“Retrato de mujer junto a la ventana fumando”
La nostalgia es un sentimiento universal,
que nos conecta con nuestros recuerdos más profundos y preciosos.
Marina Tsvetaieva
“¿Acaso, no habías escuchado esta frase que versa así?: Los recuerdos pueden ser distintos, pero nos hacen a todos iguales.
_ ¿Cómo?
_Vulnerables
_ ¿Cuán vulnerables?
_Como un pequeño punto en el espacio”
Parafraseando a su amigo ella vuelve al pasado. Ese diálogo afloraba justo en una de esas jornadas, con poca motivación, donde la mente tiende a escaparse a rincones plegados de sueños fantasiosos alejados de lo concreto y real. El corazón aumenta el ritmo de la vida, dando rienda suelta a esos cuadros del ayer que estimulan sus sentidos. Con la gata Nonita ronroneando y rondando a sus pies, ella se fuma pacientemente su tercer cigarrillo de la mañana. Ha olvidado por un rato el trapero y las ollas esmaltadas que se acumularon sucias en la cocina tras el desayuno. Demasiado trastos para unas tostadas con huevo, mermelada, mantequilla y una taza de té verde. Quiere disfrutar su soledad, ese espacio de claridad que le da el silencio mañanero cuando queda sola en casa.
Desde su ventana, con vistas a la nada porque balcón no tiene, quema las horas de este triste día invernal. Un trozo de calle y el silencio la acurrucan en su anodino departamento. El aroma a hiedra que creció y se multiplicó con el paso irreverente del tiempo al lado de su ventanal la conmueve. Con la parsimonia que la caracteriza trata de espantar el óxido corrosivo de la rutina. El fresco aire que penetra por la balaustrada la trasporta a momentos del ayer. Abril. Entonces era verano, o mejor dicho fines de verano entrando al lánguido otoño santiaguino. Ella se ve en aquel animoso café de la calle Alonso de Córdova con Rosario Norte donde lo conoció; la misma mesita de madera rústica con capacidad para cuatro personas, las mismas sillas rojas y negras, el mismo cenicero tricolor, el servilletero importado, la bandejita con dulcecitos finos, el ir y venir de gente bien vestidas, jóvenes generalmente: oficinistas unos, altos ejecutivos otros. Mujeres elegantes y bien maquilladas con atuendos de buena factura; hombres grandes, musculosos y fuertes, algunos delgados, pero nunca esmirriados. El sector era demasiado cuico para permitirse calamidades. Todos esos detalles los palpa con su mente como eco y guiño de lo que pudo ser y nunca fue.
Han pasado más de cuatro años desde entonces. Cuando lo conoció, aquella tibia mañana quedó prendada de él. Fascinada. No fue porque la deslumbrara su pinta, bastante normal para el entorno, ni por sus zapatos puntiagudos poco tradicionales, sino por su acento caribeño y el uso acaramelado de las palabras que ocupaba. Ella recuerda que, desde el abismo de su blusón escotado, cubierto por un chal trasparente, palpitaban insipientemente sus senos cual pequeños gorrioncillos enamorados. Su corazoncillo con secos latidos algo quería decirle, pero no captó la verdadera señal, tenue en ese instante. Con el paso de los días se intensificaron sus innumerables encuentros y con ellos se multiplicaron sus emociones. Era una sensación confusa y a la vez intensa.
Aunque ambos trabajaban en oficinas distintas pertenecían al mismo holding y esto los obligaba a concretar reiteradas reuniones, unos por necesidad laboral otros por voluntad propia y placer. Las carpetas atiborradas de documentos en ocasiones ni se abrían, estaban allí como decorado de una puesta lúdica y armónica de esa obra que ella estaba interpretando con frenesí. Con el café conversado y unos dulcecitos acompañados de historias miles gastaban ambos las horas. Era una suerte que el trabajo, rutinario tiempo atrás, ahora le entregara placer; la misma actividad de siempre se volvió enriquecedora. El entusiasmo bullía. Pero ella estaba consciente que debía conocer a fondo lo que esperaba esa persona de ella, precaución, ante todo. Las canas que peinaba no estaban por gusto sino por dejadez. Pensándolo bien ya era hora de pasar a visitar a su afamado estilista quien le devolvería sin duda unos años de preciada juventud.
A ella generalmente le costaba ceder a las tentaciones, sin embargo, se percató que se estaba dejando almibarar con esos encuentros esporádicos al principio, recurrente con el paso de las semanas. El trabajo que días atrás le resultaba agobiante y le arrebataba la fuerzas se le hizo más placentero, descubriendo que renacía en su interior una vitalidad importante nunca experimentada.
¿Por qué tenerte sin tenerte? ¿Por qué de mis pasos te desvías? ¿Por qué te callas y te escondes? ¿Por qué mientes, si me ansias? No tenía idea de dónde había sacado esos versos, si los había leído o quizás inventado producto del lirismo y espiritualidad que a veces la envolvía, pero lo cierto es que la interpretaban muy bien.
Ella entendía que la conexión no necesariamente tenía que ser amorosa, había muchos temas en común. Él era muy diplomático, aunque una vez, en un arranque de sinceridad, bastante frecuente, le había confesado que le encantaba de ella su natural candidez, esa sencillez provinciana que la envolvía. Pero le molestaba su lento andar, demasiado para su gusto. Y estiraba la palabra "demasiaaaaado" para darle mayor énfasis. Verdad que ella estaba envuelta en una nube romántica y aterciopelada con formas suaves y severas a la vez, pero ¿qué hacer si era lenta por naturaleza?; pero eso de que le dijera “provinciana” no le cayó para nada bien. Qué patudez. ¿Quién se creía él que era, acaso por venir de fuera tenía el derecho de atropellarla de tal manera?
Él se aprovechaba del pánico y dos o tres veces le repitió “Provinciana” El hecho de que ella hubiera nacido en un bello pueblo sureño no le daba derecho para restregárselo en la cara. Qué ganas le entraban entonces de decirle “Mira, te daré tres segundos para que, gracias a mi infinita misericordia femenina, te arrepientas o retractes de esos apelativos”, pero se mordía la lengua. Sólo se lo perdonaba porque no quería perderlo.
De vez en vez, siempre que el trabajo les permitía, se entretenían en un mar de charlas. Y ella se extasiaba con sus profundos discursos rimbombantes, también sus nimiedades. De él conoció su aprecio a la libertad, su odio al sistema comunista, su miedo a los apagones, su infancia de privaciones, sus frustradas revoluciones, sus pesadillas, su futuro, sus muertos, ángeles y demonios.
Y ante sus dudas y consultas breves él arremetía con discursos apasionados
- ¿Es que no sabes acaso que nos dejaron sin libertad, sin independencia, sin voluntad?
_ ¿Pero y la libertad de expresión, el arte, la cultura?
_ ¿Eres ingenua o te haces? En ese régimen se imprime y distribuye todo lo que según los cuadros del Partido se puede y debe leer. El arte está solo al servicio de la Revolución. Conozco el caso muy de cerca de dos amigos míos escultores. El que no quiso adular al sistema, ni envenenar su quehacer cultural, o sea su creación genuina con consignas y lemas del montón, término acorralado y relegado en Miami; En cambio el otro disfruta de un buen pasar con el precio que debe pagar por ello. Podría profundizar esas historias porque tengo muchos detalles, pero será otro día cuando tengamos más tiempo. Hoy no pretendo enlodar este hermoso momento- deja un lado la taza de café y con mirada desafiante le espeta- No sé hasta cuándo “tu izquierda” seguirá rindiendo homenaje a la anacrónica revolución cubana. Dime una cosa. ¿Ustedes cierran los ojos por identificación política, o por simple gratitud hacia el régimen que los acogió después del 73? El socialismo ya no seduce, por el contrario, produce trauma. Para mí fue un choque violento y no se lo deseo a nadie.
_ ¿Entonces no valoras nada?
_Sigo enamorado de la vitalidad del entonces, de la ingenuidad de nuestra generación y del ímpetu que le pusieron mis padres a mi desarrollo. Nosotros vivíamos bajo un manto de verdadera austeridad socialista mientras los dirigentes lo hacían como burgueses.
_Participaste en trabajos voluntarios y…
_Vivíamos en los trabajos voluntarios porque esa palabra “Voluntario” parte del modelo avanzado y puro del socialismo perdió su encanto cuando el mismo trabajo que se suponía debía dignificar pasó a ser obligatorio y forzado.
Ella suspira y busca en su cartera un cigarrillo que no podrá encender porque ya ha visto el cartel “Prohibido fumar”
_Y antes que se me olvide quiero retomar el tema de la libertad. La libertad a la que tú te refieres y que ha sido secuestrada por los miembros de la Seguridad del estado; oficiales forjados en Cuba, otros, los más duchos, graduados con honores en la extinta Unión Soviética, no es como te la imaginas. Los oficiales encargados de reprimir, hostigar, amedrentar, presionan a todo aquel que piense diferente incluyendo a sus pares porque es allí donde fácilmente se detecta a tiempo la manzana podrida. Así llaman a los que tienen planteamientos diferentes “fuera de lugar” en ese mundo de Estado presente y colectivismo. Tendría que hablarte con detalles de la KGB caribeña o la Stasi cumbanchera nacional, quienes bajo el anonimato que le brinda el Estado y envueltos en una cortina tóxica de poder cometen acciones vejatorias muy lejos del concepto de Libertad que tú manejas hoy. Ni te imaginas las situaciones perversas que idean e instrumentalizan para con el terror evitar y coartar la genuina expresión popular. ¡Y tú vienes a hablarme de libertad! ¡Ay mujer! Nadie puede obligarme a ser feliz a su modo, con eso te resumo todo.
_ ¿Y el internacionalismo?
_Eso se llama trata de soldados y médicos, que le otorga al gobierno simpatía por parte de la izquierda, pero somete a los miembros de esas brigadas internacionalistas en un modelo monetario de intercambio, donde prima la falta de pagos justo porque el Estado se queda con la tajada más grande. Y te cuento que esos médicos sufren la retención de pasaportes y la restricción de movimientos. Me irrita tu fervor revolucionario.
_No te enfades.
_Créeme que no voy a cambiar mi discurso por contentarte ni agradarte. No necesitamos pensar igual, pero debemos respetarnos. La liberad es un preciado tesoro que solo la aprecian los que no pudieron tenerla o los que la perdieron. Todo esto que ahora disfrutamos aquí, el lindo local, la amabilidad de los empleados, la atención esmerada, el cafecito distendido y conversado, el entorno delicado con exuberante vegetación no lo tendrías en el socialismo, a menos que seas parte de la cúpula del poder. En ese sistema no puedes darte estos pequeños lujos. Todo esto estaría fuera de tu alcance.
Era el momento de pedir la cuenta. Lo cuerdo era retirarse hasta que se recuperara la serenidad. Moría ese espacio de placer y disfrute. Ella respiraba hondo y obligaba a su corazón a calmarse. Con la vista fija en los restos del café colombiano de su taza, se quedaba sin palabras para rebatir sobre todo porque ese discurso provenía de alguien que había vivido ese régimen. Y ella que era muy de izquierda sin abrazar de lleno esta otra nueva ideología empezó a pensar diferente, a abrir su mente, a ser más receptiva. Sin cambiar de bando elogiaba la honestidad de su interlocutor. La Cuba de él no se comparaba en nada con la idea que ella tenía de esa paradisíaca isla.
“_Es una Cuba sin adornos, consumida hasta lo más profundo en todos sus aspectos incluso aquellos de los que antes se vanagloriaban como la salud y la educación. Porque- insistía él- lo importante para la izquierda no es que haya una buena salud y educación, sino que todos tengan las mima. Cuba es la suma de adoctrinamiento, de actos de repudio, de encarcelamientos, de sueños frustrados”
Regresa al presente. El sol ya no se enmarca en el rectángulo de la ventana. La Nonita se contonea entre sus piernas y ella con delicadeza la hace a un lado. ¡Vasta de llenar de pelos mi ropa! ¡Anda a buscarte un gato! Sonríe para sí y recuerda cómo llegó la gata a casa. Cuando su cuñada empezó a pavonearse por tener un nuevo gato angora, ella le pidió a su marido que no podía ser menos y hasta le pasó unas lucas para que comprara algo que, aunque no fuera de la misma raza por lo menos pareciera fino. Y después de tanto insistir un día apareció su marido con aquel gato iracundo e irascible. Con el tiempo ella llegó a entender que el gato había sido rescatado de algún parque y que la plata que ella le había pasado había tomado otro destino. Pero con el uso de buenos productos para mejorar el pelaje y mucho cariño llegó a dulcificar a la Nonita y a hacerla más llamativa y querible. Hoy es una gata muy foronga y nadie podría imaginar su pasado. Nonita siempre pertenecerá al barrio alto, sin duda alguna.
Ahora para evitar una depresión irreversible va por el cuarto cigarrillo. Promete que será el último de la mañana y que no volverá a fumar hasta pasado el mediodía. Su celular suena, es su marido. Unos segundos más vuelve a sonar y ella se imagina a su media naranja con cara de dolor de muelas, corroído por la impaciencia del que ve en el celular la necesidad y la inmediatez que supone contestarlo. Llamada necesaria pensaría el marido, llamada invasiva recalcaba ella. Que espere, ya habrá tiempo para el presente. No puede despojarse del pasado que cuelga de un hilo. Tras la primera bocanada del cigarrillo le vino un hipo intempestivo e intermitente y no supo si era producto de la emoción o del susto de saberse observada por su marido. Afuera el canto de unos pájaros le aportan música al momento y baja el nivel de nerviosismo.
Vuelta a la ventana, en la calle deslucida y más bien anodina, lo mismo de siempre, árboles añosos con abundantes hojas color castaño esperando la foliación anual. Una vecina que conoce muy bien pero que quiere evitar, va por el pan con su perro faldero. Ella sigilosamente estira el velo de la cortina y se esconde tras de él. Parapeteada quiere evitar que la señora la descubra y le dé por quedarse parada charlándole desde la acera como ha hecho otras veces. Hoy no está para chácharas. De soslayo ve al gracioso perrito que ansioso juega revolcándose en el pasto fresco y a la vecina, ya de espaldas, que tira fuertemente de él. Desde la otra dirección una joven con pulcro delantal de empleada doméstica arrastra a un par de chiquillos gritones. Sus alaridos desentonan con el apacible barrio ñuñoíno. También divisa al borrachito. Tan temprano y ya cufifo. Con la cara roja y los ojos saltones va camino al almacén de la esquina donde permanece todo el santo día esperando limosnas que luego traduce en un vino de caja barato. Aparece un barrendero haitiano que a pesar de su aparente miseria y precaria indumentaria se arrastra con grandes botas de goma sin dejar de hablar por celular con acento estrepitoso en una lengua ininteligible para ella. Bueno, cada uno con su tema. Desde su balaustrada no alcanza a ver más, pero se imagina el resto.
Este es su panorama que suma a sus recuerdos.
- ¿Te gusta leer? Le preguntó él una vez.
_Por supuesto, aunque como tú dices, soy bastante lenta.
_Me imagino. Yo puedo leer hasta siete libros a la vez, más no, sería un despropósito. Se río.
_ ¿y puedes mantener el hilo de tantos textos?
_Obvio, te explico. Paralelamente leo un par de novelas de épocas diferentes con locaciones que sería imposible poder confundir, digamos distintos géneros, novela negra y costumbrista, a eso agrega un cuento, una obra de teatro (de Chejov, por ejemplo), un libro de poemas, un ensayo, un texto histórico, una fábula. Como vez, no hay donde perderse porque cada cosa tiene su estilo.
_Es como cambiar de canales mirando televisión
_Algo parecido. De todas maneras, exige concentración y siempre sé en qué momento debo dejar un texto y pasar a otra lectura. Todo es magia y placer
_ Eres extraordinario
-ja ja ja. No todos los empiezo al mismo tiempo, cada cosa avanza con cadencia propia, tampoco los termino al unísono. Se juntan sobre el velador sin orden aparente, pero con disciplina.
_ Te felicito.
_ ¿Por tan poco? aún no conoces todas mis virtudes.
_Ególatra- Vuelven a reírse.
Esos guiños la hacían feliz.
Ese desplante la fascinaba y la colmaba de ese gustillo dulce de quien pretende escarbar más y encontrar en las otras personas senderos desconocidos. Invadida por la curiosidad y la amalgama de deseos se dejaba envolver con cualquier tema. Y en silencio ella seguía oyendo su voz que no se apagaba. Cada pasaje era una bocanada de aliento.
Y volvían a encontrarse en ese café con agitación febril y energía tenaz. Disfrutaba cada encuentro sabiendo que atreverse a amar fuera de las convenciones sociales era una aventura. No había que darle más vuelta al asunto porque al final era solo eso. Era un gustillo.
Un día trasladaron le reunión para la hora de almuerzo. Había llovido durante la mañana cosa rara en ese Santiago seco y gris. Desde el local se divisaba parte de la cordillera, altiva, resplandeciente. El aire era puro. Daba gusto respirar. El restaurante estaba lleno, pero nunca repleto. En medio del estruendo de copas, cubiertos y roces de sillas se juntaba la variopinta fauna del sector; directores de empresas, funcionarios municipales, vendedores de seguros, ejecutivos de bancos. Aunque hubiese mucha gente, el dueño y sus amables empleados, mayormente venezolanos de la diáspora, le buscaban espacio y en un dos por tres armaban una acogedora mesa. “Mira ellos también escaparon del socialismo”- le decía él con sorna. Aunque estaba cansada acopiaba fuerzas para no decir cosas inoportunas.
Almorzaron pausadamente, degustaron un postre exquisito. Trabajaron harto, diseñaron estrategias de negocios, agendaron otras reuniones. Cuando se habían retirado la mayoría de los comensales y ese encuentro llegaba a su fin él le hizo una observación que ella interpretó como feroz “_No dejes restos de comida, menos esas torrejas de pan francés- le espetó esa vez. - No te imaginas lo que me irrita cuando veo a alguien botar un pedazo de pan. Con la necesidad que hay en tantos lugares del mundo. Esa es una ardua pelea que llevo en casa con mis hijos. Tienen prohibido botar el pan. Tómalo como reminiscencia del pasado revolucionario que me tocó afrontar. A mí me criaron con unos tristes ochentas gramos de pan agrio al día, si es que alcanzábamos. No quiero aburrirte con la historia, pero por favor cómete el bendito pan”
Mientras él ordenaba sus carpetas, ella mordía con desgano cada mendrugo, casi atragantada, sin ninguna voluntad de responderle o rebatirle. No tuvo más opción. Se comió el pan.
Fue él quien consultó el reloj. “Es hora de moverse antes que el metro se complique”. Media ciudad vuelve pronto a casa después del término de la jornada laboral. Pagan el almuerzo con los generosos vales de colación que solo se ven en el sector norte de la capital. El efectivo es para propinas, una cuota de humanidad y agradecimiento por el excelente servicio hacia los hermanos venezolanos. De allí cada uno a lo suyo.
Ahora sigue pegada a la ventana observando a Nonita y sus malabares por encaramarse al ficus que tiene en la sala de estar. Prometió no fumar más, pero los recuerdos la empujan a otro cigarrillo. Sigue mirando desde la ventana, pero con la vista fija en algún otro punto del más allá. Haciendo recuento pormenorizado de cada encuentro cierra los ojos y lo ve a él tan ecuánime y locuaz como siempre.
“¿Háblame de tu nido?” le sugirió él una vez y ella no supo qué contestar. El miedo a perderle como amigo la amilanó, aunque el tiempo y la distancia hicieran el resto. Se puso nerviosa, titubeó. Prefería vivir hechizada en esa nube de ensueño. Ella lo disfrutaba y eso era suficiente. De él apreciaba hasta su silencio, esas pausas cortas o largas, que podían desembocar en un encantador desenlace. Cada palabra tenía su peso incluso esa de “Provinciana” que tanto le molestaba. Cada palabra era de importancia capital. Ella le coqueteaba en cambio él no acusaba recibo, era inmutable. En buen chileno “no le entraban balas”. Desde su firme pedestal, así lo veía ella, mantenía su inmaculado equilibrio y dejaba retazos sueltos que contaban sobre su amor y devoción por su exitosa esposa, abogada, y sus tres adorables hijos.
Ella para evitar desencuentros acogía sus charlas, prefería respirar el aroma del fruto prohibido, disfrutar lo pecaminoso, casual e ingenuo. Y si él se enfadaba no importaba porque en sus discursos había sólo derroche de pasión, mezcla de coraje y dignidad, pero nunca violencia verbal.
Llegó la pandemia con el encierro prolongado, el estrés, el miedo a enfermar y morir, la preocupación permanente. Seis meses de pesadumbre. Él se fue del país, desapareció de las redes. Se esfumó sin dejar huellas. Ella, entendiendo que no hay que darle amor al que se escapa, se reconcilió con su marido, por ella, por dos hijos, por su tranquilidad y estabilidad emocional. La venció el pragmatismo. Dejó de lado su arrebato pasional. Inició un camino de vuelta para recuperar lo perdido y rescatar el equilibro. La vida la trajo hasta aquí y la tiene frente a la misma ventana de siempre. Afuera el silencio es sepulcral. La vida se le aparece mitad espejismo, mitad juego. Ahora sabe que lo ha perdido. Ya es simplemente la sombra de un hombre, sin rostro, sin manos, sin huellas aparentes. Ya no es real, no canta, no habla, no suda, no anda. Y ella sigue vulnerable.
“Sutilmente pediría que volvieras a mí con tus historias, aunque fueran repetidas. Conversaciones casuales pero oportunas.” Los recuerdos no se pierden, de repente se activan y vuelven a uno inesperadamente, se muestran crudos y reales enriqueciendo o contaminando el presente. Va por otro cigarrillo aun sabiendo que no será el último porque no cumple jamás la promesa. Tratará entre espasmos de placer, de espantar las sombras de ese pasado cercano que la atormenta.
Detrás de ella, en un mueble con recuerdos conserva un libro que él le regaló o del que ella se apropió. Ya no recuerda exactamente cómo se dio la situación. Su reliquia. Era una historia de náufragos, aguda y vertiginosa como la vida de ese hombre que la hacía soñar. Ese libro que descansa junto a otros en ese empolvado librero sigue siendo especial. Nadie más lo ha ojeado. En su entorno familiar no son buenos para leer. Pero sólo ella sabe que atesora dentro una dedicatoria con un guiño especial que dice "¡Cuidado, solo duermo!”
FIN