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viernes, 12 de abril de 2019

"Trozos de dolor"




"Trozos de dolor"

Marlene viene regresando de esa ciudad que añora tanto, y que por razones obvias, ha dejado de ver hace ya bastantes años. Camagüey, por su parte, ha sabido sobrevivir a tantas penurias pero galantea su encanto de tres siglos. Ahora, más añeja y más tierna, sigue entregando el aroma y la hidalguía de siempre, ese espíritu que nunca la abandonará. Marlene se fue a otro sitio con el corazón roto, siguiendo el grito del viento y la luz de tanto relámpago nocturno, dejando adoquines y calles empedradas, ventanales y portales románticos. Pero quedó un nexo. Ahora está aquí para contarnos y mantenernos atados a lo que fue suyo.

Este viaje hubiese sido más placentero sino hubiera sido forzoso. Las circunstancias la obligaron a viajar en forma urgente para participar en los funerales de su tía Anita. Anita era la mamá de Daisy Pineda, aquella prima que estuvo un tiempo viviendo en la casona de Julio Sanguily , introvertida, con rostro de pesadumbre y eterna pena. Tenía cinco años menos que ella, pero a pesar de la diferencia de edad, le gustaba sentarse entre las primas y escuchar atentamente con las cejas arqueadas como dudosa e incrédula.

Daysi había venido a vivir a casa de Marlene, porque en el campo no tenía donde continuar sus estudios primarios. Pero siempre estuvo pensando en su terruño y la ciudad no le brindó alegrías, tampoco el guiñol ni los helados, ni los juegos del Casino Campestre.

Anita, su mamá era el centro de su vida y así fue hasta el día de ayer, cuando tuvo que enterrarla. Anita descansó, dejando atrás un mar de rarezas y pocas lágrimas. Marlene con su pensamiento nos lleva al pasado para que entendamos este último párrafo. Allá, por el sesenta, Anita había sido abandonada repentinamente por quien fuera su marido dejándola con Daisy Pineda, su hija que tenía apenas un año de edad. Al poco tiempo la providencia le puso en el camino a un hombre del campo, que sin remilgos le ofreció matrimonio, casa y comida. Pillía, como le llamaban, sacó a Anita de las penumbras y la tía rehizo su vida con este hombre. Con él tuvo tres niños. Todo marchó bien hasta una mañana cuando, desde el campo de caña Pillía vio pasar por la guardarraya un tractor a toda velocidad, dejando tras de sí una nube de polvo amarillento y en él divisó una mujer, que desde lo lejos, le agitaba un pañuelo rojo. No tuvo que adivinar que se trataba de Anita, pero quedó pensativo buscando las razones que obligaban a su mujer a dirigirse al pueblo y además, en un tractor ajeno.

Pensando que algún hijo podría estar enfermo, Pillía tiró el azadón al lado del surco de caña, se dirigió a la mata de mango donde tenía su caballo y partió como un rayo a la casa. En media hora llegó al bohío y para sorpresa suya encontró a sus tres hijos sanos, pero solos en el corral. Entonces pensó en Daisy Pineda, que para entonces tendría seis años y que últimamente se estaba quejando de fuertes dolores de barriga."Seguro se fueron al médico"-pensó, pero fue solo un segundo, porque sobre la mesa del comedor había un papel firmado por Anita que decía, con caligrafía insegura y en forma apurada, que se iba con otro hombre, que no la buscara, que sería igual feliz y que le dejaba como consuelo sus frutos, refiriéndose a los hijos.

Pillía salió del bohío encolerizado, arremetió contra lo que tenía más cerca, fustigó al caballo con su látigo con una fuerza inaudita y cubierto de lágrimas y dolor, se revolcó en el fango. Mientras, sus hijos de cinco, cuatro y tres años, lo miraban extrañados, sin entender qué había sucedido. Ellos no tenían suficiente conciencia para comprender que habían sido abandonados por su propia madre para siempre.

Pillía llegó donde la mamá de Marlene, su cuñada, tres días después, cuando había logrado componerse. Sus ojeras delataban noches de insomnio. Todavía tenía esperanzas de encontrar a Anita y recuperarla. En el pueblo, nunca entendieron con quién se fue, ni por qué.
“Debe estar loca”, le decía María cuando relataba lo acontecido. “Dios la proteja, que de los niños me encargaré yo hasta que ella aparezca”.

Aunque la isla es chica, se vino a saber de Anita solo dos años después cuando apareció de repente ante el portal de la casa de Marlene con un niño en los brazos y una barriga impresionante, que anunciaba un nuevo crío. Atrás estaba paradita Daisy Pineda con las jabas de pañales y una vieja muñeca de trapo.

María se alegró al principio al verla sana y salva y sin preguntar mucho se enteró del por qué de tantos muchachos. Luego comenzó a pelearle, pero Anita se notaba cansada y con una mueca por sonrisa, solo dijo: “¡Pero si no pasó nada, ustedes son tan exageradas!”

Comprobado que sería inútil hacerla entender, su hermana María se dedicó a prepararles el baño “para sacarles de encima ese olor a mierda de vaca”. Pensó mandar a Marlene corriendo donde su abuela a avisar de las buenas nuevas, pero inmediatamente desistió. “Mejor prepararemos las camas, descansarás y luego vamos a dar una vuelta por la calle comercio para ver qué encontramos en las tiendas con unos cupones que me quedan. En la tarde, después que comamos como Dios manda, vas a ir a ver a tu madre, que la dejaste con el alma en un hilo. Te vas a disculpar ante ella, que mucho que ha sufrido”. Y sin parar de hablar le decía “¡Ay Anita!, que no se puede ser tan liviana.”
Pero Anita seguía inmutable, meciendo plácidamente a su pequeño hijo.

No hubo compras, no hubo cenas, no hubo reconciliaciones, porque Anita andaba solo de paso. La abuela de Marlene, madre de Anita, alcanzó a verla de casualidad, porque vino a casa a traerles unas mermeladas. Así de breve fue ese encuentro. Breve como su diálogo corto de espíritu. Anita recogió lo poco y nada que traía a cuestas y se alejó rumbo a la terminal de ferrocarriles. Lo único que sobraba en ella era humildad, necesidad y estrechez. Y volvió a esfumarse.

En la familia, cuando se hablaba de Anita, era sólo para decir que estaba embrujada porque cuando el corazón le latía, su cerebro dejaba de pensar.

Al cabo del tiempo se apareció a la casa un guajiro, que jamás habían visto, con dos niñitos a cuesta buscando a la mujer que lo había abandonado. Después de escuchar los descargos la madre de Marlene le espetó: “¿De qué moral me está hablando ni qué ocho cuartos?” ¡Qué bonito!. El hecho es claro, le han pagado con la misma moneda. Vaya buscándose otra, porque Anita, no es de las que regresan”.
Y no regresó más, al menos donde él.

En resumen Anita había abandonado su hogar una vez más dejando a sus críos y cargando con ella unos pocos enseres y a su hija mayor, Daisy Pineda. Y se volvió a repetir la historia.

Con el tiempo, Daisy debía continuar sus estudios en la ciudad y María la acogió para tranquilidad de la familia. Fueron esos años cuando Marlene junto a otras primas disfrutaron de su presencia. A pesar de su carácter hosco y terquedad, era dulce y cándida. Ella estaba rodeada de sentimientos muy fuertes y vivencias ignoradas por el resto. Vivía ocultando sus sentimientos, que con el tiempo se volvían más intensos y perturbadores. Nunca le dieron la oportunidad para reconocerlos y expresarlos, aunque Marlene cree que Daisy quería comunicarse solo con su madre, que se veía ausente aunque estuviese a su lado. Tampoco podían hacer mucho a su edad, más que reírse a escondidas de ella, porque se bañaba hasta tres veces al día y se perfumaba constantemente. “¡Quién lo diría!”

Daisy debe haber sufrido mucho. De hecho, fue ella quien, posteriormente, cuando tuvo edad para manejarse sola, se encargó de reencontrarse con sus hermanos. Fue la portadora de recados de un lado a otro, recados que nunca se escucharon, porque ninguna de las partes estaba interesada en reanudar la comunicación y los lazos afectivos. Pillía, su segundo esposo, de vez en vez, acercó a sus niños a los parientes maternos, pero con el tiempo la memoria se fue borrando y los nexos desaparecieron.

Daisy estuvo un tiempo en la casa de Marlene. Luego se fue a vivir con las tías de Santa Cruz del Sur y allí terminó sus estudios y comenzó a trabajar en el combinado pesquero. Se enamoró de un pescador con quien se casó y construyó un hogar lleno de hijos, dicha y felicidad hasta el día de hoy.

Pero su dicha se veía empañada, de vez en vez, por los recuerdos y noticias de su madre. Anita volvió a aparecer cuando, aquejada por fuertes dolores que ya las hierbas del campo no mitigaban, se vio obligada a asistir a un hospital. Le diagnosticaron cáncer y una corta vida, que terminó hace solo tres días.

Daisy estuvo a su lado hasta el desenlace. A lo mejor no pudo liberar todos sus sentimientos profundamente arraigados, pero si volcó su sensibilidad en su llanto ininterrumpido. Cesó de llorar sólo con el último aliento de su madre. Se secó las lágrimas y dijo: “Se acabó, ahora hay que estar fuerte para preparar las cosas”.

En el velorio estaban algunos de sus hijos, hombres y mujeres hechos y derechos. Tan lejanos, como la misma historia y vida de su madre. Allí se enteraron que Pillía nunca volvió a casarse, porque prefirió dedicarse por completo a sus hijos. Sus tres hijos, en agradecimiento a tanta entrega, asistieron al funeral, no por la difunta, pues no la conocieron ni en vida ni después de muerta, sino por el padre que estaba afligido y enteramente condolido. Anita tuvo un entierro apacible.

“Se nos fue Anita y con ella parte de nuestra historia”-dijo alguien recitando de memoria. El resto aprobó con un movimiento leve de cabeza.

En momentos de reflexión, Marlene recuerda que pudo haber sido dura con ella. Que si fue irresponsable, que si tuvo una actitud desproporcionada ante la vida, que si su pasión era reprochable, que si sus respuestas emocionales eran exageradas, que si nunca supo manejar sus confusiones mentales, pero ¿habrá recibido la ayuda necesaria o un mínimo aliento de comprensión en el momento crítico?.

Anita, vagó por el mundo sola. Nunca manifestó celos, ni furia con alguien, mucho menos, sentimientos maternales. Nunca halló tiempo para expresarlos. Anita siempre anduvo en las nubes y a ellas voló muy joven, a lo mejor, cuando se le antojó, porque todo lo que hizo fue por su propia voluntad.

Frente a su féretro, Marlene se detuvo por largo tiempo pensando en los versos de un bolero que le dedicó con todo su amor.

Amor es el pan de la vida,
Amor es la copa divina,
Amor es un algo sin nombre,
Que obsesiona a un hombre y a una mujer.

FIN