CORREO ELECTRONICO

sábado, 8 de enero de 2011

"Mi última afeitada, con cuchilla Gillette"


"Mi última afeitada, con cuchilla Gillette"


Desde que tengo uso de razón, o desde que empezó el mundo, porque para mi abuelo el mundo empezó cuando yo nací, se le oyó decir a Manuel Rodríguez Pérez, que estaba dispuesto a perderlo todo, pero todo, excepto el placer de afeitarse con cuchilla Gillette.

“Niño, esas si son cuchillas buenas, las que hacen los yanquis, que no tienen nada que ver con las Astras que llegan tarde, mal, y nunca desde Moscú. ¡Ojalá no lleguen nunca más!. Aunque pensándolo bien, es mejor estar rasurado con mala navaja antes que andar por ahí con la cara llena de pelos a la usanza de los barbudos de la Sierra Maestra. Primero muerto que desprestigiado. Por come mierda me pasó esto. No creí en las palabras de Antonio Retamal, el abogado, cuando nos instó a comprar por cajas, todas esas cosas que se importaban del norte. Que mete en el cuarto de desahogo algunas cajas de whisky, que hagan reserva de turrones Alicante y Jijona, que se avecinan tiempos difíciles, que cómprate unas cuantas cajas de Gillette. Tres años nos mantuvo con su cantaleta hasta que se fue a Nueva York.

Lo mismo se comentaba en la barbería donde acudí siempre hasta el día que la cerraron. Si pues niño, la cerraron un domingo en la mañana, justo el día que pretendía echarme una peladita. Cuando doblé la esquina noté algo raro, no estaban los banquitos llenos de viejos fatuos mañaneros que acudían sólo por el simple hecho de echar una ojeada a la prensa. Tampoco estaba la mesa en la acera, que cumplía varias funciones. En ella se jugaba dominó, largas partidas, interminables y ruidosas. Se hacían las apuestas para el juego de la bolita. Se jugaba lotería. Los más duchos se extasiaban con sus fichas de ajedrez. Primero pensé que había enfermado el barbero, propietario y único empleado del local. Luego se me ocurrió que podría haberse ido en forma ilegal a Miami, y a esas horas andaría remando entre las islas del norte y Cayo Hueso. Pero toda duda se disipó cuando llegué hasta el portón y leí el cartel que con grandes letras rojas decía. “Clausurado por difamar contra el pueblo”. ¿Difamar es acaso andar ventilando las cosillas sueltas del vecindario y al mismo tiempo tratar de atar cabos para entender el comportamiento de algunos vecinos?. Que yo sepa, mi barbero siempre estuvo al margen de los acontecimientos políticos, lo suyo era estar pendiente de los fondillos ajenos, observar con detenimiento el culo de una mulata, su movimiento grosero, su bamboleo generoso. Sólo de mirar a distancia el trasero de una mujer sabía si se trataba de alguien del barrio o una foránea. Mira lo que te dé la gana pero cuida de mis orejas- le decía yo muerto de risa cuando lo notaba distraído.

Me había comentado que había presentado los papeles para irse del país porque no quería ver como se arruinaba paulatinamente su negocio. Ya no tenía colonias refrescantes, ni talcos, ni cremas para masajes. El sillón giratorio había perdido una tuerca y con ella su objetivo y comodidad. Las cintas donde afilaba las navajas estaban en mal estado. Los espejos estaban trisados, apenas si se reflejaba uno en ellos. Todo como en lo nuevos tiempos. Siempre fue reservado. Por eso pensé que si fue a parar a prisión se debió a la acción de algún cliente chivatón mal intencionado.

Cuando me vine a dar cuenta que guardar para mañana era necesario, se me vino el ayer encima. Llegó el censo de planificación y con él más tarde la tarjeta de racionamiento. Y aquí me ves tratando de no cortarme con esta porquería de cuchilla rusa. Fíjate que uno a todo se acostumbra. La reforma agraria hizo sus estragos. Tú tenías entonces como tres o cuatro años y yo te llevaba de un lado a otro en el carro detrás de los pocos abogados que iban quedando. Papeles para esto y para lo otro que en definitiva no impidieron que nos dejaran casi en cueros. Tu abuela se vino a dar cuenta del cambio cuando empezó a notar que faltaban alimentos y que las criadas la fueron abandonando una a una, tras incorporarse con marcado entusiasmo al trabajo femenino en las fábricas. Yo incrédulo me decía; Ya regresarán cuando añoren el bienestar. Volverán solitas, como tendrán que volver también algún día las cuchillas Gillette.

Mientras tanto, tu madre se enroló en las milicias revolucionarias. Varias veces cuando me afeitaba en la cochera con la puerta abierta de par en par para aprovechar la luz del día, porque ya los apagones se hacían sentir, la vi marchar en la calle empuñando una AKM de fabricación checa, gritando consignas que sólo ella entendía o creía entender. Se entrenó bien, pues vestida de miliciana con ropa verde olivo y boina ladeada se apareció un día al taller de tu padre y sin mucha introducción le espetó que traía órdenes estrictas de intervenir el negocio. Según ella, la ley era pareja y se empezaba por casa. Nos quedamos sin taller, nos quedamos sin plata. No importa, todavía hay esperanzas- pensaba yo

Tu abuela, por el contrario, se quejaba que ya no tenía con quién conversar. Lo mejorcito del barrio se había largado a Miami y los nuevos propietarios de las casonas abandonadas no cubrían absolutamente sus expectativas. El sector ya no era el de antes, estaba desde entonces oliendo a proletariado. ¡Qué horror! – repetía con frecuencia.

Se echaron a perder los balances y con ellos olvidamos el placer de apagar el calor de julio y agosto con la brisa que corría por el portal. Tu madre y tu padre encontraron su rumbo acomodándose cada uno a su manera a las nuevas circunstancias, en cambio nosotros, nos fuimos añejando, empolvando y marchitando con el pasar del tiempo. Ya ves cómo está esta casa, desvencijada y maltrecha. Oliendo a rosas putrefactas y plantas carcomidas por las bibijaguas. Se secó la enredadera a la sombra de la cual te columpiabas, se rompió el columpio, se oxidó el cachumbambé. A lo mejor el estado de las cosas pudo ser reversible pero no lo intentamos. Irresoluta, tu abuela se echó a morir. Cuando la perdí le prometí que no la seguiría, que no me iría de este mundo sin afeitarme antes con cuchilla Gillette. Vas a tener que esperarme vieja, porque ese gusto no me lo voy a perder.

¡Ay niño!. Quien tú sabes, está tan viejo como yo; a esto no le falta mucho. Recuerda esa frase: No hay mal que dure cien años. Este mal tiene ya demasiadas primaveras, las mismas que tienes tú. Y aquí me tienes, sin poder afeitarme como Dios manda”.

Ahora entiendo la porfía de mi abuelo, por eso, anoche arrodillado frente a su ataúd le susurré:_Tampoco quiero irme de este mundo abuelo, sin afeitarme antes con cuchilla Gillette.

Fin

Comentario: En honor a Manuel Rodríguez Pérez, EPD.