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jueves, 13 de febrero de 2020

Palabra de honor



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Palabra de honor


Se acercaba el verano del 1978. Dos hitos importantes rondaban esa fecha. Una vez cumplidos los dieciocho años podría ver películas aptas para mayores pero a la vez como se avecinaba la mayoría de edad me caería encima el proceso de reclutamiento para el servicio militar.


Yo siempre quise tener dieciocho para poder ir al cine Alcázar a ver esas películas que antes me estaban vedadas, aunque muy pronto descubriría con total desencanto que las películas prohibidas para menores no eran de contenido tan inapropiado como se suponía. Esas películas románticas, que decían mostraban escenas tentadoras impropias para chicos, no fueron novedad. Tetas más voluminosas, turgentes y mejores ya había visto; nunca suficientes, pero si bastantes. El cine era mi pasión, muy por encima de la programación televisiva. Los tiempos iban cambiando en Cuba y la televisión había ido perdiendo paulatinamente, junto con sus horas de transmisión, la seducción que siempre le caracterizó. En casa éramos adictos a las películas de Jorge Negrete y Pedro Infante, entusiasmo que fue decayendo en la medida que éstas se hacían repetitivas. Años atrás el show de Cachucha y Ramón que tanto nos entretenía había sido cancelado por el gobierno totalitario en la llamada ofensiva revolucionaria que hacía a un lado a los artistas que no simpatizaban con el régimen. Los programas dinámicos y los rostros importantes desaparecían de un momento a otro. Cachucha, su protagonista, como muchos otros terminó en el exilio y yo a falta de programas interesantes busqué refugio en el cine entre inocuas películas españolas, italianas y francesas y filmes épicos, que narraban cruentas batallas del ejército rojo durante la Gran Guerra Patria. La guerra en pantalla era pura adrenalina, pero sólo ahí, pues yo descartaba desde temprano verme en un escenario parecido. Las experiencias de tantas escuelas al campo sobre mis hombros fueron provechosas porque con ellas había aprendido a pasar frio, calor, hambre, fatiga y sed. Sí, mucha sed. Cómodamente recostado en la butaca del cine sentía como la sombra del servicio militar me perseguía. No, ¡no más penurias!


El servicio militar obligatorio entonces comenzaba a llamarse voluntario como la mayoría de las tareas en Cuba. Lo de voluntario era un eufemismo que se utilizaba para disfrazar de patriotismo y buena voluntad el envío de tropas internacionalistas a otros países. Tres años atrás había comenzado "La invasión de Cuba a Angola" como mi padre la llamaba a secas, "porque las cosas hay que decirlas por su verdadero nombre". Como siempre los dirigentes querían hacer creer al pueblo que eran las masas las que tomaban las decisiones, cuando en realidad todo estaba predeterminado desde la cúpula del poder. Como resultado de esta nueva manipulación los cubanos nos creímos el cuento de que el pueblo había decidido unánimemente tomar parte en esta guerra. En Cuba "el que no tiene de negro tiene de carabalí" por tanto nos debíamos a nuestras raíces africanas. ¿Si los jóvenes de Estados Unidos habían ido a luchar a Vietnam, porque los nuestros no podían hacerlo en otras territorios que "reclamaban" nuestra presencia?


Cuando me citaron a las oficinas del registro militar para comparecer ante la comisión de reclutamiento, mi padre se ofreció a acompañarme. Él, que nunca había simpatizado con el régimen y además con las claras intenciones de sacarme de encima el servicio, tomó la citación como un desafío. Según afirmaba aún tenía sus buenos contactos. Uno de los jefes de la comisión de reclutamiento, apodado Guayabito, se movía todavía en un Chevrolet del 51 gracias a los arreglos e inventos que prodigaban las manos habilosas de mi padre. El tráfico enmarañado y enervante de la ciudad de los años cincuenta había disminuido notablemente. Antes que aparecieran los carros rusos Ladas y Moskovich, sólo se veían autos americanos, aunque cada vez menos debido a la escasez de piezas de repuesto. De la necesidad surgió el ingenio y mi padre que siempre supo reinventarse lograba echar a andar hasta un cacharro del 1910, sustituyendo las piezas originales por otras impensables, que habían sido creadas para otro fin. Lo mismo servía un aspa de un ventilador desvencijado, una cadena oxidada del inodoro, o una simple tuerca de un tractor ruso desechado. Su pasión era la mecánica y no cejaba hasta ver rodar altivo el carro americano por las estrechas y enredadas calles camagüeyanas. Recuerdo que él siempre estaba mecaniqueando un par de carros modelo T fabricados por Ford Motor Company. Contaba que esos modelos habían llegado a Cuba a principios de siglo y habían partido con el slogan "Foot in and go". El paso del tiempo y la manera cómoda y fácil del hablar del cubano hicieron que los "Foot in and go" derivaran simplemente en Fotingo. En nuestro caso, el fotingo negro y emblemático que mi papá manejaba con su andar discreto y ruidos extraños, nos sacó de varios apremios.


En ese mismo fotingo llegamos aquel día al centro de reclutamiento cerca de la Plaza Ignacio Agramonte. Mi padre a pesar del gentío logró atravesar la amplia barrera de protocolos y necedades para contactar a su amigo Guayabito. Volvió después de un buen rato. Me dijo que todo estaba listo pero que por reglamento debía pasar estoicamente todo el proceso. Cuando detectó que yo tenía dudas del resultado enfatizó "Niño, si Guayabito no te saca el servicio de encima, se va a tener que comer las avenidas, calles y callejones a pie, él sabe quién es el único que lo saca de apuros con su máquina. Muchos favores me debe el camaján ese”. Acto seguido revisamos que la documentación estuviese en orden: Notas del bachillerato, tarjeta de vacunas, carta de recomendación del compañero de vigilancia del Comité de Defensa de la Revolución, libreta de abastecimiento para confirmar lugar de residencia, cédula de identidad, carta de ingreso a la universidad. ¡Qué retahíla! Cuando chequeó todo me dio un fuerte abrazo, como el que despide a un ser querido que va a la guerra. Mi padre era mi muro de contención. Se marchaba seguro, en cambio yo sentía que me dejaba a la buena de dios en ese mar de futuros reclutas, la mayoría de mi edad. A todos nos envolvía un aura negra que presagiaba la inevitable participación en una larga guerra en otros confines del mundo. Estábamos llenos de dudas frente a un camino pedregoso con un destino desde donde muchos no regresaban. Tiempos negros.


La espera fue eterna. A las once estaba entrando al centro, una casa amplia otrora propiedad de algún burgués, convertida en verdadero cuartel. El recinto era amplio y estaba custodiado por escuálidos reclutas que no parecían mayores que yo; y si lo eran estaban faltos de unos buenos platos de potajes de frijoles negros, esos que solo mi madre María Rabassa sabía cocinar. Nos juntaron en grupos de a diez. Un oficial recogía la documentación y nos hacía sacar toda la ropa que se juntaba en unas enormes cajas de madera. Allí terminaron sin orden alguno mis pantalones recién planchados, mis calzoncillos marca "tacasillos", de blanco impoluto sin remiendos ni huecos porque la dignidad no podía abandonarme. Allí quedaba mi camisita de guingas y los zapatos plásticos que no eran únicos porque todos o casi todos llevaban los mismos. Totalmente desnudos con la carpeta a cuestas, que no nos daba ni tan siquiera la posibilidad de tapar nuestras partes púdicas. Las carpetas que en resumen era nuestro expediente nos las pedían cada vez que pasábamos de un cubículo a otro. En cada habitáculo, más destartalado que el anterior, había un pupitre escolar y desvencijadas sillas alineadas contra la pared. En cada una de las salas había un cuadro de Fidel y una que otra consigna socialista pegada en deslucidos murales de cartón y recortes del diario Granma o la revista Bohemia.


El examen médico era riguroso, de cabeza a pie. Todos éramos revisados minuciosamente por especialistas. Para ellos vernos desnudos era algo rutinario, para nosotros era una exposición vergonzosa sin parangón. Nos sentíamos vulnerables, vigilados, observados. "Camina para allí, voltea más allá. Agáchate en cuatro patas, muestra el ano". Yo hacía todo lo que me indicaban. Me agachaba y después recuperaba la postura erguida con temor pero sin chistar. No era el fin, apenas comenzaba la función. El doctor continúo "Acércate, muestra los testículos"- . Sin mucho preámbulo me tiró de ellos y empezó a palpar en busca de nódulos, inflamaciones qué se yo. Lo más curioso es que allí no había lavamanos ni cosa parecida por tanto el verdugo, llamémosle así, a mano descubierta sin guantes, después de trajinar, sopesar y evaluar los testículos del compañero de adelante se regocijaba con los del que venía detrás. Vaya trabajito! La enfermera que le ayudaba con el papeleo nos ignoraba como si todo fuera normal. Supongo que para ella era un hecho que sucedía todos los días. Como si leyese mis pensamientos o quizás en mi cara se reflejaba pura aflicción y rabia, ella me miraba con ojos saltones al mismo tiempo que yo trataba de esquivar automáticamente su inquisitiva mirada. Ella enfática dijo "Muestra el pene". Revisaba que estuviera circuncidado o no, que estuviera aseado o no. Registraba en la carpeta las dimensiones: diámetro, largo, grosor. "Continúe" gritó. Todos bajábamos la mirada evitando lo libidinoso. Debo haber tenido el rostro rojo. Recuerdo que rezaba para que cayera allí mismo una bomba y desapareciera con ella de ese incómodo lugar.


En el cubículo siguiente: "Tosa fuerte, Respire profundo". Cada bocanada de aire húmedo me secaba la garganta. El cansancio empezaba a imponerse. Al fin nos hicieron sentar en unas sillas de aluminio un poco húmedas por el roce de tantas nalgas. Se trataba del chequeo dental. "Muestra la dentadura: no tiene esmaltes ni caries, mordida normal, dentadura en buen estado". Y yo, con las partes púdicas al aire. ¡Valor! No era el fin, faltaba el examen psicológico. Otro soldado gritaba para que avanzáramos rápido. "Vamos que no tenemos todo el día" Me dieron unos deseos de orinar de esos que se vuelven inoportunos pero hay que darles curso urgente. Sin perder la última brizna de dignidad me dirigí al baño tal como había venido al mundo, no era necesario cerrar la puerta. Bastaba con mirar al frente y poner los ojos en blanco. Ante la falta de papel y agua no había donde perder el tiempo. De vuelta del baño me sumé a la fila que esperaba por el chequeo psicológico: "Póngale el rabo al burro; complete estas expresiones; mueva las fichas claves en un tablero de ajedrez” Resumen: “Tiene buen intelecto".


Todo este riguroso chequeo que cuento en breves palabras duró más de tres horas. Y mientras tanto yo en pelotas de un lugar a otro, avergonzado porque no quería ni mirar ni que miraran. A esa edad los hombres creemos que el porcentaje de tozudez y carácter, mal o buen humor corresponde necesariamente al tamaño del pene. Percibía la vergüenza en el resto de los compañeros como acción solidaria, en las miradas huidizas de cada uno de ellos, en sus movimientos torpes, en la mudez absoluta de la mayoría y la tartamudez de insípidos diálogos de unos pocos.


Casi al finalizar, juntos en el patio nos entregaron un pan con timba, más malo que la comida que recibíamos en el comedor obrero campesino pero que a esa hora del día sabía a gloria. Lo acompañamos con un refresquito de sirope caliente en un jarrito mugriento que pasamos de mano en mano porque había uno sólo para todo el grupo. A esa hora ya no quedaba escrúpulos y el bochorno había pasado. Desprendidos de la timidez inicial empezamos recién a hacer amistades. Al poco rato otro recluta llegó con la caja llena de ropas. Retiramos nuestras prendas y nos vestimos. Yo había amarrado con los cordones de los zapatos plásticos el calzoncillo porque sabía de antemano que era la única forma de identificarlos. Manos largas hay en todas partes. Entre tantos cuerpos desnudos no se podía distinguir quién era amante de lo ajeno.


Listos. Pasamos frente a una comisión compuesta por seis militares con insignias que yo entonces no reconocía y que hoy he olvidado. El jefe que después supe era el tal Guayabito me dijo "Escuche joven. Está usted completo, un poco flaco pero bien sano. Que tenga una cadera más alta que la otra, algo así como un par de centímetros más o menos, no es inconveniente para cumplir con su deber patrio, además la trinchera también es irregular". Su comentario era como un breve chiste que no encontró coro. "Pero vemos en ti (tuteándome) un futuro muy prometedor vinculado a la carrera que comenzarás pronto. Aprende bien el idioma ruso, esa es tu tarea ahora, para que pronto seas un buen traductor militar". Y seguía discursando con consignas almibaradas y adjetivos rimbombantes, emulando a "quién tú sabes" con sus eternos discursos. La paradoja de siempre "Si anhelas la paz, prepárate para la guerra". De todo el discurso lo que retuve fue su última frase "Quedas aplazado". Con esto se cerraba aquel proceso. ¡Uf!


Salí corriendo a casa. Por el camino tarareaba una canción que desde hacía una año se escuchaba por doquier Hotel California, de una banda americana de música rock "Eagles", que por alguna razón no estaba prohibida. Con la buena noticia una cuota de alivio se cernía sobre nuestra familia. Mi mamá que apoyaba el envío de soldados a Angola, al mismo tiempo trataba de proteger a los suyos como algo sagrado, escudándose en no se sabe cuántos fatuos argumentos. Aplacó sus temores pero se sentía culpable por anteponer sus deseos personales al de la patria redentora. Mi papá estaba feliz por mí y por él. Todos festejamos. En realidad a mi padre nunca le faltaban motivos para celebrar pero esta vez evidentemente estaba muy contento por haber logrado torcer la mano al famoso Guayabito. En este juego de poder mi padre salía victorioso.


Al día siguiente apareció Guayabito en la cuadra. Mi padre estaba enfrascado en inflar y componer unas cámaras de neumático de un viejo tractor para usarlas como balsas si viajábamos a la playa el fin de semana. Guayabito entraba con paso firme al taller haciéndole el quite al balde de agua que vertía con fuerza una vecina sobre la acera. "Disculpe compañero, es que de repente empezó a llegar agua a la pilita y hay que aprovechar la ocasión". Debía ser pasado el mediodía pero antes de las dos, porque mi madre, que ya para entonces tenía un trabajo remunerado y a esa hora con puntualidad extrema venía a almorzar, aún no cruzaba el umbral.


Guayabito vestía uniforme verde olivo pero iba sin metralleta. Llegaba "de causalidad" para que mi padre le echara una manito de gato al carro que últimamente se andaba encangrejando en cualquier esquina. Después de un buen rato y exhausta revisión, mi papá sin sacarse el overol, se limpió las manos engrasadas, guardó las herramientas en un cajón especial con candado como si de un tesoro se tratase. Decía que perder una llave inglesa, un sargento o un alicate significaba nunca más recuperarlos. En Cuba todo escaseaba, ya no quedaban lugares donde abastecerse. Lo perdido, perdido quedaba. Yo estaba muy orgulloso del orden y pulcritud de mi padre, del tesón y entusiasmo que ponía en cada arreglo, de esa alegría que contagiaba. Con los dicharachos que le caracterizaban partió con Guayabito al bar de enfrente. Mi padre lo había invitado a unos traguitos de ron Puerto Príncipe. Que ese ron si era bueno, nada de chispa´etren ni Gualfarina. El barsito, nacionalizado y en franca decadencia, había olvidado la presencia de personajes elegantes y distinguidos del ayer que le frecuentaban para acoger a modestos proletarios; trabajadores del ferrocarril, empleados de destartalados almacenes que circundaban el patio de trenes, mecánicos del barrio y algunos foráneos que entraban a remojar la garganta porque no había a la redonda un puñetero lugar donde tomarse algo. Es de imaginarse que con un par de tragos allí se reía y se lloraba. Los optimistas vertían riqueza espiritual, minimizaban los problemas, hablaban en voz alta, entusiasmados. Los menos, que arrastraban evidente vació existencial se mantenían en silencio, apenas si gesticulaban. Esos volcaban en su trago la neurosis de inadaptados, mataban con el alcohol el desencanto que le provocaba el apabullante sistema socialista y la pobreza. Una vez alguien le preguntó a otro: ¿Usted ahora cuenta con menos recursos? El interpelado contestó: ¿Menos recursos dice usted? No sea eufemístico compañero, yo soy pobre así de simple. En este ir y venir la música servía para unir. El multicolor traga-níquel del bar todavía embrujaba con sus melódicas canciones de la Cuba prerrevolucionaria, la mayoría prohibidas en la radio.


La entrada de Guayabito al antro preocupó a parte de la clientela, que no lo veía por cómo era sino por lo que representaba, y ese uniforme decía mucho. Será muy buena persona pero los grados, el rango y toda esa parafernalia militar era un verdadero laxante para algunos. No hay que meterse con el poder. Él por el contrario no tenía intención de imponerse las veinticuatro horas del día. Andaba de franco. No se había sacado el uniforme porque había aprendido que en cualquier parte ese color abría puertas. Esta vez no venía en son de importunar a nadie, por el contrario quería relajarse. El ambiente se distendió cuando él y mi padre tomaron asientos en la barra y pidieron unos tragos. Cada cual siguió con su tema. Fue Guayabito quien rompió el silencio. "Tu hijo no tendrá problemas durante los próximos dos años", a lo que respondió mi padre con énfasis: "Tu carro tampoco". En ese tiempo la palabra empeñada por un hombre era más que suficiente. Aunque ideológicamente se hallaban en extremos opuestos cada uno sabía qué lo hacía ceder. Acercarse al centro de esta cuerda era incómodo pero no difícil. Un apretón de manos entre mi padre y Guayabito sellaba el importante pacto, luego siguieron charlando de nimiedades. Guayabito no apartaba la vista del fondillo de la mulata que atendía tras el mostrador. El ambiente en el local era acogedor. Mi padre golpeaba con los nudillos de los dedos el mesón siguiendo el ritmo de la música. Al mismo tiempo Guayabito hacía oídos sordos a la canción de Guillermo Portabales que rezaba "Cuando salí de Cuba......", mientras el resto entusiasmado completaba el estribillo ".....dejé enterrado mi corazón". La felicidad los embargaba a todos en esa cálida tarde camagüeyana. Y cuando la canción llegó a su final todos alzando los vasos gritaron ¡Salud, compañeros! Afuera empezaban a caer las primeras gotas de Mayo.