Llega a su casa colonial, a un costado de la Plaza San Juan de Dios, marcando pasos aburridos. Pudo haberse detenido en las blancas mesitas que están frente al bar, pero hay demasiado calor. Ingresa al zaguán de su casa por un camino adoquinado, custodiado por maceteros de multicolores mantos y verdes helechos. Después de una ducha fría se tiende en la cama para en poco tiempo recuperar su energía y continuar con su proyecto. Rendido por la fatiga se echa a soñar dejando a un lado su Camagüey querido que a esta hora se desdobla bajo el sol implacable del mediodía.
Francisco no puede dar crédito a lo que sus ojos ven. Todo va más allá de su imaginación. Al lado de un rojo tinajón ve a su padre, blandiendo un aletargado paraguas, en esta ciudad donde nunca llueve ni por casualidad. En verdad, también su progenitor sigue el resto de su huella, el alboroto de greda y barro, de herraduras, de ancianos en taburetes y hombres con carretillas. Porque esta vez, quiere ser parte de él, esta vez no se irá tras el sueño americano porque no podrá luego con la nostalgia y la distancia. Son los fantasmas y afectos del pasado.
Cuando Francisco trata de inclinarse para hablarle a su padre, despierta y sale de este viaje inverosímil. Sobre la mesa de noche encuentra una de las figuras, que por ninguna razón debería estar allí. La toma sonriente y la devuelve al sitio original, donde el resto descansa ya. Reflexiona sobre este período de mucha claridad mental, donde el sueño pasa a ser un puente para visualizar otras metas, para hacer de sus figuras, verdaderos seres vivientes.
Vuelve a su pieza que empieza a oscurecerse junto con la tarde. Se agita en su cama, sonríe plácidamente, frota su mejilla contra la esponjosa y mullida almohada porque ha decidido además, en esta tarde de mayo, olvidarse del trabajo para seguir conectado con el maravilloso mundo de los sueños.