Yo presentía que algo andaba mal en esa relación que ya no ardía con la pasión del inicio, sino que estaba siendo consumida cada vez más como lo hace el crudo invierno moscovita que proveniente de las estepas rusas invade la ciudad implacablemente.
Como sabía que el teléfono estaba permanentemente intervenido y para cuidar la integridad de mi pareja, acordamos con Irina vernos en la esquina donde se juntan majestuosamente la callecita Arbat y la imponente y poco atractiva Avenida Smolenskaya, relativamente lejos de las miradas escrutadoras de los cuatro guardias de seguridad que custodiaban con recelo la entrada del hotel donde yo vivía, Belgrado II.
Cuando las campanas del Kremlin comenzaban a anunciar el cambio de guardia, ya caminábamos de la mano enguantada rumbo al otro extremo de la callecita curioseando cuantos cachivaches y anticuarios se exhibían en las vitrinas y kioscos de las diminutas tiendecitas que ya proliferaban desde que la Perestroika había permitido el mercado paralelo informal.
Me extrañó tal comentario porque yo había escuchado historias que relataban que desde muchos años atrás ya en Rusia existía el concepto de guardar objetos unos dentro de otros, en forma de manzana o de huevos como ocurría con los famosos huevos Fabergé que se hicieron conocidos durante la época de la realeza. El extrovertido comerciante me contó con esmero que esas muñequitas se hacían tradicionalmente en madera de tilo, que se talaban en el mes de abril, cuando el árbol contenía más savia, que la madera debía reposar dos años antes de ser trabajada, que todas las muñecas de una misma matrioska se hacían con el mismo tronco, que eso no era por terquedad sino por sabiduría pues estaba demostrado que la madera sufría el mismo proceso de contracción y dilatación, que si esto y que si lo otro. Y yo consumiéndome por el intenso frio y la desazón y desinterés que mostraba Irina. Al final para no hacer más latoso el paseo me decidí por una, la más grande que representaba a madres rusas, con motivos florales, pintadas al oleo o con otros materiales bien llamativos.
Irina me soltó la mano para frotarse las suyas, se despojó de sus gruesos guantes y se las llevó a la boca para entregarles aliento cálido. Se frotó las blancas mejillas y volvió a enguantarse sin manifestar interés alguno en la compra. Yo seguían fascinado. Últimamente, gracias a la Perestroika y al creciente auge comercial en las calles se encontraban matrioskas con motivos variados desde presidentes de todos los confines del mundo hasta temas religiosos y mundanos.
FIN