CORREO ELECTRONICO

lunes, 17 de mayo de 2010

“Las Matrioskas rusas”


“Las Matrioskas rusas”

Yo presentía que algo andaba mal en esa relación que ya no ardía con la pasión del inicio, sino que estaba siendo consumida cada vez más como lo hace el crudo invierno moscovita que proveniente de las estepas rusas invade la ciudad implacablemente.


Como sabía que el teléfono estaba permanentemente intervenido y para cuidar la integridad de mi pareja, acordamos con Irina vernos en la esquina donde se juntan majestuosamente la callecita Arbat y la imponente y poco atractiva Avenida Smolenskaya, relativamente lejos de las miradas escrutadoras de los cuatro guardias de seguridad que custodiaban con recelo la entrada del hotel donde yo vivía, Belgrado II.


Cuando las campanas del Kremlin comenzaban a anunciar el cambio de guardia, ya caminábamos de la mano enguantada rumbo al otro extremo de la callecita curioseando cuantos cachivaches y anticuarios se exhibían en las vitrinas y kioscos de las diminutas tiendecitas que ya proliferaban desde que la Perestroika había permitido el mercado paralelo informal.


Me detuve a observar las matrioskas (Матрёшка), esas muñecas tradicionales rusas, huecas por dentro, que contienen en su interior otras matrioskas más pequeñas. El vendedor, cuando notó que su mal inglés no me hacía mella y que aparentemente yo entendía perfectamente su idioma, me explicó en su lengua rusa en forma lenta y torpe, que curiosamente el origen de esas muñequitas no era soviético sino japonés.


Me extrañó tal comentario porque yo había escuchado historias que relataban que desde muchos años atrás ya en Rusia existía el concepto de guardar objetos unos dentro de otros, en forma de manzana o de huevos como ocurría con los famosos huevos Fabergé que se hicieron conocidos durante la época de la realeza. El extrovertido comerciante me contó con esmero que esas muñequitas se hacían tradicionalmente en madera de tilo, que se talaban en el mes de abril, cuando el árbol contenía más savia, que la madera debía reposar dos años antes de ser trabajada, que todas las muñecas de una misma matrioska se hacían con el mismo tronco, que eso no era por terquedad sino por sabiduría pues estaba demostrado que la madera sufría el mismo proceso de contracción y dilatación, que si esto y que si lo otro. Y yo consumiéndome por el intenso frio y la desazón y desinterés que mostraba Irina. Al final para no hacer más latoso el paseo me decidí por una, la más grande que representaba a madres rusas, con motivos florales, pintadas al oleo o con otros materiales bien llamativos.

Irina me soltó la mano para frotarse las suyas, se despojó de sus gruesos guantes y se las llevó a la boca para entregarles aliento cálido. Se frotó las blancas mejillas y volvió a enguantarse sin manifestar interés alguno en la compra. Yo seguían fascinado. Últimamente, gracias a la Perestroika y al creciente auge comercial en las calles se encontraban matrioskas con motivos variados desde presidentes de todos los confines del mundo hasta temas religiosos y mundanos.

Irina por el contario se mantuvo distante y poco locuaz. Yo hacía comentarios sobre la última película americana que habíamos visto juntos, sobre la cola espantosa que se expandía frente el primer y único Mac Donald que recién se había inaugurado en la ciudad, sobre los encendidos y esperanzadores discursos de Mijaíl Gorbachov acerca de la Glasnost, pero ella se mantuvo inmutable, seca y gélida. Sólo vino a sonreír debajo de aquel inmenso tilo deshojado, después de haber comido huevo duro y arenque que extrajo de algún bolsillo de su abrigo marrón. La acompañé hasta el metro antes de que cerraran sus puertas y me devolví al Belgrado II muerto de frio rabia y desamor.

Esa noche me concentré en la lectura de un libro de historia extraído de la biblioteca del hotel. Me enteré de que en Rusia se atribuía el origen de las matrioskas a Serguei Maliutin, un pintor de un taller de artesanía en Abramsetvo, al norte de Moscú, quien allá por el 1890, inspirado en un juego de muñecas japonesas, realizó una réplica con motivos tradicionales rusos, que albergaba ocho muñequitas en su interior. Esta primera matrioska fue tallada por su amigo Vasiliy Zcezdochkin en el taller de juguetes de Sergiyev Posad.

Tan concentrado estaba en la lectura que no me percaté que alguien había deslizado un sobre sellado por debajo de la puerta. Cuando me incorporé para divisar por la ranura de la cerradura, alcancé a ver sólo el largo pasillo desierto de mi hotel y casi al final a la robusta cuidadora de piso cual matrioska, quien literalmente roncaba en su silla bajo la tenue luz de su lámpara de estar, como era costumbre cada noche una vez que intuía que todos los huéspedes dormían ya.


Volví a mi escritorio. Los gruesos copos de nieve golpeaban la ventana con fuerza brutal. Centré mi mirada en el sobre lacrado a la usanza de las viejas tradiciones rusas. Lo abrí lentamente como adivinando su contenido. Dentro, unas líneas escuetas que decían: “¡Quédate con tus matrioskas rusas. Me cansé de bregar por las sendas de un incierto amor!”






FIN