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sábado, 27 de junio de 2020

Somos, lo que recordamos






Somos, lo que recordamos

Siempre que vuelvo a Cuba, trato de ir desempolvando paulatinamente situaciones que rondaron el ayer. Para ello visito lugares o personas que de una u otra forma pasaron a ser parte indiscutible de esta madeja de recuerdos. Compartir el pasado me complace mucho; es como abrir un baúl con fotografías y recortes gráficos de una época, es volver a recordar a los amigos que no conservé por diferentes razones, es como revisar otra vida, viajar sin ataduras en este túnel que transitamos de manera vertiginosa.

Le he dedicado a La Habana o mejor dicho a espacios universitarios de mi juventud una tarde húmeda y con aspecto de lluvia que no precipita aún. Me muevo por el reparto Miramar no sin reparos, con la mirada acuciosa de tantos guardias de embajadas que me siguen de tramo en tramo pretendiendo saber qué hago por esos lares desolados donde solo habitan extranjeros, diplomáticos y altos dirigentes revolucionarios. La cámara fotográfica no la llevo a la vista para evitar problemas y equívocas interpretaciones. Todo está en la retina y la buena memoria que siempre me ha acompañado. El panorama también era así en mi época de estudiante, sólo que entonces se veían más jóvenes acarreando libros por las mañanas y trotando durante las tardes. En este espacio aparentemente mudo, aprecio que hay más color. Aunque las calles me parecen más estrechas y las casas menos fabulosas, éstas últimas siguen siendo tremendamente espaciosas, conservando el esplendor de varios siglos.

He llegado caminando desde la quinta avenida por la calle 190 hasta la calle 25 en este laberinto de recovecos. Pasé por el hotel Palco que se construyó mucho después, nada espectacular, y por el frente de las mismas mansiones de antaño. Acá nadie es capaz de precisar cuándo se abandona Siboney y dónde empieza realmente el reparto Atabey.

Creo oír voces extrañas que no están a mi lado; a un jardinero con quien conversaba frecuentemente o a un par de ancianas que vivieron cerca de mi albergue, rezagadas y desechadas por el régimen que no quisieron aceptar. Las cosas siguen estando cercanas y se siente. Embriagado por la melancolía de esos pasos que han quedado marcados en el tiempo sigo la fragancia del entorno que es la misma, y el trino de pajaritos que se repite con la algarabía de siempre. ¡Cuántas generaciones de aves siguen prefiriendo este hermoso lugar! Es una emoción extraña, salvaje y rudimentaria a la vez. Camino bajo unos frondosos árboles, entre generosos flamboyanes y sauces llorones.

Me remonto al año 1978 cuando ingresé a la universidad de La Habana. Llegué con una maleta de madera, no la del internado que había sido engullida por las carcomas y el paso del tiempo, sino con una nueva que mi papá había encargado a un amigo que le debía favores. Dentro, ropa nueva que mi madre me había conseguido o reacondicionado con mucho esfuerzo para que no me viera tan mal en la capital; afuera, todo un mundo de grandes ilusiones y el asombro del provinciano frente a la gran ciudad.

De la terminal de ferrocarriles partí directo a la facultad. Preguntando por aquí y por allá. Antes del mediodía ya estaba presentándome en el decanato. Tras verificar que toda la documentación estaba en regla y después de firmar algunos protocolos, un funcionario me acompañó a la casa que sería mi albergue. Me indicó los horarios del comedor y una tabla de reglamento. Antes de retirarse me dijo: "disfruta la casa, perteneció a unos gusanos, ahora es toda tuya". Una bella casa que indiscutiblemente había sido abandonada por alguna familia adinerada. Cuando quedé solo escudriñé cada rincón, que no eran pocos en aquella mansión. Revisaba las piezas, estupefacto por la distribución de algunos muebles, por la disposición y belleza de los baños forrados con mármol blanco, los grifos graciosamente engalanados con el brillo aún del pasado deslumbrando este otro presente.

Me senté en la litera, en la que apenas cabía porque ya estaba alcanzando la estatura de mi padre, y empecé a adivinar el ayer de esa familia. Recostado al pilar miraba hacia el jardín interior que era muy amplio. Un césped mustio y algunas baldosas en mal estado marcaban restos del espacio mutilado que ocupó alguna vez la piscina. Estaba pensando en aquellas casas que fueron destartaladas y desmanteladas, piscinas convertidas en corrales para criar puercos y gallinas, cocheras convertidas en almacenes. Al menos esta no había corrido la suerte de tantas otras. Acá, a un costado de la piscina se alzaba el asta de la bandera. La pena me embargó y traté de ponerme en el lugar de los propietarios, cómo le habría marcado el dejar atrás todas sus cosas. Los muebles, supongo, estarían en algún museo capitalino para bien de la cultura nacional o en el peor de los casos adornando el entorno de algún dirigente político, en cambio esa bandera era la de todos. La miraba y pensaba que los dueños también tendrían la misma allá adónde hubiesen ido a parar porque sin importar la ideología seguirían amándola. Era la bandera de todos los cubanos.

Aquella misma tarde, parecida mucho a esta, salí a recorrer el reparto, revisar sus calles tan distintas a los callejones de Camagüey trazados a cordel. El alumbrado era escaso, las casas grandes, y la vegetación generosamente verde con exuberantes palmeras y cocoteros en casi todos los antejardines. Custodiaban las aceras grandes sauces que se peleaban con los flamboyanes que cubrían el pasto de rojas hojas caídas. Terminaba el mes de agosto. Noté que la mayoría de las viviendas estaban abandonadas, por tanto, intuí que serían pronto convertidas en albergues. No estaba errado en mi apreciación pues con el paso de los días todas comenzarían a llenarse de estudiantes, la mayoría guajiros de todas las provincias que venían a cursar estudios universitarios a la Facultad de Lenguas Extranjeras y a la Preparatoria, otra entidad estudiantil que estaba cerca. Además, llegarían en masas extranjeros del llamado tercer mundo, predominando laosianos, camboyanos y palestinos del Al-Fatah, miembros de la organización político-militar palestina con los que intimé bastante. Mi albergue lo compartiría con otros becados, procedentes en su mayoría de pueblos aledaños a La Habana: Caimito, Artemisa, San Antonio de los Baños. Güira de Melena, Bauta, Alquizar.

Al llegar a una avenida principal tomé una guagua sin rumbo aparente. La Habana estaba engalanada porque recién había culminado el XI Festival de la Juventud y los Estudiantes. Todavía se podía ver extranjeros rezagados que impactados por la belleza de la isla se rehusaban a abandonarla. Cuba se abría poco a poco al mundo. Al menos así lo creían muchos. En realidad, estábamos muy lejos de eso. Las ventanas se abrían de vez en vez, pero volvían a cerrarse con el hermetismo que caracterizaba al sistema.

“Si tus manos vuelan con mis manos

Como mil gaviotas que, al volar,

Se reparten viento, sol, amor y pan,

Seremos mil gaviotas más

Que vuelan sobre el mar”

Esa canción, himno del Festival, la tarareábamos todos con frenesí. ¿Cómo olvidarla? Pero qué injusta es la vida ¿Quién se iba a imaginar que un par de años después y hasta el día de hoy a su creador le tocaría sufrir el ostracismo y nulidad total de su magnífica obra?

Como mil gaviotas se veían a ciudadanos de otros confines, incluyendo a los rusos que desde hacía un buen rato habían pasado a ser parte del entorno cubano. Con los especialistas soviéticos habían proliferado las familias ruso-cubanas y se había hecho cada vez más latente la presencia de ellos en la isla. Ese variopinto mundo interracial se iba a ver multiplicado en la facultad con estudiantes y profesores de muchos países.

Después de peinar parte de La Habana, terminé en un cine local donde exhibían “El Brigadista” de Octavio Cortázar y luego como me sobraba tiempo y dinero pues el cine solo costaba un peso pasé a otro a ver “Operación Patty Candela”. De éste último no recuerdo la trama, pero no he olvidado el título porque con ese nombre apodamos a una prima revoltosa que era de armas tomar. De vuelta al albergue me sentí tan solo que agarré uno de los tantos libros que llevaba y en lugar de dormir me senté en la terraza a leer “Los amaneceres son aquí apacibles” de Boris Vasiliev. Así me pilló el alba.

¡Aquí estoy Habana!

Un par de días después con el himno de fondo “Adelante, adelante la heroica guerrilla”, partió el año académico.

Mi adaptación fue rápida. Me sentía cómodo, en un mundo nuevo y revitalizante. Estaba en el espacio correcto para perfeccionar mis conocimientos del idioma ruso adquiridos autodidactamente en Camagüey y concretar el contacto directo con gentes de otras culturas. Mis compañeros fueron muy hospitalarios y solidarios. Nunca hubo bronca en el albergue. El orden imperaba en el lugar. Yo creo que era resultado de lo que habíamos aprendido en las largas jornadas de campamento en las escuelas al campo; caracterizadas por la disciplina y pulcritud, ceñidos a las reglas. Acostumbrados a respetar la autoridad y los rangos no nos enfrentábamos a nada nuevo. No recuerdo que se generaran ruidos en la noche, a la hora de dormir se respetaba el silencio y el sueño. Acá no había espacio para holgazanes ni buscapleitos. A diferencia de los campamentos, la comida era variada y muy buena, los frijoles y las lentejas no tenían gusanos y el pan, aunque estaba planificado, era de buena calidad, incluso lo daban con mantequilla. La ropa de cama era cambiada una vez a la semana. Nos daban una barra de jabón al mes por persona. No había radio, y la tele con escasa programación estaba a mal traer, pero en cambio contábamos con actividades extracurriculares que eran muy entretenidas. Todo era un verdadero avance. El entorno generaba pura paz, y la tranquilidad se multiplicaba los fines de semana cuando la mayoría (habaneros del campo) se marchaba a su pueblo de origen.

Por vecina tenía a la familia dominicana de apellido Caamaño. Se trataba de la señora María Paula Acevedo, viuda de Francisco Alberto Caamaño, asesinado durante el gobierno de Balaguer en Santo Domingo. A ella y sus hijos un poco mayores que yo, se les veía tarde mal y nunca. Esa casa tenía escolta y ella salía de vez en vez a llevarles algo de comer a los custodios. Recuerdo que era una mujer muy amable, pero con las únicas personas que se relacionaba abiertamente era con las tres chicas saharaui (ex guerrilleras del frente deliberación nacional). Estos y otros datos eran resultado de lo poco y nada que podíamos dilucidar en medio de tanto hermetismo, aunque la turba de estudiantes no constituía peligro para su seguridad.

Casi todos eran miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas y sólo unos pocos pertenecíamos al grupo de “los otros”. Un año antes, en Camagüey, independientemente que era uno de los mejores alumnos desde el punto de vista académico y con conducta intachable no me dejaron ingresar a las filas de la Juventud Comunista. Los de arriba mantenían férreamente las riendas del poder y los cupos eran muy limitados. Me perseguía el pasado, la relación estrecha con mi abuelo paterno, reconocido pequeño burgués, gusano de tomo y lomo que mantenía una actitud abierta de rechazo hacia el gobierno revolucionario, exacerbado a tal modo que se había convertido en fiel oyente de La Voz de los EEUU de Norteamérica trasmitida desde Washington. Porque hasta eso estaba escrito en mi expediente. Solo las excelentes notas lograron catapultarme a la universidad en un período donde cualquier sospecha de falta de dignidad socialista podía poner de patas en la calle incluso al más revolucionario.

Un ángel protector me acompañó en ese momento allá en Camagüey. Un amigo caritativo me mostró el expediente. Como la vida es larga y bondadosa en dos oportunidades más tuve acceso a informes de tamaña calaña redactados por gente cercana a mí; el de una vecina y el de una compañera de trabajo. En mayo de 1985 yo viajaba con mi hermana como premio de gobierno a Checoslovaquia. La compañera de vigilancia del comité (ya estábamos radicados en La Habana) quien aparentaba mucha familiaridad y a la vez tibia pesadez que coronaba con una maliciosa sonrisa de víbora, redactó un amplio informe que culminaba “No sé para qué informo si de todas maneras él sigue viajando” Esta informante ya murió. Con respecto a la otra, esa historia es más larga y merece capítulo aparte. Ocurrió mucho después de Chernóbil. Ahora ella, anciana, anda escurriéndose fuera de la isla como víctima miserable del sistema. Ella sabe que la estoy recordando, porque trató de que no me dejaran viajar más fuera de Cuba. Por ahí han aparecido guiños. Cargada por la ideología se centró en nimiedades, no supo leer mi corazón, malinterpretó mi bondad. El mal que con tanto ahínco sembró en su informe escrito no tuvo la cosecha que esperaba. Además, nunca se imaginaría que, a pesar de manejar los hilos del poder, sería traicionada por gente con más cordura y decoro, olvidó que en Cuba todos espían contra todos y a la larga todo se sabe. Los que me ayudaron en su momento quedarán en el anonimato por el bien de ellos mimos.

Pero volviendo al tema central que nos ocupa, que opinaran mal de mí no me preocupaba en lo absoluto porque yo me sentía revolucionario. La revolución había entusiasmado a muchos. Fui objeto de algo que nos sucede a los que tenemos sueños de adolescencia. La revolución era un proyecto romántico. Nosotros entregábamos todo nuestro esfuerzo para sacar tareas adelante. Cuando algo marchaba mal, cosa esta que ocurría con frecuencia, mi madre decía "Esto Fidel no lo sabe". Después con el paso del tiempo descubrí que por el contrario él lo sabía todo y ese todo obedecía a sus propias maquinaciones. Era la trama del poder. Entonces yo como muchos, caíamos en un proceso de autoengaño para no reconocer que como país nos estábamos quedando sin sueños. Ante cada fracaso inventábamos diversas cuestiones para no enfrentar la realidad, para no perder la cordura.

El primer año en la universidad todo fluía normal. Por suerte no faltaban los buenos amigos. Entre ellos estaba Francisco Javier. No se le podía llamar Pancho, como es habitual en Cuba, porque según él, encontrada el apodo demasiado proletario. No recuerdo precisamente en qué momento lo conocí, pero si tengo presente que compartíamos muchos temas y reuniones.

Francisco, así lo llamaremos a partir de ahora, era un joven chileno que había llegado a Cuba poco después de los acontecimientos de septiembre del 73. A pesar del poco tiempo que llevaba en la isla, Francisco ya hablaba con acento cubano y había incorporado gran parte de nuestros modismos. Compartíamos aula, pero no el albergue porque él vivía en unos módulos habitacionales exclusivos para familias extranjeras, cerca de la facultad. Justo al lado de otro complejo exclusivo para soviéticos. Acoto que el perímetro de esos edificios estaba custodiado por guardias de seguridad y cada visita, muy pocas, era registrada con mucha rigurosidad. Por eso jamás entramos al recinto y las pocas veces que pasamos a verle lo esperábamos recostados a la alambrada. Los extranjeros no salían de su enclave o al menos se hacían notar bien poco fuera de ese lugar.

A través de él nos enterábamos de cosas que pasaban fuera de la isla. Intuíamos que la proporción de lo prohibitivo en Cuba era menor a otros países socialistas, quizás por el temperamento del cubano donde la tendencia a la libertad es obvia. Armamos un buen grupo. Entre nosotros nos pasábamos libros que no circulaban en forma legal y casetes con canciones de los artistas que ya estaban en la lista negra. Queríamos entender por qué se prohibía la música en inglés. Queríamos entender muchas cosas. No nos tragábamos el cuento oficial que afirmaba que esas prohibiciones estaban solo para proteger la cultura nacional. Nosotros queríamos más que Nueva Trova, aunque años más tarde esta también tuvo sus disidentes renombrados. Francisco, fanático de ese movimiento trovadoresco, cantaba todas sus canciones y pasaba por un cubano más. Lo delataba solo la extraña expresión "altiro" cuando quería decir " de inmediato". Curiosamente la frase distaba de la realidad, porque cuando él decía “lo haré altiro” podían pasar tranquilamente hasta un par de días si es que no llegaba a olvidarse por completo de su responsabilidad.

Con Francisco compartíamos tertulias, ambos participábamos del teatro en ruso. Peinábamos los estanquillos de Marianao y Playa buscando revistas Sputnik que atesorábamos sin intuir que diez años más tarde serían prohibidas en Cuba por el mismo aparato que las introdujo. Por esa época había racionamiento. Bueno, en realidad el racionamiento es parte del mobiliario nacional y nunca nos ha abandonado. El azúcar escaseaba y los caramelos eran un lujo, pero gracias a Francisco de vez en vez nos hacíamos de unos caramelitos que en mi caso guardaba en el bolsillo del pantalón y los acariciaba días enteros antes de comérmelos. De repente cuando iba al albergue a estudiar él se aparecía con bocaditos de sardinas o pasta de span chino, cosas que no se veían ni en los centros espirituales. Estábamos frente un auténtico manjar y las tareas eran mejor digeridas con aquellas exquisiteces que el chileno conseguía sabes Dios cómo y dónde.

A través de Francisco empezamos a descifrar el pesar de los chilenos en la isla. La otra cara de la moneda se revelaba con sus relatos y vivencias, aquellos grandes detalles que no podíamos leer en el Granma. “A desalambrar, a desalambrar, que la tierra es mía es tuya y de aquel; de Pedro, María, de Juan y José”, nos cantaba con mucho dolor. Cantaba él con dolor, pero también con entusiasmo y esmero. Y nos hablaba del salitre, de los mineros, del proletariado mundial. Yo creía que Francisco había vivido en un mundo de barro y lodo, que ese barrio ñuñoíno del cual venía su familia estaba en las faldas de la cordillera frente al mar bordeado de nubes de azufre, cal y sal. Pensaba que su padre debió ser uno de esos mineros que marchaban por el desierto con lámparas de gas. Todo color tierra, con mujeres vestidas de negro mortuorio y despacio andar. Es que Chile entonces era un país recóndito del que pocos sabían en Cuba. Muchos años antes, creo que por allá por el setenta y dos había escuchado a mi abuelo decir que Fidel Castro llevaba por Chile casi un mes, fuera de Cuba en lugar de ocuparse de los problemas nacionales “Ojalá se quede por allá y nos libre de este mal” decía.

Del golpe militar sabíamos lo que Francisco quería que supiésemos; veíamos documentales donde entrevistaban a cientos de chilenos que llegaban con el terror de lo acontecido retratado en el rostro. Imágenes con una carga de dolor muy significativa. Para mi abuelo, al que hacía partícipe de estos temas, esa historia tenía un solo nombre “Pronunciamiento Militar” y no resistía otro análisis.

Francisco una tarde de ocio nos comentaba sobre los preparativos de su padre para ir a luchar a Nicaragua. Estaba angustiado. Su padre formaría parte del grupo de resistencia internacionalista contra la dictadura de Somoza. Esta era una noticia que corría velozmente despertando el interés de los jóvenes universitarios. Patricio me contó que por esos días había tenido lugar en La Habana, muy cerca de donde estábamos, en algún lugar conocido como El Laguito, una reunión importante donde había participado el mismísimo Fidel poniendo presente ese toque especial con que tiene acostumbrado a las masas. Se sabía que dentro de las filas de los militantes comunistas chilenos había mucha fricción y discrepancias motivada por la falta de expresión que se respiraba en Cuba y por el poco desarrollo que había alcanzado la economía socialista de la isla con pronósticos desalentadores. Fidel quien quería introducir el tema del apoyo al movimiento sandinista con hombres armados, aprovechó la oportunidad para cubrir de elogios a los manifiestos seguidores de su política injerencista, y cuando ya los tenía engatusados (en eso era muy bueno el comandante) les soltó el notición de que quería verlos combatir en territorio nicaragüense. Los ansiosos por poner en práctica lo aprendido en las escuelas militares cubanas comenzaron a cantar la internacional con el puño izquierdo en alto, pero sin recibir el beneplácito de la cúpula del partido Comunista Chileno hasta entonces discreto en su quehacer y moderado en sus planteamientos. Fidel les dijo que valoraba ese gesto, pero no dependía absolutamente de él (astuto el comandante) Esta era una operación arriesgada que debería contar con los mejores cuadros y con la anuencia de sus dirigentes. Entre grito, algarabías y consignas comunistas los chilenos empezaron a lanzar improperios a los rezagados, a exigir a sus dirigentes que se les dejara marchar aceptando de esa forma el plan de Fidel. De este modo Fidel había logrado sembrar el bichito de la discordia entre uno y otro bando y con ello había motivado a los verdaderos combatientes. La suerte estaba echada. “chilenos, a Nicaragua"

No dejé terminar a Francisco su relato y le pregunté:

- Pero por qué Nicaragua. ¿No se supone que la tarea fundamental de ustedes es con tu país?

-Eso mismo dice mi padre. Su prioridad sigue siendo Chile

-Entonces que no vaya.

-No es tan fácil. Los chilenos pertenecemos a un núcleo tan estrecho como el partido cubano.

- ¿Cómo es la cosa, chico?

- Al que no sigue los lineamientos, se le castiga. No queremos correr la suerte del tío, que por andar haciendo críticas al sistema cubano lo mandaron para Bayano a cortar caña. Dicen que cortando caña muchos logran rehabilitarse,

Entonces se incorporó a la conversación otro joven que era más frontal y desde hacía un tiempito le tenía roña al chileno. No me pregunten porqué.

-Interesante historia. Que aprendan lo que es bueno. Se las pasan en actos políticos, gritando consignas, pero de trabajo nada. Mira, no suben a cantar a las guaguas porque a Fidel eso no le gusta. Cuando les apretó el zapato se fueron de Chile y acá se las dan de víctimas. Y yo sé de buena tinta que muchos ni pensaban ser socialistas, ni eran perseguidos. Aprovecharon la oportunidad para salir a buscar fortuna porque en su país fueron unos fracasados.

Francisco con el rostro enrojecido le gritó:

- Cállate la boca o te la parto.

-Mira chico, tu gente ya nos tiene hasta la coronilla. Durante estos cinco años ya hemos aprendido a conocer sus verdaderas intenciones. ¿Sabes cuántos microbrigadistas se quedaron esperando por sus casas porque Fidel se las dio a ustedes? Y no preguntes cifras ni las fuentes, porque en este país de mierda, aunque haya un solo diario todo se sabe. Nada más hay que ir hasta Alamar y darse una vueltecita para que te des cuenta cómo los chilenos han saturado el reparto.

La cara de Francisco expresaba aturdimiento, estupefacción. Todos nos quedamos mudos. Los que hablan sin pelos en la lengua estaban condenados, el monstruo de la intolerancia ideológica los perseguiría tarde o temprano, porque el concepto de libertad de expresión, ¿cómo explicarlo?, no estaba en nuestros diccionarios de comportamiento cotidiano. Las descalificaciones personales subieron de tono. La tolerancia de la que tanto hablábamos en las clases de marxismo se esfumaba. Yo personalmente aprendí a respetar los derechos de los demás porque los míos fueron vulnerados muchas veces. Me duele el dolor humano y no miro la ideología cuando voy en ayuda de una persona. El color político no va conmigo. Traté de intervenir, pero Francisco alzó la voz.

-Somos un pueblo sufrido- acotó él.

- ¿Sufrido? La mierda. Están en Cuba mientras compran en tiendas especiales. Cuando se les acaba las franquicias se van a países de Europa y no precisamente a los del campo socialista.

-Sí, pero….

-A Rusia no van porque el idioma es muy difícil pero no reclaman por el sueco o el suizo- agregó un tercero.

-Bueno, nosotros no pertenecemos a ese grupo. Si elegimos vivir en Cuba fue justamente por sus ideales y por su gente.

- Ay! qué lindo, mira cómo me emociono. Voy a llorar.

-Comemierda, tienes que creerme porque siempre he actuado bien

-Dejen la jodedera y respétense - reclamé para poner punto final a la discusión absurda. -Vivir en el extranjero sin importar la causa ya es algo difícil, y una carga adicional para cualquier individuo. A él lo trajeron culicagao por tanto no tiene que pagar por el resto. Francisco es un excelente alumno y buen compañero.

En ese momento se acercaba un auxiliar del que todos comentaban era agente de la seguridad. Enhorabuena, porque se impuso el silencio. Se apagó el incendio. Francisco quedó como retraído, el otro salió bufando. Y el resto buscó su dormitorio. Cada cual tomó por su lado.

Nunca volvimos a tocar más el tema. Chile y Nicaragua pasaron a otro plano. Acontecimientos más importantes ocuparon nuestras mentes.

Cuba había empezado a cambiar. La gente había despertado, protestaba por la falta de libertad para salir del país, por la inequidad a la hora de repartir artículos que supuestamente obedecían a méritos en el trabajo. La gente ya no soportaba la escasez de los bienes básicos. La alicaída y marchita libertad se tambaleaba. Se sucedieron una seguidilla de eventos críticos, situaciones desagradables, de aprieto emocional, de dudas. En resumen, se había enturbiado la escena nacional.

En abril 1980 un grupo de “desafectos”, así lo llamaba el gobierno, había ingresado a la fuerza a la embajada de Perú en Miramar. Lo que partió con un grupúsculo terminó con 10.000 cubanos asilados en un área de 2.000 m2. Ese conflicto en la sede diplomática derivó en el éxodo de Mariel, un episodio de profundo impacto. 125.000 cubanos, de un golpe, abandonaban el paraíso socialista.

Se desató una caza contra todo tipo de manifestación de deslealtad para con la revolución. Las asambleas por la idoneidad se sucedieron en todas partes y no tuvieron recato alguno. Los miembros de la Unión de Jóvenes Comunistas se aprovecharon de esta situación para inculpar a aquellos que no le simpatizaban. El proceso de depuración se realizaba en todos los planteles estudiantiles y centros de trabajo. Se analizaba cada individuo, se increpaba a personas supuestamente desafectas a la Revolución, teniendo en cuenta su condición religiosa, sus ideas políticas si no se regían por la línea ideológica trazada por el Estado, se exponían y manoseaba las preferencias sexuales del ser humano.

Había llegado el momento de limpiar las aulas. “Fuera los chernas, las tortilleras, los religiosos, los que mantenían lazos con la gusanera de Miami, los gusanos agazapados”. Aunque en nuestra facultad los hechos no tomaron la envergadura de lo ocurrido en otras facultades, donde muchos fueron literalmente linchados, igual nos inquietamos y preocupamos no solo por nuestros compañeros de aula sino hasta por nuestro propio destino pues no sabíamos con qué vara nos medirían. Yo sufrí mucho en ese período y sufrí muy calladito. Fue una etapa muy fuerte. Yo no quería dramas innecesarios ni conflictos exhaustivos por eso trataba de mantenerme al margen. Aunque disentir es un derecho irrenunciable de conciencia, esto no aplica en Cuba. Pude sustraerme mediante pequeños sacrificios, callar, pero sin atropellar. Me centré en sacar las mejores notas no solo de ruso lo que no me costaba, sino de aprender de memoria las lecciones de marxismo leninismo y comunismo científico, mi flanco débil.

Recuerdo una conversación con Liudmila, mi profesora de literatura rusa que estaba muy alarmada por la psicosis de persecución que se había desatado. Un día que llovía a cántaros y esperábamos que pasara el aguacero para salir rumbo al albergue me comentó en un exceso de confiabilidad, que en la Unión Soviética se había vivido ya semejante disparate. Incluso pocos años antes ella lo había experimentado en carne propia en Moscú cuando los de arriba se molestaron al verla relacionarse con un negro cubano. De nada servía que el negrito fuera activista del Komsomol. A ambos los sometieron a duro análisis y ella cree que solo la brujería que la familia del cubano practicó desde la isla logró salvarlos a ambos. “Ustedes van por el mismo camino y lo más curioso es que cometen los mismos errores”-me dijo.

En reuniones muy pomposas con discursos condicionados se hacía un análisis completo de cada estudiante, se ventilaban nuestras debilidades y aptitudes. Se escuchaban los peores epítetos, los malsanos comentarios. Era una etapa turbia marcada por el odio que inculcaron los de arriba. Se tensó la cadena, Paralelamente se sucedieron los actos de repudio en las ciudades, las marchas del pueblo combatiente, los días de cárceles para otros. La atmósfera era asfixiante y la guerra psicológica permanente. Este período fue de mucho cuestionamiento. Independientemente que el apoyo popular al sistema parecía ser mayoritario, con los acontecimientos del Mariel, quedó demostrado lo contrario. Quedaba en evidencia que la gente disconforme con el régimen era mucha.

La basura dolorosa y añosa que estaba guardada bajo alfombras ideológicas salió a la luz. El país en un dos por tres se llenó de gusanos, vendepatrias, escorias y traidores, así los denominaba el gobierno. Miles de personas locas por salir de la isla se alistaban a diario. Turba de personas injuriando les seguían. Actos populares de pura chusmería y chabacanería se multiplicaban a lo largo de toda Cuba.

Sabíamos por textos que toda sociedad se mide por cinco elementos básicos: Alimentación, vivienda, agua potable, transporte, comunicaciones. Es lo que define la calidad de vida del ser humano y en Cuba eso aún no se había logrado. Es cierto que no había desnutrición, pero era una verdadera pesadilla conseguir algo. La tarjeta de abastecimiento no alcanzaba para todo el mes y después del 20 había que hacer malabares. El transporte seguía siendo un drama. El gobierno seguía incompetente con una gerencia torpe llena de viejos dirigentes, malhumorados y burócratas, diseminando desprecio sobre el pueblo, tergiversando ellos mismos la actualidad nacional.


Martí decía "no solo de pan vive el hombre y yo agregaba “también de pan y mantequilla” entre otras cosas más. Un compañero bastante intransigente me decía que yo era malagradecido pues no valoraba los esfuerzos de Cuba por elevar los estándares de calidad en educación y salud. Comentarios como ese podrían ser tratados como inofensivos, pero a la vez como delito de sedición. Y yo le respondía que no pretendía esperar a llegar a viejo con un infarto para constatar los logros. “Es ahora cuando quiero disfrutarlo con agua, electricidad, comida sana”. Pronto entendí que había que ser cuidadoso con aquellos que tenían un sentido de lealtad demasiado desarrollado por la Revolución, tanto así que eran capaces de hundir a su mejor amigo confidente. Empecé a moderar mis comentarios y cambiar mi discurso. Me centré en mis estudios y en las noticias que llegaban de casa, a donde iba dos veces al año porque viajar se convertía en verdadera cruzada.

Por cartas mi madre me ponía al día del acontecer familiar y camagüeyano. Contaba que de vez en vez ella iba a Santa Cruz del Sur donde conseguía comer langostas y camarones que sus hermanas, que trabajaban en el combinado pesquero, lograban sacar escondidas en las botas proletarias. Que los primos adventistas de Bayamo habían pasado por casa “que gente tan fina, decente y bien educada. Es una pena que sean tan religiosos, con las cosas como están en este país”. Y me daba instrucciones; que cepillara bien los cuellos de las camisas “que seremos pobres pero dignos y limpios”. Que mi hermana ya no estaba a mi lado como en las escuelas al campo, para limpiarme las orejas como correspondía. Que me cortara bien las uñas “que tu padre muy mecánico será, pero mira cómo anda impecable siempre”. “Tu padre que es hombre de muchas herramientas, pero de pocas palabras, pregunta por ti permanentemente. Te va a girar un dinerito para que no te falte para comer si se pone la cosa mala en el albergue” Que ella llevaba un mes en una cola para comprar unas varas de tela y hacerme un par de camisas a ver cómo me las hacía llegar. Mi mamá me ponía al tanto del crecimiento de mi sobrina Giselle, que gracias a la batidora que le otorgó la Federación de Mujeres Cubanas puede hacerle unas sopas de malanga y plátano que le encantan; “bien gordita y sanita que está”. “Tu abuelo te compró, contra todos sus principios, El capital de Marx. Ya sabes cómo es él. Lo hace porque intuye que lo necesitas para tus clases de comunismo científico, que, aunque tú dices que no te gustan para nada, te han de servir para la posteridad”.

Mi madre que cargaba con la alegría de servir al prójimo se sentía plena en todas las tareas y no decaía en entusiasmo. Me repetía que para el 31 de diciembre me espabilara y no ocurriera lo del año pasado que había perdido la guagua y estuve tres días botado en la terminal. Que cuando tenga las camisas listas, si es que llega a comprar las telas, me las va a mandar, aunque sea, con un guagüero interprovincial. Que estudie mucho, pero con la barriga llena, porque la debilidad mata las neuronas. Si no hay mucho que echarse a la boca, que recurra al tarro de azúcar prieta y con un poco de agua “Sanseacabó.

Esa etapa larga e iracunda terminó un año después. En el ochenta mi madre se mudó para La Habana. Ella, buena para los cambios, no dudó en empacar cuando se lo propuse "Total, en La Habana también hay Comité” dijo entusiasmada. Entonces yo prescindí del albergue. En la Habana me gradué, en la Habana trabajé, me enamoré y de La Habana escapé (es que de La Habana no se sale, se escapa)

A lo lejos el ruido de un taladro, o un a chapeadora que nivela un amplio verde jardín me vuelve a la realidad por un instante.

Y acá estoy en este sector de La Habana que yo abandoné hace más de treinta años. Llegué hasta la zona residencial donde vivían los soviéticos y chilenos. “La Coronela”. Los módulos están a mal traer y la historia hoy es otra. Con astucia, cháchara discreta y un poco de suerte logré saber que muchas familias chilenas volvieron a Chile y algunos que se anclaron en la isla habían desaparecido sin dejar rastros.

Me quedé con las ganas de saber de Francisco. Pero, cómo dar con alguien si ni su apellido recuerdo. Además, los chilenos por seguridad regularmente cambiaban sus nombres. Tengo presente que con Francisco nos distanciamos mucho antes de graduarnos, primero porque nos tocó realizar la práctica en instituciones diferentes, yo en el ministerio de educación y él en el departamento de vigilancia postal revisando la correspondencia que llegaba del extranjero. Una vez licenciados, cada uno tomó caminos dispares. Nunca más coincidimos.

Entonces me quedo con los mejores recuerdos. Este recorrido fue un excelente ejercicio de memoria. Me hubiese gustado compartirle que ahora y desde más de veinte años, vivía en su país y que estaba totalmente sorprendido por su belleza y múltiples paisajes. Ñuñoa no era lo que él nos pintaba, pero si entendí la importancia que él le confería a su nombre compuesto. Francisco Javier no quería ser un simple Pancho. Me eché a reír.

De vuelta me paseo por la lujosa urbanización entre palacetes y mansiones y una que otra garita mal camuflada. Allí estaba el albergue de las muchachas, allí el árbol bajo el cual me sentaba a leer y a estudiar. Todo igual de ordenado y bonito, tan diferente al paisaje de la otra Habana plagada de escombros, basura acumulada de semanas, cráteres en el pavimento de las céntricas avenidas, cañerías y tuberías expuestas derramando olor pestilente. Amasijo de cables prehistóricos que cuelgan a vista y paciencia de todos.

Acá están las casas que se construyeron antes del triunfo mirando hacía el fondo de los tiempos. Acá sigue viviendo la gente que pertenece a la nomenclatura de la dictadura del proletariado, la que decide el destino del país en un bucólico ambiente burgués, no heredado sino expropiado. Todos los resentidos del mundo se han puesto en fila detrás de Fidel y su legado haciendo vista gorda a esta otra realidad. Rinden pleitesía y siguen atropellando al cubano de a pie. No podemos maquillar la memoria escrita u oral. Unos fueron villanos, otros cómplices pasivos y la mayoría víctima del sistema.

Y a pesar de las miserias históricas los cubanos siguen en las plazas y en las marchas porque creen en el “futuro luminoso”, guardan ingenuamente en sus corazones aún mucha fe. Los discursos ya no encantan a todos y ante tanta verborrea de odiosidad y descrédito hacia el sistema capitalista y la vida miserable de otros países, los cubanos empiezan a dudar y se les hace poco creíble lo que escuchan.

No faltan, y no son pocos, los que al pie del cañón se les ve apoyando al presidente de turno y sus delirantes discursos. Son ellos, esos nuevos dirigentes los que intentan reescribir y sepultar la verdadera historia. La historia que vivieron muchos como yo.

El socialismo se instauró sobre tres pilares: odio, poder y dinero. No se puede construir una sociedad sana odiando. Tenemos que recordar y contar al resto para poder rectificar y enmendar, aunque sea a destiempo porque 60 años es una vida. Para que no tengan unos, como le sucedió a Francisco, que escapar de una dictadura de derecha; ni otros abandonar una dictadura de izquierda. Porque todas las dictaduras fueron, son y serán siempre malas.


Santiago 2020





jueves, 13 de febrero de 2020

Palabra de honor



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Palabra de honor


Se acercaba el verano del 1978. Dos hitos importantes rondaban esa fecha. Una vez cumplidos los dieciocho años podría ver películas aptas para mayores pero a la vez como se avecinaba la mayoría de edad me caería encima el proceso de reclutamiento para el servicio militar.


Yo siempre quise tener dieciocho para poder ir al cine Alcázar a ver esas películas que antes me estaban vedadas, aunque muy pronto descubriría con total desencanto que las películas prohibidas para menores no eran de contenido tan inapropiado como se suponía. Esas películas románticas, que decían mostraban escenas tentadoras impropias para chicos, no fueron novedad. Tetas más voluminosas, turgentes y mejores ya había visto; nunca suficientes, pero si bastantes. El cine era mi pasión, muy por encima de la programación televisiva. Los tiempos iban cambiando en Cuba y la televisión había ido perdiendo paulatinamente, junto con sus horas de transmisión, la seducción que siempre le caracterizó. En casa éramos adictos a las películas de Jorge Negrete y Pedro Infante, entusiasmo que fue decayendo en la medida que éstas se hacían repetitivas. Años atrás el show de Cachucha y Ramón que tanto nos entretenía había sido cancelado por el gobierno totalitario en la llamada ofensiva revolucionaria que hacía a un lado a los artistas que no simpatizaban con el régimen. Los programas dinámicos y los rostros importantes desaparecían de un momento a otro. Cachucha, su protagonista, como muchos otros terminó en el exilio y yo a falta de programas interesantes busqué refugio en el cine entre inocuas películas españolas, italianas y francesas y filmes épicos, que narraban cruentas batallas del ejército rojo durante la Gran Guerra Patria. La guerra en pantalla era pura adrenalina, pero sólo ahí, pues yo descartaba desde temprano verme en un escenario parecido. Las experiencias de tantas escuelas al campo sobre mis hombros fueron provechosas porque con ellas había aprendido a pasar frio, calor, hambre, fatiga y sed. Sí, mucha sed. Cómodamente recostado en la butaca del cine sentía como la sombra del servicio militar me perseguía. No, ¡no más penurias!


El servicio militar obligatorio entonces comenzaba a llamarse voluntario como la mayoría de las tareas en Cuba. Lo de voluntario era un eufemismo que se utilizaba para disfrazar de patriotismo y buena voluntad el envío de tropas internacionalistas a otros países. Tres años atrás había comenzado "La invasión de Cuba a Angola" como mi padre la llamaba a secas, "porque las cosas hay que decirlas por su verdadero nombre". Como siempre los dirigentes querían hacer creer al pueblo que eran las masas las que tomaban las decisiones, cuando en realidad todo estaba predeterminado desde la cúpula del poder. Como resultado de esta nueva manipulación los cubanos nos creímos el cuento de que el pueblo había decidido unánimemente tomar parte en esta guerra. En Cuba "el que no tiene de negro tiene de carabalí" por tanto nos debíamos a nuestras raíces africanas. ¿Si los jóvenes de Estados Unidos habían ido a luchar a Vietnam, porque los nuestros no podían hacerlo en otras territorios que "reclamaban" nuestra presencia?


Cuando me citaron a las oficinas del registro militar para comparecer ante la comisión de reclutamiento, mi padre se ofreció a acompañarme. Él, que nunca había simpatizado con el régimen y además con las claras intenciones de sacarme de encima el servicio, tomó la citación como un desafío. Según afirmaba aún tenía sus buenos contactos. Uno de los jefes de la comisión de reclutamiento, apodado Guayabito, se movía todavía en un Chevrolet del 51 gracias a los arreglos e inventos que prodigaban las manos habilosas de mi padre. El tráfico enmarañado y enervante de la ciudad de los años cincuenta había disminuido notablemente. Antes que aparecieran los carros rusos Ladas y Moskovich, sólo se veían autos americanos, aunque cada vez menos debido a la escasez de piezas de repuesto. De la necesidad surgió el ingenio y mi padre que siempre supo reinventarse lograba echar a andar hasta un cacharro del 1910, sustituyendo las piezas originales por otras impensables, que habían sido creadas para otro fin. Lo mismo servía un aspa de un ventilador desvencijado, una cadena oxidada del inodoro, o una simple tuerca de un tractor ruso desechado. Su pasión era la mecánica y no cejaba hasta ver rodar altivo el carro americano por las estrechas y enredadas calles camagüeyanas. Recuerdo que él siempre estaba mecaniqueando un par de carros modelo T fabricados por Ford Motor Company. Contaba que esos modelos habían llegado a Cuba a principios de siglo y habían partido con el slogan "Foot in and go". El paso del tiempo y la manera cómoda y fácil del hablar del cubano hicieron que los "Foot in and go" derivaran simplemente en Fotingo. En nuestro caso, el fotingo negro y emblemático que mi papá manejaba con su andar discreto y ruidos extraños, nos sacó de varios apremios.


En ese mismo fotingo llegamos aquel día al centro de reclutamiento cerca de la Plaza Ignacio Agramonte. Mi padre a pesar del gentío logró atravesar la amplia barrera de protocolos y necedades para contactar a su amigo Guayabito. Volvió después de un buen rato. Me dijo que todo estaba listo pero que por reglamento debía pasar estoicamente todo el proceso. Cuando detectó que yo tenía dudas del resultado enfatizó "Niño, si Guayabito no te saca el servicio de encima, se va a tener que comer las avenidas, calles y callejones a pie, él sabe quién es el único que lo saca de apuros con su máquina. Muchos favores me debe el camaján ese”. Acto seguido revisamos que la documentación estuviese en orden: Notas del bachillerato, tarjeta de vacunas, carta de recomendación del compañero de vigilancia del Comité de Defensa de la Revolución, libreta de abastecimiento para confirmar lugar de residencia, cédula de identidad, carta de ingreso a la universidad. ¡Qué retahíla! Cuando chequeó todo me dio un fuerte abrazo, como el que despide a un ser querido que va a la guerra. Mi padre era mi muro de contención. Se marchaba seguro, en cambio yo sentía que me dejaba a la buena de dios en ese mar de futuros reclutas, la mayoría de mi edad. A todos nos envolvía un aura negra que presagiaba la inevitable participación en una larga guerra en otros confines del mundo. Estábamos llenos de dudas frente a un camino pedregoso con un destino desde donde muchos no regresaban. Tiempos negros.


La espera fue eterna. A las once estaba entrando al centro, una casa amplia otrora propiedad de algún burgués, convertida en verdadero cuartel. El recinto era amplio y estaba custodiado por escuálidos reclutas que no parecían mayores que yo; y si lo eran estaban faltos de unos buenos platos de potajes de frijoles negros, esos que solo mi madre María Rabassa sabía cocinar. Nos juntaron en grupos de a diez. Un oficial recogía la documentación y nos hacía sacar toda la ropa que se juntaba en unas enormes cajas de madera. Allí terminaron sin orden alguno mis pantalones recién planchados, mis calzoncillos marca "tacasillos", de blanco impoluto sin remiendos ni huecos porque la dignidad no podía abandonarme. Allí quedaba mi camisita de guingas y los zapatos plásticos que no eran únicos porque todos o casi todos llevaban los mismos. Totalmente desnudos con la carpeta a cuestas, que no nos daba ni tan siquiera la posibilidad de tapar nuestras partes púdicas. Las carpetas que en resumen era nuestro expediente nos las pedían cada vez que pasábamos de un cubículo a otro. En cada habitáculo, más destartalado que el anterior, había un pupitre escolar y desvencijadas sillas alineadas contra la pared. En cada una de las salas había un cuadro de Fidel y una que otra consigna socialista pegada en deslucidos murales de cartón y recortes del diario Granma o la revista Bohemia.


El examen médico era riguroso, de cabeza a pie. Todos éramos revisados minuciosamente por especialistas. Para ellos vernos desnudos era algo rutinario, para nosotros era una exposición vergonzosa sin parangón. Nos sentíamos vulnerables, vigilados, observados. "Camina para allí, voltea más allá. Agáchate en cuatro patas, muestra el ano". Yo hacía todo lo que me indicaban. Me agachaba y después recuperaba la postura erguida con temor pero sin chistar. No era el fin, apenas comenzaba la función. El doctor continúo "Acércate, muestra los testículos"- . Sin mucho preámbulo me tiró de ellos y empezó a palpar en busca de nódulos, inflamaciones qué se yo. Lo más curioso es que allí no había lavamanos ni cosa parecida por tanto el verdugo, llamémosle así, a mano descubierta sin guantes, después de trajinar, sopesar y evaluar los testículos del compañero de adelante se regocijaba con los del que venía detrás. Vaya trabajito! La enfermera que le ayudaba con el papeleo nos ignoraba como si todo fuera normal. Supongo que para ella era un hecho que sucedía todos los días. Como si leyese mis pensamientos o quizás en mi cara se reflejaba pura aflicción y rabia, ella me miraba con ojos saltones al mismo tiempo que yo trataba de esquivar automáticamente su inquisitiva mirada. Ella enfática dijo "Muestra el pene". Revisaba que estuviera circuncidado o no, que estuviera aseado o no. Registraba en la carpeta las dimensiones: diámetro, largo, grosor. "Continúe" gritó. Todos bajábamos la mirada evitando lo libidinoso. Debo haber tenido el rostro rojo. Recuerdo que rezaba para que cayera allí mismo una bomba y desapareciera con ella de ese incómodo lugar.


En el cubículo siguiente: "Tosa fuerte, Respire profundo". Cada bocanada de aire húmedo me secaba la garganta. El cansancio empezaba a imponerse. Al fin nos hicieron sentar en unas sillas de aluminio un poco húmedas por el roce de tantas nalgas. Se trataba del chequeo dental. "Muestra la dentadura: no tiene esmaltes ni caries, mordida normal, dentadura en buen estado". Y yo, con las partes púdicas al aire. ¡Valor! No era el fin, faltaba el examen psicológico. Otro soldado gritaba para que avanzáramos rápido. "Vamos que no tenemos todo el día" Me dieron unos deseos de orinar de esos que se vuelven inoportunos pero hay que darles curso urgente. Sin perder la última brizna de dignidad me dirigí al baño tal como había venido al mundo, no era necesario cerrar la puerta. Bastaba con mirar al frente y poner los ojos en blanco. Ante la falta de papel y agua no había donde perder el tiempo. De vuelta del baño me sumé a la fila que esperaba por el chequeo psicológico: "Póngale el rabo al burro; complete estas expresiones; mueva las fichas claves en un tablero de ajedrez” Resumen: “Tiene buen intelecto".


Todo este riguroso chequeo que cuento en breves palabras duró más de tres horas. Y mientras tanto yo en pelotas de un lugar a otro, avergonzado porque no quería ni mirar ni que miraran. A esa edad los hombres creemos que el porcentaje de tozudez y carácter, mal o buen humor corresponde necesariamente al tamaño del pene. Percibía la vergüenza en el resto de los compañeros como acción solidaria, en las miradas huidizas de cada uno de ellos, en sus movimientos torpes, en la mudez absoluta de la mayoría y la tartamudez de insípidos diálogos de unos pocos.


Casi al finalizar, juntos en el patio nos entregaron un pan con timba, más malo que la comida que recibíamos en el comedor obrero campesino pero que a esa hora del día sabía a gloria. Lo acompañamos con un refresquito de sirope caliente en un jarrito mugriento que pasamos de mano en mano porque había uno sólo para todo el grupo. A esa hora ya no quedaba escrúpulos y el bochorno había pasado. Desprendidos de la timidez inicial empezamos recién a hacer amistades. Al poco rato otro recluta llegó con la caja llena de ropas. Retiramos nuestras prendas y nos vestimos. Yo había amarrado con los cordones de los zapatos plásticos el calzoncillo porque sabía de antemano que era la única forma de identificarlos. Manos largas hay en todas partes. Entre tantos cuerpos desnudos no se podía distinguir quién era amante de lo ajeno.


Listos. Pasamos frente a una comisión compuesta por seis militares con insignias que yo entonces no reconocía y que hoy he olvidado. El jefe que después supe era el tal Guayabito me dijo "Escuche joven. Está usted completo, un poco flaco pero bien sano. Que tenga una cadera más alta que la otra, algo así como un par de centímetros más o menos, no es inconveniente para cumplir con su deber patrio, además la trinchera también es irregular". Su comentario era como un breve chiste que no encontró coro. "Pero vemos en ti (tuteándome) un futuro muy prometedor vinculado a la carrera que comenzarás pronto. Aprende bien el idioma ruso, esa es tu tarea ahora, para que pronto seas un buen traductor militar". Y seguía discursando con consignas almibaradas y adjetivos rimbombantes, emulando a "quién tú sabes" con sus eternos discursos. La paradoja de siempre "Si anhelas la paz, prepárate para la guerra". De todo el discurso lo que retuve fue su última frase "Quedas aplazado". Con esto se cerraba aquel proceso. ¡Uf!


Salí corriendo a casa. Por el camino tarareaba una canción que desde hacía una año se escuchaba por doquier Hotel California, de una banda americana de música rock "Eagles", que por alguna razón no estaba prohibida. Con la buena noticia una cuota de alivio se cernía sobre nuestra familia. Mi mamá que apoyaba el envío de soldados a Angola, al mismo tiempo trataba de proteger a los suyos como algo sagrado, escudándose en no se sabe cuántos fatuos argumentos. Aplacó sus temores pero se sentía culpable por anteponer sus deseos personales al de la patria redentora. Mi papá estaba feliz por mí y por él. Todos festejamos. En realidad a mi padre nunca le faltaban motivos para celebrar pero esta vez evidentemente estaba muy contento por haber logrado torcer la mano al famoso Guayabito. En este juego de poder mi padre salía victorioso.


Al día siguiente apareció Guayabito en la cuadra. Mi padre estaba enfrascado en inflar y componer unas cámaras de neumático de un viejo tractor para usarlas como balsas si viajábamos a la playa el fin de semana. Guayabito entraba con paso firme al taller haciéndole el quite al balde de agua que vertía con fuerza una vecina sobre la acera. "Disculpe compañero, es que de repente empezó a llegar agua a la pilita y hay que aprovechar la ocasión". Debía ser pasado el mediodía pero antes de las dos, porque mi madre, que ya para entonces tenía un trabajo remunerado y a esa hora con puntualidad extrema venía a almorzar, aún no cruzaba el umbral.


Guayabito vestía uniforme verde olivo pero iba sin metralleta. Llegaba "de causalidad" para que mi padre le echara una manito de gato al carro que últimamente se andaba encangrejando en cualquier esquina. Después de un buen rato y exhausta revisión, mi papá sin sacarse el overol, se limpió las manos engrasadas, guardó las herramientas en un cajón especial con candado como si de un tesoro se tratase. Decía que perder una llave inglesa, un sargento o un alicate significaba nunca más recuperarlos. En Cuba todo escaseaba, ya no quedaban lugares donde abastecerse. Lo perdido, perdido quedaba. Yo estaba muy orgulloso del orden y pulcritud de mi padre, del tesón y entusiasmo que ponía en cada arreglo, de esa alegría que contagiaba. Con los dicharachos que le caracterizaban partió con Guayabito al bar de enfrente. Mi padre lo había invitado a unos traguitos de ron Puerto Príncipe. Que ese ron si era bueno, nada de chispa´etren ni Gualfarina. El barsito, nacionalizado y en franca decadencia, había olvidado la presencia de personajes elegantes y distinguidos del ayer que le frecuentaban para acoger a modestos proletarios; trabajadores del ferrocarril, empleados de destartalados almacenes que circundaban el patio de trenes, mecánicos del barrio y algunos foráneos que entraban a remojar la garganta porque no había a la redonda un puñetero lugar donde tomarse algo. Es de imaginarse que con un par de tragos allí se reía y se lloraba. Los optimistas vertían riqueza espiritual, minimizaban los problemas, hablaban en voz alta, entusiasmados. Los menos, que arrastraban evidente vació existencial se mantenían en silencio, apenas si gesticulaban. Esos volcaban en su trago la neurosis de inadaptados, mataban con el alcohol el desencanto que le provocaba el apabullante sistema socialista y la pobreza. Una vez alguien le preguntó a otro: ¿Usted ahora cuenta con menos recursos? El interpelado contestó: ¿Menos recursos dice usted? No sea eufemístico compañero, yo soy pobre así de simple. En este ir y venir la música servía para unir. El multicolor traga-níquel del bar todavía embrujaba con sus melódicas canciones de la Cuba prerrevolucionaria, la mayoría prohibidas en la radio.


La entrada de Guayabito al antro preocupó a parte de la clientela, que no lo veía por cómo era sino por lo que representaba, y ese uniforme decía mucho. Será muy buena persona pero los grados, el rango y toda esa parafernalia militar era un verdadero laxante para algunos. No hay que meterse con el poder. Él por el contrario no tenía intención de imponerse las veinticuatro horas del día. Andaba de franco. No se había sacado el uniforme porque había aprendido que en cualquier parte ese color abría puertas. Esta vez no venía en son de importunar a nadie, por el contrario quería relajarse. El ambiente se distendió cuando él y mi padre tomaron asientos en la barra y pidieron unos tragos. Cada cual siguió con su tema. Fue Guayabito quien rompió el silencio. "Tu hijo no tendrá problemas durante los próximos dos años", a lo que respondió mi padre con énfasis: "Tu carro tampoco". En ese tiempo la palabra empeñada por un hombre era más que suficiente. Aunque ideológicamente se hallaban en extremos opuestos cada uno sabía qué lo hacía ceder. Acercarse al centro de esta cuerda era incómodo pero no difícil. Un apretón de manos entre mi padre y Guayabito sellaba el importante pacto, luego siguieron charlando de nimiedades. Guayabito no apartaba la vista del fondillo de la mulata que atendía tras el mostrador. El ambiente en el local era acogedor. Mi padre golpeaba con los nudillos de los dedos el mesón siguiendo el ritmo de la música. Al mismo tiempo Guayabito hacía oídos sordos a la canción de Guillermo Portabales que rezaba "Cuando salí de Cuba......", mientras el resto entusiasmado completaba el estribillo ".....dejé enterrado mi corazón". La felicidad los embargaba a todos en esa cálida tarde camagüeyana. Y cuando la canción llegó a su final todos alzando los vasos gritaron ¡Salud, compañeros! Afuera empezaban a caer las primeras gotas de Mayo.