el sexo, no se dieron cuenta que ya el marido estaba en la orilla. Ella lo tiró bruscamente de la cama sin darle tiempo a calzarse, mientras que a una velocidad contrastante se preocupaba de cambiar las sábanas. Como la faena de arrastrar el bote hasta el portal y colocar los atavíos de pesca en la cochera tomaba su tiempo, logró Juan Andrés escapar por el patio. Corrió como pudo, tratando de taparse sus partes púdicas con sus pertenencias, que no eran más que un montoncito compuesto por un short, una camiseta y un par de viejas chancletas. El cubrirse el péndulo no lo hacía por pudor -recordaba- sino para evitar dejar su largo tentáculo colgado en algún alambre de púa entre las tantas cercas que tenía que enfrentar durante el trayecto. Ambas casas estaban separadas por más de cien metros, que a él le parecieron entonces, quinientos. La noche estaba tan cerrada que le costaba descifrar si delante de él veía piedras, iguanas o caimanes. Entró a su casa por la puerta de atrás que nunca se cerraba, y se dirigió directo al baño para sacarse en la ducha tanto lodazal y miedo. A pesar de todo el trajín, el susto le duró solo una semana. Cuando la rigidez de su órgano pudo más que la cordura, reanudó sus furibundos y lascivos encuentros.
Su hermano, dos años menor, a la mañana siguiente, después de cada encuentro, le consultaba cómo había resultado la embestida. Él narraba con detalles las peripecias colmadas de malicias, donde estaba siempre presente lo pecaminoso. Una mezcla de susto e incertidumbre los invadía a los dos. Es cierto que pensó alguna vez compartir las vivencias y dudas con su padre, experimentado desde siempre en el arte de amar, pero le faltó valor.

En todo Santa Cruz del Sur nadie se percató de estos encuentros. Y si alguien adivinó, mantuvo en total reserva la historia, porque pasaron los años y él siguió entreteniéndose con esa mujer en cuyas manos crecieron sus genitales y pectorales, sus pelos y su barba. La amó con inusitado frenesí hasta que otro joven con más vitalidad ocupó, por otro largo tiempo, su libidinoso lugar.

Fin
Dedicado a mi primo Juan Andrés, Camagüey, 1994