
viernes, 4 de enero de 2013
"Frente a las olas del mar"

“Frente a las olas del mar”
Él la sigue recordando con la misma pasión de entonces, con las mismas ganas que le provocaron sensaciones inexperimentadas a sus cortos veinticuatro años de edad. Andaba de casualidad por el continente, cuando descubrió a la cubana durante un almuerzo fortuito en un bar de mezquinas apariencias de la capital. Se prendó de ella, de ese timbre dulzón al hablar y esa cadencia tan particular al caminar; Un, dos, tres, cadera ladeada a la derecha, un, dos, tres, cadera desbocada a la izquierda cual frágil hoja mecida por el viento otoñal. “¡OH, qué movimiento!”. A los dos meses volvió a Santiago por ella. La cubana por su parte se entusiasmó con el color mate del muchacho. Le encantó su cabellera tan distinta a las que llevaban los muchachos de Cienfuegos, su estatura, sus largas piernas, su glúteo firme, sus fuertes brazos y sus entretenidas e irrepetibles piruetas al bailar.
La cubana era “hacha y machete” expresión que ocupaba a menudo para demostrar que era mujer de temple. Se las había ingeniado para abandonar su isla, allá en el Caribe, tarea ardua y casi imposible en pleno “período especial”. Cuando ni las hojas se movían sin que lo supiera el Comandante, ella había logrado burlar el cerco dictatorial. Se consiguió que una amiga chilena le cursara la carta de invitación por tres meses, cantidad que triplicó cuando logró una visa de trabajo e hizo indefinida su permanencia una vez transcurrió el tiempo formal.
No dudó en empatarse con el pascuense de piel canela y lanzarse nuevamente a cruzar el mar. Ella que se las sabía todas, y a pesar de ser muy letrada y poseer amplios conocimientos en geografía, no había calculado que Rapanui estaba ubicada en el medio del Océano Pacífico, que era la isla más insular en todo el mundo, a casi cuatro mil kilómetros de las costas de Chile continental. “¡Pero chico, las islas en Cuba se ven unas desde las otras!”. “¡Coño, qué lejos está ; a esto si que le zumba el mango!”.
Instalada en la nueva isla se sintió acorralada por el estrecho perímetro y esa otra realidad. Añoraba su clima caribeño pues el agradable clima subtropical pascuense, con temperaturas fluctuantes entre los dieciocho y veintisiete grados, no calentaban ni su piel ni su espíritu. Sus aguas cálidas y playas de blancas arenas de coral, calificadas de paradisíacas por los visitantes, distaban de las que ella disfrutaba cada tarde en su pueblito natal. Por las mañanas amanecía cantando “Cienfuegos es la ciudad que más me gusta a mi”. Si bien es cierto la canción existe como tal, su pareja la interpretaba como una abierta alusión a su desencanto por Rapanui y sus costumbres.
A la cubana le dio por extrañar los frijoles, los boleros, los flamboyanes, los negros, los cocodrilos y luego su barrio y todo aquello que desde chica marcó su identidad. Era demasiado desinhibida, “un poquito descarada”-decían algunos, “simplemente bullanguera- se autocalificaba ella- eso si que es verdad”. Su extroversión no cayó bien en el lugar. Una vez se le ocurrió bañarse en la playa como Dios la trajo el mundo. La noticia se desparramó de costa a costa, desde Anakena hasta el volcán. Unos la aplaudieron, otros iracundos la tildaron de inmoral. Ella sabía que los diminutos taparrabos desbocados y las nalgas al viento eran cosas de hombres en ese recóndito lugar, pero ¿por qué ella no podía mostrar su genuina y amplia humanidad?
“¡Ay papito, seremos morenos, seremos isleños, pero mijito en el fondo somos muy distintos, y eso qué va!”
Toda la actividad que en la islita la embargaba no la hacía soñar. Tuvo que parar la máquina del “hacer” para centrarse y enfocarse en la del “ser”. Con ese grado de pasión, espontánea y divertida, nadie se imaginaba que pasaba por momentos álgidos, difíciles que trataban de consumirla, pero que ella forjada sobre una estructura férrea, con alta autoestima, se encargaba de desvirtuar. Su ira, su descontento lo descargaba con su pareja. Entre peleas y discusiones se condimentó el desencanto y aunque él estaba dispuesto a esperar y cambiar, ella no hurgó en el tiempo ni en las buenas intenciones, su cochero interno la tiraba a jirones, le mostró la dirección y la hizo sentirse nuevamente comandando sus emociones. No le dio mucha vuelta al tema. Con aplomo tomó su maleta y se echó a volar.
Aún dos años después, el rapanui de vez en vez viste sus atuendos, se ata un pañuelo con cintas varias en su pelo crespo, desordenado, informal, forra su cuerpo con los colores tintos y signos de sus ancestros, sube a una colina con vista al océano Pacífico y se queda absorto en sus pensamientos, buscando en cada ola, añorando a la cubana sandunguera que vino a revolver el mar. Y ella desde su otra isla, lo ve igual, imagina su estado, imagina sus sentimientos pero segura sabe que esta historia no podría ser distinta y además no tendría por qué tener marcha atrás.
FIN